Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 6
XI
Pero después que volvió de la campaña y se puso de nuevo, aunque no por razón de oficio, la malhadada sotana de su niñez, Tilín no era el mismo, al menos en la forma. Ya hemos dicho que había perdido su timidez; mas con ella perdió la delicadeza y aquellas formas de respetuoso culto con que antaño solía expresar sus pasiones o velarlas, dándoles apariencia dulce y simpática, y ahora despuntaba en él una brutalidad desapacible, una expresión ruda y desentonada, cual si desapareciese todo lo que dan la educación, el trato, el tiempo, los lugares y no quedase más que la obra pura y tosca de la Naturaleza.
Es preciso considerar que aquel hombre de pasiones ardientes, criado dentro de un convento de monjas, amoldado en el hueco de una sacristía tan violentamente como podría amoldarse una espada dentro de un cáliz, había roto su clausura, había ido a los campos de batalla, frecuentando el trato de soldados, hombres de mundo y bandidos; que había vivido en la independencia del guerrillero y del salvaje consumando diariamente actos de valor, ensoberbeciéndose con un éxito constante, y aprendiendo a practicar la vida de las pasiones libres y sin artificio, porque el guerrillero es atrevido, brutal, cruel; pero es verdadero en sus sentimientos, lleva su corazón desnudo como su espada, no engaña a nadie más que al enemigo, porque así lo reclama su oficio, y es un tipo del adalid de las primitivas sociedades, luchando por un pedazo de suelo. Considerando esto, se comprenderá que Tilín guerrero, no podía ser el mismo Tilín de marras.
En efecto; Sor Teodora notó que no la miraba como antes; que no le hablaba en el mismo tono que antes; que sus pensamientos eran más audaces; que se expresaba con más desenfado. Había en todo él cierta claridad deslumbradora y relampagueante, que hacía daño a la vista; un no sé qué de franqueza y desembozo que causaba miedo. Pero Sor Teodora, fanatizada por la guerra, a que atendía con tanto interés, no alcanzaba a penetrar la razón de esta soltura de Tilín. Si alguna vez paró mientes en ello, considerolo como la desenvoltura propia de un soldado de Cristo, y pensó que aun perteneciendo a las milicias cristianas, han de ser los guerreros muy distintos de los monaguillos.
Tilín trabajaba un día en la huerta. Sor Teodora se acercó y le dijo:
– No se sabe nada de Manresa, Tilín. ¿Qué piensas tú de esto?
– Yo no pienso nada, señora – dijo el voluntario realista, haciendo un movimiento homicida con el cuchillo de jardinero que en la mano tenía. – ¿Acaso yo puedo dar razón de la guerra? ¿No han creído que todo puede hacerse sin mí?
– Ha sido una injusticia. Ya te he dicho que la madre abadesa piensa escribirle dos letras sobre esto a Jep dels Estanys, y yo le he escrito ya sobre el particular a doña Josefina Comerford.
– Poco me importan a mí Jep y doña Josefina – replicó Tilín, poniéndose ceñudo – pues estoy decidido a hacerme justicia. ¿Piensa la señora que voy a volver a la sacristía de San Salomó?
– No, eso no; no faltaría más. Tu vocación y tu ardor guerrero te llevan a ser general, y lo serás, sí; ya la historia se ocupará de general Tilín.
– General o no, yo me vengaré – dijo Pepet con fiereza.
– La venganza es cosa mala, Tilín, muy mala.
Esto decía con unción la monja que tanto se entusiasmaba con batallas y guerras.
– Será cierto; pero yo necesito vengarme. El hombre bueno se volverá malo tal vez; pero ¿quién tiene la culpa?
– No hables de maldades. Es preciso que tú seas siempre bueno. Algunos guerreros han sido santos.
– Yo no seré santo, señora, yo no seré santo, no quiero ser santo – afirmó Tilín con ruda franqueza. – Aunque quisiera serlo no podría.
– ¿Por qué? – preguntó la monja disponiéndose a dar a su protegido una lección de teología.
– Porque cada uno nace para lo que nace. ¡Santo yo! – dijo Tilín dando un gran suspiro y sentándose con muestras de cansancio. – Mi corazón arde como una hoguera que no se puede de ningún modo apagar. Quise ser soldado y apenas empecé a serlo me ataron las manos. Es fuerza que este volcán estalle por alguna parte y no hay duda que estallará.
