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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 12

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XXIII

– Es cierto – prosiguió el capellán. – En lo que no estamos conformes es en que la hija de Ulibarri sea falsa monja. Mis noticias son que ha profesado.

– ¿Y por dónde, por quién ha recibido usted esa información?

– Por nadie, señor – dijo Fago con desprecio de sí mismo, paseándose. – No sé nada: es que lo pienso, lo he soñado… No me haga usted caso. Estoy demente.

– No es eso locura. Mi buen capellán fluctúa tristemente entre lo que le pinta su imaginación y lo que por mi boca le dice la realidad. Procure usted concertar su sueño con mis informes; ver si acierta el delirio, que bien podría ser, o si yo me equivoco, lo que no es improbable. Intente salir de su horrible duda, aceptando la comisión que le propuse.

– ¿Pero no dice usted que ha encargado a otro?…

– Aún no ha salido y puedo darle contraorden.

– Y ese otro, ¿quién es?

– Un hombre muy listo, muy despierto, buena estampa, aficionadillo a las aventuras.

– ¿Militar?… ¿No?… ¿Acaso pertenece también al estado eclesiástico?

– Casi no. No ha recibido más que la primera tonsura, y parece inclinado a seguir carrera muy distinta. La Intendencia y la Política le arrastran. Escribe como un águila cuanto sea menester en defensa de la causa, y demuestra extraordinaria agudeza y olfato para penetrar el sentido de los acontecimientos.

– ¿Aragonés?

– De las Cinco Villas.

– No me diga usted más. Es Mariano Zapico… ¡Bah! ¡Ya un tonto semejante encarga usted misión tan delicada! Volverá trayéndole a usted sinfín de enredos.

– No, no: tiene que traerme a la monja verdadera o apócrifa.

– Yo creo que es auténtica… Si quiere usted saber la verdad, no ponga ese fino trabajo en manos tan toscas como las de Zapico.

– En las de usted quise ponerle – afirmó D. Fructuoso con viveza, creyendo fundadamente que ya le tenía cogido.

– Pues venga a las mías, ¡carambo!… venga – dijo el capellán levantándose y dando dos briosas patadas que hicieron estremecer el frágil suelo del desván. – Yo desempeñaré esa comisión, pues ya veo que no sirvo para otra. Soy un desgraciado que todo lo ambiciona y nada realiza. Me falló la guerra, no sé si me fallará la religión. Mi voluntad, que otras veces se ha lanzado a las acciones briosas, movida de una gran idea, ahora se lanza movida de un instinto. Mi destino así lo quiere. No sé en dónde me meto. Dios sabrá por dónde salgo».

Frotábase las manos el Consejero, y para animarle más en su propósito le dijo estas sesudas expresiones: «No estoy conforme, amigo Fago, en que dé usted por muertas sus ambiciones militares, ni las ambiciones, propósitos más bien, del orden religioso. Para abrir camino a un hombre que, como el capellán Fago, posee inteligencia no común, no han de faltarle buenos padrinos. Aquí estoy yo, para declarar solemnemente que si me desempeña esta comisión como espero, quedo obligado a proporcionar a usted el mando de una columna volante de doscientos hombres. Quien puede disponerlo, lo dispondrá. Y en el caso de que mi buen capellán se decida por la religión, me obligo a premiar sus servicios, el día del triunfo, con una buena canonjía, o un arciprestazgo de los mejores».

No se mostró el aragonés muy entusiasmado con estos ofrecimientos, y atento no más que a disponerse para la misión que se le encomendaba, pidió a D. Fructuoso dos onzas, con lo cual creía tener lo necesario para su viaje. Díjole el Consejero que aguardase hasta el día siguiente, porque la Real Intendencia estaba a la cuarta pregunta, y para proveerle de los fondos necesarios, era preciso retirarlos de otras obligaciones. Tenía que conferenciar con el mayordomo de Palacio, con el superintendente, con el Colector de Rentas, y con media docena más de figurones y ministriles que a la sazón se alojaban, rodeados de papelotes, en las míseras casas, graneros o zahúrdas de Aranarache.

