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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 13

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XXVI

Al anochecer del día que siguió a la catástrofe de San Salomó, un cochecillo de dos ruedas corría por el detestable camino que desde Solsona se dirige a la Conca de Tremp. Era uno de esos vehículos puramente españoles que parecen hechos para realizar el ideal de la incomodidad, y cuyo nombre respondería perfectamente a su cruel instituto si en vez de tartana fuera quebranta-huesos. El que ocupa hoy nuestra atención era cerrado, formando una especie de cajón alto con portezuela en la parte posterior y en la delantera una ventanucha pequeña sin vidrio destinada a dar aire a la víctima, para que no la asfixiara el calor antes de tener los huesos bien rotos y las carnes bien molidas. Tiraba de él un brioso caballo que parecía más hecho al noble oficio de la silla que al del arrastre, a juzgar por el desorden de su marcha y los brincos con que amenazaba volcar el vehículo. Guiábalo un joven sentado en media cuarta de tabla adherida a la limonera de la derecha. Parecía tener el cochero un delirante anhelo de llegar pronto a su destino, según aporreaba al animal con la vara. El interior lo ocupaba sin duda persona a quien el de fuera estimaba en mucho porque entre golpe y golpe descargado sobre la bestia, volvía su rostro, y mirando al interior del quebranta-huesos por la ventanilla delantera decía algunas palabras enderezadas a dulcificar la molestia de transporte tan inquisitorial. El camino, que más era de herradura que de ruedas, estaba alfombrado de guijarros que en algunos sitios eran verdaderos peñones, ofreciendo en otros hoyos profundos. Caballo y camino jugaban con el coche como un titiritero con las bolas haciéndole dar graciosas piruetas. Viendo aquello, tendría corazón de bronce quien no compadeciera a la persona que iba dentro. Si tal persona además de ir allí, iba contra su voluntad, entonces era tan digna de lástima como quien va al patíbulo en la fatal carreta.

La noche era oscura y serena; pero el horizonte se inflamaba a ratos con vivos relámpagos, indicio de tormenta próxima, y algunas ráfagas de aire fresco venían del lado de la montaña, levantando polvo y haciendo murmurar el ramaje de los árboles.

Ni un alma se hallaba en tal hora por aquel camino solitario y agreste, y las pocas casas que se veían al paso estaban cerradas y silenciosas. Creeríase que la superstición había alejado a todos los habitantes de aquella tierra y que sólo quedaban los duendes para obligar a huir también a los que después viniesen.

Pero el quebranta-huesos pasó al fin a regular distancia de una casa, en cuya ventana brillaba una luz. Entonces del lóbrego cajón inquisitorial salió una voz angustiosa que dijo:

– ¡Socorro!

El que guiaba castigó fieramente a la cabalgadura para que acelerase el paso, y cuando quedó a distancia mayor la casa iluminada, el hombre volviose hacia dentro y dijo:

– No… no vale pedir socorro, señora. Nadie oye, nadie ve.

– ¡Socorro! ¡Socorro! – repitió la voz interior ya enronquecida y furiosa.

Después varió de tono y acompañada al parecer de lágrimas, dijo suplicante y dolorida:

– Por la salvación de tu alma, Pepet, por la memoria de tu madre; déjame, suéltame, déjame en medio del camino y vete solo con tu endiablado coche… Te lo agradeceré, te lo agradeceré con toda mi alma… no te guardaré rencor, Tilín… no te tendré miedo; me acordaré de ti en mis oraciones; pediré a Dios por ti… Sé bueno conmigo, ten piedad de mí… suéltame, déjame y así podrás librarte del castigo que te espera por tu maldad… Piensa un instante siquiera en Dios.

El hombre no pensaba en Dios. Pálido y hosco, cejijunto, balbuciente como el asesino en el momento de clavar el puñal en la víctima dormida, marchaba derecho a su bárbaro objeto; no reparaba en consideración alguna, no se acordaba de Dios, no era cristiano; era incapaz de toda idea piadosa; no veía tampoco obstáculos, no veía más que la fiebre ardiente que le devoraba y aquel objeto criminal que le atraía fascinando su alma irritada, objeto que, fijo en su cerebro, le enloquecía con el deleite del triunfo y le quemaba con el fuego de la impaciencia.

