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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 15

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XXX

Vete lejos de mí, horrible pesadilla. No quiero dormir. Pero el mal sueño que anhelo desechar vuelve a mortificarme. Quiero borrar de mi imaginación la lúgubre escena; pero pasa una noche y otra, y la escena no se borra. Yo, que en tantas ocasiones he afrontado sin pestañear los mayores peligros, hoy tiemblo: mi cuerpo se estremece y helado sudor corre por mi frente. La espada teñida en sangre de franceses se cae de mi mano y cierro los ojos para no ver lo que pasa delante de mí.

En vano te arrojo, imagen funesta. Te expulso y vuelves porque has echado profunda raíz en mi cerebro. No, yo no soy capaz de quitar a sangre fría la vida a un semejante, aunque un deber inexorable me lo ordene. ¿Por qué no temblaba en las trincheras, y ahora tiemblo? Siento un frío mortal. A la luz de las linternas veo algunas caras siniestras; una sobre todo, lívida y hosca que expresa un espanto superior a todos los espantos. ¡Cómo brillan los cañones de los fusiles! Todo está preparado, y no falta más que una voz, mi voz. Trato de pronunciar la palabra, y me muerdo la lengua. No, esa palabra no saldrá jamás de mis labios.

Vete lejos de mí, negra pesadilla. Cierro los ojos, me aprieto los párpados con fuerza para cerrarlos mejor, y cuanto más los cierro más te veo, horrendo cuadro. Esperan todos con ansiedad; pero ninguna ansiedad es comparable a la de mi alma, rebelándose contra la ley que obliga a determinar el fin de una existencia extraña. El tiempo pasa, y unos ojos que yo no quisiera haber visto nunca, desaparecen bajo una venda. Yo no puedo ver tal espectáculo y quisiera que pusieran también un lienzo en los míos. Los soldados me miran, y yo disimulo mi cobardía, frunciendo el ceño. Somos estúpidos y vanos hasta en los momentos supremos. Parece que los circunstantes se burlan de mi perplejidad, y esto me da cierta energía. Entonces despego mi lengua del paladar y grito: ¡Fuego!

La maldita pesadilla no se quiere ir, y me atormenta esta noche, como anoche, y como anteanoche, reproduciéndome lo que no quiero ver. Más vale no dormir, y prefiero el insomnio. Sacudo el letargo, y aborrezco despierto la vigilia como antes aborrecía el sueño. Siempre el mismo zumbido de los cañones. Esas insolentes bocas de bronce no han cesado de hablar aún. Han pasado días, y Zaragoza no se ha rendido, porque todavía algunos locos se obstinan en guardar para España aquel montón de polvo y ceniza. Siguen reventando los edificios, y Francia después de sentar un pie, gasta ejércitos y quintales de pólvora para conquistar terreno en que poner el otro. España no se retira mientras tenga una baldosa en que apoyar la inmensa máquina de su bravura.

Yo estoy exánime y no me puedo mover. Esos hombres que veo pasar por delante de mí no parecen hombres. Están flacos, macilentos, y sus rostros serían amarillos, si no les ennegrecieran el polvo y el humo. Brillan bajo la negra ceja los ojos que ya no saben mirar sino matando. Se cubren de inmundos harapos, y un pañizuelo ciñe su cabeza como un cordel. Están tan escuálidos, que parecen los muertos del montón de la calle de la Imprenta, que se han levantado para relevar a los vivos. Generales, soldados, paisanos, frailes, mujeres, todos están confundidos. No hay clases ni sexos. Nadie manda ya, y la ciudad se defiende en la anarquía.

No sé lo que me pasa. No me digáis que siga contando, porque ya no hay nada. Ya no hay nada que contar, y lo que veo no parece cosa real, confundiéndose en mi memoria lo verdadero con lo soñado. Estoy tendido en un portal de la calle de la Albardería, y tiemblo de frío; mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y fango. La calentura me abrasa, y anhelo tener fuerzas para acudir al fuego. No son cadáveres todos los que hay a mi lado. Alargo la mano, y toco el brazo de un amigo que vive aún.

