Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 13
XXV
«Chiquio, el demonio que te conozca. Eres el cadáver de ti mismo – le dijo con noble y cordial efusión. – ¿Cómo has llegado a ponerte tan flaco y amarillo? ¿Dónde y cómo caíste prisionero? ¿Qué ha sido de ti desde que fuiste a Oñate?…».
Al cúmulo de preguntas que le hizo, no pudo contestar Fago más que con expresiones de alegría y reconocimiento; pero repuesto de la alegría que el feliz encuentro le produjo, emprendió el completo relato de sus desventuras, cuidando de emplear cierto método histórico, para que Arbués pudiese formar juicio, y resolver algo que condujese a la terminación de aquel horrible cautiverio. Hablaron toda la tarde; la situación del prisionero cambió radicalmente, y el jefe de la prisión le mostró gran benevolencia; la esperanza brillaba en los espacios, y sonreía en el alma del pobre capellán. Despidiose Arbués diciéndole que estuviese tranquilo; él hablaría con su Coronel, jefe de la plaza, que le estimaba mucho, y pronto se resolvería lo más conveniente (estilo militar).
Al siguiente día por la tarde, oyó Fago de su primo esta extraña proposición:
«Chiquio, darte la libertad de buenas a primeras, sin trámite de la Auditoría militar, paréceme difícil; proporcionarte la evasión, no es imposible, ni aun difícil; pero el Coronel no quiere gastar esas bromas. Teme que aproveches tu libertad para volverte a la facción y pelear contra nosotros. Si nos das una garantía de que no harás armas contra la Reina, se buscará un medio de que seas libre mañana mismo.
– ¿Y qué garantía he de dar más que mi palabra de honor?
– No nos basta; digo, a mí sí; pero el Coronel es un poco testarudo, y muy ordenancista.
– Pues mi palabra de sacerdote.
– Las palabras de sacerdote no valen en el fuero militar. Necesitamos una garantía positiva, eficaz.
– ¿De que no haré armas contra los liberales?
– Eso.
– ¿Y cómo doy esa garantía?
– De un modo muy fácil y muy claro. Nos convenceremos de que no harás armas contra nosotros, cuando te veamos batiéndote a nuestro lado y contra ellos.
– ¡Contra los carlistas!… ¿Y no hay otra manera de alcanzar mi libertad?
– No hay otra.
Pues, chiquio, mi libertad vale una misa. Acepto. Soy tuyo, soy vuestro».
Siguieron hablando, y Arbués le aseguró que había tenido noticias de sus proezas en el otro campo. Se decía que gozaba entre los facciosos fama de gran estratégico, y que Zumalacárregui no tomaba ninguna determinación sin consultarle. Riendo contestó Fago que no hubo tales hazañas, y que Don Tomás no le había consultado jamás sus planes de guerra. Confirmó después su escepticismo en cosas de política militar, manifestándose igualmente desdeñoso de las ideas y móviles de uno y otro bando; y por último, apuntó la idea de que facciosos y constitucionales andaban en tratos para amasar un soberano pastel, que sería la paz mentirosa por unos cuantos años. A esto replicó Arbués, hablándole al oído: «Antes de que termine este año de 1835, nos abrazaremos los dos ejércitos».
