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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 5

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IX

Recobrados el caballo y las armas, puesta en orden la valija y apurado un vaso de vino con que le obsequiara el jefe de la partida, púsose el caballero de nuevo en marcha sin querer detenerse, a pesar de los ruegos de Tilín y del padre Maza que le incitaban a descansar aguardando la frescura de media noche para seguir su viaje. Él les dijo muy cortesmente que de buen grado pasaría unas horas en tan grata compañía; pero que la premura y gravedad de las órdenes que llevaba no le permitían reposo alguno. La verdadera causa de su precipitación era un deseo vehementísimo de ponerse a gran distancia de semejantes pájaros y no dar tiempo a que el bravo Tilín se arrepintiera de su generosidad. Metió espuelas para alejarse todo lo posible, temeroso de que fueran en su seguimiento, y cuando se creyó seguro dejose ir con lentitud para meditar sobre el grave suceso pasado y dar gracias a Dios. La noche era oscura y el camino solitario; pero el alma del caballero estaba alegre.

– Otra vez mi buena estrella – decía – o mejor, la Divina Providencia me ha sacado sano y salvo de un grave peligro. ¡Bendito sea Dios que me ha salvado una vez más, y sírvame este suceso de aviso y lección para no meterme en aventuras tan arriesgadas como poco provechosas! Maldita fue la hora en que discurrí pasar de Barcelona a Zaragoza, y según voy viendo más corto será el camino de la Meca. Salgo y las partidas me impiden llegar a Manresa; tomo el camino de Berga y las partidas me echan sobre Cardona; ahora creo que voy en dirección de Solsona, pero no me asombrará verme a las puertas de Pekín si sigo tropezando con bandidos y sacristanes. Me he metido en un país encantador que está saboreando las delicias de la guerra civil más bestial, más soez y repugnante que imaginarse puede… ¡Ah! señores míos, señores míos (al decir esto parecía dirigirse a alguien que podía escucharle) no conocen ustedes la tierra que desean reformar. Esto no tiene enmienda por ahora ni hay alquimia que de esta basura haga oro puro. Lo que he pensado y sostenido varias veces lo veo y lo palpo ahora… Un puñado de hombres refugiados en Inglaterra se empeñan en librar a su país del despotismo y mientras ellos sueñan allá, ese mismo país se subleva, se pone en armas con fiereza y entusiasmo, no porque le mortifique el despotismo, sino porque el despotismo existente le parece poco y quiere aún más esclavitud, más cadenas, más miseria, más golpes, más abyección.

Había soltado las riendas como D. Quijote cuando le hervían en la cabeza los pensamientos, y mecido por el lento paso del animal que también parecía cavilar sesudamente en la vanidad de las glorias caballares, dejábase llevar por sus recuerdos y sus reflexiones a distintas esferas.

– ¿Y a qué voy yo a Zaragoza? – prosiguió. – ¿A qué? Mis pasos por este país son tan insensatos como los del caballero andante más loco, más ridículo y más extraviado que hizo disparates en el mundo. ¿A dónde voy yo?… ¿La principal misión que me encargaron no la he desempeñado ya? ¿No me dijeron: «explora y examina cómo está el país, tómale el pulso y observa si está dispuesto a apoyar una sublevación liberal»? Pues bien, yo he venido, yo he examinado, yo he tomado el pulso y he visto ¡mala peste nos de Dios! la horrible fiebre del absolutismo más abrasadora que nunca… ¡Señores mineros, vengan todos acá y verán qué divina patria tenemos! ¡Da gozo viajar por estas amenas provincias, pobladas de frailes y guerrilleros hambrientos de esclavitud como la hiena de carne muerta!… ¿Qué tengo yo que hacer aquí? Nada: ya he visto demasiado. La lección es buena y suficiente, el peligro que mi pellejo corre extraordinario. Vámonos a la frontera. Patria querida, me repugnas.

Arrendando a su caballo miró al horizonte hacia el Norte. Expresión de desdén y amargura nubló su rostro, cuando apartando su corcel del camino real, se metió por una senda que a mano derecha partía en dirección al monte. Pasó junto a las tapias del cementerio de una aldea, pasó junto a la misma aldea que era un montón de ruinas gloriosas del tiempo de la guerra con los franceses, y al poco trecho se detuvo. Sus pensamientos habían dado una brusca vuelta como la veleta atormentada por el viento.

