Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 15
– ¿Pero Vd. no tiene por sí una desahogada posición?
– Bicoca: el patrimonio de Rumblar es de esos que hacen en las ciudades chicas un mediano papel; pero aquí apenas puedo presentarme en quinta fila. Nuestra casa ha vivido desde hace tiempo con la esperanza de que se le incorpore ese mayorazgo de Leiva que es uno de los primeros de España. Si cuando apareció Inés, como legítima heredera, mi señora mamá se disgustó mucho, luego que se concertó el casarnos para evitar pleitos y cuestiones, quedose muy satisfecha. Conque figúrate cuál será su rabia y la mía, ahora que las señoras marquesa y condesa me han dicho terminantemente que no hay nada de lo convenido. Mi madre a quien lo escribí me contesta furiosa, llamándome tonto y necio y estúpido, y amenazándome con venir a darme mil palmetazos si no llevo adelante el negocio de la boda, como puede hacerlo un caballero resuelto y de pesquis. A mí, francamente, no se me ocurre nada; pero para dicha mía tengo ahí a ese bendito Santorcaz que me aconseja como un padre de la Iglesia, y últimamente ha discurrido el más ingenioso arbitrio para que las de Leiva no se burlen de mí.
– Yo creo que al señor conde no le será difícil llegar al casamiento, y con el casamiento a la posesión del mayorazgo, con tal que esa joven esté dispuesta a darle su mano.
– Eso no, porque no estoy loco por ella, que digamos, y de buena gana renunciaría a todo, si exclusivamente de mí dependiera. Has de saber, compañero, que yo, más que todos los mayorazgos del mundo, apetezco una libertad sin límites para hacer lo que me dé la gana; ir a las logias, dar gritos en las calles cuando hay alborotos, cortejar a las mozas del Avapiés, echar un par de pesetas a un caballo de oros, y divertirme en paz y en gracia de Dios: pero Santorcaz, que es mi mejor amigo y mentor, como él dice, me tiene sujeto, y me hinca las espuelas en esto del mayorazgo, afeándome mi descuido en cuestión tan importante. Como además le debo enormes cantidades que no sé de qué modo pagarle, aquí tienes el siempre y cuándo de esta mi resolución mayorazguil. Te advierto que lo que me deslumbra y me vuelve lelo es la esperanza de poseer una renta de esas que le permiten a uno gastar y gastar y gastar todo lo que se le antoja. ¿Hay mayor gusto, muchacho, que ir un día por casa de todos los amigos y convidarlos a una merienda en el Canal, poniendo comida para más de cuatrocientas bocas, con tanta abundancia como en aquellas célebres bodas de Camacho? ¿Hay mayor gusto que visitar los interiores del teatro del Príncipe o de los Caños, y saber que no habrá entre aquellos lienzos pintados actriz española, cantarina italiana, ni bailarina francesa que no se le rinda a uno de toda voluntad? ¿Hay mayor satisfacción que dar una corrida de toros, permitiendo la entrada gratis a todo el pueblo, pagando con doble sueldo a los lidiadores y lidiando uno mismo con un traje fino bordado de plata y oro? Pues esto y aún más espero tener, si sale bien lo que hemos tramado.
Quedéme absorto y mudo, meditando en la inconmensurable degradación a que en pocos meses había caído aquel joven tan estrecha y meticulosamente educado bajo la inspección de su rigorosa madre; instruido tan sólo en cosas aparentemente buenas, en el temor excesivo a los superiores, en el desprecio de las novedades, en el aborrecimiento de las cosas mundanas, en el respeto a la tradición, en el encogimiento del espíritu; educado para ser gran señor, y representante de todas las virtudes patriarcales. Ved a dónde había ido a parar su imaginación atada durante la infancia con cien cadenas; ved por qué derrumbaderos tenebrosos se despeñaba salvajemente su voluntad, criada en el respeto; ved qué clase de pájaro atrevido salía de aquel huevo empollado al calor de las mezquinas ideas del siglo pasado. Verdad es que cuando aquella inocente gallina sacó al mundo su echadura, se encontró que de los rotos cascarones salían en vez de pollos otras mil alimañas desconocidas, y la infeliz cacareó con angustia, sin saber quién las había engendrado.
