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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 4

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Antes de anochecer Tilín y los tres hombres de su cuadrilla, penetraron en Solsona llevando atado como alimaña recién cogida, al respetable coronel D. Pedro Guimaraens. A poca distancia les seguía un carro lleno de armas diversas. Inmenso gentío se agolpaba para ver al preso, a quien no compadecían muchos por ser hombre repudiado de orgulloso, y que últimamente, a causa de la sospechosa templanza de su realismo, era acusado de jacobino.

VII

Al día siguiente Pixola, después de encomiar la acción de Tilín, dijo al señor capellán:

– Me parece que tenemos un hombre. Cuando las madres me lo recomendaron, yo le destiné mentalmente a ranchero, pero me parece que ese caballero del esquilón va a picar un poco alto. Le voy a dar el mando de una compañía. Ahí tiene usted un sacristán que valdrá más que cien obispos.

Las hordas de Pixola eran un conjunto heterogéneo de voluntarios realistas uniformados y procedentes de los cuerpos que se formaran el 24, de soldados desertores, de payeses que se armaban con lo que podían, y de trabucaires o contrabandistas de la Cerdaña y de los valles de Arán y de Andorra. En el improvisado ejército las jerarquías militares iban saliendo de los acontecimientos, de las hazañas individuales y también de las intrigas, que son fruto natural de toda colectividad donde hierven las pequeñas pasiones al lado de las grandes. Así es que el prestigio adquirido en un buen golpe de mano, y la recomendación de personas a quienes se tenía en mucho, bastaron a elevar a Tilín a una categoría semejante a la de teniente. El carnicero le llamó aparte, y agarrándole por un botón de la pechera, como era su costumbre siempre que hablaba con un amigo, hablole así:

– Mira, Tilín, yo voy ahora hacia Balaguer y la Conca de Tremp a recoger las tropas que se están organizando. Tú te vas hacia Pinós, donde hay mucha gente que no ha querido afiliarse. Allí se necesita una mano pesada. Te llevarás cincuenta hombres con el encargo de que has de reclutar doscientos. En ese país hay muchos caballos, no perdones ninguno… Oye otra cosa – añadió reteniéndole por el botón. – También hay mucho dinero, es preciso que recaudes todo lo que puedas. Hombres, dinero, caballos… Abre bien las orejas: hombres, dinero, caballos. Espero que nuestro monago sabrá ayudar esta misa de sangre. Después nos reuniremos en Cardona para ir todos sobre Manresa donde nos espera el general en jefe, Jep dels Estanys… ¡Ah! se me olvidaba otra cosa; si encuentras tropas del gobierno te retiras a la montaña y las dejas pasar.

Con estas instrucciones y sus cincuenta hombres partió Tilín el 8 de Julio en dirección a Clariana y al río Cardoner. Asombró a todos la atinada organización que supo dar a su pequeña hueste, principiando por establecer en ella la más rigurosa disciplina. El segundo día de expedición, dos individuos de malísima estofa que habían sido contratados por Pixola en la raya de Andorra no mostraron gran celo por cumplir una orden que el gran Tilín les diera. Reprendioles este con severidad, pero sin malas palabras ni grosería, y lo mismo fue oír la voz del jefe, rompieron ellos a reír diciéndole que harto hacían en dejarse mandar por un sacristán de monjas y que no se les hurgara mucho porque también ellos sabían repicar campanas. El denodado teniente les mandó fusilar; hubo un momento de vacilación; pero los delincuentes perecieron; y a los disparos que les cortaran la vida siguió ese silencio congojoso de la disciplina que es como el de la muerte. Tenía Tilín un núcleo de diez o doce hombres feroces que le obedecían ciegamente y sobre esta sólida base fundó el orden y la cohesión admirables de su pequeño ejército.

Siempre sereno, atento a su deber, previsor, demostrando gran conocimiento del terreno y un tacto singular para dirigir la marcha, aquel prodigioso monaguillo se parecía a un gran general.