Luego acercose a Sor Teodora y con acento terrible, le dijo sin alzar los ojos:
– Señora, yo no lo puedo remediar; yo haré barbaridades, haré estragos y quizás mi memoria sea maldita.
– ¿Por qué? ¡Pepet, estoy aterrada!… Explícame eso – dijo la religiosa poniéndose pálida y juntando las manos.
– ¿Por qué?… porque ambiciono mucho, y todo lo que ambiciono es imposible. Me faltan alas, me sobra espacio.
– Pues no ambiciones tanto.
– No puedo, no puedo.
Su acento era el de la desesperación.
– ¡Qué locura!
– ¡Todo es imposible! ¿Cree la señora que me satisface esa guerra mezquina, guerra de estúpidos y de salteadores?… No; yo no quiero mandar somatenes, sino ejércitos. Yo adoro el estruendo, las grandes marchas, la fatiga, el polvo de los campos, el calor horrible, las hambres, la gloria de las grandes jornadas, los inmensos peligros, la embriaguez de la matanza, las astucias, las sorpresas, las banderas alzadas sobre los montones de muertos…
– ¡Qué horror! – exclamó la monja cubriéndose el rostro con las manos.
– Yo adoro todo eso… ¿Qué puedo esperar de esta guerra que no tiene más objeto que el robo, ni más móvil que la envidia? Bien lo decía yo: mi época ha pasado. ¡Ay de mí! Me atrasé en el nacer; todo lo posible es ridículo, y todo lo grande, señora, es tan imposible para mí como poner en el cielo mis manos de barro miserable.
Diciendo esto, se llevó el puño a la cabeza y se hubiera arrancado un mechón de cabellos, si su cabello cortado a lo militar tuviera mechones.
– Después de esta guerra vendrá otra más grande – dijo la religiosa tomando el tono sibilino que tan grande impulso había dado a la vocación de Tilín – vendrán cosas estupendas, y pasarás de esta esfera mezquina de los somatenes a la esfera de las grandes acciones de guerra.
– No, no, no – gritó Tilín, y cada no parecía en su boca como un golpe de maza; tal era la energía con que los pronunciaba.
– Vendrá…
– No vendrá nada… Delante de este sacristán destituido no hay más que imposibles, imposibles, imposibles. No es sólo el de la guerra.
– ¿Cuál otro?
– Otro.
Tilín volvió su rostro, y Sor Teodora se echó a reír.
– Me causan risa tus ardores, Tilín – le dijo. – Apostamos a que al fin y al cabo, después de tanto delirio, acabas por renunciar a las glorias del mundo y te consagras a servir a Dios en la sacristía de las pobrecitas monjas cascabeleras.
– Eso no, eso no, eso no – exclamó Tilín, soltando sus palabras como gemidos de agonía. – Jamás, señora; yo no puedo continuar en San Salomó.
– ¡Ya no nos quieres, pícaro!
– ¡Oh!… no es eso… – dijo Tilín, enternecido súbitamente. – Yo no puedo seguir aquí; soy muy malo y no me puedo vencer. El valiente es cobarde consigo mismo. ¡Yo en esta casa, en la casa de Dios y de la religión!…
Pepet hundió su cabeza, mirando tan de cerca un hoyo que delante de él estaba abierto, que parecía querer enterrarse vivo. Arrojó de su pecho varios suspiros cual si quisiera expulsar de su cuerpo la vida.
– Adiós, Tilín – dijo la madre dando algunos pasos hacia el claustro.
La monja se separó de él. Tilín la vio alejarse y no le dijo nada. Después abandonó las herramientas del jardín para ir a la sacristía, ponerse su uniforme y salir a la calle. Largo rato estuvo platicando de cosas indiferentes con el sacristán sustituto. Cuando salió, vestido ya su gallardo uniforme, era casi de noche. Las monjas se retiraban a sus celdas y veíanse sombras blancas que se perdían en el claustro, y oíase rumor de perezosos rezos. Tilín quiso hablar a la abadesa y dirigiose al vestíbulo de donde partía la escalera. Todo estaba oscuro. Vio delante una figura que entraba del claustro para pasar al coro. Tilín la detuvo; Sor Teodora lanzó una exclamación de sorpresa, y antes que pudiese decir una palabra, cayó de rodillas ante ella el sacristán guerrillero, y como un reo que pide perdón, exclamó con voz profunda y sofocada:
– ¡Madre, mujer, Sor Teodora…! por Dios, quiéreme.