Oyó que su víctima lloraba dentro del coche. Entonces se volvió adentro y dijo:

– Es verdad que soy un malvado, que me condenaré, que arderé en el Infierno… ¿pero de quién es la culpa?

– Tuya, infame ladrón, incendiario, tuya, monstruo emparentado con todos los demonios del Infierno – exclamó la voz del coche, volviendo a ser colérica. – Mucho más humano serías conmigo si me mataras… ¡Ay! te lo agradecería con toda mi alma. Viva o muerta, infame bandido, no arderé como tú en los infiernos… estarás solo, y padecerás eternamente, siempre, quemándote en tus sacrílegas pasiones, sin satisfacer en toda la eternidad la sed rabiosa de tu alma.

Tilín hizo crujir sus dientes, tan fuertemente los apretaba, y hablando consigo mismo, dijo:

– ¡El Infierno!… pues poco que me gusta a mí el Infierno… Ya sé que he de ir a él… ya lo sé… Si de todos modos he de ir a él, que sea…

Y azotaba al caballo, porque aunque este corría mucho, a él siempre le parecía que andaba poco; tan anheloso estaba de ganar terreno. Habría deseado las alas negras que había visto pintadas en el ángel de las tinieblas, para cruzar con ellas el cielo tempestuoso hasta llegar con su presa a las cavernas donde se traman en juntas diabólicas las tentaciones que luego se esparcen por la tierra. Era firme creyente y creía en las potestades del Báratro tal como las pinta la doctrina cristiana. Hacía el mal conociendo lo que hacía y las consecuencias de él. No era malo por carencia de sentido moral, como los adocenados criminales que pueblan diariamente los presidios y dan trabajo al verdugo, sino por un extravío que arrancaba de la exacerbación de sus violentas pasiones. Su corazón precipitado en aquel rumbo perverso, podía torcerse de improviso tomando otro camino. Esto lo conocía Sor Teodora de Aransis. Dando a ratos tregua a su violenta ira, no creía fácil conseguir nada por la violencia y trataba de someter a su terrible enemigo, tocándole hábilmente al corazón. Por eso intentaba dar suavidad a su voz y mágico encanto a sus palabras. Sofocando su cólera, dejaba que hablase la conmovedora piedad. Diríase de ella que intentaba enternecer y cristianizar al Demonio con las súplicas que se dirigen a los santos. Sus manos aparecieron cruzadas en el ventanillo.

– Tilín, Tilín – le dijo. – Yo te juro por Dios que es mi padre y por nuestro glorioso patriarca Santo Domingo, que si me dejas y te vas, no te guardaré rencor, no tendré de ti malos recuerdos… al contrario los tendré buenos, muy buenos… A nadie diré que pegaste fuego a San Salomó; a nadie diré que en la confusión del primer momento y cuando bajé huyendo de las llamas, me cogiste, me amordazaste y me sacaste por la puerta del locutorio, cuando el fuego y el humo permitían aún pasar por allí. A nadie diré que me ocultaste después en una casucha que hay fuera de la puerta del Travesat, donde tú y otros bandidos como tú, digo mal, bandidos no, sino alucinados, me tenían preparado el suplicio de este coche. A nadie diré que luego me has traído a este viaje horrible que no sé dónde terminará; no diré nada… tendré buenos recuerdos de ti, me acordaré de tu amistad, de tus buenos servicios; todos los días, todos, cuando me arrodille delante del Señor Sacramentado para pedirle por los pecadores, pediré a Dios que te quite esos malos pensamientos y te de otros buenos y cristianos que lleven tu alma al cielo, donde me volverás a ver… sí me volverás a ver.

Esta idea debió parecer eficaz a la dominica, porque la repitió después de una pausa, añadiendo:

– Me volverás a ver, me estarás viendo por toda una eternidad.

Tilín no dijo nada. De pronto detuvo el coche. El corazón de Sor Teodora, al sentir aquella pausa en su tormento físico, palpitó de emoción y esperanza.

