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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 16

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– Yo no quiero ver al Emperador esta noche – le respondí. – Aunque él me trata con bastante intimidad, y solemos jugar un poco al tute…

– ¡Al tute!… hombre… eso sí que no lo sabía.

– Sí… pues decía que aunque tenemos mucha confianza, y nos tratamos como dos amigotes, no puedo presentarme así en el salón, cuando los demás van de etiqueta. Vd. no irá tampoco…

– ¡Oh, sí! Yo voy al salón… porque te advierto que el Emperador al entrar me miró, y después preguntó quién era yo. De modo que ahora…

– ¿Pero no le ha hablado Vd. nunca?

– Te diré, lo que es hablarle… así… pues… así como estoy hablando ahora contigo, no… pero hemos cambiado notas, y no creas… en ocasiones con la pluma en la mano nos hemos puesto como ropa de pascuas.

– ¿Vd. se retirará a su aposento? Hablaremos un poco y luego me marcharé.

– ¡A estas horas! No… aquí te has de quedar. No dudes que vendrá la condesa mañana temprano. Hablaremos todo lo que quieras; pero después que yo vaya al salón, y haga por ver si S. M. I. me mira otra vez, y me entera de todo lo que se dice… ¿Qué sabes tú si el rey José querrá llamarme como anoche, para que le dé un poco de conversación?

– Antes hablemos los dos de un asunto que nos interesa… es cosa de pocas palabras.

– Entremos en mi cuarto – dijo cuando llegamos al salón donde me recibió la vez primera.

– No, aquí mismo – repuse. – Ahora caigo en que tengo que marcharme, en cuanto hablemos dos palabras.

– ¡Qué singular! Hombre, aquí me hielo de frío. Entremos en mi cuarto.

En efecto, pasamos a otra pieza, nos sentamos, pero aún no se habían arrellanado nuestros cuerpos en el sofá, cuando entró un criado diciendo:

– Aquí está un gentil-hombre que viene a decir a usía que el señor conde de Cabarrús quiere verle al momento.

– Al instante, corro al instante. ¡Oh, ministro amabilísimo! – exclamó el diplomático con súbita e inmensa alegría. – Primo, ahí te quedas. Vendrá Inés a hacerte compañía.

– No… que no se moleste – repuse yo con inquietud. – Esperaré solo.

– Que venga la señorita Inés – dijo el diplomático al criado.

El criado me miraba atentamente.

– Que venga mi hija – repitió el marqués. – Dile que está aquí el señor duque de Arión, su pariente; que venga al instante a hacerle compañía, porque el Emperador… digo, el rey José… digo, el ministro Cabarrús, me ha mandado llamar para consultarme un grave asunto.

Y sin esperar más, porque su impaciencia era febril, salió dejándome solo. Yo estaba tan agitado que no me era posible apreciar la extensión del tiempo que iba pasando mientras permanecía en la soledad de aquel cuarto, sin percibir otro ruido que el tic-tac de un reloj de chimenea, y el chisporroteo de los leños que en ella se quemaban. Yo no cabía en mi mismo de inquietud, de ansiedad y desasosiego, y juntamente se me representaban en espantosa lucha, la inefable felicidad de ver a Inés y el pesar de mi conciencia turbada por quebrantar una leal promesa. A veces me parecía que los minutos corrían con inconcebible rapidez, y a veces que se estaban quietos delante de mí, mirándome como geniecillos desvergonzados. Mi espíritu a ratos impaciente y lleno de amorosas ansias, me impulsaba a penetrar en las habitaciones interiores, buscando a la que no parecía; y a ratos me venían deseos de abrir la ventana, echarme por ella al jardín inmediato, y huir para siempre de aquella casa.

Sentado estaba mal, y mal estaba en pie y mal también paseándome de un ángulo a otro en la reducida estancia: el pulso y las sienes me latían con furia, y aquel violento y acompasado golpear determinó bien pronto en mí una viva calentura que me inflamaba todo. Inés tardaba mucho. «Si no viene, me muero», dije para mí, olvidándome al fin de todas las consideraciones que al principio me habían hecho temer su llegada. Pasaron no sé si horas o minutos; sólo sé que muchas ideas mías se iban quedando atrás y que venían otras a sustituirlas, para marcharse luego. De este modo apreciaba el transcurso del tiempo. El reloj avanzó mucho sin que Inés pareciese. Aquella soledad empezó a hacérseme insoportable, y la idea de que ella no vendría, se representó en mi pensamiento produciéndome un dolor inmenso. Después de mis primeras dudas, habíase entregado mi espíritu al gozo de suponer que vendría, y su tardanza me ponía en estado febril.