– ¿Qué ocurre, Sr. Sursum Corda? – le preguntó.

– Los franceses parece que están del lado acá del Coso – me contesta con voz desfallecida. – Han volado media ciudad. Puede ser que sea preciso rendirse. El capitán general ha caído enfermo de la epidemia y está en la calle de Predicadores. Creen que se morirá. Entrarán los franceses. Me alegro de morirme para no verlos. ¿Qué tal se encuentra Vd., Sr. de Araceli?

– Muy mal. Veré si puedo levantarme.

– Yo estoy vivo todavía, a lo que parece. No lo creí. El Señor sea conmigo. Me iré derecho al cielo. Sr. de Araceli, ¿se ha muerto Vd. ya?

Me levanto y doy algunos pasos. Apoyándome en las paredes, avanzo un poco y llego junto a las Escuelas Pías. Algunos militares de alta graduación acompañan hasta la puerta a un clérigo pequeño y delgado, que les despide diciendo: «Hemos cumplido con nuestro deber, y la fuerza humana no alcanza a más». Era el padre Basilio.

Un brazo amigo me sostiene y reconozco a don Roque.

– Amigo Gabriel – me dice con aflicción. – La ciudad se rinde hoy mismo.

– ¿Qué ciudad?

– Esta.

Al hablar así, me parece que nada está en su sitio. Los hombres y las casas, todo corre en veloz fuga. La Torre Nueva saca sus pies de los cimientos para huir también, y desapareciendo a lo lejos, el capacete de plomo se le cae de un lado. Ya no resplandecen las llamas de la ciudad. Columnas de negro humo corren de Levante a Poniente, y el polvo y la ceniza, levantados por los torbellinos del viento, marchan en la misma dirección. El cielo no es cielo, sino un toldo de color plomizo, que tampoco está quieto.

– Todo huye, todo se va de este lugar de desolación – digo a D. Roque. – Los franceses no encontrarán nada.

– Nada: hoy entran por la puerta del Ángel. Dicen que la capitulación ha sido honrosa. Mira: ahí vienen los espectros que defendían la plaza.

En efecto, por el Coso desfilan los últimos combatientes, aquel uno por mil que había resistido a las balas y a la epidemia. Son padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. El que no puede encontrar a los suyos entre los vivos, tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque hay cincuenta y dos mil cadáveres, casi todos arrojados en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos, en las trincheras. Los franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante tan horrible espectáculo, y casi están a punto de retroceder. Las lágrimas corren de sus ojos y se preguntan si son hombres o sombras las pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.

El soldado voluntario, al entrar en su casa, tropieza con los cuerpos de su esposa y de sus hijos. La mujer corre a la trinchera, al paredón, a la barricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde está: los mil muertos no hablan y no pueden dar razón de si está Fulano entre ellos. Familias numerosas se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno solo que eche de menos a los demás. Esto ahorra muchas lágrimas, y la muerte ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano, al esposo y a la viuda, a la víctima y a los ojos que habían de llorarla.

Francia ha puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a orillas del clásico río que da su nombre a nuestra Península; pero la ha conquistado sin domarla. Al ver tanto desastre y el aspecto que ofrece Zaragoza, el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil vidas le tocaron a la ciudad aragonesa en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó las glorias militares del imperio francés.

Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. El imperio francés, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar que siempre es secundario, cuando abandonando el servicio de la idea, sólo existe en obsequio de sí propio; el imperio francés, digo; aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo y cuyos relámpagos, truenos y rayos aterraron tanto a la Europa, pasó, porque las tempestades pasan, y lo normal en la vida histórica, como en la naturaleza, es la calma. Todos le vimos pasar, y presenciamos su agonía en 1815: después vimos su resurrección algunos años adelante, pero también pasó, derribado el segundo como el primero por la propia soberbia. Tal vez retoñe por tercera vez este árbol viejo; pero no dará sombra al mundo durante siglos, y apenas servirá para que algunos hombres se calienten con el fuego de su última leña.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado del envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos. Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada.

XXXI

Era el 21 de Febrero. Un hombre que no conocí se me acercó y me dijo:

– Ven, Gabriel, – necesito de ti.