La hermosa dama se quedó estática y muda; tanto le sorprendieron el tono y la voz del sacristán soldado.
– ¡Tilín!… ¡Jesús!… – murmuró.
Y Tilín repitió con loco ardor.
– ¡Quiéreme, quiéreme!
Su voz temblaba. Después se levantó y tendiendo sus brazos sin atreverse a tocarla, acercó su boca al oído de Sor Teodora y a media voz dijo estas palabras:
– Monja, yo te amo.
– ¡Jesús Crucificado, ampárame! – gritó la esposa de Cristo llevándose las manos a la cabeza. – ¡Satanás, perro maldito, vete!…
Quiso huir. Sintió que sujetaban su hábito. Dio un nuevo grito. Oyéronse pasos y una voz que decía: «¿Quién está ahí?».
Dos monjas que llegaron vieron a Sor Teodora acongojada y trémula. ¿Había tenido una visión? Sensiblemente turbada parecía; pero con un vaso de agua la volvieron a su prístino ser. Tilín había desaparecido.
XII
Largo rato estuvo la madre sin volver de su espanto, aterrada y sobrecogida, sintiendo sobre su alma un peso colosal y una opresión tan angustiosa en su pecho que apenas podía respirar, y todo lo veía negro y rojo, como si se hallara bajo las pavorosas bóvedas del Infierno. La inaudita revelación, tan sacrílega como infame, había producido en su espíritu una sacudida espantosa como la que produciría un reclamo verbal del mismo Satanás, reclutando gente para sus calderas. No obstante el espíritu de la buena religiosa estaba absolutamente limpio de pecado en aquel negocio, y ni con fugaz idea, ni con vano pensamiento era cómplice de la execrable pasión de Armengol. Por el contrario el atrevido sacristán representósele desde aquel instante como un ser aborrecible, digno de los más crueles castigos.
El primer cuidado de la dama aquella noche después que se retiró a su celda fue rezar, implorando la misericordia de Dios, no en pro de ella misma, que en aquel caso no la necesitaba, sino en pro del miserable extraviado que con sus livianos pensamientos y deseos faltaba horriblemente a la ley divina y profanaba el santo asilo de las castas esposas de Jesucristo. Aun se puede tener por seguro que Sor Teodora de Aransis se dio una buena tanda de azotes y se puso silicio, mortificaciones ambas que habrían caído mejor en el cuerpo del bárbaro criminal que en el de la mujer inocente. La causa de esta severidad con sus propias carnes era que se creía culpable por otro concepto, y como culpable, digna de castigo. Veamos la opinión que formó de sí misma.
Dos o tres horas llevaba de oración y recogimiento después del tremendo suceso, cuando ocurriole de súbito una idea que le pareció sorprendente por lo juiciosa y atinada. En efecto, aquella idea encerraba una lógica profunda. Según esta, lo que había pasado a Sor Teodora, las infernales palabras que había oído, aquel brutal hombre que delante de sí había visto, horrorizándola con su delirio, no eran otra cosa que un castigo providencial por su detestable afición a las guerras religiosas. La noble conciencia de la dama iluminose con esta idea, y comprendió que era contrario a la religión, a la severidad monástica y a las leyes más elementales del amor de Dios su afán por las luchas de los hombres y aquel su deseo de ver triunfar al son de trompetas, cajas, cañonazos y gemidos de moribundos la mansa Fe católica.
Sí, castigo era por haber olvidado la ley de Dios y la santidad de la orden, contribuyendo a inflamar las pasiones de los hombres. ¿Qué era Tilín sino la personificación monstruosa de aquella misma guerra salvaje, de aquel bando osado, violento, sedicioso, rebelde a toda ley? Sí, ella había consagrado a la infame hidra la vehemencia, el interés, las simpatías y aun el amor que debía a su esposo, y en castigo de esta infidelidad, el ofendido consorte había permitido que la infame hidra se volviese contra ella y la hiriera con una de sus más ponzoñosas garras. Bien, muy bien, la lógica de este razonamiento irradiaba en la conciencia de la noble mujer como un reflejo de verdad divina.