Al día siguiente, puestas en manos del capellán las dos peluconas, quiso D. Fructuoso darle instrucciones y marcarle un itinerario, conforme a los datos que de sus golillas y soplones había recibido; pero Fago no admitió que en aquel punto se le dirigiera. «¿Qué quiere usted? ¿Que yo busque a Saloma, que la encuentre, que la coja y me la traiga? Pues déjeme a mí la disposición de los pasos que tengo que dar para obtener este resultado. Y si lo obtengo, no me pregunte el cómo, el cuándo ni el dónde. Yo me entrego a mi instinto, en la confianza que éste sea más afortunado que lo fueron mis altas, mis nobles ideas. Adiós.

– Guíele Dios y acompáñele la Virgen bendita.

– No creo que la Generalísima intervenga para nada en esto.

– Debo decirle, amigo Fago, que no tenga escrúpulos por tratarse de emprender la captura moral y física de persona perteneciente a una Orden religiosa. Eso no; convénzase de que no es monja: si viste el santo hábito, es como disfraz de sus pérfidas maquinaciones. No haya, pues, escrúpulos; no haya, pues, el temor de ofender a Dios… Dios está con nosotros.

– ¡Ah… Dios…! No llevo el propósito de ofenderle… Quizás me resulte que podré servirle, arrancando al demonio un alma hermosa, extraviada. Aún espero realizar una acción grande y bella. Puede que tras de este instinto surja un esfuerzo brioso de la voluntad. No lo sé. Me dejo llevar del instinto, que a veces nos guía mejor que la razón… Adiós otra vez».

Y salió en aquel mismo instante, solo, vestido de aldeano, y se perdió en las veredas fragosas que conducen a Maestu. ¿A dónde iba? Realmente no lo sabía, y al tomar aquella dirección, como habría tomado otra cualquiera, no hizo más que entregarse al ciego Acaso, saboreando el goce de prever lo que le deparase, como saborean los jugadores las presunciones y corazonadas que preceden al manejo de los naipes.

Hasta la noche, después de descabezar un sueño en la venta de Eulate, no surgieron en su mente determinaciones claras del camino que debía tomar. «Me voy a Estella – se dijo. – No sé por qué imagino que no he de perder el tiempo». Nada le ocurrió al segundo día que merezca mención; pero al tercero, caminando hacia Zúñiga, sorprendiéronle unos aldeanos con la noticia de que el ejército carlista iba sobre la Berrueza para dar batalla al General Lorenzo, sucesor de Córdoba en el mando de la división. Esto le movió a cambiar de ruta, pues no gustaba de encontrarse con sus compañeros de armas en los días de Mendaza y Arquijas. Nada temía de Zumalacárregui, porque le constaba que se le habían escrito expresivas cartas dándole explicaciones de la desaparición del sargento Fago en la batalla del 12 de Diciembre. En el amañado relato, se suponía que recibió una herida en el cráneo; que se extravió en las obscuridades de la niebla; que fue a parar cerca de Estella, donde cayó gravemente enfermo, con afección a la vista. Se decía también que habiéndose presentado, ya restablecido, en el Cuartel Real, el Sr. Arespacochaga le había encargado el importantísimo servicio de organizar, entre el clero regular navarro, colectas para las atenciones de la guerra. A pesar de que estas testimoniales del Cuartel Real le aseguraban contra todo castigo, no sentía maldita gana de verse en presencia de Zumalacárregui, ni de Iturralde, ni del coronel del 5.º de Navarra. Torció, pues, su derrotero, discurriendo qué haría para no infundir sospechas en el campo cristino, hacia el cual resueltamente se encaminaba.