Desde aquel día, se le llevó el primo a su alojamiento, y pudo recorrer libremente la ciudad, hablar con todo el mundo, renovar antiguas relaciones. Saboreaba la libertad con inefables goces; todo le parecía bello, el caserío y sus habitantes, hermosas las iglesias, la campiña risueña, esmaltada de ricos colores. Comúnmente se metía en el vetusto San Miguel, en San Pedro o en la Virgen del Puy, y se pasaba largas horas en fervoroso rezo, renegando de su pasada devoción del acaso. Dios lo gobierna todo, y procede con una lógica insondable, desconocida para nuestras pobres inteligencias. A Dios debemos acudir siempre en nuestras necesidades; a Dios debía la libertad; la mano omnipotente le señalaba el campo cristino. Acordándose de la misión que le había dado el Sr. Arespacochaga, vio en este señor a uno de los mayores mentecatos que andaban por el mundo, y resolvió proseguir por cuenta propia la cacería de Saloma, sin cuidarse poco ni mucho de las impertinencias policiacas del Cuartel Real. Ningún nuevo indicio del paradero de la hija de Ulibarri encontró en Estella, y sólo podía consignar corazonadas, inexplicables fenómenos del espíritu, que dominaban su voluntad y la llevaban a extraños desvaríos. Una tarde, volviendo de San Pedro, vio un rebaño de ovejas, que entraba en la ciudad bajando del Santo Sepulcro. Acosadas las reses por el pastor, corrían balando. Fago las oyó decir Mé, Mé, y esta sílaba, claramente expresada por los animalitos, impresionó su cerebro, y lo llenó de intensa melancolía. Siguiendo al rebaño por la calle de Santiago la Nueva, oía la repetición del nombre: los corderos lo decían con infantil lloriqueo; las madres con familiaridad gangosa. Hasta las personas que el ganado veían pasar pronunciaban, en el sentir de Fago, el quejumbroso Mé, y él también se puso a gritar lo mismo, corriendo al lado del pastor, y ayudando a éste a recoger las reses que se desviaban de la línea recta.
Siguió la manada hacia las alturas del Puy, y ya cerca del santuario, vio Fago dos monjas dominicas. Corrió tras ellas; tropezando en un pedrusco, cayó cuan largo era, y el rebaño le pasó por encima, llenándole de tierra y basura. Alguien le dio la mano para levantarse, y un ratito tardó en volver de su turbación y recobrar la vista; el polvo le cegaba, la violencia de la caída le trastornaba el magín… Vio el rebaño metiéndose en un olivar cercano; las monjas entraban en el Puy. Quitándose el polvo, corrió a la iglesia; pero las religiosas no estaban allí. El sacristán, a quien preguntó, díjole que allí no habían entrado monjas, sino dos clérigos menores, deudos de la casa, y que bien pudo suceder que, si el señor no tenía buena vista, hubiese tomado por monjas a los clérigos, que eran pequeñitos de cuerpo y de rostros aniñados. No se convenció el capellán, y se obstinaba en que eran religiosas dominicas, a lo que respondió el acólito que en el pueblo había benitas, clarisas y recoletas, todas en clausura rigurosa, y que no encontraría dominicas aunque diera por ellas un ojo de la cara.
Aquella noche refugió su aventura al amigo Arbués, fiel depositario de su confianza; y sacado a relucir el negocio de Saloma, díjole el comandante que corrieron voces de que había reanudado amorosos tratos con la hija de Ulibarri. Le habían visto con ella una noche en el parador del Manco, junto a Antoñana. También oyó decir Arbués que Saloma andaba de ama de un capellán cristino que sirvió en la división de Córdoba. Muerto el tal de una bala perdida que le cogió en Mendaza, la viuda, si así puede decirse, se había refugiado en un pueblo de la Amézcoa, donde criaba un niño del alcalde. Denegó el capellán la parte que le correspondía en estas historias, y puso en cuarentena lo demás, aguardando la ocasión de comprobarlo por sí mismo con ayuda de Dios.