Arrastrado por una fuerza irresistible, sir reparar en mi situación ni en circunstancia alguna, casi ignorando lo que hacía, abrí la pequeña puerta que comunicaba aquella pieza con la inmediata. Al pasar a esta, halleme en una sala sin luz; pero como entraba alguna claridad por la puerta recién abierta, pude ver por dónde andaba. Con pasos muy quedos atravesé aquella sala, y al ver reflejada oscuramente mi imagen en los espejos, sentía miedo de mí mismo. En el testero del fondo vi otra puerta que cedió al punto a mi mano, y encontreme en una tercera sala más pequeña.

Profunda oscuridad reinaba en ella, pero al poco tiempo de estar allí, distinguí en el fondo negro una perpendicular raya de luz. Al mismo tiempo creí que sonaban voces de mujer por aquel lado, y esto, con la débil claridad, impeliome más hacia allí. Andaba muy lentamente, extendiendo las manos para no tropezar con los muebles; andaba como un ladrón, conteniendo el aliento, apagando el ruido de los pasos, creyendo que hasta las oscilaciones del aire a mi tránsito iban a delatar mi presencia a los de la casa. Yo había perdido todo dominio sobre mí mismo, y en nada reparaba más que en llegar pronto a aquella raya luminosa, tras la cual sentía más claramente ya la voz de Inés. Al fin llegué. Por la estrecha rendija no se veía nada; pero se oía. Dos mujeres hablaban.

Al poco rato una de las voces dijo algo como despidiéndose; sentí el ruido de una puerta, y todo quedó en completo silencio. Aguardé un poco. Puse luego la mano en el picaporte, y con mucha, muchísima lentitud lo fui levantando, levantando, de modo que no hiciera ruido. Cuando me pareció bastante, empujé y la puerta cedió; empujé más, y la fui abriendo poco a poco, cuidando de que no rechinara. Durante esta operación, toda mi sangre se paró dentro de mí. A medida que la puerta se abría, iba viendo todo lo que había dentro de aquella estancia. Primero vi un lecho con cortinas blancas, luego una mesa con labores de mujer, y por último, vi una figura puesta de rodillas delante de un reclinatorio, con la cabeza inclinada y oculta enter las manos en actitud de profundo recogimiento. Vuelta hacia mí aquella figura, que apoyaba la frente en el reclinatorio, no era fácil reconocerla, pues de su cabeza no se veía sino el cabello; pero yo la reconocí, y era ella misma; era Inés.

Avanzando resueltamente, pero siempre con pasos muy quedos, entré y me dirigí hacia ella.

XXVII

Cuando Inés alzó la cabeza y me vio delante, tras un estremecimiento que indicaba el mayor espanto, quedose atónita, sin habla, con disposición a perder el sentido. La emoción me impedía al mismo tiempo el pronunciar algunas palabras para tranquilizarla. Mi presencia le causaba terror; iba a gritar sin duda.

– Inés, Inesilla – dije al fin, – no te asustes, soy yo, soy yo mismo. ¿Creías tú que me había muerto? No, mírame bien, estoy vivo. No me tengas miedo.

Diciendo esto la abrazaba, estrechándola contra mi pecho.

– ¿Creías tú no volver a verme más? – proseguí. – Te dijeron que me había muerto. Infames, ¡cómo te engañan! Aquí estoy; no me preguntes cómo he venido. No lo sé. Creo que Dios me ha traído por la mano para que nos veamos.