– Pero si ella no le quiere a Vd. tampoco – dije a D. Diego, – lo que proyecta no será tan fácil.
– Eso me parecía a mí; pero Santorcaz, que sabe más que siete, me ha llenado la cabeza de catálogos, principiando por decirme que yo era un papanatas, y burlándose de mí con tanta zunga, que al fin me enfadé y dije: «Pues yo seré más osado que Judas, y me atreveré a cuanto hay que atreverse, pues ni las de Leiva, ni Vd. ni nadie se reirán de mí».
– ¿Y qué hace ahora el Sr. de Santorcaz?
– Le han hecho los franceses jefe de la policía menuda, cargo que desempeña a las mil maravillas. A todos los desafectos al nuevo Gobierno me les echa mano lindamente. Verdad es que por ahí le critican mucho, llamándole traidor; pero él se ríe de todo y dice que no hay mejor Rey que José, y que los españoles son unos animales. Esto al principio me enfadaba mucho; pero ya me he acostumbrado a oírselo decir, y yo mismo, que era antes más español que Fernando VII, ya no doy dos higos por España, y al son que me tocan bailo… Pero verás lo que tenemos proyectado. Para probarle a él y a todos sus amigos que no merezco esas burlas, he decidido que si Inés no se quiere casar conmigo voluntariamente, se casará por fuerza.
– Eso me parece difícil.
– Así lo parece: pero no lo es. Tú no tienes grandes ideas ni un corazón osado, como yo lo voy a tener ahora, de modo que no podrás comprender esto. Figúrate que consigo engañar a la muchacha, y sacarla a hurtadillas de su casa, sin que lo adviertan tías ni primas, y llevármela bonitamente a donde me diese la gana por unos días…
– Pero eso no podrá ser, porque esa honesta joven no saldrá con Vd. de su casa, y mucho menos, si como dice, no le quiere ni pizca.
– Tú eres memo, por lo que veo – me contestó con petulancia truhanesca. – Eso mismo me parecía a mí; pero Santorcaz y sus amigos me llamaron el Papamoscas de Burgos. Te advierto que es preciso tener el corazón echado para adelante, como dicen ellos, y atreverse a todo. Con tal que Inés salga conmigo… llévela yo a una casa que tenemos preparada al efecto, y después su misma familia nos echará la bendición. El siglo lo tiene dispuesto así.
Tuve que hacer un esfuerzo para refrenar la indignación que tanta bajeza me producía.
– Poco me importa – añadió, – que Inés no me ame en este momento. Yo estoy seguro de que se volverá loca por mí en cuanto nos tratemos con cierta intimidad. Todos dicen que tengo yo cierto atractivo… así… pues… un gancho para pescar muchachas… Desde que se le pase la tristeza… No sé si te he contado que allá en los tiempos en que mi novia andaba abandonada por el mundo, tuvo por novio a un perdido, un raterillo, un granuja… ¡Qué cosas se ven en el mundo! Lo más raro de todo es que le ha guardado a su galán zarrapastroso una fidelidad de novela sentimental, que causa vergüenza a todos los de la casa. Como que han tenido que hacerla creer que ese joven ha muerto, para que no deshonrara a la familia pensando en él.
– Pero nada de eso hace al caso, y cada vez veo más difícil que Vd. pueda sacar de su casa a tan honrada joven.
– Animal, claro es que no saldrá, si le digo a dónde la llevo; pero como no lo he de decir, sino que tenemos preparado un cierto artificio.
– ¿Cuál?
