Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 10
XXI
Al llegar a este punto de mi narración ruego al lector que me dispense, si no puedo consignar concretamente las fechas de lo que refiero. En aquel período de horrores comprendido desde el 27 de Enero hasta la mitad del siguiente mes los sucesos se confunden, se amalgaman y se eslabonan en mi mente de tal modo, que no puedo distinguir días ni noches, y a veces ignoro si algunos lances de los que recuerdo ocurrieron a la luz del sol. Me parece que todo aquello pasó en un largo día, o en una noche sin fin, y que el tiempo no marchaba entonces con sus divisiones ordinarias. Los acontecimientos, los hombres, las diversas sensaciones se reúnen en mi memoria formando un cuadro inmenso donde no hay más líneas divisorias que las que ofrecen los mismos grupos, el mayor espanto de un momento, la furia inexplicable o el pánico de otro momento.
Por esta razón no puedo precisar el día en que ocurrió lo que voy a narrar ahora; pero fue, si no me engaño, al día siguiente de la jornada de las Mónicas, y según mis conjeturas del 30 de Enero al 2 de Febrero. Ocupábamos una casa de la calle de Pabostre. Los franceses eran dueños de la inmediata, y trataban de avanzar por el interior de la manzana hasta llegar a Puerta Quemada. Nada es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala, entre las tropas que ocupan un piso y las que guarnecen el superior.
Sintiendo el sordo golpe de las piquetas por diversos puntos, nos causaba espanto el no saber por qué parte seríamos atacados. Subíamos a las bohardillas, bajábamos a los sótanos, y pegando el oído a los tabiques, procurábamos indagar el intento del enemigo según la dirección de sus golpes. Por último, advertimos que se sacudía con violencia el tabique de la misma pieza donde nos encontrábamos, y esperamos a pie firme en la puerta, después de amontonar los muebles formando una barricada. Los franceses abrieron un agujero, y luego, a culatazos, hicieron saltar maderos y cascajo, presentándosenos en actitud de querer echarnos de allí. Éramos veinte. Ellos eran menos, y como no esperaban ser recibidos de tal manera, retrocedieron volviendo al poco rato en número tan considerable, que nos hicieron gran daño, obligándonos a retirarnos, después de dejar tras los muebles cinco compañeros, dos de los cuales estaban muertos. En el angosto pasillo topamos con una escalera por donde subimos precipitadamente sin saber a dónde íbamos; pero luego nos hallamos en un desván, posición admirable para la defensa. Era estrecha la escalera, y el francés que intentaba pasarla, moría sin remedio. Así estuvimos un buen rato, prolongando la resistencia y animándonos unos a otros con vivas y aclamaciones, cuando el tabique que teníamos a la espalda empezó a estremecerse con fuertes golpes, y al punto comprendimos que los franceses, abriendo una entrada por aquel sitio, nos cogerían irremisiblemente entre dos fuegos. Éramos trece, porque en el desván habían caído dos gravemente heridos.
El tío Garcés que nos mandaba, exclamó furioso:
– ¡Recuerno! No nos cogerán esos perros. En el techo hay un tragaluz. Salgamos por él al tejado. Que seis sigan haciendo fuego… al que quiera subir, partirlo. Que los demás agranden el agujero: fuera miedo y ¡viva la Virgen del Pilar!
Se hizo como él mandaba. Aquello iba a ser una retirada en regla, y mientras parte de nuestro ejército contenía la marcha invasora del enemigo, los demás se ocupaban en facilitar el paso. Este hábil plan fue puesto en ejecución con febril rapidez, y bien pronto el hueco de escape tenía suficiente anchura para que pasaran tres hombres a la vez, sin que durante el tiempo empleado en esto ganaran los franceses un solo peldaño. Velozmente salimos al tejado. Éramos nueve. Tres habían quedado en el desván y otro fue herido al querer salir, cayendo vivo en poder del enemigo.
Al encontrarnos arriba saltamos de alegría. Paseamos la vista por los techos del arrabal, y vimos a lo lejos las baterías francesas. A gatas avanzamos un buen trecho, explorando el terreno, después de dejar dos centinelas en el boquete con orden de descerrajar un tiro al que quisiese escurrirse por él; y no habíamos andado veinte pasos, cuando oímos gran ruido de voces y risas, que al punto nos parecieron de franceses. Efectivamente: desde un ancho bohardillón nos miraban riendo aquellos malditos. No tardaron en hacernos fuego; pero parapetados nosotros tras las chimeneas y tras los ángulos y recortaduras que allí ofrecían los tejados, les contestamos a los tiros con tiros y a los juramentos y exclamaciones con otras mil invectivas que nos inspiraba el fecundo ingenio del tío Garcés.