Inés tardaba mucho en volver de aquel estupor que por algunos minutos pareció quitarle el conocimiento; mirábame con ojos asombrados, derramó algunas lágrimas, y su rostro, fluctuando entre el llanto y la sonrisa, revelaba en cada segundo una sensación distinta. Pasado un rato, fijando la atención en mi vestido, pareció profundamente asombrada, volvió a reír y me interrogó con los ojos. Sus manos, sus brazos temblaban entre los míos de un modo alarmante; y temiendo que la impresión producida en su organismo por tan fuerte sorpresa fuera demasiado lejos, la tomé en brazos, púsela con el mayor cariño sobre el sofá cercano y senteme junto a ella, procurando calmarla y explicándole en términos precisos mi inesperada aparición.

– ¿Pero dónde estabas tú? – me dijo.

– En la habitación de tu padre. Allá me dejó cuando te llamaron, y allí te estaba esperando. ¿Por qué no fuiste? Mi impaciencia era tanta que no pude resistir, y como un ratero me metí por esas habitaciones hasta llegar aquí.

– ¿Y cómo entraste en palacio?

– Eso es largo de contar. Me han pasado muchas cosas, Inesilla de mi corazón. Yo no sé cómo he venido aquí. Había prometido no verte más ni hablarte; pero yo no sé por qué me encuentro a tu lado y te veo y te hablo. ¿Conque me creías muerto?

– Sí, ¡muerto! – dijo con tristeza. – Sin embargo, yo confiaba en que fuera mentira y muchas veces he tenido el pensamiento de que ibas a venir. Anoche, ayer, ahora mismo he estado pensando en esto, y al quedarme sola he sentido mucha zozobra creyendo verte en los espejos, o salir de detrás de esos armarios, o entrar por cualquiera de esas puertas como un fantasma. ¿Pero cómo has venido aquí? ¿De qué invención te has valido? Si te descubren… Estás vestido como un caballero.

– Sí, Inesilla – respondí besándole las manos. – Pero aunque me veas vestido de caballero, no creas que lo soy. Soy lo mismo que era antes, cuando estábamos en casa de D. Mauro, es decir, no soy nada. Tú estás tan por encima de mí que debes avergonzarte de mirarme.

Al oír esto, todo cambió en su espíritu, y la vi sonreír de un modo espontáneo y festivo, perdida ya la emoción dolorosa del primer momento.

– Yo no pensaba verte más – continué; – pero la casualidad o la Providencia han querido que te vea. ¡Qué desgraciados somos o mejor dicho, qué desgraciado soy! Porque yo tengo que renunciar a ti, tengo que marcharme para no volver más. ¿No comprendes tú que ha de ser así, que no puede ser de otra manera? Para mí valiera más no haber nacido. ¿Por qué te conocí? ¿Por qué te volviste gran señora? ¿Por qué Dios que a ti te sacó de la humildad para traerte a los palacios me dejó a mí en la miseria y en la oscuridad de mi nombre?

– No me has dicho todavía por qué estás vestido así – indicó con el mayor asombro.

– Nada de esto es mío, Inesilla – repliqué con profundo dolor. – Estas ropas son como las que se ponen los cómicos cuando salen a la escena vestidos de reyes. Después se las quitan y quedan hechos unos mendigos: lo mismo soy yo. Si ahora se descubre la farsa que me ha traído aquí, tus criados me echarán del palacio ignominiosamente. No soy nadie, no soy nada. Yo creí que no te vería más; pero algún poder superior nos ha puesto esta noche juntos, y yo que he jurado ante la condesa tu prima no verte ni hablarte más en la vida, estoy ahora a tu lado para decirte que te quiero y te adoro y me muero por ti. Seré un malvado, un tramposo, un miserable que se burla de todas las conveniencias de la sociedad; pero siendo todo esto, y aún más, insisto en decir que no puedo dejar de quererte aunque me lo prohíban todas las potencias de la tierra, y aunque entre los dos se pongan con la espada en la mano todos tus parientes y antecesores desde que el mundo es mundo.

Inés parecía meditar. Después de un rato de silencio, me dijo con tristeza:

– Mis parientes son muy crueles conmigo.

– No, alma mía; considera tú su posición, su nombre, lo que deben a la sociedad, y comprenderás que no pueden hacer otra cosa. ¿Cómo han de admitirme en su familia? La idea de que me amas les causa horror, y se creen deshonrados con sólo mirarme. Tu prima la condesa es muy buena. Si tuviera tiempo para contarte los beneficios que le debo y el afecto que me muestra, te asombrarías.