En estas cosas se pasó todo Febrero. Las operaciones militares eran a la sazón en el Baztán. Decíase que la guarnición de Elizondo, incorporada a las tropas de Lorenzo, partiría… quién sabe para dónde. Transcurrieron muchos días sin saberse nada concreto; días de expectación, que por lo común engendran el desaliento. Mina inspiraba poca confianza por causa de su enfermiza vejez: notaban todos la desproporción entre sus arrogantes proyectos y la ineficacia de los resultados que obtenía, que eran medianos, malos más bien. Zumalacárregui, dotado de una movilidad prodigiosa, tan pronto se le aparecía junto al Pirineo como en la frontera de Álava. Con rapidez más propia de aves que de hombres se presentaba en la Ribera cuando le perseguían en la Borunda. El ejército de la Reina, más numeroso que el carlista, érale inferior en agilidad, quizás por su mayor fuerza y extensión. Faltábale una cabeza superior, un pastor de tropas que supiera conducirle por los laberintos de aquella fortaleza ingente, Navarra, construida por Dios para la guerra civil. La cabeza no parecía: el Gobierno de Madrid seguía buscándola, y ya se indicaba al Ministro de la Guerra, General D. Jerónimo Valdés. De todo hablaban en las aburridas tertulias de la guarnición, y no había nadie que no deseara combates rudos y decisivos. Las noticias de las acciones parciales llegaban un día y otro, desfiguradas en su paso al través del país en guerra. El ataque y gloriosa defensa del fuerte de Echarri Aranaz se comentaba como una de las páginas más gloriosas de la milicia cristina; los combates de Fuenmayor y Ulzama, como una prueba más de las innegables dotes estratégicas del General de D. Carlos. Súpose también que éste había creado el batallón de la Legitimidad, que con el de Guías agrandaba y fortalecía su ejército. Por fin, era común creencia que la facción no pasaría jamás el Ebro, que Zumalacárregui había pedido 400.000 cartuchos y 100.000 pesos para extender operaciones a los llanos de Castilla, y como el pretendiente no podía darle ni municiones ni dinero en tal cantidad, porque no tenía de dónde sacarlo, contaban todos con el desfallecimiento de la causa, para dar al traste con ella, si antes no apencaba con el arreglo que se le proponía. Andaba en estos cabildeos D. Miguel Zumalacárregui, regente de la Audiencia de Burgos y afecto a la Reina. Cartas afectuosas se cruzaron entre los dos hermanos, llevadas y traídas por los oficiales cristinos Vidondo y Eraso. De todo esto se hablaba, así como de la próxima intervención de los ingleses para dar a la guerra un carácter más humano, estableciendo el canje de prisioneros y otras prácticas de la guerra, tal como hacerla sabían las naciones más civilizadas.
Por fin, la guarnición de Estella se incorporó a la división del General Lorenzo, saliendo para Campezu. Habían prometido a Fago darle el mando de una de las columnas volantes que el ejército cristino organizaba para hostigar y distraer las fuerzas facciosas; pero surgieron dudas y vacilaciones sobre el particular, y el hombre fue agregado a las dos compañías que mandaba su pariente. En verdad que no le importaba: prefería una posición modesta, no creyéndose llamado en aquella ocasión a grandes heroicidades. En Campezu acamparon ocho días aguardando a Lorenzo, y allí supieron que ya no les mandaba Mina, sino Valdés, y que éste llegaría muy pronto de Madrid. De Campezu fueron a Vitoria, lo que agradó extraordinariamente al capellán, porque sus corazonadas le indicaron la capital de Álava como punto en que forzosamente había de adquirir noticias de la persona cuyo hallazgo deseaba. Nada encontró, ni siquiera indicios, como no fuera la singular sílaba Mé, trazada con brochazos de pintura en un muro de los Arquillos… También la vio en un tinglado, al parecer fragua, por bajo de Santa María. Pero ello no podía ser obra del demonio. La inscripción quería decir: Matías Emparán…
Llegado Valdés, se habló de su plan de campaña, el cual a todos parecía grande y sintético, propio de un potente cerebro militar. Consistía en ocupar con veinticinco mil hombres la Amézcoa Alta, el nido donde Zumalacárregui criaba sus feroces polluelos, y donde fraguaba sus tremendas maquinaciones y rápidas acometidas. Técnicamente, el plan era hermoso, y Fago lo tuvo por obra de una capacidad de primer orden. Faltaba la ejecución, que en esto de planes estratégicos el concepto teórico carece de valor, mientras no le acompaña la clara percepción de las medidas que han de hacerlo efectivo.
