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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 12

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XXIV

El concertado desarrollo de esta narración que es menos novela de lo que creerán muchos, exige que no digamos ahora una palabra más de las buenas madres de San Salomó, dejándolas entregadas a su dolor y en camino del albergue provisional que les preparó el obispo de Solsona. Otros personajes nos llaman en lugar no apartado del siniestro, allá donde suena la bronca trompeta de la historia anunciando los sucesos que se escriben en unos libros muy serios y que también han de tener su hueco importante en este que lo son de entretenimiento.

A la mañana siguiente, cuando aún echaba humo y chispas el cadáver tostado de San Salomó, D. Carlos Garrote (y jamás pudo en su gloriosa vida de insurrecciones por la Fe quitarse nombre tan duro) estaba en su alojamiento de la calle de San Francisco acometido de un mal que con frecuencia padecía, y que en los últimos años se le había recrudecido bastante: este mal era la cólera. Mostraba su dolencia hiriendo el suelo con el pie, golpeando con la mano una mesa harto desvencijada, y que con tales caricias iba en camino de no servir más que para leña, y finalmente, soltando de su boca en nutrida descarga, venablo tras venablo.

Mientras él expresaba su enojo andando de un testero a otro y llevando de la cabeza a los bolsillos sus manos, un segundo personaje sentado junto a una segunda mesa donde había butifarra, pasteles y vino, parecía encargado de representar con su sensual abandono, sus ojos medio chispos y su semblante epicúreo, la antítesis del exaltado y ardiente Garrote. Aquel viejo borracho era Mañas, guerrillero estúpido que los caudillos habían arrinconado por no servir más que de estorbo.

Un tercer personaje agrandaba el cuadro: era un capitán de lanceros, joven, bien parecido y que por su cortesanía y aspecto hidalgo contrastaba con la rudeza de los dos soldados apostólicos. Aún falta mencionar otro individuo; pero en este basta la mención: era el capellán de San Salomó Mosén Crispí de Tortellá. Lo único que la escrupulosidad histórica nos obliga a decir es que parecía inclinarse más a compartir con Mañas la butifarra, los pasteles y el vino, que con Garrote la ira, las manotadas y los vocablos picantes. Menos Navarro, todos estaban sentados y a excepción de Mañas todos muy serios.

Lástima que no estuviéramos allí desde el principio del consejo. El primero a quien oímos fue a Garrote, que repitiendo una idea expresada sin duda muchas veces antes de nuestra llegada, dijo con la boca, con las manos y con los pies:

– Yo no me someto.

A esta aseveración semejante a un disparo, sucedió un silencio profundo. Garrote, luego que dio varias vueltas en una órbita cuyo centro era Mañas, se paró delante del oficial de lanceros y le echó a boca de jarro estas palabras:

– Si los demás quieren someterse, yo no me someto. Dígalo usted así al conde de España que le ha enviado.

– Ya esta guerra no tiene razón de ser, señor coronel – dijo con energía el oficial. – Su Majestad ha llegado ya a Cataluña y ha mandado dejar las armas a los que se habían alzado en su nombre.

– Yo no me he levantado en su nombre.

– ¿Pues en nombre de quién?

– En nombre de otro… No vengamos aquí con mistificaciones… Se nos dijo una cosa y ahora resulta otra… Este es un juego indecente, un juego indecente.

– Pero señor coronel de mis pecados – dijo Mosén Crispí apretándose el vientre y tratando de dar a su rostro expresión de bondad. – Si Su Majestad declara que es libre, que no hay tal jacobinismo en palacio, que pondrá la Fe católica por encima de todo… ¿qué hemos de hacer nosotros? No seamos más realistas que el Rey, por amor de Dios.

– Señor Tortellá de mil demonios – dijo Garrote encarándose con él e increpándole con desabrimiento. – No venga usted a empastelarnos con sus distingos y sus boberías de canónigo harto. Bastante nos han engañado ya; ¿y quién nos ha metido en este berenjenal? Usted y sus colegas los de hábito negro y pardo. ¿Por qué antes nos decían una cosa y ahora otra? ¿Qué inmunda farsa es esta? ¿Qué comedia ridícula y nauseabunda quieren ustedes representar? ¿Me han tomado por títere? A mí me gustan las cosas claras, y las palabras concretas, ¡señor Tortellá de mil rábanos! Ustedes nos han engañado; nos hicieron tomar las armas, y ahora nos mandan soltarlas. ¿Cuál fue la razón de aquello? ¿Cuál fue la razón de esto?