– Ha llegado el caso de que yo devuelva mi familia todo lo que me ha dado, y tome por mí misma lo que no ha querido darme – dijo Inés.

– Tú tendrás prudencia y esperarás.

– Hablaré francamente a mi prima. Ella me ha dicho que quiere verme feliz a toda costa, y es la que me defiende de las impertinencias de mis cinco maestros, y la que me salva de la etiqueta, que es lo que más aborrezco. Yo le diré que has estado aquí…

– No, no, por Dios; no le digas que he estado aquí – exclamé. – Yo debo marcharme ahora mismo, Inés; yo no puedo estar más aquí.

– No te has de ir – me dijo asiendo mis dos brazos para detenerme. – Yo se lo diré todo a mi prima, le diré que no te has muerto; que yo sé que no te has muerto; que nos hemos visto, y que has de volver.

– No, no le digas eso: desde este momento ya no merezco la benevolencia que ha manifestado.

– ¡Oh! – exclamó Inés con mucha pena. – Pues entonces, ¿qué recurso nos queda? ¿Qué podemos hacer? ¿Cuándo vuelves tú?

– Nunca – le respondí sin reparar en lo que decía, pues mi exaltación no me permitía formular ideas concretas sobre nada.

– ¿Cómo nunca?

– Sí, volveré cuando quieras – dije estrechándola contra mi corazón. – Si tú me mandas que vuelva, si tú despreciando las resoluciones de tu familia, insistes en quererme lo mismo que cuando éramos dos pobres criaturas desamparadas, volveré, quebrantaré las promesas que hice a tu prima, porque ¡ay! sin duda tu prima no sabe cuánto te quiero, cuánto te adoro, y de qué manera nosotros nos hemos dado un juramento que está por encima de todos los demás. Dile que no me he muerto, ni me moriré, mientras tú vivas, porque no quiero ni debo morirme; dile que aquí estaré, mientras tú no me eches, y que antes que fueras condesa, y duquesa, y princesa, habías resuelto casarte conmigo que no soy caballero ni soy nada, aunque teniendo tu cariño no me cambio por todos los nobles de la tierra.

Inés al oírme se animaba mucho. Encendiéronse sus mejillas y el vivo resplandor de sus ojos indicó una irrupción de sensaciones agradables y de ideas de felicidad, que de improviso se apoderaban de su abatido espíritu. Tomándome la mano me dijo:

– Juro que no me he de casar sino contigo, cualquiera que sea tu suerte, cualquiera que sea tu posición. Dicen que yo soy rica, y que soy noble. ¿No es esto bastante? Yo les diré que si no me quieren de este modo, me quiten todo lo que me han dado. Les diré que tú eres para mí más caballero que todos los demás; y por último, que ninguna fuerza humana me obligará a dejarte de querer, porque Dios lo ha ordenado así. Tengamos confianza en Dios y esperemos. Lo que parece más difícil, se hace de pronto fácil. Yo sé, sin que nadie me lo haya enseñado, que cuando las cosas deben pasar, pasan, y que la voluntad de los pequeños suele a veces triunfar de la de los grandes.

Al decir estas palabras que indicaban junto con un firme amor, un profundo sentido, Inés me mostraba la superioridad de su alma, bastante fuerte para poner las leyes inmortales del corazón sobre todas las conveniencias, preocupaciones y artificiosas leyes de la sociedad.

– ¡Inés! – le dije prodigándole las más tiernas muestras de cariño. – A pesar de estar tan alta, tú eres hoy tan desgraciada como yo; pero para los dos vendrán días felices y tranquilos.

Yo había olvidado todo temor, las causas de mi presencia en aquel sitio, lo avanzado de la hora, no me acordaba de su familia, ni de mi fuga, ni de la policía, ni de nada; no veía más mundo que aquel pequeño, ¡qué digo pequeño!… aquel mundo infinito que mediaba entre nuestros ojos.