No lejos de Genevilla, donde se tomó un día de descanso, dijéronle unos pastores que en el propio Arquijas, lugar sin duda predestinado para batallas, se había dado una de las más sangrientas entre las tropas de D. Tomás y las de Lorenzo. Unos y otros tuvieron muchas bajas; pero la victoria fue de la facción. Seguidamente, Zumalacárregui atacaría la guarnición de Los Arcos, para lo cual había mandado que le llevaran de la sierra de Urbasa un cañón muy grande llamado el Abuelo y los dos obuses que el artillero Sr. Reina le había fabricado con chocolateras, almireces y badilas. Invitáronle aquellos infelices a recogerse y pasar la noche en una cabaña que a tiro de piedra se veía, y el capellán aceptó gozoso, por la confianza que los tales les inspiraban, como gente hospitalaria y sencilla. En la cabaña le dio modesto albergue una mujer tuerta, afable, que al punto preparó para todos la cena, consistente en sopas con grasa de cabrito, y luego castañas cocidas con leche. Encima de esto echaron el cuartillejo de vino, con lo cual rompieron todas las lenguas en un despotrique animadísimo sobre lo bien que iba el negocio de la guerra en Navarra y Guipúzcoa, y los malos ratos y berrinches que estaba pasando el Sr. de Mina, por no poder hacer nada de provecho contra la facción. «La semana pasada – dijo uno de los pastores, – le vi en Puente la Reina. ¡Ay, qué malo está el pobre! ¡Ojos que te vieron en la otra guerra y que te ven hoy! Antes tan gallardo, ahora como una horquilla; ayer daba miedo su cara, y hoy da compasión. Monta en una mula blanca, y lleva en su Estado Mayor dos señoras muy guapas. No se rían: son dos burras de leche… no toma más alimento el pobre que la leche de borrica.

– ¿El pobre? – dijo otro. – Pues no paíce sino que bebe vino de los infiernos, según es de sanguinario y afusilador. Está dado a los demonios porque no gana, y la corajina la desfoga en el cuitado que cae en manos de su tropa».

Sosteniéndoles gallardamente la conversación, aguardaba el capellán coyuntura favorable para hacerles una pregunta de interés, y hallada por fin la oportunidad, les dijo: «¿Podríais vosotros darme alguna noticia de las monjas dominicas de Los Arcos, que por ruina del convento quedaron desalojadas, y anduvieron después por estas tierras, sin encontrar, ¡las pobres!, un rincón sagrado en que guarecerse?

– ¡Anda, anda, señor; si todas las que corrían por aquí – dijo la tuerta, – eran monjas de engañifa!… ¡Pues no han dado poco que hablar las tales! Entre ellas venía una frescachona y muy dispuesta que la llamaban Doña Bernardina, de la cual dicen que era un mozo vestido de mujer.

– Y con ésa – dijo Fago prontamente – iba otra más guapa todavía, alta, morena, ojos negros…

– Sí, señor. Bien se conoce que la ha visto.

– Moza efectiva, no marimacho; pero que no es monja más que por el traje.

– Todo es como lo pinta, señor. ¿Lo ha visto?

– ¿Sabes el nombre de ésa?

– No sabemos sino que le afusilaron el padre.

– ¿Por qué?

– Por capitán de bandoleros.

– Eso no es verdad. Decidme otra cosa. ¿Las dos monjas franqueaban libremente las líneas facciosas?

– Sí, señor; porque como iban pidiendo limosna, so color de la santa religión, mandó el buen General que no les hicieran daño. Pero en la partida de Lucus se descubrió el enredo de esas bribonas, y las desnudaron para emplumarlas y no sé qué… resultando que, vistas sin ropa, las dos eran hembras.

– ¡Caramba!… ¿Y esos miserables se atreverían…?

– Señor, el soldado no repara… por eso es soldado; que si reparara, no lo sería».

Después de apoyar esta sentencia con conceptos que en distinta forma venían a decir lo mismo, otro de los pastores aseguró que salvó a las monjas de un agravio seguro la repentina llegada de la columna cristina del General Méndez Vigo. Batido rápidamente Lucus y dispersa su gente, las tropas de Mina les quitaron seis caballos y las dos monjas.