Antes de llegar a Cardona se internaron en la montaña buscando la sierra de Pinós. En todos los caseríos Tilín reclamaba los hombres útiles, y si algunos se le unían de buen grado, otros buscaban refugio en las montañas; pero él supo encontrar en su caletre trazas muy ingeniosas para que la mayor parte no se le escapase. El primer pueblo donde puso en práctica su plan fue San Salvador de Torruella. Hizo que se le presentaran el alcalde y los dos o tres vecinos más acomodados del pueblo; pidioles los mozos útiles desde 20 a 45 años, con más todo caballo, mula o animal cuadrúpedo que sirviese para trasportes de guerra, y por añadidura una suma que concienzudamente fijó en treinta mil reales. Alborotáronse los prohombres, a pesar de su férvido y jamás sospechoso realismo, jurando y perjurando que ni aun vendiéndose al moro todos los vecinos juntarían los treinta mil. En cuanto a mozos todos los del pueblo estaban ya en la evangélica facción, y de cuadrúpedos no había que hablar, porque allí el trabajo de los animales lo hacían los hombres.

Hallábanse durante estas conferencias en un mesón que hay a la entrada del pueblo. Tilín, económico de palabras como todo el que es pródigo en acciones, mandó al alcalde que bajase al patio.

– ¡Perdón! – gritó el pobre hombre cayendo de rodillas.

Tilín dio una orden terrible, como quien da un consejo, y el alcalde fue fusilado. Igual suerte habrían sufrido los otros caciques si al punto no acudieran los vecinos con todo el dinero que tenían y seis caballos, presentándose además catorce hombres que antes de la cruel sentencia y suplicio del alcalde andaban escondidos en pajares y desvanes.

En Prades tuvo mejor acogida. El alcalde salió vara en mano a recibirle y denunció la existencia en el pueblo de dos sargentos indefinidos y de cuatro liberales que a todas horas hablaban mal de Sus Majestades y de la Religión. Sin atender a estas menudencias, Tilín pidió lo de siempre, dinero, armas, hombres, caballos. Hablósele de un rico que tenía cinco hijos útiles, muchos ahorros, dos pares de mulas, seis escopetas de caza y un pedazo de cañón de los que se cogieron a los franceses en el Bruch. Tilín mandó visitar la casa del rico y pudo allegar la mitad de aquellos tesoros, despreciando el medio cañón que era de un valor puramente arqueológico. Los frailes salieron a recibirle en comunidad y poco faltó para que salieran también con palio; le abrazaron, obsequiándole con gran mesa; pero él se mostró sobrio y discreto. Por la tarde y delante de la misma puerta del convento arcabuceó a dos reclutas que se le habían querido escapar. En Quadrells fueron cinco las víctimas; pero ya los mozos recogidos ascendían a ochenta, siendo menos de la mitad los recogidos por fuerza: los demás se filiaban voluntariamente por entusiasmo o por vagancia o por miedo. El dinero recaudado se elevaba a diez mil duros y las armas formaban un arsenal respetable aunque heterogéneo. En caballos y mulas habían juntado lo bastante para organizar un pequeño escuadrón.

En Torá hubo conatos sediciosos porque algunos descontentos quisieron separarse de la cuadrilla incitados por un voluntario de Berga que era al modo de alférez. Tilín cortó la conspiración mandando arcabucear a siete, y a un bendito y chismoso lego de San Francisco que le acompañaba con hábito y sable hízole obsequio de cincuenta palos por no haber dado cuenta de la trama que conocía desde sus principios. Respetado y temido, Tilín avanzaba en su empresa y fue terror de los pueblos y brazo potente de la insurrección en aquella agreste comarca, donde reclutaba zorros para hacer de ellos leones.