– Ya he sobornado a Serafina, su doncella, a quien he tenido que dar una buena suma, y es seguro que mañana muy temprano saldrán las dos a dar un paseo por los jardines de palacio, encontrándose en cierto sitio solitario, donde es lo más fácil del mundo poner en ejecución mi pensamiento. Santorcaz asegura que esto saldrá muy bien, y él es quien lo dispone todo, quien prepara los coches, quien ha buscado la casa, quien ha dado el dinero para sobornar a la criada. ¡Si vieras qué interés tan grande se toma!
– Lo creo.
– Mañana temprano queda todo hecho. A esa hora la marquesa está entregada a sus devociones, la condesa no se habrá levantado aún, y el marqués estará en el primer sueño.
– Sr. D. Diego – dije disimulando la ira cuanto me fue posible, – ¿y Vd. no ve en eso una serie de repugnantes bajezas, infamias y desvergüenzas, indignas, no digo de un caballero, sino del más desarrapado chalán? El que es capaz de hacer esto, está destinado a acabar sus días en un presidio.
– Te hablaré francamente. Cuando Santorcaz y sus amigos me manifestaron su plan, sentí aquí dentro cierta repugnancia y no la oculté. Pero se rieron mucho de mí, y allí fue el llamarme zanguango, corazón de mirlo, hombre de alfeñique y otras injurias que me indignaron mucho. Al mismo tiempo, por otro lado Santorcaz me apremia para que le pague las grandes sumas que le debo, y que ya exceden a cinco años de renta de mi patrimonio. Además de esto, mi madre me manda de Bailén unas cartitas en que me pone como chupa de dómine. Dice que si no llevo adelante por cualquier medio este casamiento, soy un necio y un badulaque, y que pierdo y arruino a mi familia con mi dejadez y pazguatería. Hasta D. Paco me escribe diciéndome que seré para siempre indigno del altísono nombre de Rumblar, si no pesco ese mayorazgo, y ahí tienes… No hay más remedio que hacerlo. Fuera, pues, escrúpulos de monja, y adelante. Ahora voy a probar que soy un hombre hasta allí, capaz de todo y dispuesto a las más atrevidas cosas. ¿Qué te parece? ¿No apruebas mi conducta? ¿No te entusiasmas oyéndome?
– ¿De modo que mañana temprano…? – pregunté con mas interés que D. Diego en aquel asunto.
– Al rayar el día. No sé si te he dicho que ella madruga mucho. Santorcaz dice que cuanto más pronto mejor. Ninguno de la familia se enterará del caso, hasta que estemos en Madrid. Ya he escrito una carta a la marquesa, fingiéndome muy enamorado y diciéndole que la fuerza irresistible de mi pasión me impele a obrar así, y otras muchas cosas muy bien puestas; como que la ha escrito Santorcaz… Pero, chico, es tarde y me retiro; quiero ver en qué para esta pobre Zaina y si se muere o no se muere. La verdad es que me quería bastante; y sabe Dios si habrá influido en su enfermedad… Como ahora me tiene loco la hermana de la Pepa Ramos… ¿La conoces tú? ¡Qué guapa y qué mona es! Adiós: me voy allá. ¿Quieres venir? ¿Qué haces aquí con esos frailucos? Pero dime: ¿has heredado por ventura? No te conozco. Mira que los frailes son muy intrigantes… adiós, adiós, que aún tengo algo que arreglar para mi viaje al Pardo a la madrugada.
Y diciendo esto, se marchó, dejándome solo en el claustro. En éste me paseaba yo, presa de la más grande agitación, cuando me avisaron la llegada del coche enviado por Amaranta para mi fuga. Al instante corrí a la calle y entrando en él, pregunté al lacayo:
– La señora condesa, ¿dónde está?
– Esta tarde ha marchado al Pardo – me contestó respetuosamente, sombrero en mano.
– ¿A dónde quiere usía que le llevemos?
– Al Pardo – contesté con resolución.
– Dijo la señora condesa que saldríamos por la puerta de Toledo, camino de Illescas, ¿es que quiere usía dar un rodeo?
– Al Pardo, majadero, al Pardo derecho y sin rodeos – exclamé con furia. – ¿No he dicho que al Pardo? A toda prisa.