Pero Tilín se había detenido para prestar atención a un rumor lejano que a su espalda había creído sentir, y quiso cerciorarse de él.

– Sí – pensó después de un minuto de atención. – Viene gente a caballo, y no debe de ser poca según el ruido que hace.

El sacristán diablo pareció un momento turbado; pero al punto halló en su grande ánimo la iniciativa y la prontitud de ejecución que le distinguía en los lances de difíciles.

– Tilín – añadió la señora – ¿no oyes lo que te he dicho? Ten compasión de mí, acuérdate de aquellos días en que asistiéndote en tu enfermedad, te salvé esa vida que ahora vuelves contra mí. Tú eras entonces un niño, yo una joven. Ahora soy una vieja. ¿Qué quieres de mí? Por Dios y por tu madre, hijo mío, ¿a dónde me llevas? ¿Qué horrible viaje es este?

– En la Cerdaña – dijo Tilín con nerviosa agitación – en lo más alto, en lo más enriscado, en lo más solitario, en lo más montuoso, allí donde están libres los osos, y donde nacen los torrentes, tengo yo una casa…

– ¡Y allá me quieres llevar, bandido! – exclamó la dama con desesperación, no pudiendo reprimir la cólera. – No, yo gritaré y alguien me oirá… Esto no puede seguir. ¿No hay almas caritativas aquí? ¿Se ha acabado el mundo? ¿Es posible que no me favorezca Dios? ¡Dios, Dios mío!… ¿Tantos son mis pecados que merezca este horrible infierno en vida?

Tilín, muy temeroso por aquel ruido de tropa que había sentido, volvió a azotar al caballo, y desviándose del camino por una colina pelada que a la derecha había, dijo para sí:

– Me ocultaré en el monte hasta que pase esa tropa. Por aquí está si no me engaño, el convento arruinado de Regina Cœli donde sólo viven dos clérigos pobres que piden limosna. No sería malo intentar congraciarme con ellos… Necesito un sitio seguro donde pasar el día de mañana. ¿Qué hora es? próximamente las doce. Este maldito coche es el estorbo de los estorbos. Si pudiera llevarla a caballo… Necesito cuatro jornadas que es preciso hacer de noche y tres descansos por el día, uno aquí o en Vilaplana, otro en Nargo, otro en Querforadat, para de allí subir a mi casa. ¡Maldito coche!… Alas, alas es lo que yo quisiera. Sólo mi fuerza de voluntad que jamás se acobarda es capaz de intentar este viaje con tales obstáculos… Si triunfo, Lucifer tendrá que darme tratamiento de Excelentísimo Señor.

El coche avanzaba lentamente, porque el camino era casi impracticable en la oscuridad de la noche. De pronto oyose un estallido metálico, seco, y el coche se hundió cayendo sobre un costado. Sor Teodora dio un grito, y Tilín lanzó un apóstrofe que habría hecho estremecer de espanto a cielo y tierra, si la tierra y el cielo se afectaran por las vanas palabras del hombre. El eje del coche se había roto.

– ¿Lo ves, lo ves? – dijo Sor Teodora esforzándose en reprimir su alegría. – ¿Qué quiere decir esto, Tilín? ¿No ves claros y patentes los designios de Dios? ¿No ves la mano que te ataja en tu infame camino? Tú tienes buen corazón, tú tienes conciencia, aunque ahora está muy perturbada. Considera, hijo; reflexiona…

Al mismo tiempo que esto decía dulcificando su voz, temblaba interiormente de miedo, pensando que aquella contrariedad exasperaría al malvado inspirándole quizás alguna violencia horrible. También ella oyó entonces el ruido de hombres a caballo y puso atención invocando mentalmente a Dios para que en tan apretada ocasión la amparase. Tilín que oía también con toda su alma, rugió así:

– ¡Por las uñas y rabo del Otro! Es la partida de Garrote que salió esta tarde de Solsona.