– Tú sabes y sientes mejor que yo – exclamé; – tú me señalas el camino que debo seguir, y lo seguiré. Te amo tanto que querría morirme aquí mismo, si supiera que habías de ser para otro. Y vengan contrariedades, vengan orgullos, vengan rigores de familia, vengan obstáculos, venga todo, que todo lo desprecio. ¿Qué valen cien mil coronas condales, y las mayores riquezas del mundo? Todo eso no será suficiente razón para quitarme lo que es mío; mi Inesilla de mi alma y de mi corazón. Si soy pobre y miserable, que lo sea: nada importa puesto que miserable y pobre, quieres tú más uno de mis cabellos que las coronas y tesoros de todos los duques de la tierra. ¿No es cierto? Y que venga ahora toda la sociedad y toda Europa, y toda la historia y el mundo todo a decirme que no podrás ser mía. Que vengan y yo les diré que se vayan a paseo, porque nosotros no necesitamos de ellos para nada, y nosotros valemos más que todo eso. ¿No es verdad? Cuando prometí a tu prima renunciar a ti, prometí lo absurdo y lo imposible, lo que no estaba en mi mano hacer, porque el amor que nos tenemos es obra de Dios, es como la vida, y sólo puede quitarlo el mismo que lo da.

Así me expresé yo, y en este tono hablamos un poco más: luego cambiamos de asunto, y seguimos departiendo en serio y en broma sobre mil cosas que nos ocurrían, sin acordarnos de nada que no fuera nosotros mismos, y menos del tiempo que iba transcurriendo a toda prisa. De tema en tema vino a mi pensamiento el objeto que allí me había llevado y le conté el incidente de D. Diego con sus torpes y abominables planes. Ella se sorprendió de esto y me dijo que nunca había supuesto a Rumblar tan rematadamente malo. Seguimos luego hablando de otros asuntos, y ella se reía de mi traje, y yo de lo que ella me contaba al referir las ceremonias palaciegas a que había asistido. Repetidas veces pasó por mi mente la idea del gran peligro que allí corría; pero era tan feliz que yo propio arrojaba lejos de mí aquella idea importuna. Al fin entró de pronto una criada y dijo:

– ¿Se le ofrece a la señorita alguna cosa?

Díjole Inés que no, y se fue; pero me observó de soslayo el tiempo que allí estuvo.

Seguimos hablando y al poco rato apareció otra criada que me miró mucho también, preguntando:

– ¿Ha llamado la señorita?

Y luego que esta se retiró pareciome sentir cuchicheos y ruido de pasos tras de la puerta. Comuniqué a Inés mi recelo, y al punto convinimos en que me debía retirar. ¡Qué escándalo! Era mucho más de media noche. Ella misma me llevó al cuarto donde antes me había dejado el diplomático, y después de discutir un rato sobre lo más conveniente para salir en bien de aquel paso, acordamos que esperaría al Sr. D. Felipe, continuando cuando volviera, el mismo papel de duque de Arión, y que con cualquier pretexto saliese después poniéndome en salvo antes de la mañana y hora en que necesariamente habían de llegar Amaranta o su tía. Despidiose Inés de mí, dándome muchas esperanzas y prometiéndome que nos veríamos cuando menos lo pensase, y me quedé solo otra vez donde antes estaba.

Cansado de esperar, quise salir; pero encontré la puerta cerrada por fuera, y en el mismo instante en que lo advertía, sentí que una mano desconocida, cerraba también la que me había dado paso hacia la habitación de Inés. Estaba preso.

Presté atención a ciertos ruidos cercanos y percibí otra vez cuchicheo de voces diversas, como risas y chacota de criados y gente menuda, cuya circunstancia acabó de revelarme el peligro en que me encontraba, y la proximidad de un lance desastroso. A esto había venido a parar el duque de Arión.

Oí a poco también la voz del diplomático, que algo turbada decía: – Id a avisar al cuerpo de guardias. ¿Estáis seguros de que no lleva armas?

Luego los rumores se extinguieron para resonar de nuevo hacia el cuarto de Inés, con voces de hombre y de mujer, confundidas en viva disputa. Y la voz de Inés se oyó muy cerca aunque me fue imposible entender lo que decía. Lleno de congoja, mas también colérico ante la idea de que se me tomase por un ladrón, di golpes en la puerta con pies y manos, pidiendo que se me abriera, lo cual aumentó las risas de fuera.