Las mulas partieron a escape, llevándome camino del real sitio.
XXVI
Fue detenido el coche en la puerta de San Vicente, abrieron la portezuela, presenté mi carta de seguridad, y después de abrumarme con cumplidos y cortesías, me dejaron pasar. Sufrí nueva detención hacia San Antonio, y una tercera en la puerta de Hierro de cuyas repetidas molestias deduje que era arriesgadísimo salir disfrazado y enteramente imposible sin el documento prescrito. Pero yo pasé el camino felizmente, y ninguno de los que echaron su mirada importuna dentro de mi coche, sospechó el papel que un servidor de ustedes estaba representando.
Yo iba en un estado de agitación indefinible, y la marcha de las mulas me parecía tan desproporcionada a mi febril impaciencia, que sentía impulsos de bajar y correr a pie, creyendo de este modo llegar más pronto. Arrastrado por una ciega e invencible determinación, yo la había formulado en estos términos sencillísimos: «Llegaré, haré por ver a la condesa, informarela de la alevosa intención de D. Diego, y partiré después. No es preciso nada más». Yo no pensaba en dificultades de ninguna clase, y las contrariedades subalternas eran despreciadas entonces por mi impetuosa voluntad. Tampoco atendía en manera alguna a mi proyectada fuga, ni me cuidaba de si iba vestido de esta o de la otra manera. Caer en poder de la policía, una vez llevado a efecto mi pensamiento, me importaba poco.
Por fin, en poco más de una hora llegamos a la plaza de Palacio, donde vi una gran escolta de caballería y muchos coches. El cochero del mío azotó las mulas y las hizo penetrar por la ancha puerta hasta el vestíbulo de donde arranca la gran escalera. Todo lo vi iluminado; todo lleno de guardias españolas y francesas. Una música militar tocaba el himno imperial en la galería que domina la escalera. Napoleón, que había ido a comer con su hermano, estaba allí todavía.
Figuraos que uno se muere y despierta en otro planeta, en otro mundo, encontrándose con forma distinta, en atmósfera diversa, en un medio diferente, donde crecen Fauna y Flora que no se parecen a la Flora y Fauna del mundo donde nació. Esta fue mi impresión: yo estaba aturdido y atontado. Sin embargo, saliendo precipitadamente del coche, pregunté al primer criado que se me apareció por los aposentos del señor marqués de X. En el mismo instante, el lacayo me decía: – Venga vuecencia por aquí, que es en este piso bajo a la izquierda».
Dos o tres, no sé cuántos se apresuraron a franquearme la entrada, y mi lacayo, entrando delante de mí, dijo a los criados que salían a su encuentro:
– Ya está aquí el señor duque; avisad que ha llegado el señor duque de Arión.
Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sé por dónde entré; yo no sé en qué sitio me encontraba; yo sólo sé que me vi en un recinto muy alumbrado y caliente, y que el diplomático, estrechándome en sus brazos, exclamaba:
– ¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!… Pero ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha acabado la comida… ¡Ah, picarón, qué alto estás!
Yo balbucí algunas excusas; pero comprendiendo al punto que era preciso disipar aquel engaño, dije:
– ¿No está la señora condesa?
– No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero, chico, no tienes acento francés, y me dijeron que hablabas como un amolador. Ven, ven, al instante te voy a presentar al rey José, que tanto desea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!… Ha convenido en que su hermano vuelva a ser Rey de España, y ya están zanjadas todas las diferencias. Conque ven… ven… Pero primo, ¿cómo es eso? – añadió examinando mi traje. – ¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga… también te has venido sin relojes… Pues ¿y tus cruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Portugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y San Lázaro, y tu Águila Negra?
– Déjese Vd. de bromas – repliqué sin poder disimular mi impaciencia. – Ahora vengo para un asunto urgente y del cual depende…
– ¿La suerte de Europa? – dijo interrumpiéndome. – Corro, corro al instante a ponerlo en conocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartel general? ¿Ha llegado allí algún correo de Francia con noticias del Austria?