Después miró su coche que yacía en tierra como un buque recién naufragado. Abriendo la portezuela, ayudó a salir a Sor Teodora, cuyos molidos huesos apenas le permitían moverse. La dama dio algunos pasos para probar si funcionaban después del atroz suplicio del coche los tendones y músculos de sus piernas. Tilín dijo sombríamente:

– Esto puede remediarse. A una legua escasa de aquí está el herrero Gasparó Cort que tiene ejes de coche. Si tiene ejes, iré, traeré uno antes del día, y seguiremos nuestro camino.

– ¡Y yo, insigne mentecato – gritó Sor Teodora viendo que su situación mejoraba extraordinariamente – te esperaré aquí tan tranquila como si estuviera en la celda de mi convento! A fe que eres simple. Esto ha concluido. Déjame en paz.

Tilín comprendió lo descabellado de su plan en lo relativo a buscar un nuevo eje, como no lo forjara con un hueso de su cuerpo en la fragua de su corazón. No había más remedio que dar por concluido el viaje, pensando cristianamente en la intervención de la Providencia para salvar a la digna señora del riesgo en que estaba. Pero Tilín, enérgicamente apasionado y delirante, antes que en Dios pensaba en los demonios que guiaban sus pasos y silbaban en sus oídos palabras enloquecedoras y le ponían delante de los ojos fantasmas y espectáculos de gran atractivo para él.

– No, no, señora – exclamó de súbito, asiendo la mano de su víctima con extraño vigor. – Esto no ha concluido. Un hombre como yo no se deja vencer por un eje roto.

Sor Teodora al sentir la mano de hierro que la sujetaba como las tenazas de Satanás sujetarían al precito sobre la caldera hirviente, encomendó su alma al Señor. La oscuridad y silencio del bosque cercano diéronle grandísimo pavor; pero evocando las fuerzas todas de su alma, decidió hacer frente a los mayores peligros, desplegando los recursos de su voluntad, de su astucia y aun de su vigor físico, que no era despreciable a pesar de ser mujer y monja.

– Tilín – dijo con grave acento. – Por malvado y pervertido que seas, no podrás desconocer que la voz de Dios acaba de hablarte, que su mano te ha detenido en tu criminal carrera.

El criminal no decía nada; pero apretaba más la mano preciosa, como el avaro oprime su tesoro temiendo que se le escape. Fijaba sus ojos con terrible expresión de duda en el suelo.

– ¡Tilín, Tilín! – añadió la monja, que había comenzado a comprender la posibilidad de ablandar aquel bronce. – ¿No me oyes? ¿Piensas en Dios, en tu crimen, estás mirando a tu horrible conciencia? Por Dios y su Santa Madre, déjame y sálvate, sálvate, hijo mío, de la condenación eterna.

Cuando esto decía oyose el tañido de un esquilón que sonaba muy cerca, en el bosque.

– ¿Qué campana es esta?

– La de Regina Cœli, la de Regina Cœli – gritó Tilín hiriendo el suelo furiosamente con el pie.

– ¡Es un convento, un asilo! – dijo ella. – ¡Dios mío, has venido en mi ayuda!

Y la monja empezó a rezar. Pero Tilín le apretaba aún la mano.

Oyose entonces a muy poca distancia el ruido de gente a caballo que poco antes obligara a Pepet a apartarse del camino.

– ¡Gente de armas! – balbució Sor Teodora de Aransis inundada de gozo. – ¡Me he salvado!

– El Demonio, sí, el Demonio es quien me ha jugado esta mala partida.

– Suéltame, ladrón – dijo la dominica recobrando su entereza y dueña ya de la situación, – suéltame.

Sacudió la mano gritando: – ¡Socorro!

– Basta, basta – gruñó Pepet soltando la mano.

La monja dio algunos pasos hacia donde sonaba el esquilón, y Tilín corrió hacia ella.

– Es usted libre – le dijo. – Pida usted hospitalidad a los frailes de Regina Cœli… Me confieso vencido. El Demonio se ha reído de mí.

– No me sigas, malvado, no me sigas.

– ¿Qué pensarán de una religiosa que se presenta sola, a estas horas, pidiendo asilo en un convento de frailes?