– Que llevarían inmediatamente a Pamplona.

– A dónde las llevaron, no sabemos, ni lo que hicieron con ellas, tampoco; mas pa mí tengo que no harían nada bueno.

– Horrible cosa es la guerra, que no respeta la vida del hombre, ni el honor de la mujer.

– ¿Y ellas – dijo la tuerta con avinagrada voz y gesto, – por qué van a buscarlo? ¿Qué tienen que hacer las mujeres allí donde deben estar solos los hombres en su obligación? La enagua en casa, y en la calle y en la heredad el calzón. Luego no se quejen de que las afusilen… Bien afusiladas están».

Nadie se atrevió a replicar a tan sabios conceptos. Fago, taciturno, se retiró al humildísimo lecho que le habían preparado, y a la mañana siguiente muy temprano partió, andando largo trecho con los pastores. En Narcués encontraron un convoy faccioso de heridos de la tercera acción de Arquijas, que iba hacia la Amézcoa, custodiado por alaveses, entre los cuales Fago apenas tenía conocimientos. Lejos de intentar escabullirse, su generoso corazón le impulsó a llegarse a los carros, en la parada que hicieron para proveerse de agua fresca, y ofreciéndose a prestar cualquier auxilio que fuese necesario, examinó a los heridos, buscando semblantes de amigos y compañeros. A no pocos reconoció; muy viva fue su pena al ver entre ellos al grande, al gigantesco Gorria en lastimoso estado, con un balazo en el hombro derecho y otro en el muslo. El poderoso atleta sufría con cristiana entereza el dolor de su carne, y estrechando la mano del amigo, díjole que no sentía morirse más que por no ver triunfante la causa del Rey católico. En cuatro palabras le dio idea de la acción librada frente al Ega, la más encarnizada y mortal de aquella campaña. «Perdidas muchas almas; pero ganadas y bien ganadas las posiciones. Ahora, a Los Arcos».

Aprovechando el alto, fueron curados los que más necesidad tenían de emplastos y vendajes; dieron alimento a los que lo pidieron; agua y vino a los sedientos, que eran los más; a todos frases de consuelo y esperanza. En los carros que iban a la zaga se habían muerto dos antes de llegar a Narcués. Ayudó Fago a poner los cadáveres en tierra, y hallándose en este trajín, vio dos monjas dominicas que prestaban servicio sanitario en la galera próxima. Al llegarse a ellas con viva curiosidad, una de las dos, joven y agraciada, le miró atentamente. El capellán no desconocía, no, aquel rostro que, a pesar de las tocas y de la monjil compostura, no había dejado de ser vivaracho. Ella fue la que primero se arrancó a hablarle: «José Fago, ¿crees que no te conozco? En tres años, poco has cambiado. ¿No sabes quién soy?

– Oh, sí – replicó el capellán con alegría, súbitamente iluminada su memoria. – Eres… el nombre no lo recuerdo… la hija de D. Valentín Ulibarri, de Villafranca de Navarra, prima hermana de…

– Soy Pilar Ulibarri. Cuando yo profesé, tú eras un perdido. Luego te hiciste sacerdote… ¿Qué clase de sacerdote eres? ¿Eres bueno o un demonio coronado?

– No hables así, Pilar. El pasado es negro, todo miseria, ruinas, muerte, sangre. Hemos nacido en días trágicos. De tu familia nada queda. Murió tu padre; pereció a manos de la venganza militar tu tío D. Adrián. Dime, dímelo pronto: ¿has visto a Saloma?

– Sí.

– ¿Vive?

– No sé. No debieras pensar en ella más que para pedir a Dios que la conforte en su desgracia, y que la aparte de los caminos del mal. ¿Para qué preguntas por mi prima con ese afán? ¡Ay, José Fago, tú no perteneces a Dios; perteneces al demonio!

