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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 3

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V

Transcurrieron muchos días (eran los de marzo de 1827) sin que Sor Teodora de Aransis volviese a departir tan extensa y acaloradamente con el sacristán de San Salomó, y en este se acentuaron más las distracciones y los descuidos, llegando a cometer faltas de servicio que eran escándalo de las madres y desdoro del culto. Pasaba a veces la noche entera en la ciudad, y su trato era por demás adusto y misantrópico.

Una tarde de Abril presentáronse dos damas en el locutorio. Era una de ellas hermosa por todo extremo, ricamente ataviada, con ademán un poco altanero y edad que podía sin gran seguridad suponerse entre los 35 y los 40 años. Vestía con lujo y sin remilgos, dando a entender que no la mortificaba ninguna cosa que diera realce a su belleza, tanto más cuanto que esta iba necesitando auxilio para que no se conociera demasiado su occidente. Doña Josefina Comerford, pues tal era el nombre de aquella histórica dama, era una belleza en decadencia; mas no por esto dejaba de ser magnífica, como es magnífica una puesta de sol. La mujer que la acompañaba parecía servidora.

Después de esperar breve rato, descorriose la cortina que tapaba la reja, y una voz dijo:

– ¡Oh! Josefina… no me habían dicho que era usted… Voy a mandar que se le abra la puerta.

– Mande usted abrir y entraré – repuso doña Josefina mirando al través de la reja sin ver nada.

Después dio algunos paseos por el locutorio con impaciente desenvoltura. Miraba al suelo, como miran los hombres cuando tienen un grave proyecto entre ceja y ceja.

Por fin una vieja criada del convento presentose a ella, cerró la puerta del locutorio que daba a la calle, mandó a la servidora que esperase allí, y haciendo señas a doña Josefina para que la siguiese, condújola por un pasadizo oscuro que iba a parar al claustro. Desde allí no necesitó guía la de Comerford para dirigirse a la sala interior del locutorio, donde la aguardaban tres monjas.

Era la sala grande y no muy clara a pesar de la blancura de sus paredes. Zócalo de pintados azulejos cubría hasta la altura de una vara la parte inferior de aquellas, y sencilla y añosa estera de esparto libraba los pies de la frialdad de los ladrillos. Un tríptico de relevante mérito y dos o tres cuadros oscuros y muy borrosos en que apenas se distinguían el cordero de San Juan o el caballo de San Martín o el hábito de San Bernardo, por ser trozos pintados con blanco, compendiaban el interés iconográfico de la sala. En ella reinaba mortecina y difusa claridad roja producida por la transparencia de las dos cortinillas encarnadas que cubrían las ventanas. Media docena de sillones y un gran banco que parecían ser las obras más ingeniosas de la Inquisición, por lo duros, incómodos y rígidos, servían para martirio de los huesos. En uno de ellos se sentó la visitante después de saludar a las tres monjas una tras otra.

La claridad roja daba al rostro de doña Josefina el aspecto de una llamarada en figura humana, con lo cual se avenía perfectamente el inextinguible ardor de sus palabras. Las tres monjas, encendidas también, y asemejadas en cierto modo a sanguinolentos espectros ocupaban sus puestos con correcta simetría, haciendo honor a los sillones de nogal por la tiesura con que se sentaban en ellos. Trabose al punto vivísima conversación en lengua catalana.

– Ayer esperábamos a usted – dijo la madre abadesa.

– No se puede, no se puede, señora – repuso la de Comerford. – Van los negocios muy atrasados. Acabo de llegar de Berga y apenas he tenido tiempo para vestirme… Debo salir esta noche misma para Manresa; el tiempo es corto. Diré en pocas palabras lo que tengo que decir y hasta otro día.

– También nosotras seremos breves – indicó la madre abadesa moviendo un brazo. – Ante todo, díganos usted… ¿Es cierto que han sido ahorcados Planas y Lloret?