La monja se detuvo.

– ¿Qué importa? – dijo. – Todo antes de estar en tu poder, monstruo. No me sigas.

– Yo también quiero pedir hospedaje en Regina Cœli, yo también: estoy cansado.

Pero Teodora había adelantado y no le oía. Corriendo entre los árboles, perdiose por un momento; pero al fin pudo salir a donde se veía la oscura mole de Regina Cœli. El esquilón seguía tocando. La dama vio una puerta y en la puerta luz, y esta luz iluminaba una figura, un hombre, un fraile, cualquier cosa… Sin vacilar corrió hacia él.

XXVII

– ¡Una monja! – exclamó con asombro el que estaba en la puerta, que era un viejecillo tembloroso y caduco, empaquetado dentro de una sotana, y que ni aun parecía tener fuerzas para sostener la linterna con que se alumbraba, y cuyos rayos caían principalmente sobre la pechera encarnada de un segundo personaje vestido con uniforme militar.

– ¡Una monja! – repitió este, antes de que la de Aransis tuviera tiempo de exponer el objeto de su peregrina visita.

– Sí, una monja – dijo ella – una pobre monja de San Salomó, que se ve obligada a pedir auxilio a los religiosos, caballeros, militares o quienes quiera que sean los habitantes de esta casa… Pero si no me engaño estoy hablando con el Sr. D. Pedro Guimaraens.

– El mismo, señora – repuso el bravo coronel quitándose galantemente el sombrero y dirigiendo hacia el semblante de la religiosa los pálidos rayos de la linterna. – Me parece que estoy viendo a Sor Teodora de Aransis.

– Esa soy yo… Usted no comprenderá mi presencia aquí – dijo muy turbada la dama, como quien aún no ha inventado bien la mentira que va a decir. – Ya sabe usted que anoche nos quemaron el convento… Yo iba a casa de mis tíos, a Balaguer, porque me encuentro muy enferma… ¡cosa tremenda!… el coche en que iba se ha roto… roto el eje… me vi sola en medio del camino… sola no… con el criado de mis tíos.

– No se necesitan más explicaciones para dar alojamiento a la buena madre – declaró Guimaraens menos atento a las cuitas de Sor Teodora que al ruido de caballos que cerca se sentía. – Yo estoy aquí cumpliendo un deber militar por encargo del conde de España… ¿Sabe usted?… Este sitio es el mejor para cortar la comunicación de los valles del Cardoner con la Conca de Tremp… Estoy aquí con un pequeño destacamento esperando las fuerzas que han de llegar a la madrugada…

Y volviéndose al frailecillo, añadió:

– Nuestro bendito padre Martín de la Concepción se ha cansado de tocar la campanilla, y es preciso que no cese de tañer en todo momento para que la brigada pueda dirigirse aquí sin equivocarse, porque esos niños de Madrid no conocen estas tierras… Que toque, que siga tocando… Pues sí, señora mía, aquí podrá usted reposar hasta mañana. No hay comodidades de ninguna especie, ¿verdad Padre Juanico?

– No importa – dijo la dominica entrando en el atrio. – Me basta con hallarme en lugar seguro.

– Y dispénseme la reverendísima madre – indicó D. Pedro haciéndole otra cortesía sombrero en mano – que no la acompañe en este momento, porque siento ruido de caballerías y si al principio me parecía tropel de arrieros que iban al mercado de Castellnou, ahora me parece una partida fugitiva que pasa.

– Vaya su excelencia – dijo el frailecillo. – Yo acompañaré a la reverendísima madre a la única habitación que tenemos para cuando se nos presenta algún forastero… ¿No ha traído la señora la servidumbre? ¿No ha venido con la señora alguna otra madre, o un par de madres, o media docena de madres?