«Deseo vivamente ver cómo este señor acomete tal empresa – decía el capellán a su pariente, sintiéndose otra vez tocado de la monomanía estratégica. – ¡Ocupar la Amézcoa Alta! ¿Se cuenta con que el otro no la ocupará antes? ¿Dispone el Sr. Valdés de medios para obrar con rapidez, poniendo entre el pensamiento y la ejecución el menor tiempo posible? Cierto que veinticinco mil hombres son muchos hombres, ¡carambo!, para estas guerras. Y si llevan bastante artillería de montaña, y se escalonan bien las fuerzas, de modo que no se apelmacen en corto espacio y puedan operar con desahogo; si se fortifican tres o cuatro puntos que yo me sé, y se marcan bien las líneas en que ha de operar cada división, designándoles las respectivas convergencias; si no hay atropello ni desorden; si las provisiones no faltan en tiempo y lugar oportunos; si se señalan los puntos de retirada de cada cuerpo, y el punto del máximo avance; si los que mandan las divisiones se atienen escrupulosamente a lo que se les ordene; si la cabeza principal no pierde la serenidad, y sabe lo que son y lo que representan veinticinco mil soldados bajo una sola mano, veo un éxito, querido Rodrigo; veo una victoria grande y quizás decisiva. Para frustrar este plan grandioso, necesita D. Tomás discurrir alguna diablura, y bien podría ser que la discurriese. Le conozco, es tremendo: nada se le escapa, y contra la lógica de los demás, tiene él la suya, que es la lógica madre. Digo yo: ¿se puede descomponer con diez mil hombres este plan de ocupar la Amézcoa con veinticinco mil? ¡Se puede, ya lo creo que se puede! El cómo, yo lo sé, yo lo veo; tú también lo verás, pues este sentido estratégico es ni más ni menos que el sentido común; pero tanto tú como yo nos guardaremos de manifestar estas ideas teóricas, para que no nos tengan por soberbios o presumidos». Díjole Arbués que él no sabía más que batirse donde le mandaban, y que rara vez se le ocurrían pensamientos referentes a organización y unidad de mando. Veía la guerra en la táctica menuda; no le cabían en la cabeza más que sus dos compañías, y aun de ellas le sobraban unas cuantas docenas de soldados.
XXVI
Llegaban a Vitoria constantemente tropas y más tropas: unas venían de Miranda de Ebro y Rioja; otras de Guipúzcoa, fatigadas, mal vestidas, conservando intacta la moral, mas un tanto quebrantada la fe. Desplegaba Valdés en su palacio toda la actividad oficinesca que la previa organización de la campaña, en lo militar, en lo administrativo y sanitario, requería. Adiestrado en las guerras de América, no ignoraba lo que traía entre manos. Era hombre modestísimo, afable, de bastante edad, espíritu fuerte, cuerpo flaco y mísero: vestido de paisano, habría pasado por clérigo; de uniforme, representaba la persona venerable de un honrado capellán. Oyó contar Fago que Valdés, al llegar a Vitoria con su nombramiento de General en jefe del ejército del Norte, no llevaba séquito ni escolta; no llevaba equipaje ni dinero, ni aun siquiera sombrero militar: a tal punto llegaba el menosprecio de toda ostentación y boato en su propia persona. Comía lo que querían darle; aceptaba de los Generales a sus órdenes prendas de vestir, y tenía su administración personal en manos de un fiel asistente. Y al propio tiempo, sabía infundir a todo el mundo respeto: los soldados le querían, los jefes le veneraban. Era un buen padre de su ejército. «Para ser completo – pensaba Fago, – sepamos si conducirá a sus hijos a una victoria eficaz, resistiendo firme y pegando fuerte».