– Cierto es que la serpiente nos ha herido a dos de nuestros bravos leones – dijo la de Comerford con vehemencia. – Pero todo no puede ser flores. Ha de haber muchas víctimas y no pocos mártires. Si no los hubiera no sería tan santa nuestra causa… Las partidas que hoy existen no tienen más objeto que ir tanteando a los pueblos en los límites del Principado. Más adelante se verá quién es Cataluña. Ahora lo que nos importa es que la empresa no se malogre por precipitación. De eso nos ocupamos, y si las órdenes se cumplen bien se conseguirá el objeto. Tenemos de nuestra parte muchas autoridades militares que se han vendido en secreto. Algunos sospechan que nos harán traición; yo no lo creo. Además, de Madrid vienen un día y otro las mayores seguridades de que tendremos apoyo en altas esferas. ¡Ay! aquella celosa Junta no se duerme en las pajas. Ha sabido unir todos los deseos en uno solo, y hoy, amigas mías, muchos personajes de aquí y de allá que tenían distintas opiniones piensan ya de la misma manera. El acuerdo es perfecto, puedo asegurarlo a ustedes, entre el arzobispo de Tarragona, el Sr. Miguel, vicecancelario de Cervera, el padre Barrí de Santo Domingo, el señor don José Corrons, lectoral de Vich, el domero de Manresa, el guardián de Capuchinos de esta ciudad y el valiente entre los valientes nuestro indomable Jep dels Estanys. Las instrucciones que ha recibido de Madrid la Junta son precisas y resuelven todas las dudas que había en puntos muy esenciales; los escrúpulos de algunos se han disipado; el beneplácito de la Santa Sede es ya evidente y aún se tiene por segura la protección de la Rusia y de la Francia. ¿Qué tal? En el palacio de Madrid se sabe todo lo que pasa aquí, y no se dará un paso por estas leales montañas que sea hijo del acaso o del capricho, sino que todos, chicos y grandes nos moveremos con arreglo a un plan admirablemente concertado. ¡Oh! amigas mías, regocijémonos, entusiasmémonos con la idea de que esta tierra de cristianos tendrá al fin el verdadero gobierno cristiano.

– ¡Loado sea el Señor! – exclamó la abadesa moviendo por igual los dos brazos. – Este acuerdo entre tales varones nos prueba que no obedecen al capricho ni a la fantasía, sino a una voz divina que en el interior de todos ellos ha sonado. La Virgen Santísima sea con ellos. Ahora bien, amiga querida, puesto que para gloria y salvación nuestra nos corresponde hacer algo en la medida de nuestras escasas fuerzas, en pro de la causa del Señor, aquí estamos aguardando las órdenes de la junta de Manresa, de la cual es usted órgano tan precioso.

– A eso voy, amiga mía – dijo doña Josefina acercando más su inquisitorial sillón al de las madres. – Primeramente, al dinerillo que ustedes tienen en depósito se unirá dentro de poco el que se está recaudando en esta diócesis de Solsona y parte del que vendrá de Madrid. Lo entregará el señor deán de esta Santa Iglesia Catedral y ustedes lo darán a Jep dels Estanys, a Caragol o a Pixola, previa presentación de un vale reservado y en cifra donde se especificará la suma. También podrá usted recibir dinero del alcalde de Solsona o dárselo. Aquí traigo la clave de la cifra y la explicaré para que no hallen dificultades en el momento preciso.

Doña Josefina sacó un papel de su ridículo (porque doña Josefina llevaba ridículo) y acercándose a las madres explicoles durante corto rato los signos y combinaciones que aquellas debían conocer. Después la simetría que se había alterado cuando se inclinaron en una misma dirección las tres señoras volvió a restablecerse.

– He comprendido perfectamente – dijo melífluamente la abadesa. – Se hará todo como lo mandan los señores. Dulcísimo es para nosotras prestar este concurso a obra tan insigne.