– ¿Quién es Vd.? – le pregunté. – Yo no le conozco a Vd..

– Soy Agustín Montoria – repuso. – ¿Tan desfigurado estoy? Ayer me dijeron que habías muerto. ¡Qué envidia te tenía! Veo que eres tan desgraciado como yo, y vives aún. ¿Sabes, amigo mío, lo que acabo de ver? Acabo de ver el cuerpo de Mariquilla. Está en la calle de Antón Trillo, a la entrada de la huerta. Ven y la enterraremos.

– Yo más estoy para que me entierren que para enterrar. ¿Quién se ocupa de eso? ¿De qué ha muerto esa mujer?

– De nada, Gabriel, de nada.

– Es singular muerte: no la entiendo.

– Mariquilla no tiene heridas ni las señales que deja en el rostro la epidemia. Parece que se ha dormido. Apoya la cara contra el suelo, y tiene las manos en ademán de taparse fuertemente los oídos.

– Hace bien. Le molesta el ruido de los tiros. Lo mismo me pasa a mí que todavía los siento.

– Ven conmigo y me ayudarás. Llevo una azada.

Difícilmente llegué a donde mi amigo con otros dos compañeros me llevaba. Mis ojos no podían fijarse bien en objeto alguno, y sólo vi una sombra tendida. Agustín y los otros dos levantaron aquel cuerpo fantasma, vana imagen o desconsoladora realidad que allí existía. Creo haber distinguido su cara, y al verla, tristísima penumbra se extendió por mi alma.

– No tiene ni la más ligera herida – decía Agustín – ni una gota de sangre mancha sus vestidos. Sus párpados no se han hinchado como los que mueren de la epidemia. María no ha muerto de nada. ¿La ves, Gabriel? Parece que esta figura que tengo en brazos no ha vivido nunca; parece que es una hermosa imagen de cera a quien he amado en sueños representándomela con vida, con palabra y con movimiento. ¿La ves? Siento que todos los habitantes de la ciudad estén muertos por esas calles. Si vivieran, les llamaría para decirles que la he amado. ¿Por qué lo oculté como un crimen? María, Mariquilla, esposa mía, ¿por qué te has muerto sin heridas y sin enfermedad? ¿Qué tienes, qué te pasa; qué te pasó en tu último momento? ¿En dónde estás ahora? ¿Tú piensas? ¿Te acuerdas de mí y sabes acaso que existo? María, Mariquilla, ¿por qué tengo yo ahora esto que llaman vida y tú no? ¿En dónde podré oírte, hablarte y ponerme delante de ti para que me mires? Todo a oscuras está en torno mío, desde que has cerrado los ojos. ¿Hasta cuándo durará esta noche de mi alma y esta soledad en que me has dejado? La tierra me es insoportable. La desesperación se apodera de mi alma, y en vano llamo a Dios para que la llene toda. Dios no quiere venir, y desde que te has ido, Mariquilla, el universo está vacío.

Diciendo esto, un vivo rumor de gente llegó a nuestros oídos.

– Son los franceses que toman posesión del Coso – dijo uno.

– Amigos, cavad pronto esa sepultura – exclamó Agustín, dirigiéndose a los dos compañeros, que abrían un gran hoyo al pie del ciprés. – Si no, vendrán los franceses y nos la quitarán.

Un hombre avanza por la calle de Antón Trillo, y deteniéndose junto a la tapia destruida, mira hacia adentro. Le veo y tiemblo. Está transfigurado, cadavérico, con los ojos hundidos, el paso inseguro, la mirada sin brillo, el cuerpo encorvado, y me parece que han pasado veinte años desde que no le veo. Su vestido es de harapos manchados de sangre y lodo. En otro lugar y ocasión hubiéresele tomado por un mendigo octogenario que venía a pedir una limosna. Acercose a donde estábamos, y con voz tan débil que apenas se oía, dijo:

– ¿Agustín, hijo mío, qué haces aquí?

– Señor padre – repuso el joven sin inmutarse, – estoy enterrando a Mariquilla.