Al fin nos retiramos saltando al tejado de la casa cercana. Creímosla en poder de los nuestros y nos internamos por la ventana de un chiribitil, considerando fácil el bajar desde allí a la calle, donde unidos y reforzados con más gente podíamos proseguir aquella aventura al través de pasillos, escaleras, tejados y desvanes. Pero aún no habíamos puesto el pie en firme, cuando sentimos en los aposentos que quedaban bajo nosotros el ruido de repetidas detonaciones.
– Abajo se están batiendo – dijo Garcés, – y de seguro los franceses que dejamos en la casa de al lado se han pasado a esta, donde se habrán encontrado con los compañeros. ¡Cuerno, recuerno! Bajemos ahora mismo. ¡Abajo todo el mundo!
Pasando de un desván a otro, vimos una escalera de mano que facilitaba la entrada a un gran aposento interior, desde cuya puerta se oía vivo rumor de voces, destacándose principalmente algunas de mujer. El estruendo de la lucha era mucho más lejano y por consiguiente, procedía de punto más bajo; franqueando, pues, la escalerilla, nos hallamos en una gran habitación, materialmente llena de gente, la mayor parte ancianos, mujeres y niños, que habían buscado refugio en aquel lugar. Muchos, arrojados sobre jergones, mostraban en su rostro las huellas de la terrible epidemia, y algún cuerpo inerte sobre el suelo tenía todas las trazas de haber exhalado el último suspiro pocos momentos antes. Otros estaban heridos, y se lamentaban sin poder contener la crueldad de sus dolores; dos o tres viejas lloraban o rezaban. Algunas voces se oían de rato en rato, diciendo con angustia, «agua, agua». Desde que bajamos distinguí en un extremo de la sala al tío Candiola, que ponía cuidadosamente en un rincón multitud de baratijas, ropas y objetos de cocina y de loza. Con gesto displicente apartaba a los chicos curiosos que querían poner sus manos en aquella despreciable quincalla, y lleno de inquietud, diligente en amontonar y resguardar su tesoro, sin que la última pieza se le escapase, decía:
– Ya me han quitado dos tazas. Y no me queda duda: alguien de los que están aquí las ha de tener. No hay seguridad en ninguna parte; no hay autoridades que le garanticen a uno la posesión de su hacienda. Fuera de aquí, muchachos mal criados. ¡Oh! Estamos bien… ¡Malditas sean las bombas y quien las inventó! Señores militares, a buena hora llegan ustedes. ¿No podrían ponerme aquí un par de centinelas para que guardaran estos objetos preciosos que con gran trabajo logré salvar?
Como es de suponer, mis compañeros se rieron de tan graciosa pretensión. Ya íbamos a salir, cuando vi a Mariquilla. La infeliz estaba trasfigurada por el insomnio, el llanto y el terror; pero tanta desolación en torno suyo y en ella misma, aumentaba la dulce expresión de su hermoso semblante. Ella me vio, y al punto fue hacia mí con viveza, mostrando deseo de hablarme.
– ¿Y Agustín? – le pregunté.
– Está abajo – repuso con voz temblorosa. – Abajo están dando una batalla. Las personas que nos habíamos refugiado en esta casa, estábamos repartidas por los distintos aposentos. Mi padre llegó esta mañana con doña Guedita. Agustín nos trajo de comer y nos puso en un cuarto donde había un colchón. De repente sentimos golpes en los tabiques… venían los franceses. Entró la tropa, nos hicieron salir, trajeron los heridos y los enfermos a esta sala alta… aquí nos han encerrado a todos, y luego, rotas las paredes, los franceses se han encontrado con los españoles y han empezado a pelear… ¡Ay! Agustín está abajo también…
Esto decía, cuando entró Manuela Sancho trayendo dos cántaros de agua para los heridos. Aquellos desgraciados se arrojaron frenéticamente de sus lechos, disputándose a golpes un vaso de agua.