Era la madre abadesa señora muy redicha, como se habrá observado. Tenía buen fondo; pero el fanatismo le había sorbido los sesos. Lanzada por las bullidoras eminencias del país a los torbellinos de una odiosa conspiración, había llegado a olvidar el lenguaje sencillo, dulce y místico de las mujeres enclaustradas, adoptando un tonillo presuntuoso con puntas de diplomático, que era como un eco del charlar vehemente de la gran alborotadora catalana doña Josefina Comerford, la cual solía dar a la expresión de su fanatismo algo de la atropellada facundia de los clubs.

– Ahora, amigas de mi alma – manifestó doña Josefina – ahora que todo lo material está preparado, falta tan sólo que se esgriman aquellas armas sutiles contra las cuales no pueden nada los más altos torreones ni la artillería más formidable: hablo de las armas de la oración. Yo, como pecadora, poco puedo alcanzar con mis preces; pero ustedes, amantísimas esposas del que da las victorias, del que con sus batallones de ángeles tiene a raya al Malo, pueden conseguir mucho. El auxilio de la devoción y la piedad es de gran precio. El señor lectoral de Vich dijo delante de mí a las clarisas de aquella ciudad: «Las lágrimas suplicantes de los débiles darán a los fuertes la victoria».

La madre abadesa se inclinó de un lado cruzando las manos, en señal de la magnitud de su emoción, y entonces alterose por completo la simetría del grupo. Al mismo tiempo dejose oír una voz hueca, telarañosa, si es permitido decirlo así, una voz gastada y oscurecida por los años, la cual voz provenía, según todos los indicios, de la carcomida laringe de la señora monja que se sentaba a la derecha de la madre abadesa, y que hasta entonces había sido mudo testigo de la conferencia. Aquella voz dijo con lastimero tono:

– ¡Oh! ¡Si pudiera conseguirse tal alto fin con las oraciones!… Todos los lectorales de Vich y todos los prelados de la cristiandad no me convencerán de que la causa del Señor y el triunfo de su Fe hayan de conquistarse con guerras, violencias, brutalidades y matanzas. Doña Josefina nos habla de las oraciones, como aprestos de guerras… Esos, esos solos deben ser los sables, los cañones y los fusiles de los regimientos de Jesucristo.

Alzando sus brazos, a que daban majestad las amplias mangas blancas, la monja se animaba. Era una mujer anciana y cadavérica, cuyas palabras sonaban con no sé qué tono de prestigio y autoridad, como palabras salidas de la tumba.

Antes que la última sílaba de la anciana religiosa acabase de vibrar, oyose en la sala una leve exclamación, una de esas ligeras inflexiones de voz que son como el preludio de una risa de desdén. Provenía este bullicio de la tercera monja, que aún no había dicho nada y estaba sentada a la izquierda de la madre abadesa. Sonó después la risa y luego estas palabras:

– ¡Qué cosas tiene la madre Montserrat!

El delicioso y fresco timbre de la voz, la gracia de la entonación y el festivo reír indicaban claramente la persona por demás simpática de Sor Teodora de Aransis.

– Es lo que me quedaba que oír – añadió con desenvoltura. – ¡Que las sectas y el imperio de los malos puedan derribarse con oraciones! ¡Que una nación invadida por herejes sea limpia por rezos de monjas!… Decir eso es vivir en el Limbo. Bueno es rezar; pero cuando el mal ha tomado proporciones y domina arriba y abajo, en el trono y en la plebe, ¿de qué valen los rezos?… ¿Por qué tantos ascos a la guerra? La guerra impulsada y sostenida por un fin santo es necesaria, y Dios mismo no la puede condenar. ¿Cómo ha de condenarla, si él mismo ha puesto la espada en la mano de los hombres, cuando ha sido menester? Nos asustamos de la guerra, y la vemos en toda la historia de nuestra Fe, desde que hubo un pueblo elegido. ¿No peleó Josué, no peleó Matatías gran sacerdote, no pelearon los Macabeos y el santo rey David? Bonito papel habría hecho San Fernando si en vez de arremeter espada en mano contra los moros, se hubiera puesto a rezar, esperando vencerlos con rosarios. No es tan mala la guerra, cuando un apóstol de Jesucristo se dignó tomar parte en ella, con su manto de peregrino y caballero en un caballo blanco, repartiendo tajos y pescozones. La guerra contra infieles y herejes es santa y noble. ¡Benditos los que mueren en ella, que es como morir en olor de santidad! En el cielo hay lugar placentero destinado a los valientes que han sucumbido peleando por Dios.