No duraron los preparativos más de veinte días: transcurridos éstos, empezaron a salir fuerzas en dirección de la sierra de Andía. Llevaban piezas de montaña, abundantes víveres, municiones y todo lo necesario. Las tropas de Lorenzo, procedentes de Los Arcos, y las de Méndez Vigo, viniendo de Pamplona, marchaban también hacia la Amézcoa. Ocupada ésta por fuerza numerosa, ¿qué remedio tenía D. Tomás más que correr hacia la frontera de Francia? Tan seguro se creía esto, que se habían dado a las autoridades francesas los necesarios avisos para el desarme e internación de las bandas carlistas vencidas. Tanta confianza, en cosas de guerra, no parecía el colmo de la prudencia. Pero, en fin, con estas seguridades, las tropas iban a sus posiciones muy animadas, y con ganitas de pelear.
Destinaron a Fago al Provincial de Toro, que mandaba Barrenechea, jefe instruido y de grande arrojo; Arbués le afilió en una de las dos compañías que mandaba, nombrándole cabo. Llevaba el capellán uniforme completo, excelente fusil y su cartuchera bien provista. No tardó en sentir nuevamente ímpetus guerreros, influencia natural del medio, del compañerismo, de la emulación.
La marcha no fue penosa, y tardaron tres días en llegar a Contrasta. De allí empezaron a franquear las alturas, penetrando por bosques espesos, bordeando abismos, escalando peñas. En los míseros pueblos, esquilmados ya por los carlistas, no encontraban reses, ni alimento de ninguna clase; dormían al fresco en campamentos dispuestos con arte. El jefe de la columna, Barón del Solar de Espinosa, era un militar que sabía su oficio; y del General de la división, Don Luis de Córdoba, nada hay que decir, pues harto se conocen sus altas dotes militares, que más tarde había de enaltecer en la grandiosa jornada de Mendigorría.
Delante de esta división iban otras, trepando a las fragosas alturas, que hallaban absolutamente limpias de facciosos. Esto alegraba a los poco entendidos. Zumalacárregui abandonaba las altas posiciones. Una de dos: o retrocedía hacia la frontera de Francia, o se situaba en la Amézcoa Baja, donde su posición era desventajosa, endemoniada. Así razonaban los que, como el bueno de Arbués y otros, no poseían el don estratégico. Pero Fago, viendo que D. Tomás abandonaba por completo las alturas, dejando a Valdés internarse y perderse en ellas, empezó a entrever el plan del jefe carlista, el cual no podía ser otro que esperar en la Amézcoa Baja, hasta el momento preciso en que Valdés se hiciera un lío en la espesura de los bosques y en los picachos inaccesibles de la sierra, viéndose obligado a situar sus batallones en una línea extensísima, donde gran parte de la fuerza no podía revolverse, ni acudir aquí o allá, conforme a las exigencias de la lucha.
Interrogado por su pariente, que aún no se apeaba de su optimismo, le dijo Fago: «Chiquio, convéncete de que esto va mal. El plan de ocupar la Amézcoa fue bueno, mientras otra cabeza no discurrió uno mejor. Zumalacárregui, que sabe mucho, pero mucho, nos deja meter nuestros veinticinco batallones en la sierra, y él acampa tan tranquilo en los pueblos de abajo, confiado en que pasaremos el tiempo mirando a las estrellas, pues la mayor parte de las tropas que van peñas arriba, no pueden hacer otra cosa. Verás cómo no pasa de mañana sin atacarnos por la retaguardia. A esta división le tocará aguantar la embestida, para lo cual tendremos que cambiar de frente. Y todo ese ejército que anda a gatas por los montes, ¿de qué nos sirve? ¿Cómo vendrá a auxiliarnos si no puede moverse con agilidad en estas intrincadas espesuras? Los grandes ejércitos son para operar en el llano. La guerra de montaña tiene su táctica especial, que en este caso no he visto aplicada».