– No empujar, no atropellarse, señores – dijo Manuela riendo. – Hay agua para todos. Vamos ganando. Trabajillo ha costado echarles de la alcoba, y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. No nos quitarán tampoco la cocina ni la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos.
Mariquilla se estremeció de horror.
– Tengo sed – me dijo.
Al punto pedí agua a la Sancho; pero como el único vaso que trajera estaba ocupado en aplacar la sed de los demás, y andaba de boca en boca, por no esperar, tomé una de las tazas que en su montón tenía el tío Candiola.
– Eh, señor entrometido – dijo sujetándome la mano, – deje Vd. ahí esa taza.
– Es para que beba esta señorita – contesté indignado. – ¿Tanto valen estas baratijas, Sr. Candiola?
El avaro no me contestó, ni se opuso a que diera de beber a su hija; mas luego que esta calmó su sed, un herido tomó ávidamente de sus manos la taza, y he aquí que esta empezó a correr también, pasando de boca en boca. Cuando yo salí para unirme a mis compañeros, D. Jerónimo seguía con la vista, de muy mal talante, el extraviado objeto que tanto tardaba en volver a sus manos.
Tenía razón Manuela Sancho al decir que íbamos ganando. Los franceses, desalojados del piso principal de la casa, habíanse retirado al de la contigua, donde continuaban defendiéndose. Cuando yo bajé, todo el interés de la batalla estaba en la cocina, disputada con mucho encarnizamiento; pero lo demás de la casa nos pertenecía. Muchos cadáveres de una y otra nación cubrían el ensangrentado suelo; algunos patriotas y soldados, rabiosos por no poder conquistar aquella cocina funesta, desde donde se les hacía tanto fuego, lanzáronse dentro de ella a la bayoneta, y aunque perecieron bastantes, este acto de arrojo decidió la cuestión, porque tras ellos fueron otros, y por fin todos los que cabían. Aterrados los imperiales con tan ruda embestida, buscaron salida precipitadamente por el laberinto que de pieza en pieza habían abierto. Persiguiéndolos por pasillos y aposentos, cuya serie inextricable volvería loco al mejor topógrafo, les rematábamos donde podíamos alcanzarles, y algunos de ellos se arrojaban desesperadamente a los patios. De este modo, después de reconquistada aquella casa, reconquistamos la vecina, obligándolos a contenerse en sus antiguas posiciones, que eran por aquella parte las dos casas primeras de la calle de Pabostre.
Después retiramos los muertos y heridos, y tuve el sentimiento de encontrar entre estos a Agustín de Montoria, aunque no era de gravedad el balazo recibido en el brazo derecho. Mi batallón quedó aquel día reducido a la mitad.
XXII
Los infelices que se refugiaban en la habitación alta de la casa, quisieron acomodarse de nuevo en los distintos aposentos; pero esto no se juzgó conveniente, y fueron obligados a abandonarla, buscando asilo en lugares más lejanos del peligro.
Cada día, cada hora, cada instante las dificultades crecientes de nuestra situación militar, se agravaban con el obstáculo que ofrecía número tan considerable de víctimas, hechas por el fuego y la epidemia. ¡Dichosos mil veces los que eran sepultados en las ruinas de las casas minadas, como aconteció a los valientes defensores de la calle de Pomar, junto a Santa Engracia! Lo verdaderamente lamentable estaba allí donde se hacinaban unos sobre otros sin poder recibir auxilio, multitud de hombres destrozados por horribles heridas. Había recursos médicos para la centésima parte de los pacientes. La caridad de las mujeres, la diligencia de los patriotas, la multiplicación de la actividad en los hospitales, nada bastaba.
Llegó un día en que cierta impasibilidad, más bien espantosa y cruel indiferencia se apoderó de los defensores, y nos acostumbramos a ver un montón de muertos, cual si fuera un montón de sacas de lana; nos acostumbramos a ver sin lástima largas filas de heridos, arrimados a las casas, curándose cada cual como mejor podía. A fuerza de padecimientos, parece que las necesidades de la carne habían desaparecido, y que no teníamos más vida que la del espíritu. La familiaridad con el peligro había transfigurado nuestra naturaleza, infundiéndole al parecer un elemento nuevo, el desprecio absoluto de la materia y total indiferencia de la vida. Cada uno esperaba morir dentro de un rato, sin que esta idea le conturbara.