Sor Teodora de Aransis se agitó hablando de este modo, y sus bellas facciones tenían el divino sello de la inspiración. Atendían a sus palabras con muestras de asentimiento Doña Josefina y la madre abadesa; pero la madre Montserrat, dirigiendo una mirada rencillosa a la audaz defensora de la fuerza, rumió estas palabras:

– Hermana Teodora de Aransis, usted es una niña.

– Tengo treinta y dos años – repuso con brío la de Aransis, sin dignarse mirar a su contrincante.

– Y yo tengo sesenta – afirmó esta, – yo he visto guerras, y usted no. Yo he visto las horrorosas calamidades de la guerra; yo he visto este santo asilo profanado, derribadas sus paredes a cañonazos y sus claustros y celdas invadidos por una soldadesca infame. ¡Todo lo envilece, sí, todo lo envilece! Yo vi caer el ala del Poniente y desaparecer hechas escombros tres celdas arriba y el refectorio abajo, quedando sólo en pie lo que llamamos la Isla, donde usted vive; yo vi a tres hermanas degolladas y a otras injuriadas horriblemente. Los pocos cabellos que tengo se erizan todavía en mi cabeza al recordar aquel día de Setiembre de 1810. ¡Vaya un día, Señor Dios sacramentado! ¿Cómo quieren que me entusiasme con la guerra? La aborrezco, le tengo miedo: el ruido de un tambor me hace morir… Esta buena Teodora de Aransis es una niña, piensa mundanamente a pesar de llevar algunos años dentro de esta casa, y tiene los espíritus muy levantiscos.

– No se trata ahora de soldados del infame Napoleón, señora – dijo Teodora burlándose. – Precisamente es todo lo contrario. Los soldados de la Fe no darán sustos a la asustadiza madre Montserrat.

– Todos los soldados son iguales y todas las guerras odiosas… Hay cabezas tan duras que no entenderán nunca.

– Y hay personas que jamás han tenido en su mollera ni pizca de discernimiento – dijo la de Aransis con tono de sofocada ira.

– Y hay jóvenes que se olvidan del hábito que visten, renegando de la humildad y del respeto que se debe a las personas mayores – gruñó la madre Montserrat.

– Y hay espectros tan empingorotados y tan tiesos que hacen oposición a todo, y con su cara de vinagre y su necio orgullo se hacen insoportables.

– Y hay monjillas tan casquivanas que se componen y acicalan dentro de sus celdas, cuando nadie las ve, y no pueden olvidar que en tiempos muy desgraciados han ido a bailoteos y teatros.

– Y hay madrazas de cara verde, del propio color de la envidia, que han vivido setenta años encolerizadas contra todo lo que valía más que ellas, criticando lo que les era superior.

– Y yo sé de quien tiene la lengua muy larga…

– Y yo sé de quien la tiene llena de veneno…

– Y yo…

– Paz, paz… exclamó la abadesa, extendiendo a un lado y otro sus blancas manos.

– La madre Teodora es demasiado vehemente – dijo Doña Josefina guiñando el ojo a Sor Teodora, – y la madre Montserrat muy rigorista. Todo esto ha provenido de una opinión sobre las guerras. Yo creo también que la guerra es a veces necesaria y que Dios mismo la dispone. Hay santos del combatir como hay santos del ayunar. Pero no es esto motivo para que la madre Montserrat se enfade.

– Ni para que se altere la armonía que en estas casas debe reinar – expresó la madre abadesa con afectada unción. – En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que a todos perdonó, yo ruego a las dos hermanas que me oyen… sí, yo les ruego, como hermana y como superiora, que sofoquen al punto el rencor y se reconcilien dándose el ósculo de paz.