– Nosotros… – balbució el capellán muy atolondrado.

– Ustedes, sí – declaró Garrote furioso como un león.

Estaba junto a la mesa desvencijada, y a cada dos o tres palabras, daba con la palma de la mano un golpe que sonaba como un pistoletazo.

– Sí, ustedes… Nos dijeron que se iba a emprender una guerra grande, gloriosa…, ¡pum! una guerra por la Religión. Nos dijeron que el Rey ¡pum! estaba entregado a los masones, y que la Cámara real era una logia, una zahúrda de jacobinos… ¡pum! que Calomarde era masón, que el Rey era masón… ¡pum! Nos dijeron, y esto es lo más grave, que la guerra se haría alzando la bandera de la Religión y proclamando… ¡pum! el nombre del infante don Carlos como futuro Rey de España en sustitución de Fernando VII… Nos dijeron que en Madrid estaba todo hecho para quitar del trono a un hermano el cual estaba vendido a los masones, y poner… ¡pum! a otro hermano que oye misa todos los días… Nos dijeron que cuando se levantase Cataluña, toda España respondería, y que el reinado de la Fe y la destrucción del liberalismo vendrían fácilmente… Nos dijeron que había un breve secreto del Papa, ordenando el alzamiento, y que Francia, Austria y Rusia lo apoyaban… ¡pum! Nos engañaron pintándonos la Junta Apostólica de Madrid como un centro poderoso, y ahora veo que no es más que una reunión de mentecatos, de algunos consejeros cesantes que quieren volver al Consejo, de algunos canónigos que quieren ser obispos y de algunos brigadieres que quieren ser generales… ¡pum, pum, pum!

La mano del guerrillero rebotaba como una pelota de goma y tenía la palma roja, casi sangrienta. Mosén Crispí no se atrevió a contestar y miraba a la butifarra, a Mañas, al oficial, a la mesa golpeada, por ver si alguno de estos tres objetos le sugería una idea.

– Y ahora – prosiguió Garrote apartándose de la mesa que había quedado casi llorando, – ahora nos dicen que todo ha sido una broma, que dejemos las armas, que el proyecto de poner a D. Carlos en el trono es prematuro, impracticable, tonto, cosa de monjas, y no sé qué más… Esto es jugar con hombres formales. Ha bastado que el Rey haya venido a Cataluña para que todo se desvanezca como el humo; los más valientes se vuelven cobardes, muchos bravos son sacrificados, y los curas se meten en sus iglesias a decir: pésame, Señor… ¡Mil rábanos! No ha pasado nada… con tal que conserven sus empleos, sus canonjías y sus prebendas esos señores que nos han hostigado. El Rey llegará y hará un picadillo masónico con la carne de todos los que se han batido en Cataluña por la causa santa, divina, inmortal, de la Fe y de la Monarquía.

– No – dijo bruscamente el oficial – lo primero que ha dicho Su Majestad es que perdonará a todo el mundo.

– Eso se dice para que soltemos las armas, para que nos entreguemos como corderos… ¡Perdón, perdonar! ¡Qué horrible ironía! Linda cosa es el perdón masónico. Los mismos que desde Madrid y desde Barcelona dirigieron esta trama, serán los primeros que aconsejen al Rey castigos terribles, para que callen las bocas que pudieran revelar secretos graves… ¡Rábano, rábano! La mía, si no me la cierra el verdugo, será la primera que grite: «Esos que hoy se acogen al manto real y reciben en triunfo a D. Fernando, fueron los que nos hostigaron a quitarle del trono para poner en su lugar al infante D. Carlos que oye misa todos los días».

Mañas que comprendió la necesidad de decir algo, murmuró algunas palabras torpes y oscuras que salieron de su boca como un vapor vinoso. Mosén Crispí le mandó callar, tocándose la sien con el dedo índice y guiñando el ojo. Su mímica quiso decir:

– Ese hombre de los rábanos está loco: no hagamos caso de él.