Recuerdo que oí contar el ataque dado al convento de Trinitarios para arrebatarlo a los franceses; y las hazañas fabulosas, la inconcebible temeridad de esta empresa, me parecieron un hecho natural y ordinario.
No sé si he dicho que inmediato al convento de las Mónicas estaba el de Agustinos observantes, edificio de bastante capacidad, con una iglesia no pequeña y muy irregular, vastas crujías y un claustro espacioso. Era, pues, indudable que los franceses, dueños ya de las Mónicas, habrían de poner gran empeño en poseer también aquel otro monasterio, para establecerse sólida y definitivamente en el barrio.
– Ya que no tuvimos la suerte de hallarnos en las Mónicas – me dijo Pirli, – hoy nos daremos el gustazo de defender hasta morir las cuatro paredes de San Agustín. Como no basta Extremadura para defenderlo, nos mandan también a nosotros. ¿Y qué hay de grados, amigo Araceli? ¿Con que es cierto que este par de caballeros que están aquí es un par de sargentos?
– No sabía nada, amigo Pirli – le respondí, y verdad era que ignoraba aquel mi ascenso a las alturas jerárquicas del sargentazgo.
– Pues sí, anoche lo acordó el general. El señor de Araceli es sargento primero y el Sr. de Pirli sargento segundo. Harto bien lo hemos ganado, y gracias que nos ha quedado cuerpo en que poner las charreteras. También me han dicho que a Agustín Montoria le han nombrado teniente por lo bien que se portó en el ataque dentro de las casas. Ayer tarde al anochecer, el batallón de las Peñas de San Pedro no tenía más que cuatro sargentos, un alférez, un capitán y doscientos hombres.
– A ver, amigo Pirli, si hoy nos ganamos un par de ascensos.
– Todo es ganar el ascenso del pellejo – repuso. – Los pocos soldados que viven del batallón de Huesca, creo que van para generales. Ya tocan llamada. ¿Tienes qué comer?
– No mucho.
– Manuela Sancho me ha dado cuatro sardinas: las partiré contigo. Si quieres un par de docenas de garbanzos tostados… ¿Te acuerdas tú del gusto que tiene el vino? Dígolo porque hace días no nos dan una gota… Por ahí corre el rum rum de que esta tarde nos repartirán un poco cuando acabe la guerra en San Agustín. Ahí tienes tú: sería muy triste cosa que le mataran a uno antes de saber qué color tiene eso que van a repartir esta tarde. Si siguieran mi consejo, lo darían antes de empezar, y así el que muriera, eso se llevaba… Pero la junta de abastos habrá dicho: «hay poco vino; si lo repartimos ahora, apenas tocarán tres gotas a cada uno. Esperemos a la tarde, y como de los que defienden a San Agustín será milagro que quede la cuarta parte, les tocará a trago por barba».
Y con este criterio siguió discurriendo sobre la escasez de vituallas. No tuvimos tiempo de entretenernos en esto, porque apenas nos dábamos la mano con los de Extremadura, que guarnecían el edificio, cuando ved aquí que una fuerte detonación nos puso en cuidado, y entonces un fraile apareció diciendo a gritos:
– Hijos míos: han volado la pared medianera del lado de las Mónicas, y ya les tenemos en casa. Corred a la iglesia; ellos deben de haber ocupado la sacristía, pero no importa. Si vais a tiempo, seréis dueños de la nave principal, de las capillas, del coro. ¡Viva la Santa Virgen del Pilar y el batallón de Extremadura!
Marchamos a la iglesia con serenidad. Los buenos padres nos animaban con sus exhortaciones, y alguno de ellos, confundiéndose con nosotros en lo más apretado de las filas nos decía:
– Hijos míos, no desmayéis. Previendo que llegaría este caso, hemos conservado un mediano número de víveres en nuestra despensa. También tenemos vino. Sacudid el polvo a esa canalla. Ánimo, jóvenes queridos. No temáis el plomo enemigo. Más daño hacéis vosotros con una de vuestras miradas, que ellos con una descarga de metralla. Adelante, hijos míos. La Santa Virgen del Pilar es entre vosotros. Cerrad los ojos al peligro, mirad con serenidad al enemigo y entre las nubes veréis la santa figura de la madre de Dios. ¡Viva España y Fernando VII!