– ¿Por qué haces eso? ¿Por qué tanta solicitud por una persona extraña? El cuerpo de tu pobre hermano yace aún sin sepultura entre los demás patriotas. ¿Por qué te has separado de tu madre y de tu hermana?

– Mi hermana está rodeada de personas amantes y piadosas que cuidarán de ella, mientras esta no tiene a nadie más que a mí.

D. José de Montoria sombrío y meditabundo entonces cual nunca le vi, no dijo nada, y empezó a echar tierra en el hoyo, en cuya profundidad ya habían colocado el cuerpo de la hermosa joven.

– Echa tierra, hijo, echa tierra pronto – exclamó al fin, – pues todo ha concluido. Han dejado entrar a los franceses en la ciudad cuando todavía podía defenderse un par de meses más. Esta gente no tiene alma. Ven conmigo y hablaremos de ti.

– Señor – repuso Agustín con voz entera, – los franceses están en la ciudad, y las puertas han quedado libres. Son las diez: a las doce saldré de Zaragoza, para ir al monasterio de Veruela donde pienso morir.

XXXII

La guarnición, según lo estipulado, debía salir con los honores militares por la puerta del Portillo. Yo estaba tan enfermo, tan desfallecido a causa de la herida que recibí en los últimos días, y a causa del hambre y cansancio, que mis compañeros tuvieron que llevarme casi a cuestas. Apenas vi a los franceses, cuando con más tristeza que júbilo se extendieron por lo que había sido ciudad.

En la Muela, donde me detuve para reponerme, se me presentó D. Roque, el cual salió también de la ciudad, temiendo ser perseguido por sospechoso.

– Gabriel – me dijo, – nunca creí que la canalla fuera tan vil, y yo esperaba que en vista de la heroica defensa de la ciudad, serían más humanos. Hace unos días vimos dos cuerpos que arrastraba el Ebro en su corriente. Eran las dos víctimas de esa soldadesca furiosa, que manda Lannes; eran mosén Santiago Sas, jefe de los valientes escopeteros de la parroquia de San Pablo, y el padre Basilio Boggiero, maestro, amigo y consejero de Palafox. Dicen que a ese último le fueron a llamar a media noche, so color de encomendarle una misión importante, y luego que le tuvieron entre las traidoras bayonetas, lleváronle al puente, donde le acribillaron, arrojándole después al río. Lo mismo hicieron con Sas.

– ¿Y nuestro protector y amigo D. José de Montoria no ha sido maltratado?

– Gracias a los esfuerzos del presidente de la Audiencia ha quedado con vida: pero me lo querían arcabucear… nada menos. ¿Has visto cafres semejantes? A Palafox parece que le llevan preso a Francia, aunque prometieron respetar su persona. En fin, hijo, es una gente esa, con la cual no me quisiera encontrar ni en el cielo. ¿Y qué me dices de la hombrada del mariscalazo Sr. Lannes? Se necesita frescura para hacer lo que ha hecho. Pues nada más sino que mandó que le llevaran las alhajas de la Virgen del Pilar, diciendo que en el templo no estaban seguras. Luego que vio tal balumba de piedras preciosas, diamantes, esmeraldas y rubíes, parece que le entraron por el ojo derecho… nada, hijo… que se quedó con ellas. Para disimular esta rapiña, ha hecho como que se las ha regalado la junta… De veras te digo, que siento no ser joven para pelear como tú en contra de ese ladrón de caminos, y así se lo dije a Montoria cuando me despedí de él. ¡Pobre D. José, qué triste está! Le doy pocos años de vida: la muerte de su hijo mayor y la determinación de Agustín de hacerse cura, fraile o cenobita le tienen muy abatido y en extremo melancólico.

D. Roque se detuvo para acompañarme, y luego partimos juntos. Después de restablecido continué la campaña de 1809, tomando parte en otras acciones, conociendo nueva gente y estableciendo amistades frescas o renovando las antiguas. Más adelante referiré algunas cosas de aquel año, así como lo que me contó Andresillo Marijuán, con quien tropecé en Castilla, cuando yo volvía de Talavera y él de Gerona.

FIN

Marzo-Abril de 1874

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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