– Sus deberes de militar, sus gloriosos antecedentes, señor coronel – dijo el oficial – el uniforme que viste, el bien del país, y la suerte de muchos hombres inocentes exigen de usted que se someta a la voluntad del Rey. El Rey ha pedido a todos prudencia y cordura, y es preciso que todos respondamos a la voz de nuestro Rey legítimo.

– Yo no me someto, yo no me someto – afirmó Garrote con voz de trueno. – Si Jep dels Estanys, Caragol, Pixola, Rafi y los demás quieren someterse, háganlo en buen hora: ellos se entenderán con su conciencia. Al hacerlo habrán visto delante de sí la balanza que tiene en uno de sus platos el ascenso y en otro el verdugo. ¡Mal demonio harto de rábanos! a mí no me sobornan las charreteras ni me asusta la horca… Cuando mi conciencia me acuse me fusilaré yo mismo. Yo no me someto… Aquí hay mucha, pero muchísima inmundicia… Esto da náuseas.

– Somos militares y debemos obediencia al Rey – dijo el oficial con brío.

Garrote clavó en él una mirada centelleante; apretó los dientes: la piel verdosa de sus sienes y de su cara vibró como si los tendones y venas fueran alambres sacudidos por la descarga eléctrica.

– ¡Obediencia! – exclamó sacando de su volcánico pecho palabras como rugidos. – ¿A quién?… ¡Ah! señor oficial… yo no obedezco más que a Dios que fortalece mi brazo y afila mi espada para que defienda su religión santa contra los jacobinos. Yo no obedezco más que a mi conciencia que me manda no reconocer dueño alguno mientras no se siente en el trono de San Fernando el príncipe elegido por Dios para restablecer los santos principios del gobierno cristiano… Veo que mira usted mis charreteras… ¡Ah! desde hoy las considero como una deshonra… No puedo servir a dos señores… Fuera de mí, insignias de vilipendio que me parecéis diabólicos emblemas de un orden masónico.

Y se arrancó con salvaje fuerza las charreteras. Su mano como una garra tiró tan violentamente que rasgó el paño de la levita y mostró la camisa en los hombros. Después arrojó contra la pared las insignias, gritando:

– ¡Fuera de mí!… No quiero pertenecer a este rebaño de miserables… Desde hoy soy libre, combatiré solo, combatiré por la Fe y por el verdadero Trono allá en mis benditas montañas donde jamás se conoció la traición.

El oficial se levantó.

– Nada tengo que hacer aquí – manifestó con desabrimiento afirmándose el chacó en la cabeza. – Por fortuna los jefes principales del movimiento conocen lo descabellado y ridículo de sostenerlo más tiempo, y ya han dicho que depondrán las armas.

– Cada cual – dijo Garrote mirando al oficial con desdén – es dueño de meterse en lodo hasta el cuello.

El oficial hizo una profunda reverencia y se retiró. El ruido de sus pasos no se había extinguido en la escalera, cuando Garrote se acercó a la puerta y gritó: – ¡Zugarramundi!

El hombre velludo tan parecido a un oso pirenaico, apareció en la puerta: era desde antaño feroz satélite y ayudante del furibundo coronel. En las guerras de partidas era su jefe de Estado Mayor.

– Nos vamos en seguida – le dijo el jefe.

– ¿A dónde?

– A nuestra tierra; los aragoneses pueden quedarse en la suya.

– Está bien: ¿y cuándo salimos?

– Dentro de una hora. Paga las cuentas del mesón, dispón los caballos… Si algún catalán de los que están conmigo quiere someterse le dejas ir en paz… Pero antes…

Zugarramundi que ya se retiraba volvió.

– Pero antes – añadió el coronel – le mandas dar veinticinco palos.

– Está bien… ¿Y qué dispones del prisionero?

– ¡Ah… el prisionero! no me acordaba en este momento. Pues al prisionero…

Se puso a meditar acariciándose la barba.

– Le llevaremos con nosotros. ¿Cuántos carros tenemos?

– Cinco.

– Destina uno para él si no puede andar.