Puntualmente se ajustaron los hechos a lo que el capellán pensaba. Al día siguiente por la tarde fueron atacados por cuatro batallones carlistas en las inmediaciones de Artaza. Los cristinos se batieron con bravura, y a fuerza de constancia conservaban al anochecer sus posiciones. El terreno no les favorecía: era estrecho, limitado aquí por picachos inaccesibles, allá por cortaduras y barranqueras, en cuyo fondo mugían torrentes. Pelear en tal sitio era la mejor prueba a que puede someterse el valor y la tenacidad de un ejército: lo que hicieron los constitucionales en aquel día supera con mucho a cuantas proezas pudieran imaginarse. Y para que la prueba fuese más terrible, pasaron toda la noche en la angustiosa expectación de ser atacados con mayores fuerzas al día siguiente. ¿Qué harían?, ¿continuar avanzando hacia la sierra? Esto era peligrosísimo, porque al avanzar empujarían hacia el Norte a los demás batallones, y en este caso, marchando siempre hacia arriba, la salida tenía que ser por los valles de la vertiente del Cantábrico o por la frontera pirenaica. El retroceso era también difícil, porque si los realistas, como parecía seguro, se situaban en el portillo de Artaza, podrían, no ya embestir, sino fusilar a los batallones, atacándolos uno por uno. Fago explicó a su primo la situación con un ejemplo… «Figúrate – le dijo – que nuestros veinticinco batallones son veinticinco barcos, y que nos hemos metido en un canal o bahía larga y estrecha. Esta división es el navío de retaguardia. En la boca del canal nos atacan buques enemigos. Si salimos, mal; si entramos, hemos de navegar empujándonos unos a otros hasta salir por el opuesto extremo del canal. Si nos retiramos por donde hemos venido, a medida que vayan saliendo barcos, el enemigo los irá cazando a su gusto y abrasándolos sin piedad. ¿Lo comprendes ahora?
– Sí: la dificultad y el error están en que, a lo largo de la sierra, nuestros batallones no pueden desplegarse en un extenso frente de combate. Tienen que ir enfilados, con un frente estrechísimo, unos tras otros».
Y no sólo les afligió el desaliento durante la noche, sino también la sed. En aquellas alturas no había agua. Un chusco dijo que tenían que contentarse con beberla por las orejas, porque oían ruidos de espumosos torrentes bajo sus pies, a profundidades a que sólo con el pensamiento, no con la mirada, podían llegar. Reforzada la columna durante la noche con el batallón más próximo, preparáronse para la pelea del siguiente 22 de Abril, que debía de ser, y fue realmente, una página épica. Los carlistas embistieron muy temprano; sus guerrillas habían trepado a alturas donde era increíble que pudiesen hombres mantenerse y pelear, no convirtiéndose en gatos o ardillas. En las espesuras cercanas y en los picachos del otro lado de la barranquera, los fogonazos simulaban el incendio del bosque. Sin la artillería de montaña, manejada con toda la pericia del mundo, la retaguardia cristina habría perecido en la puerta de la ratonera. Al mediodía, Valdés y Córdoba acordaron descender, arrostrando las desventajas de la posición, y el 5.º de Ligeros fue el primero que se lanzó impávido por el desfiladero de Artaza, hostilizado por un lado y por otro… El Provincial de Toro y otros cuerpos siguiéronle con el mismo brío. Los carlistas, rechazados en una vuelta del camino, se escabullían por aquellas angosturas para reaparecer luego más abajo, encastillados entre peñas. Caían soldados de la Reina sin cesar; los jefes de los cuerpos combatían en primera línea. Córdoba y el Barón del Solar defendían sus vidas como el último de los soldados. De este modo, y perdiendo mucha gente, llegaron con extraordinaria gallardía al pueblo de Barindano, que encontraron desierto. Allí ya podían respirar, poner en orden los desconcertados batallones, y atender a los heridos que habían podido recoger. Perdieron carros de municiones y víveres; perdieron muchas vidas. Ya no había más plan que emprender la retirada hacia Estella con todo el arte posible.