– Mi alma es incapaz de rencor – dijo la madre Montserrat.

– Yo perdono de todo corazón – murmuró Sor Teodora.

Se besaron. La vieja imprimió sus labios sobre las hermosas mejillas de la joven, y esta contestó al beso fijando apenas sobre la seca piel ajena sus frescos labios. Aquel besuqueo fue una ventosa contestada por una picadura. Doña Josefina después de repetir sus instrucciones, se retiró.

VI

A pesar de los preparativos, cuya importancia se daba a conocer por la actividad bullidora de Doña Josefina Comerford, pasaron los meses de Mayo y Junio en aparente paz. Cataluña parecía tranquila y desarmada. Solsona continuaba viviendo con aquella serenidad y monotonía que eran la delicia de sus canónigos. La compañía medio organizada de voluntarios realistas y los pocos artilleros que prestaban el servicio militar dentro de los muros, más parecían figuras decorativas que soldados en la víspera de una batalla.

Cierto día de fines de Junio vio Solsona una cosa que dio mucho que hablar. Por la calle Mayor adelante iba Tilín vestido con el uniforme de voluntario realista. Su figura no era un tipo acabado de militar gallardía; pero él marchaba por la calle abajo con desenfado, aunque sin fanfarronería, indiferente a las hablillas que sus insólitos arreos suscitaban.

– Mejor le sienta la sotana – decían en los corrillos. – ¿A dónde va ese holgazán con media vara de cartuchera y un quintal de morrión?… Mírenlo… pues no va poco tieso… Todos los bordados del cuello y solapa, así como las charreteras y los cordones del morrión se los han hecho las monjas… Es el uniforme más guapo que hay en toda Solsona… Y diz que entra en el cuerpo con el grado de alférez… Si no hay como ser sacristán de las monjas cascabeleras para llegar pronto a general… No, mujer, no entra de alférez sino de sargento; pero como haya guerra, y dicen que la habrá, verás cómo sube más vivo que un águila, con el favor de las madres… Mírale, mírale, cómo pasa sin saludar a nadie… ¡Condenado Tilín! ¡cómo se reirá de él la tropa! No habrá un solo voluntario que le obedezca.

Y siguieron los comentarios.

Así como la aparición de ciertas aves exóticas anuncia la proximidad de tempestades, aquella desusada vestimenta del sacristán de San Salomó anunció un acontecimiento que puso en grande zozobra y pasmo a la ciudad de Solsona. Era la madrugada, cuando el sueño de los pacíficos moradores fue bruscamente turbado por estrepitoso ruido de tambores. Echáronse los vecinos de las camas, fueron abrieron todas las puertas y acudieron los voluntarios a la plaza, donde había ya un par de compañías, venidas, según después se supo, de Berga al mando del ex-carnicero Pixola (Don Narciso Abres). Un fraile, puesto en pie en medio de la plaza y entre la gente armada, hizo callar con solemne gesto a los tambores, y enderezó a los solsoneses una arenga diciéndoles que Cataluña se lanzaba a la guerra porque el monarca no gozaba de la libertad necesaria para gobernar el reino. ¡Qué pico de oro! Sin abandonar su tono de sermón, añadió que S. M. había expedido órdenes reservadas autorizando el pronunciamiento e invistiendo de mandos militares a aquellos bravos y piadosísimos cabecillas, los cuales, ¡oh abnegación evangélica! abandonaban sus hogares por defender la Fe de Cristo y el glorioso trono de las Españas.

Después que el fraile hubo desembuchado lo que en su mollera traía, volvieron a sonar los tambores, y los pelotones de voluntarios recorrieron la ciudad y la muralla toda en redondo como por fórmula de toma de posesión de la plaza y de su absoluto rendimiento a las tropas apostólicas. Los pocos soldados de línea se entregaron sin vacilar porque ya estaban concertados para ello; repicaron las campanas, declarose en rebelión el municipio y alguna que otra banderola hecha por manos claustradas subió agitándose y haciendo gestos a lo alto de un palo para anunciar a los pueblos vecinos la grata nueva.