– No – dijo hundiendo en el pecho la barba después de mirar al cielo. – Es preciso ir a Zaragoza. ¿Qué me detiene? ¿el peligro? ¿Tendré yo menos valor que el pobre Valdés, héroe y mártir en Tarifa; que los hermanos Bazán sacrificados en Alicante? ¿Y por qué he de ser tan desgraciado como ellos? Sí, aventurero, déjate de subterfugios y ve a Zaragoza… No hay que fiar demasiado en las apariencias. Ni todo el país está tan fanatizado como Cataluña ni toda Cataluña está compuesta de frailes, ni todos los frailes son guerrilleros. En Barcelona hay liberalismo y cultura suficientes para compensar este salvajismo de la sublevación apostólica. No hay que desconfiar todavía. Las poblaciones podrán arrancar a las aldeas su barbarie si hay empeño en ello. No, no será tanta la abyección de este pedazo de tierra europea que disponga de su suerte media docena de monjas y otros tantos canónigos. Los tenebrosos intrigantes del Ángel Exterminador no prevalecerán aunque lo mande el Papa y aunque se devanen los sesos todas las eminencias de cal y canto que farolean en el cuarto del infante D. Carlos.

Espoleando a su caballo volvió al camino real.

– ¿No es lastimoso que me vuelva sin desempeñar la mitad de mi comisión? ¿Si salí en bien de la primera mitad, por qué no he de salir en bien de la segunda? Dios me ha favorecido siempre, a pesar de ser yo tan gran pecador, aunque no empedernido. Adelante, adelante y salga el sol por… Zaragoza. Si ahora vuelves al extranjero y te preguntan: «¿Qué has hecho?», ¿podrás responder algo? Algo sí, pero no lo bastante. Los barceloneses responden de reunir dos mil paisanos armados, y aseguran que los voluntarios realistas de aquella ciudad son poco temibles. Es verdad,; Cataluña sublevada por el absolutismo delirante, no es el mejor terreno para una tentativa; pero lo que es imposible en Cataluña, ¿no será hacedero en Aragón, donde el clero tiene mucho menos poder? Además, este infame levantamiento clerical que aquí es un obstáculo enorme, ¿no puede ser un auxiliar en otra parte? Calomarde acudirá con todas sus fuerzas a Cataluña, y el corazón de España quedará desamparado por el absolutismo. ¡Ah! cómo paga el infame absolutismo su culpa. Este asqueroso tumor que le ha salido dará con su podrida existencia en tierra… Aventurero, marcha.

Después de distraerse pensando en otras cosas que no interesan al lector, volvió a dar en su misma idea y dijo:

– Veamos; ¿qué has hecho tú? ¿qué has hecho para justificar tu vuelta al extranjero? ¿Has dado a conocer la noble idea que hoy agita a lo más selecto de los emigrados? Apenas la manifesté en Barcelona, todos la creyeron irrealizable. Es una ilusión, un disparate, un cuento de viejas. Pero ¡ay! ¡hemos visto tantos disparates convertidos en realidad de la noche a la mañana! ¿Quién pudo creer que España resistiera a Napoleón? Nadie, y sin embargo… Hoy todo liberal español a quien se dice que nuestra salvación estriba en cambiar de dinastía, poniendo en el trono a D. Pedro de Braganza, se ríe y duda. ¿No aspiran los apostólicos a cambiar de rey? Poco a poco la idea de un cambio de familia dejará de causar espanto… ¡Ah!… ¡D. Pedro, D. Pedro!… Verdaderamente es un disparate; pero un disparate seductor que se presta a ser propagado. Adelante, pues. No me voy a Francia sin arrojar esta idea en el surco. Anda, aventurero, anda. Todavía tienes afecciones en este país. Tu patria te llama con voces distintas; te llama con la voz cariñosa de una mujer; te llama con la voz grave del interés. Aventurero, eres pobre, pero vas a ser rico: has heredado. Un tío que ha vuelto de América te ha dejado algunos miles, que es preciso recoger. Sí; no se vive sólo de ideas, se vive también de pan. Ya que sigues adelante, aventurero, sé prudente, toma precauciones. Llevas papeles que te comprometen. ¡Fuera toda esa carga inútil, por si viene el naufragio!