– No puede; la herida que ayer le hicimos cuando quería escaparse por la gatera de San Salomó le tiene un poco marchito. ¿No dijiste que había que fusilarle? Pues dejémosle aquí.

– ¿Muerto?

– O vivo. El señor Mañas se encargará de cumplir la sentencia.

– Sí; para que me lo suelten otra vez. ¡Rábanos! No; le llevaremos, le llevaremos, y en el camino daremos cuenta de él. ¿Va algún capellán con nosotros?

– Ninguno.

– Bueno; no faltará un cura que le auxilie… Dale bien de comer… no quiero que padezca hambre… Es paisano nuestro, Zugarramundi, es alavés.

Está bien.

Después que se retiró el oso, quien primero rompió el silencio fue Mosén Crispí de Tortellá, y gozoso de tener un tema de conversación distinto de aquel en que había merecido los apóstrofes del coronel, habló de este modo:

– Por mis pecados, Sr. D. Carlos Navarro, que ha sido usted demasiado benigno con ese demonio de hombre. Yo le hubiera mandado fusilar delante de las tapias humeantes de esa santa casa vilmente incendiada. ¡Oh! ¡Señor don Carlos, horripila ver la enorme dosis de perversidad que Lucifer ha depositado en el alma de algunos hombres!.

Carlos sólo contestó con un gruñido.

– No puede quedar duda de que ese embajador de los jacobinos fue quien puso fuego a la casa del Señor, sin duda con el salvaje intento de reducir a carbón a las inocentes vírgenes… No puedo hablar de esto sin que se me parta el corazón.

En el mismo instante Mañas partía la butifarra.

– No obstante – añadió el venerable tomando la ruedecilla que Mañas le ofrecía – yo procuraría indagar… Indudablemente aquí hay un misterio… Ese hombre…

– Mosén Crispí – dijo Navarro interrumpiéndole bruscamente. – Aquí no hemos venido a hablar de ese hombre.

– Aquí hemos venido… – murmuró Mañas con torpe lengua, demostrando que si los demás habían ido allí con algún objeto, él no había ido sino a comer cerdo y a beber vino.

– Sí, ya lo sé – replicó el capellán algo turbado. – Hemos venido a convenir cómo se ha de arreglar esto de soltar las armas… Es caso grave, porque la ciudad de Solsona no quiere malquistarse con el Rey; la ciudad de Solsona no quiere que la horca se alce en su plaza de San Juan, ni que las tropas del conde de España entren aquí tocando los clarines de la venganza.

– Pues usted dirá… Ya sabe usted que yo me voy.

– Pues… el ayuntamiento, que me delegó para tratar con usted de la paz, desea que todo se arregle, que la ciudad de Solsona aparezca amiga de Su Majestad.

– Yo me voy…

– No sometiéndose, eso es lo mejor para la tranquilidad de la ciudad. Ahora falta ver quién recoge el mando de las pocas fuerzas apostólicas que hay por aquí.

– Por mi voluntad entregaría el mando a D. Pedro Guimaraens, la única persona decente que conozco en esta tierra.

– D. Pedro marchó al cuartel general, y dicen que el conde de España le ha dado un batallón para que recorra el país, y apoye a los que quieran someterse, que son los más. Puede que esté en Regina Cœli. A falta de don Pedro Guimaraens, yo pondría la autoridad en la cabeza de Tilín.

– ¿En dónde está ese Tilín?

– Pues mire usted que no lo sé, y me da qué pensar su desaparición. Hoy le he buscado todo el día y no he podido encontrarle. Anoche se portó heroicamente; fue el primero que entró a salvar a las pobres monjas… Después no se le vio más.

– ¿En dónde está?

– ¿No le he dicho a usted que no lo sé? Ese sacristán tiene unas rarezas… Suele esconderse cuando se le necesita y presentarse cuando no hace falta.

– Bien – dijo Garrote. – Pues ha de quedar en la división apostólica de Solsona una sombra de autoridad; pues es preciso que esta farsa] asquerosa que llaman la paz… yo la llamaría la ignominia… se haga con visos de convenio, yo delego mi autoridad…

Miró con desprecio a Mañas que con su mano temblorosa vaciaba el turbio residuo de la última botella.