Y durante la noche, la retaguardia, que por el cambio de frente había llegado a ser vanguardia del ejército de la Reina, desde Barindano seguía viendo nutrido fuego en el desfiladero de Artaza, señal de que las demás divisiones descendían del laberinto con las mismas dificultades. A media noche cesó el fuego, porque a los carlistas se les habían acabado las municiones, y se replegaban hacia Aranarache y Contrasta.
Lo peor de aquella tremenda jornada era que los cristinos no encontraban ningún apoyo en el país: el vecindario huía de los pueblos, poniéndose al amparo de la facción; a ningún precio se encontraban aldeanos ni pastores que quisieran practicar el espionaje; la ignorancia de los movimientos del enemigo y de los puntos en que pernoctaba eran motivo de grande confusión para los Generales; nadie sabía nada; había que esperar los hechos, subordinando todo plan a lo que resultara de los del enemigo, por lo cual el verdadero director de la campaña era Zumalacárregui como jefe de su ejército, dueño absoluto del país en que operaba y de todo el paisanaje navarro.
La mañana del 23 se empleó en organizar la retirada a Estella. La vanguardia debía marchar aquel mismo día hacia Abarzuza. Era probable que los carlistas, repuestos del cansancio, y provistos de víveres, atacarían por Arlabia o Echevarri. Manteníase aún bravo y arrogante el ejército cristino, confiando siempre en sus jefes. También él tenía fe en su causa, aunque no la mostrara por modo tan vehemente e infantil como su hermano el faccioso. Se había hecho a la desgracia, soportaba resignado la enemiga y desafecto del país, y sobre esta desventaja hacía recaer la culpa de su vencimiento en aquella jornada.
La última división que quedaba en la cumbre emprendió el descenso por el desfiladero de Goyano, que ofrecía la ventaja sobre el de Artaza de tener una cumbre accesible. Apoderándose de ella, la retirada podía efectuarse en buenas condiciones. Quiso tomar Zumalacárregui la eminencia; pero Valdés, con Aldama y Seoane, anduvieron más listos, y con supremo esfuerzo lograron emplazar en lo más alto dos obuses; hazaña de gigantes que no se creyera, si no se la viese con tanta prontitud realizada. No tuvieron los carlistas más remedio que abandonar las posiciones. Zumalacárregui, que personalmente les mandaba, viendo el desaliento de su tropa, les dijo: «Mejor: dejémosles que bajen, que allá tenemos otra angostura en que les sacudiremos con más comodidad».
En efecto, al descender de Goyano por pendientes llenas de cadáveres, hubieron de sufrir otro ataque en el camino de Abarzuza, en una vuelta del río Urederra. Zumalacárregui reapareció en una altura formidable, donde les hizo más bajas, cogió algunos prisioneros y dos carros. Al anochecer, entraban Seoane y Aldama en Abarzuza con sus tropas más que diezmadas, muertas de fatiga, de hambre y sed. Y lo peor era que al día siguiente tendrían que sostener nuevos encuentros, pues el carlista no cejaba; quería recoger todas las ventajas de su victoria, y acosar hasta en su último refugio a las heroicas cuanto desgraciadas tropas de la Reina.
Dos días después entraban en Estella los veinticinco batallones, sin convencerse aún de que había llevado la peor parte la causa que defendían; tristes y fatigados, pero sin dar su brazo a torcer; seguros de poder repetir la hazaña, si sus jefes, con error o sin él, les llevaban a un nuevo combate. La tenacidad, la gallardía caballeresca, componen toda la historia de una raza que, al inclinarse para caer en tierra, ya está pensando en cómo ha de levantarse.