– Sólo Dios me posee – replicó el clérigo con vivo afán. – Por Él te pido que no me ocultes lo que sepas de tu prima.

– Sabrás que al tener conocimiento de la muerte de su padre, vino a mi convento… Quería entrar en religión.

– ¿Dónde estaba, qué hacía cuando mataron al alcalde?

– Estaba en tierra de Álava: no sé más… La recibimos, la consolamos. Al poco tiempo nos vimos arrojadas de nuestro convento por las tropas que defienden el ateísmo, y salimos, nos desbandamos: unas hermanas fueron por este lado, otras por aquél. Estuvo mi prima en mi compañía una semana. Después… Pero no te digo más, no quiero ni debo. Un interés mundano es el que te mueve a preguntarme por esa desgraciada… No me lo niegues. Tú eres malo, tan malo ahora como entonces, y estás profanando la Orden que recibiste, y ultrajando con tu conducta y con tus pensamientos al Señor nuestro Dios… No te digo nada, no me preguntes nada, y déjame… En tus ojos conozco la maldad de tus intenciones. Vete; apártate, monstruo».

Y uniendo la viveza de la acción al vigor de la palabra huyó de aquel sitio antes que el desconcertado capellán pudiese contestar a sus airadas y despreciativas razones.

XXIV

No dándose por vencido el aragonés, pidió permiso al jefe del convoy para agregarse a él, decidido a poner sitio en regla a la fiereza de la monjita. Siguieron todo aquel día por sendas y vericuetos, y en el descanso de los carros a la caída de la tarde, hallándose junto a Gorria, que se agravaba de un modo alarmante, vio a las dos monjas en los carros delanteros, y platicando con ellas a Mariano Zapico, el veedor o contadorcillo del Cuartel Real, que D. Fructuoso le había designado como competidor suyo en la comisión de atrapar a la volandera Mé.

«Este mentecato – se dijo, – practica el espionaje por su cuenta, y sabrá congraciarse con el Consejero, llevándole mil enredos y fábulas novelescas. Veo que asedia a la monjita Ulibarri. Trabajo le mando: es una fierecilla. Cuando vivía en el siglo, sus padres no podían aguantarla: le conocí lo menos doce novios; con todos reñía, y les hacía reñir unos contra otros; traía revuelto al pueblo, y por causa de ella llovían puñaladas. De pronto le dio la ventolera por la religión… El fuego de su alma apasionada escapábase por aquel registro. Sus padres vieron el cielo abierto cuando la chiquilla manifestó tal vocación, y acelerando los preparativos por temor de que se arrepintiera, metiéronla en las dominicas de Los Arcos… Es organista y cantora. Sigámosla hasta que cante… que al fin cantará».

Poco después de anochecido, dio parte el médico de que a Gorria se le podían contar los momentos que le quedaban de vida. Acudió Fago junto a su amigo, y le halló con conocimiento, aunque por minutos se le nublaba. «Buen Gorria, ¿qué es eso?

– Nada, que me muero… No puedo más… Como soy tan grandón, la muerte tiene que tirar mucho para llevarme… Por eso me duele…

– Ánimo; ¿quieres beber vino?

– Hombre, sí… y muérame pronto con este bendito trago.

– A hombres de tu temple no se les entretiene con vanas palabras. ¿Llega el momento de pasar de esta vida perversa a la vida inmortal? Pues a morir con entereza de soldado cristiano, valiente en los combates, más valiente aún en este trance último.

– ¡A morir, valientes…! ¡Viva Carlos V, viva Dios!

– ¿Tienes algo que disponer? ¿Tu conciencia tiene algún pecado de que descargarse? Dímelo, y ten confianza en Dios.

– Si no es pecado el guerrear y desearle al enemigo todos los males, ningún pecado tengo, señor de Fago; pues ni mentira, ni estropicio, ni nada de mujeres encuentro en mi conciencia, por más que en ella rebusco. Y si algo hay de que no me acuerdo, perdónemelo Dios y lléveme a su santo seno… Soy soldado de la religión… Muero peleando contra los ateístas… Señor mío Jesucristo…».