– No, no es eso – repuse sin atreverme a disipar el engaño. – ¿Pero dice Vd. que no está aquí mi señora la condesa?
– ¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; pero debía pasar por la Moncloa a ver a su madrina, y como ésta se halla in articulo mortis, presumo que Amaranta y mi hermana habrán determinado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú de Madrid, o directamente de Chamartín?
– Siento mucho – manifesté con la mayor zozobra – que no esté aquí la señora condesa.
– Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástima que no hayas venido de etiqueta. Verdad es que tú tienes familiaridad con el Emperador, y si te anuncias, puedes pasar a verle con ese traje… Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegado algún correo al cuartel general? A que me he salido yo con la mía… ¿apostamos a que el Austria?… A mí puedes contármelo. Ya sabes que el Emperador me consulta todo… Pero chico, ¿sabes que tienes una arrogante figura? A mí me habían dicho que eras… así… un poco cargado de espaldas y… la nariz chata, y un ojo un poco… pero no… veo que me habían engañado. Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tu cara… casi juraría que no me es desconocida… pues… que te he visto en alguna parte.
Estábamos en un lujoso salón, con magníficos muebles alhajado. Sentíase ruido de voces en las habitaciones inmediatas; pero allí no había nadie más que nosotros dos. El diplomático, asiendo las solapas de mi casaquín, me sacudía, me sofocaba, me volvía loco con su charlar inacabable. En vano era que yo pretendiese quitarle la palabra, hablando de otras cosas y principalmente indicando algo del móvil de mi viaje. Aquel insensato me quitaba la palabra de la boca, ávido y hambriento de hablárselo él todo, y con sus gesticulaciones, su cotorreo sempiterno, semejante al son de una matraca, me tenía aturdido, colérico, nervioso.
– ¡Ay sobrinillo de mi alma! – continuó. – Si me confiaras las noticias que traes… Ya habrá llegado a tu conocimiento que yo soy la misma reserva… Porque no me queda duda de que tú traes algo, sí señor, algo grave. Si hubieras venido a la comida, habríaslo hecho más temprano y con otro traje. Y no es más sino que estabas en el cuartel general, y el mayor general Berthier te envió a toda prisa con una comisión. A ver, dímelo a mí solo, a mí solo… ¿Vas ahora mismo a ver al Emperador? Si quieres pasaré aviso al gentil-hombre para que te introduzca. Ya han concluido de comer, y están conferenciando juntos el Emperador, el Rey, el secretario Hugues Maret, Urquijo y monseñor de Pradt, ex-arzobispo de Malinas. Anda, anúnciate, subamos…
– Señor mío – dije bruscamente sin poder disimular ya mi impaciencia y desasosiego. – Yo no vengo a hablar con el Emperador ni con el Rey, ni con el arzobispo, ni tengo nada que ver con ninguno de esos señores. Yo vengo a…
Y callé, sin atreverme a decirle el objeto de mi visita.
– ¿Conque no está aquí la señora condesa? – volví a preguntar después de una pequeña pausa.
– Dale con la condesa. Que no, que no está. La esperábamos esta tarde; pero según entiendo, se ha detenido en la Moncloa por acompañar a su madrina, que se muere por momentos. Puede ser que llegue antes de media noche.
– Pues la esperaré – dije resueltamente sentándome en un sillón.
– Veo que Amaranta te interesa más, y es para ti de mayor importancia que la suerte del mundo. ¿Pero no querrás decírmelo?… Aquí en confianza… a mí solo – dijo sentándose junto a mí y poniéndome la mano en el muslo.
– ¿Qué, hombre de Dios, qué le he de decir, si no sé nada?
– Pesado estás sobrino. Para mí sería muy satisfactorio saberlo antes que el mismo Emperador y poderlo decir a todos esos que están ahí muertos de sed por una noticia.
– ¿Dice Vd. que la Condesa vendrá antes de media noche? ¿Cuánto hay de aquí a la Moncloa?