– Sí – añadió el fogoso guerrillero. – El bando apostólico de Solsona es digno de tener por jefe a un borracho. Viejo Mañas, te confiero el mando. Toma ese bastón, animal.

Y cogiendo una butifarra y haciendo ademán de metérsela por la boca, y dándole después dos golpes con ella en la cabeza, la arrojó violentamente sobre la mesa y salió de la sala.

XXV

Desde que los cocheros de palacio, los marmitones, los lacayos y algunos soldados vendidos a los cortesanos inauguraron el 19 de marzo de 1808 en Aranjuez la serie de bajas rapsodias revolucionarias que componen nuestra epopeya motinesca, el más repugnante movimiento ha sido la sublevación apostólica de 1827. Es además de repugnante, oscuro, porque su origen, como el de los monstruos que degradan con su fealdad a la raza humana, no tuvo nunca explicación cabal y satisfactoria. Acabó misteriosamente, lo mismo que había empezado, como esas tragedias reales en que por una secreta confabulación de testigos, asesinos y jueces, queda todo indeterminado y confuso, no existiendo la evidencia más que en la muerte de la víctima. No hubo lógica ni plan en la sublevación, como no hubo justicia en los castigos. Creeríase que eran autores de aquella intriga sangrienta los mismos contra quienes parecía dirigida, y que la propia mano herida por el filo, acariciaba la empuñadura de aquella espada que se forjó en las agrestes ferrerías de las montañas catalanas y se templó en los conventos. En todo lo relativo a los orígenes de tal guerra, hay algo de las poéticas vaguedades de la leyenda: la historia no ha podido esclarecer con su luz las lobregueces de este hecho que sólo puede compararse a las tenebrosas demencias del suicidio.

Durante largo tiempo se consideró que la guerra apostólica había sido engendrada por la sociedad secreta del absolutismo llamada El Ángel Exterminador, y compuesta de obispos ambiciosos, consejeros cesantes e inquisidores sin trabajo. Aunque el absolutismo ha tenido también su masonería, y de las más chuscas, aun sin el uso de mandiles, ningún historiador ha probado la existencia de El Ángel Exterminador. Quién decía que su centro estaba en Roma, quién que estaba en el cuarto del infante D. Carlos. Pero si la sociedad no es cosa evidente, lo es sí la existencia de una intriga formidable y subterránea, de la cual eran activos trabajadores muchos próceres y magnates, diestros en las artes del topo. La posterior guerra de los siete años probó que desde 1825 el absolutismo rabioso, anhelando cambiar de ídolo porque el existente no satisfacía por completo su sed de persecuciones y de venganzas, había empezado a preparar el terreno.

Si alguien pudo esclarecer los orígenes de la sublevación apostólica fueron los cabecillas catalanes; sin duda ellos pensaban decir algo; pero antes que pudieran ser indiscretos, Calomarde y el conde de España les fusilaron a todos. El Rey les prometió el perdón para que se sometieran, y después de sometidos les fusiló para que no hablaran. Es una diplomacia como otra cualquiera.

¿Fue Calomarde instigador de la guerra? Entonces resultaría Fernando VII juguete de su ministro, y esto no era así. Calomarde, que sin duda hubiera sido capaz de venderse a quien le quisiera comprar, sirvió bien a Fernando hasta el cuarto casamiento de este, y en 1827 todavía era no más que instrumento harto sumiso de las pasiones y del brutal egoísmo de su señor.

Si Calomarde no fue autor de la guerra, los verdaderos autores de ella se le sometieron al ver el mal éxito que aquella tenía, aspirando a sacar de la paz el partido que no habían podido sacar de la guerra. Es indudable que los tenebrosos congregacionistas del Ángel Exterminador (y es forzoso dar este nombre a la pandilla por no tener otro) salieron muy bien librados de aquella sangrienta aventura; pero también lo es que los infelices que habían sacado las castañas del fuego para satisfacer las hinchadas ambiciones y las envidias de la corte, pagaron con su vida el crimen propio y el ajeno.