– Es muy posible que lleve pistolas – dijo el diplomático. – No abráis, mientras no venga un pelotón de la guardia.

Pero el criado a quien tan prudentes advertencias se dirigían, no hizo caso de ellas; abriome la puerta, y abalanzándose hacia mí con otros dos de su misma estofa, dijo:

– No te escaparás, no. A ver, registradle bien los bolsillos y sacadle todo lo que lleve.

– Canallas – exclamé, luchando con ellos. – Yo no me llevo nada. Ladrones y rateros seréis vosotros, que no yo.

– Creo que debéis amarrarle, muchachos – dijo el diplomático, entrando con gran arrojo. – Desde luego sospeché que este joven no era mi pariente. Por fuerza ha de tener los bolsillos llenos de alhajas: registradle bien. ¿Decís que estuvo en el cuarto de mi hija más de tres horas? Eso no puede ser, caballerito – añadió encarándose conmigo. – ¿Quién es Vd.? Vive Dios que esto es algo misterio.

– Este es el que en el Escorial sirvió de paje a la señora condesa – dijo uno de los criados empujándome con tal fuerza que me hizo caer al suelo.

– Este estaba en Córdoba hace seis meses, y todos los días venía a la puerta de casa – dijo otro dándome con el pie, una vez que caído me vio.

– Y es, si no me engaño, el que tiraba chinitas a la ventana – afirmó una criada, hundiendo sus uñas en mi carne.

– Me parece que le he visto en casa vestido de fraile – dijo otra dándome en la cabeza con las tenazas de la chimenea.

– Ya le conozco, y sé muy bien lo que le trae por aquí – indicó una tercera tirándome fuertemente del cabello.

– ¿Conque nada menos que duque de Arión? – dijo un lacayo dándome una manotada en la chupa con tanta fuerza que me la rasgó de arriba abajo.

– ¡Miren el duque de papelón! ¡Pues no vino poco finchado! – exclamó otro anudándome la corbata tan violentamente que pensé morir estrangulado.

– Desnudadle en el acto.

– No: aguardad a que venga la autoridad – ordenó el marqués. – ¿Conque es un paje de Amaranta que fue a Córdoba, y que arrojaba chinitas vestido de fraile? Bien decía yo que esta cara no me era desconocida. En el Escorial, en Córdoba… ¿te llamas tú Gabriel? ¡Gabriel, Gabriel!… Conque Gabriel.

Y diciendo esto, D. Felipe Pacheco y López de Barrientos dio algunas vueltas por la estancia, revolviendo sin duda en su mente contradictorios pensamientos. Juzgue el lector de mi martirio al verme entre aquellos soeces criados, cuyas almas experimentaban deliciosa fruición en degradar al que creyeron duque, y en pisotear mi supuesta nobleza y caballerosidad. Defendime al principio rabiosamente de sus groseros insultos; mas nada podían contra tantos mis fuerzas por momentos enflaquecidas, y me entregué a las vengativas manos de aquella pequeña plebe irritada que no podía tolerar el encumbramiento ficticio de uno de los suyos. Yo creo que me habrían roto los huesos, que me habrían arrastrado en tropel por la casa, que me habrían arrancado pedazo a pedazo los vestidos y con los vestidos la carne; que me habrían deshecho a pellizcos, pinchazos y rasguños, si la llegada de la condesa no hubiera puesto fin de repente a la dolorosa escena de mi crucificación. La vi aparecer cuando ya iluminaban completamente la habitación las primeras luces del día, y pareciome un ángel salvador.

La sorpresa que tal espectáculo le causó junto con lo que a su llegada le contaron, habíanla puesto como fuera de sí. La ira y la compasión se sucedían rápidamente una tras otra en su semblante. Parecía no dar crédito a sus ojos, me miraba casi exánime y maltratado, y reconocía en mis ropas las del duque de Arión, que ella me diera para fugarme. Por de pronto, a pesar de su enojo, me libró de toda aquella canalla, y haciendo que los criados saliesen afuera, quedose sola conmigo, mientras su tío iba en busca de quien me llevase a la cárcel.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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