Al salir de Torá sus espías le dijeron que una fuerza del ejército bajaba por la carretera de Manresa. Se la había visto el día anterior en Fals y parece que seguiría en dirección a Castelfullit. Al punto ambicionó ardientemente el monago sorprender aquella fuerza, cualquiera que fuese su importancia, y concebir un plan y dar las primeras órdenes para su inmediata ejecución fue todo uno. Hermosísima noche le favorecía. Avanzó con buenos guías delante de sus tropas para hacerse cargo del terreno y pagó a peso de oro el espionaje, en lo cual le favorecía la adhesión del país a una causa propagada al calor del fanatismo religioso; apostó sus tropas convenientemente después de obligarlas a una marcha titánica en seis horas por sierras y vericuetos; repartió palos a los morosos, fusiló a los díscolos, recompensó a los valientes, avanzó, acechó, olfateó, inquirió el rastro del enemigo con ese instinto felicísimo del guerrillero que es la desesperación de la estrategia, y antes de que amaneciera el día 20 de Julio cayó como una lluvia de verano sobre las tropas del coronel Roda (división de Carratalá), que recorrían la carretera de Cataluña para intimidar a los pueblos y desarmar a los voluntarios. Tres batallones y cuarenta caballos componían aquella fuerza que fue materialmente destrozada y hecha trizas por un sacristán ávido de los laureles de Viriato. Había dado orden a sus guerrilleros de que no perdonaran a nadie. El estrago fue inmenso, la lucha breve y sangrienta, el gozo de Tilín delirante. Dispersose la mitad de los soldados por la vertiente de Montserrat; muchos perecieron batiéndose con ardor; cincuenta quedaron prisioneros con treinta y dos caballos y gran número de armas.

Era aquélla la primera victoria formal del águila que había tenido por nido una sacristía y por plumaje una sotana. Pero él miró su triunfo como hombre acostumbrado a saborearlos y se apresuró a tomar las medidas necesarias para hacerlo más fructífero. Sin dar descanso a su gente recorrió los pueblos de la carretera hasta cerca de Cervera. Calaf, Vilamajor, Montfalcó, Rabasa le vieron dentro de sus muros y de grado o a regañadientes diéronle cuanto se le antojó pedir. Los mozos ingresaban con gusto, porque ya los frailes habían hecho su papel y tenían soliviantado al país; no así el dinero, para cuya percepción necesitaba Tilín emplear argumentos un poco fuertes y hablar con los fusiles de sus bárbaros soldados. Ovaciones y plácemes tuvo el héroe, y allí eran de ver cómo le ensalzaban los frailes y le mandaban golosinas las monjas, y le predecían todos magnífico porvenir y fama no menos grande que la de los más esclarecidos guerreros de la cristiandad.

No quiso llegar a Cervera, y retrocediendo volvió a internarse en Pinós para de allí pasar a la cuenca del Cardoner y marchar a Cardona donde esperaba recibir nuevas órdenes de Pixola. Había recogido doscientos hombres, más de quince mil duros, muchas armas y ochenta caballos. Por el camino instruía y armaba su nueva gente, aumentaba y organizaba un escuadrón. Satisfecho de tantos y tan rápidos triunfos y comprendiendo por estos y por la magnitud de su suerte que merecía ser coronel, pensó darse a sí mismo este grado; mas la modestia habló en su alma, y contentose con ser comandante por el momento. Lo hizo extendiendo un oficio en que textualmente decía: «En atención a mis eminentes servicios a la causa de la Religión y del Trono absoluto, vengo en nombrarme comandante de los ejércitos de la Fe».

Revolviendo en su titánica mente estos y otros altos pensamientos, decía para sí:

– ¡Rabo y uñas de Lucifer! Si Pixola no me reconoce el grado… le fusilaré.