Siguió rezando entre dientes, mientras Fago con entera voz le encomendaba. Aprovechando un momento lúcido, le preguntó si tenía algo que disponer tocante a intereses. La respuesta fue breve: «No tengo más bienes que el prado de Urrestillo, cerca de Azpeitia, y un huerto con doce manzanos y un peral. Quiero que sea para Dominica, la hermana de mi difunta, que tiene seis hijos. El dinero que llevo sobre mí… aquí está… Cójalo para que mande que me apliquen una misa… Ya no hay más bienes… digo, sí, mi cuerpo: este cuerpo que vale por dos, se lo dejo a la tierra… Enterrado en mi huerto… ¡qué rico abono para los manzanos!… Mi alma para Dios… y vámonos al cielo… ¿Los que pelean y matan entran en el reino de Dios? Yo he matado ayer más de veinte cristinos. ¿Ellos y yo entraremos juntos en la gloria eterna, o es que los cristinos que luchan por el ateísmo no pueden entrar?… Dígamelo».

Fago se apresuró a tranquilizarle sobre este delicado punto, diciéndole que todos los que sucumbían con honor defendiendo la idea que a la guerra les llevaba, eran acogidos en el seno de nuestro Padre. Los directores de esta matanza eran los responsables, y entre ellos, Dios escogería los suyos… Poco más habló el pobre Gorria, y todo lo restante lo dijo el capellán con ardiente y patético estilo, exhortándole a fijar sus últimos pensamientos en la misericordia divina, y a desprenderse de los intereses y miras terrenales, sin exceptuar los de la causa, pues ésta, como todo, debía ser comprendida entre las pequeñeces despreciables que abandonamos en el umbral de la otra vida. El capellán de la ambulancia, Sr. Elío, viejo muy dispuesto, cojo de un balazo que recibió capitaneando una partidita en los comienzos de la guerra, dio la Extremaunción a Gorria, y el convoy siguió su marcha. En camino, a las tres de la tarde, entregó su alma el valiente soldado.

Dejaron el cuerpo en la primera parada, y adelante. Por la noche intentó Fago nuevamente hablar con la monjita Pilar Ulibarri; pero ésta y su compañera se resistieron a oírle. Al detenerse en Antoñana, el jefe del convoy, sin duda a excitación de las dominicas, le ordenó despótica y groseramente que no siguiese unido a la ambulancia, amenazándole, en caso de desobediencia, con la aplicación inmediata de cincuenta palos. Devoraba su ira, por no poder castigar tanta insolencia con un número de bofetadas igual al de palos con que se le amenazaba, y vio partir el convoy, creyendo al fin que sería quizás providencial aquel desgraciado suceso. En su ardiente imaginación, fomentaba la idea de que le convenía dirección distinta para llegar al fin propuesto.

Toda la noche anduvo por desolados campos, sin dirección fija, adoptando el acaso por guía único de su andar vagabundo, y creyendo que los senderos desconocidos suelen conducimos a donde deseamos. Renegaba de la previsión, del método, de todo el fárrago de prescripciones por que se guían los hombres, y que comúnmente resultan de menor eficacia que los dictados de la fatalidad. Somos unos seres infelices que creemos saber algo y no sabemos nada, que inventamos reglas y principios para engañar nuestra impotencia; vivimos a merced de la Naturaleza y de las misteriosas combinaciones del tiempo y el espacio. Iba, pues, entregado a lo que el espacio y el tiempo, ministros de Dios, quisieran disponer en su tiránico dominio.