– ¿Pero qué traes tú con la Amarantilla?… Todo eso es para disimular. Pero ven… quiero que conozcas a mi hija. Ya tendrás noticias de ella. ¡Pobrecita! La he recogido y reconocido… Es preciso reparar de algún modo los errores de nuestra juventud. En París habrás oído hablar mucho de mí. Bastantes ruinas hay allí todavía de mi ímpetu destructor en materias amorosas. Pero ven… conocerás a Inés… es guapísima. No se ha recogido aún, y si está acostada, haré que se levante.
– No – dije yo, – la veré mañana.
Mi situación, queridos señores míos, era bastante comprometida. La condesa, a quien necesitaba ver y hablar, no estaba allí. Yo no quería faltar al solemne compromiso contraído con ella, cuando le prometí no presentarme jamás a su hija; y en verdad si Amaranta me hubiera sorprendido allí en compañía de Inés, todas mis explicaciones le habrían parecido artificios y malas artes y la aventura de mi disfraz un ardid alevoso para arrebatarle aquel tesoro de su familia, que por la sociedad y por otras mil consideraciones, me estaba tan implacablemente vedado. En todo esto pensé, mientras D. Felipe de Pacheco y López de Barrientos me volvía loco para que le contara las noticias del cuartel general. Discurriendo rapidísimamente sobre aquella situación vine a deducir que era preciso valerme del mismo diplomático para mi objeto, no hallándose en palacio ninguna otra persona de la familia; mas para esto era también preciso no perder el disfraz, ni correr el velo de aquel gracioso engaño, pues si esto ocurría, todo acababa con echarme a la calle o ponerme a disposición de un alguacil. Meditando en breves términos mi plan, di principio a su ejecución de la siguiente manera:
– Después, mi querido tío, informaré a usted de todo lo que se dice en el cuartel general. Por ahora quiero hablarle a Vd. de otro importante asunto.
– ¿Importante? Vamos a ver – dijo en voz baja y tan impaciente como un niño.
– Importantísimo.
– Ya adivino. La Inglaterra, el enemigo común…
– No es nada de eso. Lo que digo es que ese condesito del Rumblar… ¡oh! es un joven de malísimas costumbres.
– Ya lo sabemos; pero dejemos ahora a don Diego, ¡qué majadería! – exclamó con desagrado.
– Es preciso que Vd. esté prevenido, por si…
Entraron en aquel momento en la sala dos personajes vestidos de uniforme, uno de los cuales era español y el otro francés; pero los dos se expresaban en nuestra lengua. Levantámonos y el diplomático me presentó gravemente a ellos, diciendo después:
– Por más que le pincho, nada, no suelta una palabra. Viene del cuartel general, con noticias interesantísimas.
– ¿Sube Vd. a ver al Emperador? – me preguntó uno de ellos.
– No señor – respondí, obligado a llevar adelante la farsa. – No necesito ver por ahora a Su Majestad Imperial.
– En el cuartel general – me dijo el otro, – ¿qué se dice de la actitud del Emperador respecto a su hermano?
– ¡Oh! – exclamé yo, dándome importancia, – se dicen muchas cosas.
– ¡Muchas cosas! – repitió el marqués haciendo aspavientos.
– Aún no está decidido – añadió el que parecía francés, – que el Emperador, nuestro señor, ceda el reino de España a su hermano. ¿Qué ha oído Vd. en Chamartín? ¿Insiste el Emperador en la idea de considerar a España como país conquistado?
– Sí señores, como país conquistado – dije con mucho aplomo, metiendo mi cucharada en los arreglos y desarreglos del mundo.
– La verdad es – dijo otro, – que los dos hermanos no están muy acordes. ¿Va tomando cuerpo la idea de agregar la España al territorio de Francia?
– Sí señores – afirmé condoliéndome de la suerte de mi país. – España se unirá a Francia.