Consecuencia inmediata de tal lógica fueron los azotes que la religiosa se administró, maltratando tan sin piedad sus hermosos hombros y espaldas, que si alguien la viera se habría apresurado a impedir tal desafuero contra la belleza y contra una de las más seductoras obras del Autor de todas las cosas y carnes. Parte de la noche estuvo en vela la madre, orando con fervor, y al día siguiente púsolo todo en conocimiento de su confesor, de quien recibió absolución completa y los más saludables consuelos.
Más tranquila después del acto religioso, Sor Teodora rogó a la madre abadesa que la impusiera una tarea cualquiera aunque fuese de las más penosas. La madre abadesa mandole que barriese todo el claustro, y apenas cogiera Sor Teodora la escoba para dar principio a su obra, vio aparecer a Tilín, que de la sacristía salió con una espuerta de herramientas y algunos pedazos de madera. Pareciole tan horrible y repugnante, que bien pudo conocer Pepet el espanto que causaba en el ánimo de la señora. Quiso esta retirarse pero él le dijo:
– Una palabra, señora, pues va en ello la salvación de mi alma.
¡La salvación de su alma! Esto era motivo bastante para no huir. A veces una palabra basta a llenar de gracia un corazón y salvar un alma. Si ella podía decir esa palabra, ¿por qué no decirla? La de Aransis no era gazmoña.
– La madre abadesa me ha mandado que clave estas tablas en la puerta – dijo Tilín. – Dios me depara por un instante la compañía de la persona que más amo en el mundo. Señora, si usted no me oye y se va…
Al decir esto, Tilín fijó sus ojos de fuego en el semblante de la asustada monja, y al mismo tiempo mostró un cuchillo enorme que con las otras herramientas tenía.
– ¿Qué?… – murmuró ella.
– Si usted se va y no me oye, ahora mismo me parto el corazón con este cuchillo y acabo para siempre.
Diciéndolo mostraba el filo del arma.
Sor Teodora tembló de espanto y no se atrevió a moverse. Veía a Tilín en las agonías de la muerte; veía el convento manchado por la sangre de un suicida, y el horrible escándalo que había de seguir a este hecho. Más muerta que viva tomó su escoba y se puso a barrer a pocos pasos del dragón.
– Señora – dijo este tomando un martillo. – Yo haré por vencerme; pero es precisa condición que usted no huya de mí.
– Malvado – exclamó la monja, recobrando de pronto su energía – si no temiera ofender a Dios, aquí mismo te rompía la cabeza con este palo. ¿Quién te inspiró tan infames ideas? ¿De ese modo pagas los beneficios que has recibido en esta casa? Sin duda estás dominado por Satanás. Arderás en los infiernos si no te detienes a tiempo.
Y diciendo esto barría.
– Arderé con gusto si ardemos juntos – replicó Tilín, que lanzado por los despeñaderos del sacrilegio, no podía detenerse. – Yo no soy como ningún otro, señora. Veneno y fuego corren ya por mis venas.
– Maldito, para todos hay misericordia; pídela y se te dará.
– No la quiero sin usted… ¿Por qué soy maldito? Porque amo. ¿Quién ha hecho los corazones sino Dios? Si usted estuviera fuera de esta casa, ¿qué mal habría en que correspondiera a mi cariño?… Mi cariño es ahora salvaje y loco… pero sería dulce y tranquilo si no hallara tantas espinas cuando se acerca a su objeto. Todo el mal consiste en que es usted monja, en que viste un hábito, en que hizo votos… ¡Ay, señora! hace doce años, cuando le cortaron a usted el cabello… yo era niño y usted era ya una mujer que podía haberse casado con cualquier hombre… Pues digo que cuando le cortaron a usted el cabello sentí que una espada fría me atravesaba el corazón. Desde aquel instante la quiero a usted y la adoro más que si estuviera en los altares.
Sor Teodora iba a contestar, pero no pudo y siguió barriendo.
– Eso de ser monja – añadió Tilín, clavando un clavo – es lo que me atormenta. Yo digo que a veces es Satanás quien hace los conventos. Este por lo menos obra suya es… No me hable usted de Dios, ni me llame irreligioso, ni sacrílego… todo eso será verdad, será verdad; pero no quiero oírlo… Demasiado me atruena la tempestad que zumba en mis oídos… Hay un medio de cortar este mal, señora – añadió suspendiendo su obra y mirando a la monja con fijeza y una especie de éxtasis deleitoso, que le hacía poner los ojos en blanco; – hay un medio. Usted que es tan santa, usted que conseguirá de Dios cuanto le pida, pídale que le arranque esa soberana hermosura, que le apague la luz de esos ojos divinos, que le quite esa gracia y ese encanto hechicero prestado por los ángeles del cielo, que le prive de ese noble continente y de ese modo de mirar, el cual parece que va repartiendo dones donde quiera que vuelve los ojos, pídale usted esto, y entonces… no entonces tampoco dejaré de quererla, tampoco entonces.