A la madrugada, cuando se aproximaba a un pueblo que creyó sería Contrasta, sin estar seguro de ello, pues una vaga niebla envolvía la torre y caseríos circundantes, se vio sorprendido por fuerzas de caballería que le dieron el alto. Eran cristinos, tropa ligera, armados de carabinas. Quiso el capellán escabullirse saltando una pared cercana; pero le apuntaron, se vio cazado como un conejo, y no tuvo más remedio que entregarse. Interrogado por el jefe de la fuerza, respondió que era hombre pacífico, del estado eclesiástico; le registraron; pero aunque nada se le encontró que le comprometiera, no pudo evitar la nota de sospechoso, y se le llevaron entre los caballos, con la amenaza de dejarle seco si intentaba la fuga. Aun en tan desdichado trance continuaba firme en la devoción del acaso, y se decía: «¿Quién sabe si este cautiverio será provechoso, y me llevará al fin que persigo? Todo puede ser. No preveamos nada: esperémoslo todo del arreglo y disposición que las cosas se dan a sí mismas».

En el pueblo próximo, que no era Contrasta, sino Larraona, entregáronle como prisionero a una columna de la división de Aldama, y a los dos días de marcha fatigosa entró en Estella, y fue encerrado en la cárcel de esta ciudad, donde prisioneros y criminales padecían juntos la reclusión estrecha y la miseria nauseabunda. Por los cuadros lastimosos, por las caras de torturante aflicción que vio al entrar allí a media noche, hubo de comprender que le esperaba una vida de perros, si no venían en su auxilio las personas que en la ciudad conocía, o algún oficial de la guarnición cristina, aragonés, de los muchos con quienes en tiempos mejores había tenido amistad. Por de pronto, si vio caras conocidas entre los presos, no eran éstos de calidad, y ningún amparo ni protección podía esperar de los que compartían su infortunio. Dedicose el primer día al solapado examen del local, por ver si había facilidades de escapatoria; pero sus observaciones no fueron optimistas. En cambio, si resultaba cierta la noticia de que les sacaban a trabajar en las fortificaciones de la plaza, bien podía suceder que, puestos de acuerdo los más animosos, lograsen la libertad. Fijo en esta idea, empezó a tantear a sus compañeros, trabando conversación y explorando los caracteres, sin más objeto que escoger entre ellos los de mayor coraje y decisión.

En efecto, a la mañana siguiente, unos treinta fueron a trabajar en las obras de fortificación que activamente se hacían más allá del santuario de Nuestra Señora del Puy. Al menos, trabajando en campo libre hacían ejercicio, respiraban aire puro, se ponían en contacto con soldados de la guarnición, y al paso por la ciudad podían descubrir entre el vecindario caras amigas. Desgraciadamente para Fago, si vio los primeros días algún rostro que le recordaba antiguos conocimientos, nadie reparó en él. Diez días mortales se pasaron en triste ansiedad, sin que una voz amiga sonara en su oído, sin que una mano protectora le amparase. El desaliento le consumía; la esperanza le abandonaba; castigábale Dios por su pagana devoción del acaso, y éste, el ciego ordenador de las cosas, también le tenía en olvido y menosprecio, manteniéndole en la triste monotonía de los sucesos metódicos y regulares, sin ninguna sorpresa, sin ninguno de esos golpes teatrales que varían favorable o adversamente el curso tedioso de una vida esclava.

Y en tanto, nadie le decía por qué estaba cautivo, ni se le interrogaba, ni se le sometía a procedimientos judiciales o de consejo de guerra. Le habían detenido porque sí, y porque sí le tendrían preso hasta la consumación de los siglos. En los días de aquella lúgubre existencia, enterose de la expugnación de Los Arcos por Zumalacárregui, y del asedio del fuerte de Echarri-Aranaz, que los cristinos reseñaban a su manera. Poco le importaba todo esto, y lo mismo le daba que triunfase Juan o Pedro: más que el trono de las Españas, le interesaba su propia libertad.