VIII

Llegó a tierra de Cardona el 1.º de agosto. El calor era sofocante y un sol canicular abrasaba y asfixiaba el país. Existe en aquel ducado uno de los más admirables prodigios de la Naturaleza en Europa, y es la montaña de sal que tiene más de cien varas de altura y una legua de circunferencia; inmenso cristal duro y brillante, con el cual podrían abastecerse todas las cocinas del mundo durante siglos de siglos, si fuese suprimido el mar. Los mágicos reflejos irisados, los cambiantes de mil colores que producen los rayos del sol al herir las vertientes de aquel peñasco, que semeja colosal diamante caído de las arracadas del cielo, seducen y embelesan la vista. No se parece aquello a nada de cuanto en otras campiñas y montañas se ve. Sus crestas relampaguean, sus costados fulguran, en sus caprichosas grutas compiten los reflejos de todas las piedras preciosas.

Al caer de la calurosa tarde, las tropas de Tilín descansaban junto a una aldea y a la sombra de espesos bosques. El jefe avanzó paseando por la carretera, en compañía de su segundo y del padre Maza, no el de los cincuenta palos, sino un beato mínimo de Cervera que se le había incorporado en calidad de capellán, asesor militar, intendente, con ciertos vislumbres y pujos de jefe de Estado Mayor por su gran pericia topográfica en aquel país. Iba Tilín meditabundo, con las manos a la espalda, ademán harto común de los grandes genios militares, y contemplaba el monte de sal que con la fuerza de los rayos del sol parecía estar sudando y brillaba de tal modo que en ciertos parajes no era posible fijar la vista en él. De pronto vieron los paseantes que por el camino abajo venía un hombre a caballo. No se le pudo distinguir bien en el primer momento porque los resplandores del vibrante sol en la montaña cristalina le envolvían en diabólica luz, semejante a telarañas de fuego; pero cuando estuvo cerca, advirtiose que era el caballero de buen porte y el corcel de magnífica estampa.

– He aquí un viajero que me parece sospechoso – dijo el padre Maza. – Trae una valija a la grupa, y yo juraría que es militar aunque viste de paisano.

– Y yo – dijo Tilín – creo que en toda Cataluña no hay un caballo como este.

Cuando estuvo a diez pasos, Tilín gritó:

– ¡Alto!.. deténgase el jinete.

Este se detuvo de mal talante.

– ¿A dónde va usted? – preguntole Tilín ásperamente.

– ¿Y a usted qué le importa?… ¿Quién es usted?

– Soy el comandante Armengol, que manda un batallón de la división de Solsona – dijo el guerrillero, pareciendo muy complacido de tomar en su boca aquellos sonoros términos militares.

– ¡Ah!… ¡ya! – exclamó el jinete con cierta sorna. – ¿Pero qué batallón y qué divisiones son ésos?… ¿Me encuentro entre la gente del célebre Tilín, que estos días da tanto que hablar en el país?

– Ese soy yo – dijo el ex-sacristán con orgullo.

El jinete saludó.

– Muy señor mío… Lo celebro mucho. Espero que no habrá inconveniente para seguir mi camino.

– Según y conforme. ¿Quién es usted?

– Soy hombre de paz. Realistas, liberales, jacobinos y apostólicos, son lo mismo para mí.

– ¿De modo que usted no es nada?

– Nada.

– Grandísima falta: es preciso ser apostólico.

– Soy comerciante.

– ¿Cómo se llama usted?

– Es curioso el señor militar.

– ¿De dónde viene usted?

– Pesadito es el interrogatorio.

– Poco a poco – dijo Tilín tomando la brida del fogoso animal. – Usted no pasa adelante sin probarnos que no es hombre sospechoso, un espía de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado. Será usted registrado; veremos si lleva papeles. En caso de que sea inocente le dejaré marchar quedándome con el caballo.

– No permitiré que me quiten mi caballo – afirmó el caballero con resolución y enojo. – Sabré defenderlo.

Pepet llamó a los guerrilleros que estaban más cerca.

– Este hombre es preso – les dijo. – Llevadle al ventorrillo donde está mi alojamiento. Vamos allá, padre Maza, que, o mucho me engaño, o este encuentro ha de dar algo de sí.