Sor Teodora volvió el rostro. Creía sentirse estrangulada por una serpiente que se enroscaba en su cuello.
– Este miserable no tiene salvación – pensó. – Abandonémosle.
Y dio algunos pasos para alejarse.
– Señora – gritó Tilín lleno de despecho – nos veremos, nos veremos cuando usted menos lo piense.
Esta audaz despedida, que era una amenaza, despertó tal cólera en el ánimo de la de Aransis, que se volvió y dijo:
– ¿Pues qué, menguado y vil hombrecillo, todavía esperas que he de tolerar una vez más tus groserías? Yo te juro que es hoy el último día que pondrás los pies en esta casa.
– Eso dicen, señora. Ya me ha mandado la madre abadesa que no vuelva más, porque el capellán se ha quejado de mis entradas aquí.
– ¿Lo ves, lo ves, execrable víbora?
– Sí; ya me han prohibido la entrada, y en cuanto clave esta puerta adiós para siempre San Salomó, mi querido San Salomó, donde está mi vida toda… Pero volveré, señora, yo juro a usted que me verá cuando y donde menos lo piense. Esto no se puede dejar.
La monja sintió que su terror se aumentaba. La imagen detestable de Tilín se le representó lo mismo que el terrible individuo que está a los pies de San Miguel.
– Volveré – repitió Tilín levantándose y recogiendo las herramientas. – Hasta luego, señora… No se digna mirar al pobre condenado. Señora…
La monja se alejaba rápidamente. Huía como se huye del monstruo más horrendo.
– Sí… me condenaré… – murmuró Tilín. – Ya estoy condenado… Sí, ya lo estoy; si ya no puedo salvarme.
El sacristán guerrero estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio a la madre abadesa que hacia él venía.
– Tilinillo – le dijo la señora – antes que te vayas arregla el emparrado de la huerta. Ya ves que con el peso de los racimos y lo mucho que ha crecido la vid amenaza caerse uno de los palos y rompernos la crisma el día menos pensado. Ponle un par de clavos y nada más.
– Ya había pensado en ello, señora. Voy a traer la escalera grande que hay en la iglesia. Compondré el emparrado y también daré una mano de cal a las tejas del palomar que se están cayendo.
– Bien, hombre, bien, todo se te ocurre – dijo la madre entusiasmada con la previsión del sacristán soldado. – Yo no tendría inconveniente en que siguieras entrando aquí. ¿Qué importa? Tú eres bueno; te hemos criado desde niño… sabes respetarnos y nos quieres mucho… pero el señor capellán me ha dicho hoy que esto no puede consentirse…tiene razón… no puede consentirse… y hoy te despedirás de nosotras. Pero vendrás a vernos por el locutorio, ¿no es verdad?
– Sí, señora; volveré por el locutorio.
– Espero que otra vez tomarás parte en la campaña. ¡Qué injusto ha sido contigo ese bribón de Pixola! Ya le he escrito a Jep… Por las espinas de Cristo que es un dolor ver oscurecido a militar tan valiente. Es lástima que no hayas ido a Manresa.
– Aún es tiempo: iré.
– ¿Con la gente de aquí?
– Con la gente de aquí o conmigo solo.
Y sin más razones fue a buscar la escalera. Viósele después sobre el emparrado, sobre el palomar y andando por el filo de la gran tapia. Parecía el gato de San Salomó recorriendo sus dominios. Después se encerró largo rato en la leñera, sala baja que antes de la embestida de los franceses fue refectorio y pasando a trastera estaba completamente atestada de restos de madera y de retama para los hornos de bollos. Allí estuvo Pepet revolviendo todo en busca de no sabemos qué materiales para la obra magna que pensaba hacer en el palomar. Grande fue su tarea; pero al anochecer dio todo por concluido, y puesto el uniforme y despidiéndose de las monjas, salió del convento.