Grave cosa fue aquella sublevación cuando Fernando se dispuso a sofocarla por sí mismo. Salió del Escorial el 22 de Setiembre, siendo despedido por los célebres versos de la bondadosa Reina Amalia, que al componerlos demostró tener más comercio con los ángeles que con las musas. Al Rey acompañaba Calomarde. Había gran prisa, y el déspota y su Sancho Panza recorrieron el camino con una rapidez que habrían envidiado quizás algunos de nuestros trenes mixtos. Pero delante del Rey habían salido los correos reservados llevando órdenes apremiantes para que cesara todo. Por eso apenas puso el pie en tierra de Lérida el egregio conde de España con su ejército, principió la desbandada. Las pequeñas partidas se presentaban, y las grandes se ponían en movimiento para sacar algún jugo del país antes de disolverse. La sublevación cayó como un espantajo de trapo y caña puesto en medio de los sembrados, y al cual quitan de pronto la vara que lo sustenta. Los facciosos del Panadés y de Tarragona fueron los más solícitos para presentarse a indulto. En cambio Jep dels Estanys, Caragol y la gente furibunda de Manresa se mostraron muy rebeldes. Sin atreverse a hacer frente al conde de España, resistiéronse a terminar tan tonta y desabridamente una guerra a que los del Ángel Exterminador les habían lanzado, ofreciéndoles la cooperación de Rusia con 40.000 hombres y 6.000 caballos, el apoyo de Francia y las simpatías del Papa.

Dejando guarnecida a Manresa salieron: Jep se dirigió a Berga que era su madriguera preferida, y Caragol fingió una marcha sobre Barcelona, unos dicen que con objeto de acercarse a la frontera y otros que con el fin puramente apostólico de merodear. No tenían las manos atadas aquellos benditos arcángeles de fusil y cartuchera, porque Jep dels Estanys cuando tuvo que salir de Berga perseguido por el conde de España sacó de allí diez y ocho cargas de dinero que eran la cosecha de unos cuantos meses de trabajo en la viña del Altar y el Trono.

Ya veremos la suerte que les cupo a estos andantes cosecheros, a quienes Fernando hablaba en su proclama el lenguaje de la clemencia, abriéndoles sus brazos de padre amoroso. Una observación haremos que será la última pincelada en el cuadro de aquella guerra, y es que todas las reyertas entre los absolutistas de uno y otro bando, así como todas sus reconciliaciones terminaban con un porrazo a los liberales. Estos infelices, pocos en número, acobardados y oscurecidos, pagaban el furor de los sublevados y de los perseguidores de los sublevados. Los rebeldes, al huir delante del conde de España, gritaban de pueblo en pueblo: «¡muerte a los negros!» y el feroz España solía decir: «esos malvados negros tienen la culpa de todo». Así es que se llevaba con paciencia la fuga e impunidad de los apostólicos con tal que hubiese negros que sacrificar. Un observador de pura casta absolutista, como Mosén Crispí, habría creído que aquellos pobres fueron puestos en España por Dios para impedir que los defensores de este se destrozaran mucho al engrescarse entre sí.

Es preciso ser de bronce o de berroqueña para no sentir la más viva lástima de tales desdichados. ¿Vencían los apostólicos?… pues ¡muerte a los negros! ¿Iban bien los absolutistas?… pues ¡duro en los negros! Que las cosas iban mal en el campo de Jep… pues ¡a ellos, que tienen la culpa de todo! Que salía chasqueado el conde y se desesperaba por no poder alcanzar a Pixola… pues ¡viva la religión y mueran los masones! Síntesis de este hecho y resumen de él fueron las horrorosas hecatombes de Barcelona a principios del año siguiente, cuando los envenenados odios y disputas que desgarraban el seno de la familia realista parecían no poder aplacarse sino engolosinando a uno y otro partido con carne de liberales.

Explicada la situación de la guerra, nos cumple despedirnos de esa bienaventurada ciudad de Solsona, donde han ocurrido los principales sucesos de esta historia, para buscar el término y solución lógica de ellos en otro pueblo menos ilustre, pues carece de escudo de armas, de abolengo romano y de murallas; pero que merecería tener todas estas cosas y aun otras, sólo por haber sido teatro de los verídicos sucedidos que vamos a referir.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
250 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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