Pixola publicó en seguida un bando disponiendo que se entregasen todas las armas, y que todos los oficiales indefinidos domiciliados en la ciudad y su término se presentasen inmediatamente en esta comandancia general para recibir órdenes. Obedecieron algunos por miedo o porque simpatizaban con la insurrección, o quizás porque estaban cansados de una vida oscura; pero otros contestaron a los emisarios de Pixola con insultos y bravatas, por lo cual enfurecido el cabecilla, juró que haría una degollina de indefinidos si Dios no lo remediaba. El más reacio fue un coronel retirado, viejo, terco y realista por más señas, que tenía por nombre D. Pedro Guimaraens y por vivienda una casa solar a media legua de Solsona y a la opuesta orilla del río Negro.

– Di a ese desollador de carneros – contestó al portador del mensaje – que si voy a Solsona será para arrancarle las orejas por bandido y ladrón, y que tengo aquí muchas armas, sí, muchas, para defensa del Rey y de la Religión, y que si él desea probarlas que se de un paseo por acá con toda esa cuadrilla de sacristanes y salteadores de caminos.

Tal como lo oyó de los labios de Guimaraens se lo dijo el emisario a D. Narciso Abres, el cual, bramando de ira se levantó de la mesa donde comía para ir en persona a castigar tamaña afrenta.

– Sosiéguese vuecencia – le dijo con calma Pepet Armengol que en la misma mesa comía, juntamente con otros dos jefes y el padre capellán de San Salomó, pues allí no había categorías. – A ese espantajo de Guimaraens no se le conquista con amenazas. Yo le conozco bien, porque he ido muchas veces a llevarle recados de las madres… Ya sabe usted que una hermana suya está en San Salomó… Le conozco bien, y sé que es una oveja. Déjeme vuecencia ir allá, y verá cómo sin ruido ni amenazas sino antes bien con maña y tiento, le sonsaco las armas y le obligo a reconocer la autoridad que ha dado a vuecencia la Junta de Cataluña.

– Me parece buena idea – dijo Mosén Crispí de Tortellá dando un golpe en la mesa con el vaso de vino después de vaciado. – Veamos el estreno de Tilín… Una hazaña, querido Abres, tendremos una hazaña, porque este Tilín ha leído mucho.

Pixola se echó a reír.

– No se tome esto a broma – añadió el capellán. – Tilín es amigo de Guimaraens, el cual es el mayor y más refinado glotón que ha comido perdices en todo el Principado… ¡Ah! señores; no sólo el pez muere por la boca; muere también el valiente por la misma parte. Guimaraens que en una batalla sería más bravo que cien leones, no hará jamás lo que hizo D. Mariano Álvarez en Gerona, porque no tiene el heroísmo del ayuno. ¿Saben ustedes cómo se conquista a ese hombre? Con la artillería de las monjas de San Salomó, cuyo ginovesado ha rendido ya muchas plazas… Dese esta empresa a Tilín, querido Abres, y verá usted qué victoria alcanza nuestro bravo rapavelas si, como creo, consigue de las madres un par de perdices en adobo, o siquiera un mediano plato de esas natillas sin igual que no deben divulgarse mucho para que el género humano no se corrompa y enerve con las delicias de Capua.

Pixola y los demás reían a carcajadas.

– Anda, hijo, anda – dijo Tortellá a su antiguo acólito dándole un pescozón. – Dile a la madre Purificación que se esmere… se trata de una gran conquista: se trata de ganar el nuevo Zaragoza.

– Puedes ir – indicó Abres al sacristán-soldado. – ¿Necesitas gente?

– Tres hombres escogidos por mí.

– Toma los que quieras.

– Dentro de dos horas estaré de vuelta. Conozco la casa. El Sr. Guimaraens estará en la huerta fumándose un cigarro. No le faltará la compañía de los dos artilleros viejos y de los dos criados, y de la señora Badoreta… Vamos allá… la casa tiene dos puertas… en la huerta hay un ángulo… después se suben tres escalones… ya… ya… Vamos a hacer una visita de cumplimiento a casa del señor coronel.