Llegamos a la iglesia; pero los franceses que habían entrado por la sacristía, se nos adelantaron, y ya ocupaban el altar mayor. Yo no había visto jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto a la infantería; yo no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería; yo no había visto nunca que los rayos de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil desde los huecos de una nube de cartón poblada de angelitos, se confundieran con los fogonazos, ni que tras los pies del Santo Cristo, y tras el nimbo de oro de la Virgen María, el ojo vengativo del soldado atisbara el blanco de su mortífera puntería.
Baste deciros que el altar mayor de San Agustín era una gran fábrica de entalle dorado, cual otras que habréis visto en cualquier templo de España. Este armatoste se extendía desde el piso a la bóveda, y de machón a machón, representando en sucesivas hileras de nichos como una serie de jerarquías celestiales. Arriba el Cristo ensangrentado abría sus brazos sobre la cruz, abajo y encima del altar, un templete encerraba el símbolo de la Eucaristía. Aunque la mole se apoyaba en el muro del fondo, había pequeños pasadizos interiores, destinados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía subir desde la sacristía a mudar el traje de la Virgen, a encender las velas del altísimo Crucifijo, o a limpiar el polvo que los siglos depositaban sobre el antiguo tisú de los vestidos y la madera bermellonada de los rostros.
Pues bien, los franceses se posesionaron rápidamente del camarín de la Virgen, de los estrechos tránsitos que he mencionado; y cuando nosotros llegamos, en cada nicho, detrás de cada santo, y en innumerables agujeros abiertos a toda prisa, brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente establecidos detrás del ara santa, que a empujones adelantaron un poco, se preparaban a defender en toda regla la cabecera de la iglesia.
Nosotros no estábamos enteramente a descubierto, y para resguardarnos del gran retablo, teníamos los confesonarios, los altares de las capillas y las tribunas. Los más expuestos éramos los que entramos por la nave principal; y mientras los más osados avanzaron resueltamente hacia el fondo, otros tomamos posiciones en el coro bajo, y tras el facistol, tras las sillas y bancos amontonados contra la reja, molestando desde allí con certera puntería a la nación francesa, posesionada del altar mayor.
El tío Garcés, con otros nueve de igual empuje, corrió a posesionarse del púlpito, otra pesada fábrica churrigueresca, cuyo guarda-polvo, coronado por una estatua de la fe, casi llegaba al techo. Subieron, ocupando la cátedra y la escalera, y desde allí con singular acierto dejaban seco a todo francés que abandonando el presbiterio se adelantaba a lo bajo de la iglesia. También sufrían ellos bastante, porque les abrasaban los del altar mayor, deseosos de quitar de enmedio aquel obstáculo. Al fin se destacaron unos veinte hombres, resueltos a tomar a todo trance aquel reducto de madera, sin cuya posesión era locura intentar el paso de la nave. No he visto nada más parecido a una gran batalla, y así como en ésta la atención de uno y otro ejército se reconcentra a veces en un punto, el más disputado y apetecido de todos, y cuya pérdida o conquista decide el éxito de la lucha, así la atención de todos se dirigió al púlpito, tan bien defendido como bien atacado.
Los veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de las granadas de mano que los de las tribunas les arrojaban; pero, a pesar de sus grandes pérdidas, avanzaron resueltamente a la bayoneta sobre la escalera. No se acobardaron los diez defensores del fuerte, y defendiéronse a arma blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en este género de lucha. Muchos de los nuestros, que antes hacían fuego parapetados tras los altares y los confesionarios, corrieron a atacar a los franceses por la espalda, representando de este modo en miniatura la peripecia de una vasta acción campal; y trabose la contienda cuerpo a cuerpo a bayonetazos, a tiros y a golpes, según como cada cual cogía a su contrario.
De la sacristía salieron mayores fuerzas enemigas, y nuestra retaguardia, que se había mantenido en el coro, salió también. Algunos que se hallaban en las tribunas de la derecha, saltaron fácilmente al cornisamento de un gran retablo lateral, y no satisfechos con hacer fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. En tanto el púlpito se sostenía con firmeza, y en medio de aquel infierno, vi al tío Garcés ponerse en pie, desafiando el fuego, y accionar como un predicador, gritando desaforadamente con voz ronca. Si alguna vez viera al demonio predicando el pecado en la cátedra de una iglesia, invadida por todas las potencias infernales en espantosa bacanal, no me llamaría la atención.