Incapaz de responder a estas preguntas, la monja calló, dejándose guiar por el padre Juanico. En el ruinoso patio sintió rumor de soldados que jugaban o cantaban coplas tendidos en el suelo. Tan aturdida estaba la buena madre, que no había formado aún juicio alguno sobre su nueva situación, si bien se veía segura y salva por el respeto que entonces infundía a la gente armada el hábito religioso. Érale sí forzoso desplegar un poco de ingenio para explicar su presencia en Regina Cœli sin ocasionar interpretaciones malignas, y para hacerse trasladar a Solsona sin peligro de caer de nuevo en los terribles brazos del dragón que la perseguía.

D. Pedro salió a toda prisa acompañado de algunos soldados, mientras el padre Juanico guiaba a Sor Teodora por un claustro medio derruido, siendo preciso mucho cuidado para no tropezar en las piedras que obstruían el paso.

– Esta casa, señora – dijo el caduco fraile – está así desde la acometida de los franceses el año 10. Regina Cœli era una casa de clérigos regulares. ¡Ah! entonces éramos treinta y cinco, ya no somos más que dos, el padre Martín de la Concepción y un servidor de Vuestra Maternidad reverendísima… Creo que ha sido horrible eso de San Salomó.

El padre Juanico se detenía a cada seis pasos para contemplar el rostro de la señora, y alzando no sin esfuerzo su cabecilla flaca y colgante, obsequiaba a la monja con una sonrisa senil harto grotesca.

– Sólo dos, señora – añadió alumbrando el piso lleno de piedra. – Vivimos de limosna… vivimos tranquilos, esperando la muerte que ha de asemejamos a estos escombros, a estas piedras, a este cadáver descompuesto de Regina Cœli. Lo poco que aún vive de Regina Cœli será polvo también… Pues como decía a la señora, los dos hermanos vivimos aquí tranquilamente, es decir, vivíamos tranquilamente hasta esta noche a las diez, hora menguada en que se nos metió por las puertas el señor D. Pedro Guimaraens con sesenta soldados de Su Majestad… ¡Linda noche nos ha dado!… Al pobre Martín de la Concepción lo tiene desde hace dos horas tocando la esquila… y no quiere que se canse el buen hombre, sino que toque y toque… Estos demonches de militares son muy déspotas, señora… Cuidado no tropiece usted en la losa de ese sepulcro… Por aquí, señora, por aquí… y aún falta lo mejor. Esos toques de la esquila son para avisar a una brigada entera, a una brigada de demonios uniformados que vienen a tomar posesión del convento… Estamos lucidos… ¡Venir a turbar a dos pobres religiosos moribundos que esperamos por instantes la última hora!… En fin, paciencia nos de Dios. Aceptemos este cáliz no tan amargo como el que supo apurar Su Divina Majestad en la noche de su pasión… El pobre hermano Martín se ha cansado otra vez de tocar… En fin, señora, esta es la única habitación que podemos ofrecerle a Vuestra Maternidad reverendísima para que pase la noche… Iré a ver si han llegado los de la servidumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

– ¡Esta es la habitación!… – exclamó llena de asombro la madre Teodora de Aransis contemplando las desnudas paredes de una sala inmensa, helada, vacía, con el techo agujereado y el piso hecho de escombros.

– No tenemos otra. En cuanto a lecho para dormir no espere Vuestra Maternidad que se lo ofrezcamos, porque no lo tenemos. Martín de la Concepción y yo dormimos en el suelo.

La madre volvió a mirar no menos espantada que la vez primera el antro en que se hallaba. Un pedazo de altar y un rimero de tablas carcomidas eran los únicos asientos. Algunas piedras sepulcrales llenas de escudos e inscripciones formaban apiladas como una especie de mesa.

Aterrada en el primer momento, Sor Teodora se serenó pronto comprendiendo que no estaba en el caso de pedir gollerías.

– Está bien, reverendo hermano – dijo. – Déme usted una luz y ayúdeme a cerrar estas ventanas.

– Estas dos ventanas no se pueden cerrar – dijo el frailecillo con burlona sonrisa. – Tampoco se cierra la puerta, en una palabra, madre reverendísima, aquí no se cierra nada. En Regina Cœli no hay llaves, ni cerrojos, ni trancas, ni candados. Puede vuestra maternidad entornar las puertas y afianzarlas con un palo. Como no hay viento no se abrirán… Traeré la luz al momento.