Poco después Tilín pasaba el río por el puente de Llobera, acompañado de tres montañeses de la Cerdaña sin uniforme y con armas. En vez de tomar en línea recta la dirección de la casa de Guimaraens, que a la distancia de un cuarto de legua se destacaba sobre la verdura de un bosque espeso, caminaron a la derecha río abajo, y describiendo luego una gran curva, subieron hacia la montaña por extensa ladera de viñas y almendros. No tardaron en penetrar en el bosque, y allí con precaución y silencio se acercaron a la casa. Por espacio de un cuarto de hora estuvo Tilín cuchicheando con su gente. Subió después a un árbol, desde donde podía explorar la huerta, y vio a la señora Badoreta tendiendo ropa en el jardinillo delantero; Valentín, el más bravo de los dos veteranos, limpiaba el caballo y Suárez estaba regando las judías y poniéndoles tutores. No viendo por ninguna parte a los otros dos criados, supuso que estaban dentro de la casa. Bajando del árbol, dio Tilín sus órdenes a los que le seguían, repitiéndoselas hasta tres veces para que se les clavaran bien en la mollera; les señaló una ventana baja que desde allí se veía abierta; indicoles los puntos por donde podían escalar fácilmente la tapia, y después penetró solo en la casa.

Condújole la señora Badoreta al interior, no sin reírse de su chistosa metamorfosis, y al verse Tilín en presencia del Sr. Guimaraens en la sala donde este residía comúnmente, oyó una carcajada de franca burla, seguida de estas palabras:

– Tilín, Tilín de todos los demonios… ¿Conque es cierto que te has echado a militar? ¡No he visto en mi vida mamarracho semejante! ¡Hombre, vuélvete de espaldas para verte por detrás!… ¡Y tienes bayoneta!… ¿Cómo no te han dado fusil esos pillos? ¡Serías capaz hasta de hacer fuego con él!… ¡Vaya con Tilín!… Hombre de Dios, pues es verdad que así, así, con esa albarda, nadie diría que eres sacristán… ¡Qué demonio! si ayudas a misa con esa facha, te juro que he de ir a verte. ¿Y qué dicen las reverendas?

– Las señoras no tienen novedad – repuso Tilín secamente.

– ¿Me traes algo de parte de ellas?… Vamos, tú nunca has venido a mi casa con las manos vacías.

El Sr. Guimaraens era un tipo militar de los de la guerra del Rosellón, viejo, sin barba ni bigote, con el blanco pelo un poco largo, cual si no hubiese renunciado aún a ponerse coleta. Aunque anciano era fuerte y membrudo y tenía la presencia majestuosa, la talla corpulentísima, el semblante agraciado y noble. Era hombre muy devoto y realista ferviente aunque no de los furibundos; y cuando Tilín se presentó a él estaba sentado en su lustroso sillón de cuero, leyendo la vida del santo del día, costumbre piadosa a que no había faltado en treinta años. Era célibe y vivía en compañía de dos viejos, leales camaradas de sus campañas allá en los tiempos del general Ricardos y ora criados que parecían amigos. Un pinche, un mozo de cuadra y la señora Badoreta, famosa en el cocinar y antaño criada en San Salomó, completaban la familia del pacífico veterano.

Vio con desconsuelo que Tilín no traía consigo cesta ni bandeja cubierta con la blanquísima servilleta monjil, y dando un desconsolado suspiro le dijo:

– Esas señoras reverendísimas, ocupadas de la insurrección, han dejado apagar los hornillos. ¡Qué pícaras! Siéntate, Tilín, hablaremos un poco y echarás un cigarro.

– Gracias, señor; tengo que marcharme pronto – dijo el voluntario dando un paso hacia él.

– ¿Entonces a qué has venido?

– A traer a usted un recado.

– ¿De las monjas?