Viendo el jinete que la resistencia, a más de ser muy arriesgada, habría empeorado su ya malísima situación, se dejó llevar con el alma inflamada de ira y maldiciendo entre dientes la hora menguada en que su mala suerte le llevara por aquel infernal camino. En el breve trayecto hasta la vivienda del jefe, esforzose en tomar cierto aire de dignidad y confianza, porque mostrarse débil y receloso entre semejante gente, habría sido excitarla más y más a la barbarie. Si le tomaban por un personaje de posición elevada, de ésos que con sus amistades y relaciones se sobreponen a todos los obstáculos, incluso a los de la justicia, fácil sería que no le hicieran daño. Así cuando se apeó junto al tinglado del ventorrillo entre un círculo de soldados y guerrilleros que admiraban la soberbia estampa del caballo, entregó este al mismo que le había conducido y en tono de amo le dijo:

– Dale un pienso y agua. Cuídalo bien si quieres una buena propina. Si en vez de la propina quieres tres palos míos y una reprimenda del Sr. Tilín, trátamelo mal.

Dando dos palmadas de cariño al generoso animal, entró en el alojamiento, que consistía en dos fementidas piezas comunicadas entre sí, y ambas horriblemente sucias y desmanteladas, sin más muebles que las cojas mesas y los bancos de figón manchados de polvo y vino. El caballero hizo que entraran su valija, y después se paseó por la estancia sin dignarse mirar a los guerrilleros que allí había, dormitando unos y bebiendo o jugando los otros.

Era el preso un hombre como de treinta y cuatro años, de gallarda figura y hermoso semblante. Su fisonomía, como sus modales y su vestir, revelaban esa hidalguía que antes se consideraba principalmente vinculada en la alcurnia, pero que ha tiempo ha pasado al patrimonio de todas las clases, aunque siempre viene desde la cuna. Su mirar tenía severidad y altivez en la precisa dosis que cabe dentro de la cortesía. Era bastante moreno, con hermoso pelo y bigotes negros: calzaba botas polacas, y su traje tenía un corte especial que a distancia indicaba la mano de sastre extranjero. Su sombrero, que llevaba con gracia, no tenía entonces precedente en las modas españolas, pues era uno de esos blancos platos de lana que después se usaron mucho llevando el nombre de boinas. Este no era aún un nombre fatídico.

No hacía diez minutos que el caballero estaba allí cuando entró Armengol, acompañado de su segundo y del padre Maza. Antes que le dirigiera la palabra, el preso dijo:

– Conviene que estemos un rato solos, señor brigadier.

Y él mismo señaló con un gesto la puerta a los guerrilleros. El padre Maza, juzgando que la orden de despejo no rezaba con él, acomodaba su crasa humanidad en un banco, cuando el caballero le dijo sonriendo:

– Si hoy necesito confesión religiosa, llamaré al padre mínimo. Por ahora únicamente tengo que hablar con el señor brigadier.

Quedáronse solos, y Tilín le dijo:

– Ha de saber usted que yo no soy brigadier.

– ¿No? Yo creí que sí… Como en Cardona oí hablar tanto de usted, y se decía que había sometido toda la provincia de Lérida, juzgué que un caudillo de tanto valor no podía menos de tener un grado muy alto en los ejércitos de la Fe.

– Soy comandante – afirmó secamente Tilín.

– Me habían dicho que era usted muy joven – dijo el caballero observándole con curiosidad y admiración – pero nunca creí que fuera tanta su mocedad. Usted llegará a los primeros puestos, aunque es preciso contar con la envidia que intentará estorbar su carrera. Los jefes procurarán oscurecer sus triunfos, le rebajarán, le calumniarán tal vez… Hoy mismo, cuando son tan evidentes los servicios de Tilín, he oído censurarle por excesivamente atrevido, y hasta me han dicho que Pixola piensa quitarle el mando de esta fuerza… Amigo mío, no contaba usted con la envidia, que en nuestro país por desgracia, ennegrece todas las cosas…

– ¡Destituirme!… ¡quitarme el mando! – exclamó Tilín con ira. – Falta que yo lo permita. ¿Dicen eso en Cardona?