Terminadas las trincheras del Puy, les llevaron al otro lado del río, junto a San Pedro la Rúa, la interesantísima iglesia románica. En las alturas que la dominan, y en las ruinas próximas de un excelso monasterio, se trabajaba para fortificar la ciudad, cuya situación, dentro de un círculo de elevados montes, era en extremo peligrosa para la guarnición, si ésta no se posesionaba fácilmente de todas las alturas. Otros diez días transcurrieron sin que el pobre Fago viese alterada la acompasada tristeza de su existencia; la evasión no se le presentaba fácil ni aun posible, por la vigilancia que se ejercía sobre los presos. Ya iba transcurrido cerca de un mes de aquella muerte lenta, cuando el acaso le hizo una mueca que le pareció precursora de acontecimientos extraordinarios, y, por consiguiente, favorables. He aquí el suceso: un cabo de Gerona que le había mostrado benevolencia, y benevolencia quería decir menos crueldad y grosería de lo que se acostumbraba, le entregó, a la conclusión del trabajo, un lío conteniendo dos panes, media docena de chorizos, cuatro manzanas y algunos cigarros, todo envuelto dentro de una servilleta sucia. El obsequio, que en tales circunstancias era de una extraordinaria magnificencia, procedía, según el cabo, de una señora que se interesaba por el pobre capellán prisionero. ¿Cómo se llamaba? El mensajero no lo sabía. ¿Qué señas tenía? Alta, morena, guapetona. No necesitó más Fago para creer que era la hija de Ulibarri quien le favorecía, y extrañaba que no acompañase al regalito una carta en que se le ofreciera la libertad, o se le propusieran los medios de conseguirla. Todo el día, loco de júbilo, se lo pasó pensando en ella, y su imaginación soñadora veía llegar por momentos segundo mensaje con esquela o recado entablando comunicación para tratar de libertarle. La esclavitud le había entontecido; pensaba y sentía como un niño, y creía verosímiles y probables los más absurdos delirios de la mente. Su desilusión fue grande al siguiente día, cuando por referencias del propio cabo y de otro soldado de Gerona, vino a cerciorarse de que la señora a quien debía el obsequio no era otra que Saloma la baturra. La cuadrilla del Tío Concejil había entrado en Estella cuatro días antes, arrimada a la división de Gurrea.

En su desaliento, pensó el capellán con seguro juicio que, pues no le salían amigos de valía por ninguna parte, era forzoso buscar el arrimo y calor de los seres humildes que se habían acordado de favorecerle en su desventura. Mandó un recado a Saloma la baturra para que a verle fuera, y una tarde, hallándose en las obras del puente de Azucareros, se le presentó Uva saludándole afectuoso en nombre de toda la cuadrilla. Las señoras no iban por no dar que hablar. La visita fue de grandísimo consuelo para Fago, y los conceptos que de boca del cantinero oyó, resucitaron en el alma del prisionero las muertas esperanzas.

«El día que entramos – dijo Uva, – le vimos a usted trabajando en San Pedro. Pero no quisimos decirle nada por no llamar la atención… que nosotros tenemos que andar con mucho ten con ten, para que nos consientan nuestro tráfico… Sepa el señor capellán que en la guarnición hay algunos jefes aragoneses, y entre ellos uno que… Tengo por cierto que ha de conocerle a usted, porque es de la Canal de Verdún, o de junto a Tiermas.

– ¿Cómo se llama?

– Don Rodrigo de Arbués… alto, seco… Paréceme que es comandante o teniente coronel… No estoy seguro.

– ¡Loado sea Dios! – dijo Fago tan conmovido, que poco le faltó para echarse a llorar.... – Es mi primo, primo segundo mío, y amigo cariñoso desde la infancia. En la edad feliz, de los veinte a los veinticinco, hemos hecho juntos bastantes diabluras… Por lo que más quieras en el mundo, Uva de mi alma, hazme el favor, hazme la caridad de ir en su busca ahora mismo, y decirle dónde estoy y el mísero estado en que me encuentro».

Prestose el buen hombre a desempeñar la caritativa comisión, y dos horas después tenía Fago el indecible consuelo de verse estrechado en los brazos de su amigo y pariente D. Rodrigo de Arbués.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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