– ¡Oh! ¡qué calamidad! – clamó D. Felipe. – No podemos en modo alguno seguir al servicio de la causa francesa. ¿Y se insiste en dividir a nuestro país en cinco virreinatos?
– ¡Pues qué duda tiene, señores! – repuse en tono de hombre listo. – Pero aún se duda si serán cinco o seis.
– Sin embargo _dijo el que parecía francés, – yo creo que esta noche se reconciliarán.
– Por supuesto que si el Emperador se decide a tratar a España como país conquistado, le mueven a ello las intrigas de Inglaterra.
– De Inglaterra, justo – repuse yo vivamente. – Me lo ha quitado Vd. de la boca.
– Y la insensata resistencia del pueblo español.
– Exactamente… la insensata resistencia…
– A pesar de todo – dijo el español, – yo dudo mucho que el Emperador pueda llevar adelante tan atrevido pensamiento, y menos ahora cuando corren rumores de que el Austria…
– ¿Qué dicen los últimos despachos? Parece que el Austria se arma.
– Sí señores – respondí yo en tono profético, misterioso y sibilítico. – El Austria se arma y… no diré más.
– Pero hombre – apuntó el diplomático. – Si aquí somos todos amigos. Di de una vez todo lo que sabes.
– Dispénsenme Vds. señores – indiqué cortesmente. – De buena gana lo haría por complacer a personas tan amables; pero antes que mi deseo está mi deber, antes que la satisfacción de un capricho amistoso, la conciencia de mi discreción, cuyo inexpugnable baluarte en vano atacan galantes sugestiones o arteras amabilidades. Callaré por ahora; pero tengan ustedes entendido que el Austria… el Austria…
Los tres cortesanos se miraron, y yo examiné las pinturas del techo.
De improviso entraron dos, a quienes igualmente me presentó mi augusto tío; pero aquí fui menos afortunado, porque uno de ellos, al saludarme, me dijo con cierta malicia:
– Es muy particular. Hace tres años vi en París al señor duque de Arión y no reconozco su fisonomía en la de Vd. O yo estoy trascordado, o Vd. ha variado considerablemente.
Por mi suerte el diplomático se había apartado un poco, y además yo tuve buen cuidado de no engolfarme en conversaciones con aquel caballero. También quiso mi buena estrella que viniese a sacarme de apuros, otro que llegó de repente y con gran prisa, a decir:
– Señores, la conferencia va tomando carácter de altercado. Alzan mucho la voz y desde el corredor de Poniente se oyen los gritos. Vamos allá y oiremos algo.
Vierais allí cómo aquellos cortesanos coman por los pasillos, cómo se escurrían por los laberintos de palacio, cómo se precipitaban unos delante de otros disputándose cuál llegaba primero a pescar una noticia, una voz perdida, un gesto visto al través de un resquicio, un accidente, un destello de reales miradas, cualquier mezquindad que les fuera favorable. Yo seguí tras ellos, y salí también; atravesamos un gran salón, donde había hasta una veintena de personas de distintos uniformes; internáronse en nuevos pasillos, pasaron de sala en sala, llegando por último a un largo y oscurísimo corredor que tenía ventanas a un angosto patio. Allí había otros cinco o seis, asomados a las ventanas, y muy atentos a no sé qué, pues yo no veía nada digno de llamar la atención. Todos se acercaban con pasos quedos, chicheaban muy por lo bajo, y atendían y miraban; pero ¿qué miraban y a qué atendían?
El patio a que me refiero era muy estrecho. En la pared de enfrente había una gran ventana cuyas hojas de cristal, cerradas y por dentro cubiertas con una cortina de gasa, daban paso a la luz interior. Los gruesos cortinones de invierno estaban recogidos a un lado y otro, de modo que quedaba un triángulo de luz, con el ángulo más agudo en la parte superior. En este triángulo se dibujaban varias sombras, pero con toda precisión una sola, efecto de linterna mágica producido por la presencia de un hombre entre la luz que iluminaba aquella pieza y el hueco de la ventana. Movíase la sombra al tenor de los diversos grados de animación de la palabra, y en esta sombra y en sus irregulares movimientos fijaban la vista y el oído y la atención y el alma toda los cortesanos allí reunidos.