– Lo oí decir a dos frailes de San Francisco que ayer mismo comieron con Pixola en Clariana.

– ¿Está Pixola en Clariana?

– Sí, señor… Ahora empieza usted su vida militar. Por lo mismo que la ha empezado gloriosísimamente, verá que todos esos figurones ineptos, todos esos holgazanes llenos de vanidad tratarán de oscurecer su mérito y de apropiarse su fama.

– Mi mérito y mi fama – dijo Tilín gravemente – si es que los tengo o los puedo tener, saldrán por encima de todo.

– Así lo creo… Pero vamos a nuestro asunto. Es preciso que usted me deje partir inmediatamente.

– A eso vamos – replicó Pepet. – ¿Y quién es usted? Juraría que no es comerciante.

– Así es, en efecto – dijo el caballero sonriendo con amable franqueza. – Pero la compañía de usted al interrogarme no me permitía decir la verdad. Había allí un fraile, y los frailes son indiscretos y parlanchines. Ahora que estamos solos, diré mi nombre y la razón de mi viaje. Me llamo D. Jaime Servet y vengo de Barcelona.

– ¿Y a dónde va usted?

– A Cervera.

– ¿Y qué objeto lleva usted? Eso es lo principal, eso – afirmó el guerrillero con buenos modos. – Si usted va como amigo de nuestra causa y me lo prueba mostrándome sus despachos, le dejaré seguir. Si usted va como particular a negocios propios y me lo prueba, le dejaré seguir también quedándome con el caballo. Si usted es espía o comisionado de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado, entonces le fusilaré… Vamos, no hay más que hablar. Ahora responda el Sr. D. Jaime Servet.

Sin vacilar Servet respondió:

– Voy a Cervera a llevar órdenes de la Junta de Barcelona.

– Muéstreme usted los pliegos – dijo Tilín sin mirar a su interlocutor.

– Mi comisión es de índole tan reservada, que nada llevo escrito. Las órdenes que llevo las daré verbalmente.

Sonrisa de duda y mofa contrajo los enormes labios de Tilín.

– En ese caso, la Junta daría a usted salvoconducto para que libremente atravesara el país sublevado.

– No tengo salvoconducto ni cosa que lo valga – repuso el caballero sin perder la serenidad. – Lo tenía; pero por un descuido que pago muy caro, dejé ese papel en manos de Jep dels Estanys cuando me presenté a él en Vich.

– ¡Qué casualidad!… Bueno, pues dígame usted esas órdenes verbales que va a llevar a Cervera.

– Si usted se llamara fray Agustín Barrí, guardián de Capuchinos de Cervera, lo haría de buen grado. Mi deber es morir cien veces antes que revelar una palabra sola.

– ¿Tan reservadas son esas órdenes?

– Lo son tanto y de tal gravedad para Cataluña, para España, para el mundo todo, que sólo el pensarlo espanta.

Guardó silencio Tilín durante un minuto, acariciándose la barba, y después miró a su prisionero, y con calma flemática le dijo:

– Usted es un impostor, usted es espía de Calomarde. Voy a mandar que le fusilen inmediatamente.

El caballero tembló; mas dominando la furibunda ira que hervía en su alma, se expresó de este modo:

– Sea, pues. Solo e indefenso no puedo protestar de ese horrible crimen, sino ante Dios. Pero no sólo la justicia divina, sino la humana, ha de vengarme algún día, y usted que ensoberbecido con sus triunfos, encubre con la bandera de la Fe el asesinato de un servidor de su propia causa, dará cuenta pronto, muy pronto, de mi muerte, y en toda su vida, por larga que sea, no aplacará sus remordimientos.