Diciendo esto se apartó del camino, ató su corcel al tronco de un árbol y poniendo la valija en el suelo apresurose a hacer prolijo escrutinio de lo que en ella había.

– Este papelote en latín de nada me sirve ya – dijo rasgándolo. – Con la autorización escrita y cifrada que me dio la Junta de Barcelona para la de Zaragoza, me bastará. Explicaré verbalmente las ideas que traigo de Londres. La carta de Torrijos podría servirme, pero la sacrifico también. La de Chapalangarra es inútil, porque tengo amigos en Navarra. Esta otra de Palarea está tan bien imaginada y encubre tan bien el objeto con el artificio de la recomendación para comprar harinas, que la conservaré. Romperé la de D. Alejandro O’Donnell que no encubre bien la comisión, porque esto de que vaya a vender reliquias un comerciante de harinas, no engañará más que a los tontos. Esta lista de personas dada por Mendizábal, tampoco conduce a nada nuevo: en tierra con ella. ¡Ah! aquí sale mi salvación; la esquela para las monjitas de San Salomó… muy señoras mías… Si aquella buena mujer que me alojó en Cardona no me hubiera dado este papel, que creo es una especie de memorial pidiendo chocolate, a estas horas quizás estaría ya delante del Padre Eterno, no pidiendo chocolate, sino dándole cuenta de mis culpas. También guardaré la carta de Tilín para la monja. ¡Benditos sean los amigos que me enteraron de las intrigas de doña Josefina Comerford y de las madrecitas de San Salomó! Sin estos preciosos datos, ¡pobre de mí!… Todo está bien; vuelva la valija a la grupa, el hombre al caballo, el caballo al camino, y Dios por delante.

Ningún encuentro digno de ser mencionado tuvo aquella noche. Al divisar los muros de Solsona encomendose a Dios para que no le deparase ninguna desventura en la histórica ciudad episcopal; pero sin duda el Autor de todas las cosas, o le creyó indigno de misericordia por la magnitud de sus pecados, o quiso someterle a sufrimientos muy amargos para probar el temple de su espíritu, porque no bien pisó el caballo blanco los guijarros que pavimentaban las calles de Solsona, cuando cayeron sobre el caballero tantas desventuras, que tuvo por dichoso el encuentro con Tilín y las demás trapisondas y padecimientos de su trabajada existencia. Dejémosle ahora lamentando su triste suerte en las mazmorras del Ayuntamiento de Solsona, y antes de ocuparnos de los reveses de este aventurero desconocido, veamos lo que aconteció al bravo Tilín y el giro que tomaron sus asombrosas y nunca vistas proezas.

X

Había corrido próximamente un mes desde la gloriosa salida del voluntario realista a civilizar los pueblos de la sierra, cuando recibió orden de Pixola mandándole que al punto se trasladase a Solsona. Maravilló a Tilín esta premura y la sequedad del despacho; pero mucho mayor fue su sorpresa cuando al entrar en Solsona con su ya numerosa partida, vio que Pixola en vez de recibirle con los brazos abiertos y encomiar el éxito de la expedición, recibíale ásperamente, sin mostrar ni un ápice de entusiasmo por tan descomunales servicios, ni menos alabar su heroico valor. Aquel primer arañazo dado por la horrible arpía, enemiga de las humanas grandezas, hizo manar sangre del ardiente corazón de Pepet Armengol.

Gran condescendencia fue que el carnicero reconociese y otorgase al héroe los grados que este mismo se había dado por un procedimiento novísimo en los fastos de las improvisaciones personales; mas con esto el díscolo guerrillero demostraba que no sólo aborrecía a Pepet, sino también que le tenía un tantico de miedo. Ni la muchedumbre de mozos útiles, ni las armas, ni el dinero, bastaron a modificar la opinión de Pixola sobre los merecimientos de su subalterno, la cual como se asentaba en la ruin envidia, más desfavorable era cuanto mayores motivos había para que no lo fuese. Pero el punto en que más insistió, por ser aquel en que se encontraba más fuerte, fue el de la protección que Tilín había dado a un pícaro sectario y jacobino que andaba por el país malquistando a los realistas unos con otros, y metiendo cizaña y haciéndoles desconfiar de sus jefes y dándoles dinero para que atropellasen e hicieran atrocidades.