– De las monjas, sí, señor.

– ¿Qué quieren esas señoras mías?

– Que me entregue usted inmediatamente todas las armas que tiene en su casa, y que se venga conmigo para ponerse a las órdenes de Pixola.

Dijo esto Tilín con tal osadía y aplomo, que Guimaraens se quedó perplejo por un momento; pero al punto recobrose, y tomando el caso a risa, como era natural, empezó a batir palmas. Reía con estrépito, echado el cuerpo hacia atrás y apretándose los ijares.

– ¡Bravísimo, deliciosísimo, señor sacristán! – exclamó poniéndose como la grana de tanto reír. – Di a tus amas que me he reído de la gracia hasta morir… ¿Con que armas?… ¡Bendito seas Dios! ¡Pobre Tilín!… Me dan ganas de abrazarte por el gusto que me das. Eres un mamarracho…, pero chistosísimo… y con esa casaca… y esos humos de general… ¿Conque mis armas? Pide por esa boca, monago.

Guimaraens dejó de reír, porque vio a Tilín transformado de súbito. El rostro del voluntario realista estaba lívido, sus ojos centelleaban, y su mano convulsa mostraba una pistola. Fiero e imponente el monago, exclamó:

– No he venido aquí a hacer reír.

– ¿Miserable, qué haces? – dijo Guimaraens levantándose y poniéndose a la defensiva.

– Saltarle a usted la tapa de los sesos si no me obedece.

Tilín apuntó al rostro del venerable anciano, que al punto echó mano a una silla.

– Si usted se mueve – dijo Tilín intrépido y osado hasta lo sumo, – si usted da un grito pidiendo socorro, le mato como a un perro. Tengo cuarenta hombres en el bosque a espaldas de la casa, con encargo de arrasarla y de matar a todos sus moradores si se me hace resistencia.

– ¡Ratero! – gritó furioso Guimaraens – ¡qué has de tener tú!… ¡Hola, Valentín!… ¡Suárez!

Al punto apareció despavorido un hombre, un jovenzuelo. Oyéronse dos disparos en la huerta y los gritos de la señora Badoreta que exclamaba: ¡ladrones! El joven abalanzose a la defensa de su amo; pero Tilín, rápido como el pensamiento guardose las espaldas apoyándose en un alto ropero, y disparó sobre el criado que cayó muerto sin exhalar un grito. Guimaraens al ver desarmado a Tilín que arrojara al suelo su pistola, arremetió a él como un león. Pero recibiole Pepet con un puñal, sin que por esto se acobardase el veterano. Trabáronse estrechamente de manos, y después de una lucha breve y terrible, en la cual Armengol se esforzaba en defenderse de su enemigo sin herirle, apareció bañado en sangre uno de los tres montañeses de Pixola.

– ¡Miserables ladrones – gritó el coronel – no os valdrá vuestra alevosía!… ¡Suárez!… ¡Valentín!

Guimaraens fue acorralado, vencido, pero aún se necesitó el concurso de otro guerrillero para atarle los brazos por la espalda. El valiente y noble anciano rugía, y de su espumante boca salían blasfemias, como sale del volcán la hirviente lava.

Valentín, uno de los veteranos que servían a D. Pedro, entró malherido, echando venablos por la boca, armado de tremenda espada con que acometió ciego de ira a los guerrilleros que sometían a su amo; pero como se hallaba descalabrado, tuvo que someterse sin que le valiera de nada su fiera intrepidez. Suárez estaba atado al tronco de un árbol y herido también. Sorprendidos cuando el uno se hallaba limpiando el caballo y el otro trabajando en las hortalizas, no tuvieron tiempo ni de armarse ni de pedir auxilio a los payeses de las cercanías. El plan de Pepet Armengol había tenido realización cumplida, aunque no fácil porque uno de los guerrilleros quedó muerto por Suárez que pudo disponer de la azada; otro recibió un sartenazo de la señora Badoreta, a quien el peligro dio los alientos y el rencor de una leona.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
250 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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