Largo rato estuvo sola y a oscuras la buena monja embebida en hondas reflexiones sobre su situación, y ya se impacientaba de la oscuridad cuando volvió el padre Juanico tan apresurado como sus piernas medio muertas se lo permitían. Puso una lámpara de cobre sobre el montón de piedras sepulcrales que hacían las veces de mesa, y dejándose caer sobre un madero, dijo suspirando:

– Déjeme Vuestra Maternidad que descanse un ratito… no puedo tenerme… Este renegado de Guimaraens va a quitarnos la poca vida que nos queda… ¿Oye usted? todavía repica el desventuradísimo Martín de la Concepción… ¡Ay! cómo me canso, señora, con estas idas y venidas. A estas horas estaríamos el hermano y yo roncando riquísimamente sobre nuestras tablas si esos Barrabases no se nos hubieran metido aquí… Y lo que falta, pues, y lo que falta.

– Paciencia, hermano – dijo la dominica sentándose también.

– Pues como iba contando – prosiguió el fraile demostrando menos cansancio de lengua que de piernas, – esos hombres a caballo que iban por el camino eran los de la partida de Garrote que hace días pasó para Solsona y ahora se vuelve a su país. El señor de Guimaraens les ha quitado algunas armas y les ha dejado seguir. Llevaban consigo un prisionero, un hombre malvado de esa infame ralea de jacobinos. Es, según dicen, el que pegó fuego a San Salomó.

Sor Teodora suspendió tan bruscamente sus reflexiones que se la habría creído picada por el aguijón de una víbora. Clavó los negros ojos en el rostro excesivamente maduro y pasado del padre Juanico que alentado por la atención que a sus palabras se prestaba, añadió:

– Garrote que va en retirada y sin armas ha dejado aquí al prisionero para que el señor de Guimaraens haga un poco de justicia. ¡Hace tanta falta en estos tiempos!… Le van a fusilar.

Sor Teodora se levantó. Un lúgubre rumor que en el patio se oía llamó vivamente su atención. Miró por la ventana que al patio daba.

– Ahí le llevan – dijo el fraile señalando al patio donde se distinguían grupos moviéndose con algazara. – Le van a meter en la cueva, en lo que era panteón y ahora nos sirve de leñera.

Sor Teodora no vio más que sombras, pero comprendió lo que pasaba. El corazón se le salía del pecho latiendo con desusada violencia.

– Adiós, señora, que pase Vuestra Maternidad reverendísima buena noche – dijo el padre Juanico tomando su linterna. – ¡Ah! me olvidaba de advertir a Vuestra Maternidad que el Sr. de Guimaraens pasará a verla. Me lo ha dicho. Sin embargo estará muy ocupado en toda la noche. Parece que ya llega la brigada que esperaban… ¡Gracias a Dios que descansa el pobre Martín!… Buenas noches… He visto entrar a varios paisanos… la servidumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

– Yo no tengo servidumbre – dijo Sor Teodora bruscamente.

– ¿Ha venido Vuestra Maternidad sola? – exclamó el padre Juanico desplegando toda la piel de los ojos.

– Sola, sí, sola – afirmó la dama con energía sin pensar en su reputación.

El padre Juanico iba a persignarse, pero no se persignó. Creyó que debía marcharse… y se marchó.

La de Aransis dio algunos pasos hacia la puerta, después retrocedió… Llevose las manos a la cabeza, cruzolas después. Puede afirmarse que en los treinta y dos años de su existencia no había conocido su alma un afán tan grande. Tan grande era, que la última aventura de Tilín le parecía cosa lejana, indigna de fijar su atención, y en verdad aquel drama terrible, puramente externo y que en nada afectaba a sus sentimientos, le parecía muy menguada cosa en comparación de la íntima sacudida que ora sentía en su alma.

Tan absorta estaba, tan atenta a sí misma, que no observó que era espiada. Fuera de la ventana abierta a un segundo patio lleno de ruinas, un espantajo negro la vigilaba. Ella no veía el brillo verdoso de los ojos del búho acechando su presa.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
250 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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