Perplejo se quedó el sacristán al oír esto; pero contestó que ni él había protegido a ningún perro sectario, y que si dio libre paso a un desconocido, fue por creerle enviado de la Junta de Barcelona.

– Ya, ya veo que tienes buenas tragaderas – le dijo Pixola gozoso de humillarle delante de las notables personas, canónigos, frailes, honrados contrabandistas y trabucaires que presentes a la sazón estaban. – Valiente papamoscas tenemos aquí… No basta un poco de valor, Sr. Tilín, para mandar tropa en una guerra como esta; es preciso tener mucha astucia y cierto pesquis y ciencia del mundo, que no se aprenden en la sacristía de las reverendísimas. Ya me figuraba yo que el jacobino te engañaría, como engañamos a un pobre pez cuando le arrojamos el anzuelo. ¡Ves cómo no me engañó a mí! Desde que le eché el ojo, dije: «ese hombre no me gusta; que lo pongan a la sombra». ¡Oh! ya conozco yo a mi gente masónica. Sus farsas no me convencieron, ni la carta que traía para las monjas pidiendo chocolate, ni la que tú le diste, poniendo tus acciones en las mismas nubes, y pintándolas como iguales a las de Hernán Cortés en la Nueva España.

Las risas y chacota que acogieron estas observaciones, hicieron temblar el corazón soberbio y fogoso de Tilín, y las llamaradas de su enojo, de su despecho, de su ofendido amor propio salieron a su bronceado rostro, poniéndolo sanguinoso.

– ¿Quieres saber las consecuencias de tu falta? – añadió el cruel Pixola. – Pues ya dicen por ahí que los jacobinos te han ganado… Podrá no ser verdad; yo creo que es mentira; pero ello es que maldita la confianza que puedo tener en ti.

Tilín se puso rojo, después amarillo y tembloroso. Dando una patada que hizo estremecer la casa, exclamó con salvaje furia:

– ¡Por el rabo del Malo! El que sostenga que yo me he vendido a los jacobinos, venga delante de mí, dígamelo en mi cara, y le sacaré las entrañas.

– ¡Oh! fuertecillo estás – dijo el carnicero riendo de su triunfo y de la cólera de Tilín. – No se prueba la honradez sacando entrañas; se prueba con la conducta… En fin, gracias que has dado con un hombre como yo decidido a protegerte. Mira si seré bueno, que no pienso quitarte el mando.

Tilín, mirando fijamente a su jefe, dijo para sí, sin despegar los amoratados labios:

– Y si me le quitaras, perro ladrón, yo lo volvería a tomar.

Los importantes varones que presentes estaban llevaron la conversación a otro terreno, y durante una hora larga se habló del proyecto de tomar a Manresa para fundar en aquella excelente plaza el gobierno central de la idea apostólica.

– Jep ha salido ya de Berga – dijo Pixola. – Caragol debe de haber salido también de Vich, y yo me pongo en marcha mañana. Nos juntaremos, y allá para la semana que viene a más tardar, Manresa será nuestra.

No se ocuparon más aquel día el guerrillero y su pequeña corte de la importante persona de Tilín; pero al siguiente recibió el héroe la estocada mortal de la envidia con la orden de permanecer en Solsona, mientras las demás tropas y somatenes iban sobre Manresa. Esta eliminación en la jornada de más peligro y lucimiento puso al sacristán en el último grado de la rabia. Era evidente ya que se deseaba oscurecerle y postergarle; pero él guardó su rabia en el pecho aparentando resignación y conformidad con su suerte. El veneno y las llamas que devoraban su alma, fueron celosamente guardados como el puñal de que se piensa hacer uso en momento oportuno. Se le vio silencioso mas no irritado, en el momento de salir la gente de Pixola y la suya para tan notable empresa, y dijo adiós a sus compañeros sin mostrarse envidioso. Para colmo de humillaciones, ni siquiera quedaba al frente de la guarnición de la ciudad, sino como subalterno de un tal Mañas, nombrado jefe de la plaza, el cual era un viejo borracho que pasaba la mitad del tiempo durmiendo y la otra mitad jugando a las cartas.

Los partidarios que quedaban en Solsona no tenían más consigna que vigilar a los presos sepultados en las mazmorras del Ayuntamiento, entre los cuales hallábanse Guimaraens y el aventurero D. Jaime Servet, y defender la ciudad en caso de un ataque, muy poco probable por cierto, de las tropas del Rey. Tilín, viéndose condenado a forzosa holganza, vagaba sin compañía por la solitaria muralla de la ciudad o bien por las tristes riberas del río Negro, testigo de los juegos de su infancia, terminando siempre su paseo en la puerta del Travesat junto a San Salomó.