La entereza y el tono de solemnidad con que el forastero se había expresado confundieron momentáneamente al voluntario realista. Clavando su mirada profunda y sagaz cual ninguna en el rostro del prisionero, díjole así:

– ¡Uñas y rabo de Satanás! Si no es usted traidor, que me fusilen a mí. Jamás me equivoco… Pero observo que ha traído usted consigo una maleta. Deme usted la llave.

El extranjero sacó una llave, y arrojándola en el suelo a los pies de Armengol, volvió la espalda, y después de llevarse la mano a la frente, se puso a pasear. Tilín abrió la valija, y al registrar, sus manos parecían las insaciables y viles manos de un aduanero.

– Ropa – dijo sacando varias piezas – dinero… ¿Qué es esto?

Mostraba un pliego. El llamado Servet tembló al ver aquel pliego en manos del voluntario realista. Sin poder dominar su coraje, exclamó:

– Un papel, asesino. Léalo el que pueda.

Tilín fijaba sus ojos con atención en tres letras misteriosas trazadas sobre la cubierta del pliego.

– Esto parece masónico – dijo sonriendo diabólicamente. – ¿Qué significan estas letras F. P. D.? ¡Uñas y rabo!… Por mi vida, que recuerdo haber oído hablar de estas tres letras a Mosén Crispí de Tortellá.

– Esas tres letras – dijo Servet acariciando una idea feliz – quieren decir Ferdinandum pedibus destrue.

– ¡Ah!… yo había oído aquello de Lilia pedibus…, «pisotea las flores de lis».

– Aquí no se pisotea más que a Fernando. Aquel era un lema jacobino, éste es un lema…

– Un lema… – dijo Tilín con ansiedad. – Pero leeremos lo que dice este papel.

– Un lema apostólico – afirmó prontamente el llamado D. Jaime.

Abrió el papel para leerlo; pero al punto exclamó con desconsuelo:

– Si está en latín…

En el semblante del prisionero brilló un rayo de esperanza. Inmutose como la cara del reo que vislumbra su salvación.

– Llamaré al padre Maza para que me lo traduzca – dijo Pepet.

El semblante de Servet se nubló segunda vez. Por dicha suya, antes de apartarse de la maleta, Tilín vio otro pliego. Tomándolo, leyó el sobre-escrito, que decía:

A la señora madre abadesa de San Salomó en Solsona.

Tilín, estupefacto, no apartaba sus ojos de aquellas letras.

– Lea usted – dijo el caballero animándose considerablemente – si es que en las costumbres de los guerrilleros entra también el sorprender los secretos de las damas.

– Esta carta es…

– De doña Josefina Comerford – replicó con imperturbable audacia y gravedad el caballero.

Tilín que ya había empezado a desplegar la oblea con su grosero dedo, se detuvo. El caballero firme en su difícil papel de osadía y descaro, que era el único conveniente en tales circunstancias, prosiguió así:

– Concluyamos. Me repugna esta escena de Inquisición. Si he de ser arcabuceado que sea de una vez. Necesito un confesor, como católico cristiano. Caiga mi sangre sobre la cabeza de mi asesino. Una sola disposición me cumple hacer.

– ¿Cuál?

– Que lleve usted esos paquetes de oro y esa carta a donde dice el sobre.

– ¿A las monjas?

– Sí. El resto de mi comisión no puedo revelarlo. El secreto se va conmigo y con usted la responsabilidad de este crimen.

Tilín puso la carta en la valija, y acompañando sus palabras de un gesto desenfadado y como generoso, exclamó:

– Caballero, es usted libre. Puede usted seguir su camino.

Mientras el caballero daba interiormente gracias a Dios por el buen término de aquella peligrosa aventura, el terrible soldado colocaba el dinero y las ropas en su sitio.

– Un favor espero de usted, caballero – dijo al concluir.

– Estoy a sus órdenes.

– Que lleve usted una carta mía a San Salomó. Es para Sor Teodora de Aransis.

Tilín sacó del pecho una carta que había escrito aquel día y después de mirarla con cierta expresión afectuosa, la entregó al mensajero.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
250 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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