– Ahora hablan más bajo – dijo muy quedamente uno de ellos, – pero hace poco se han oído con claridad algunas palabras.
Y alargaban los cuerpos fuera del corredor, por ver si sus pabellones auriculares cogían al vuelo alguna sílaba. Yo también atendí; pero la verdad es que allí se oía tanto como en un desierto. Lo que sí excitó mucho mi curiosidad, fue la sombra que ocupaba el centro del triángulo. Era la de un hombre rechoncho y de cabeza redonda, con pelo corto. Notábase el movimiento pausado de sus brazos al hablar, el de su cabeza al atender; notábanse claramente las señales de asentimiento, las negaciones vagas y las fuertes; notábanse la tenacidad, la duda, el ademán de la pregunta, el de la respuesta, y tanta era la verdad con que aquella silueta reproducía a la persona misma, que hasta se creía advertir en ella la sonrisa, el fruncimiento de cejas, el asombro y cuantos modos de lenguaje posee y usa el rostro humano. Unas veces la cabeza puesta de frente, proyectaba en la vidriera una forma redonda, otras volviéndose proyectaba su perfil; luego veíamos que a su altura subía una mano y distinguíamos perfectamente el dedo índice afianzando y dando energía a la palabra; después desaparecían las manos, y los brazos, juntándose a la masa del cuerpo, indicaban que se habían cruzado; luego transcurría mucho tiempo sin que la figura hiciese ademán alguno, señal de que oía o de que meditaba, hasta que de nuevo volvía a ponerse en acción.
– Miren Vds. ahora – dijo uno de los cortesanos, – cómo dice que no, que no y que no con la cabeza.
En efecto, la sombra movió su cabeza haciendo la señal negativa por espacio de algunos segundos.
– De seguro está diciendo que no cederá a nadie sus derechos a la corona de España – indicó uno.
– Lo que indudablemente estará diciendo – habló otro, – es que pasará por todo, menos porque los ingleses se metan aquí.
– ¡Quia! – exclamó un tercero. – Lo que debe de estar diciendo es que los españoles no podrán resistir mucho tiempo.
Entonces la sombra movió la cabeza en señal afirmativa repetidas veces y con mucha insistencia, acentuando con la mano aquel movimiento.
– Pues ahora dice que sí, que sí y que sí – indicó uno.
– Sin duda habla de que son indudables sus derechos de conquista.
– Y de que puede disponer del trono de España como se le antoje.
– ¡Patarata! Apuesto a que no es nada de eso, sino que asegura vencerá a los ingleses.
Poco después la sombra se llevó la mano a la nariz.
– Toma tabaco – dijeron los cortesanos.
– Ya van trece veces desde que estamos aquí.
Luego la sombra acercó un bulto a su cara, inclinándola después, y se oyó desde nuestro observatorio un lejano ronquido.
– ¡Se suena! – exclamaron los cortesanos.
– ¡Buena señal! – dijo uno.
– ¡No, sino muy mala! – añadió otro.
Después la sombra se levantó, y al instante confundiose entre otras sombras. Un momento después, separadas las demás, volvió a destacarse; pero ya estaba transfigurada, porque la cabeza redonda había desaparecido en otra mayor sombra trapezoidal. Una vez puesto el sombrero, se hubiera distinguido de cuantas sombras suele engendrar la noche, y de cuantas pueden volver de los Elíseos Campos o de los cristianos cementerios a pasearse por el mundo.
– Ya sale… – dijeron los cortesanos.
– Corramos al salón.
Y aquello no fue correr, sino volar a la desbandada.
– ¿No vienes al salón? – me preguntó el diplomático.
– ¿No ve Vd. que no vengo de etiqueta?
– Es verdad; pero tú… Te advierto que el Emperador se marcha. ¿Acaso vienes a hablar con el rey José?