Por las mañanas visitaba la sacristía, ayudaba algunas misas, y si se lo permitían, pasaba a ver a las madres y a departir con ellas acerca de los negocios de la causa apostólica, que iban mal según unas y a pedir de boca según otras. Aquella preferencia que desde su edad más tierna había mostrado Pepet por la bella y afable Sor Teodora de Aransis mostrábase ahora con más claridad, bien porque la desgracia avivase los afectos de su corazón, o bien porque la situación desventajosa en que se encontraba, relativamente a su antigua jerarquía sacristanesca, le autorizase a dejar traslucir lo que antes ocultaba. La corta pero accidentada vida militar había gastado dos principalísimas protuberancias, digámoslo así, del carácter de Tilín, la timidez y el respeto a ciertas cosas y personas, bien así como la piedra puntiaguda y angulosa se pule y redondea al ser arrastrada por los torrentes.

Todos los días pasaba largas horas en el monasterio sin quitarse el uniforme, y aunque la madre abadesa no gustaba de ver allí los arreos marciales, inclinose al fin a tolerarlos por lo singular de las circunstancias. Rogole dicha señora que ayudase al sacristán su sustituto en los servicios de limpieza dentro de la sacristía; pero Tilín se negó a degradar su uniforme en faena tan impropia de un militar de grandes alientos. Fuele dicho entonces que se quitase la casaca, espada y chacó, con cuya advertencia recibió nuestro héroe tanta pena como si le hubieran dado cien bofetadas; pero como habría sido más grande aún su dolor si le privaran de entrar en el convento durante aquellos días de tristeza, desgracia y descanso, consintió al cabo en degradarse. No creyendo decente estar en mangas de camisa, se puso su antigua sotana, con lo cual se vio realizada una metamorfosis de que no creemos pueda haber ejemplo en otro país del mundo. Así cambiaba de apariencia aquel extraordinario mozo pasando de guerrero a sacristán lo mismo que había pasado de la oscuridad de la sacristía al esplendor y estruendo de los campos de batalla.

Casualmente había a la sazón en el convento una obra que exigía buenas manos, y el sustituto de Tilín, si las tenía excelentes para robar cera, carecía de fuerzas para trabajos mayores. Estaban arreglando un flamante y lindo altar para la Virgen de Setiembre y era necesario el concurso de un hombre de buenos puños. Tilín despachó esta obra de romanos en dos días, y después quiso arreglar la huerta que se hallaba en malísimo estado por enfermedad del hortelano.

Asistiendo, como auxiliares o como meras espectadoras, a estas santas tareas, algunas monjas se regocijaban oyendo a Tilín la relación de sus proezas, siendo de observar que el héroe de ellas, antes de aminorarlas con la modestia las acrecía con el frecuente uso de la hipérbole, presentándolas con tal grandor que las buenas señoras se quedaban embobadas ante tanta maravilla creyendo ver resucitado el tiempo de la caballería andante. Como eran caritativas y bondadosas, Tilín hacía caso omiso de los fusilamientos que había ordenado y todo era batallas y más batallas en las cuales había salido victorioso.

La que ponía más atención a estos homéricos relatos era Sor Teodora de Aransis, que seguía con interés febril el giro de los sucesos apostólicos, teniendo siempre en tortura su imaginación y sobreexcitados sus nervios.

Lejos de extinguirse en el rudo corazón de Tilín, madriguera de impetuosas pasiones, el profundo afecto hacia ella, aquel sentimiento había ido tomando cuerpo con los años, variando de naturaleza conforme al giro del tiempo y a las mudanzas del carácter. Era para él la de Aransis objeto de un respeto que rayaba en supersticioso culto, y de tal modo se apoderaron de su ánimo la memoria y la imagen de la esposa de Cristo, que ni un instante se apartaron ambas de su cerebro durante la campaña. Sin embargo mientras fue soldado la pureza de sus pensamientos era tal y tan grande la fuerza del respeto, que sus afectos parecían más bien un apasionado fervor místico que afición ordinaria entre dos seres humanos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
250 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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