Aquello no podía prolongarse mucho tiempo, y Garcés, atravesado por cien balazos, cayó de improviso lanzando un ronco aullido. Los franceses, que en gran número llenaban la sacristía, vinieron en columna cerrada, y en los tres escalones que separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos presentaron un muro infranqueable. La descarga de esta columna decidió la cuestión del púlpito, y quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos a las capillas. Perecieron los primitivos defensores del púlpito, así como los que luego acudieron a reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado a bayonetazos después de muerto, le arrojaron en su furor los vencedores por encima del antepecho. Así concluyó aquel gran patriota que no nombra la historia.
El capitán de nuestra compañía quedó también inerte sobre el pavimento. Retirándonos desordenadamente a distintos puntos, separados unos de otros, no sabíamos a quién obedecer; bien es verdad que allí la iniciativa de cada uno o de cada grupo de dos o tres era la única organización posible, y nadie pensaba en compañías ni en jerarquías militares. Había la subordinación de todos al pensamiento común, y un instinto maravilloso para conocer la estrategia rudimentaria que las necesidades de la lucha a cada instante nos iba ofreciendo. Este instintivo golpe de vista nos hizo comprender que estábamos perdidos, desde que nos metimos en las capillas de la derecha, y era temeridad persistir en la defensa de la iglesia ante las enormes fuerzas francesas que la ocupaban.
Algunos opinaron que con los bancos, las imágenes y la madera de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo último; pero dos padres agustinos se opusieron a este esfuerzo inútil, y uno de ellos nos dijo:
– Hijos míos, no os empeñéis en prolongar la resistencia, que os llevaría a perder vuestras vidas sin ventaja alguna. Los franceses están atacando en este instante el edificio por la calle de las Arcadas. Corred allí a ver si lográis atajar sus pasos; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres.
Estas exhortaciones nos obligaron a salir al claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de Extremadura tiroteándose con los franceses que ya invadían toda la nave.
Los frailes sólo cumplieron a medias su oferta en lo de darnos algún gaudeamus, como recompensa por haberles defendido hasta el último extremo su iglesia, y fueron repartidos algunos trozos de tasajo y pan duro; sin que viéramos ni oliéramos el vino en ninguna parte, por más que alargamos la vista y las narices. Para explicar esto dijeron que los franceses, ocupando todo lo alto, se habían posesionado del principal depósito de provisiones, y lamentándose del suceso procuraron consolarnos con alabanzas de nuestro buen comportamiento.
La falta del vino prometido hízome acordar del gran Pirli, y entonces caí en la cuenta de que le había visto al principio del lance en una de las tribunas. Pregunté por él; pero nadie me sabía dar razón de su paradero.
Los franceses ocupaban la iglesia y también parte de los altos del convento. A pesar de nuestra desfavorable posición en el claustro bajo, estábamos resueltos a seguir resistiendo, y traíamos a la memoria la heroica conducta de los voluntarios de Huesca, que defendieron las Mónicas hasta quedar sepultados bajo sus escombros. Estábamos delirantes y ebrios: nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba a las luchas desesperadas una fuerza secreta, irresistible, que no me puedo explicar sino por la fuerte tensión erectiva del espíritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal.
Nos contuvo una orden venida de fuera, y que dictó sin duda, en su buen sentido práctico el general Saint-March.
– El convento no se puede sostener – dijeron. – Antes que sacrificar gente sin provecho alguno para la ciudad, salgan todos a defender los puntos atacados en la calle de Pabostre y Puerta Quemada, por donde el enemigo quiere extenderse, conquistando las casas de que se le ha rechazado varias veces.
Salimos, pues, de San Agustín. Cuando pasábamos por la calle del mismo nombre, paralela a la de Palomar, vimos que desde la torre de la iglesia, arrojaban granadas de mano sobre los franceses establecidos en la plazoleta inmediata a la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos proyectiles desde la torre? Para decirlo más brevemente y con más elocuencia, abramos la historia y leamos: «En la torre se habían situado y pertrechado siete u ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse».
Allí estaba el insigne Pirli. ¡Oh Pirli! Más feliz que el tío Garcés, tú ocupas un lugar en la historia.