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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 8

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XV

Oraa, con certero golpe de vista, lanzó sus tropas hacia Mendaza, mandándolas flanquear la altura y atacar a Iturralde de flanco. Los cuatro batallones tuvieron que moverse de nuevo: al sonar los primeros tiros, su posición era ya muy desventajosa. Difícilmente pudo el Guipuzcoano y uno de los Navarros sostener el fuego contra los cristinos; los otros dos Navarros no sabían dónde ponerse. Iturralde les mandó bajar, y luego subir, y luego estarse quietos. Con la conciencia de su falta, el hombre no sabía ya qué hacer, ni cómo arreglarse para salir airoso de aquel mal paso. En tanto, el amigo Fago, que aún no había disparado un tiro, intentaba hacerse cargo de lo que ocurría en el centro. Por allá también se batían. Sin duda la división de Córdoba atacaba las fuerzas mandadas por D. Bruno Villarreal, consistentes en tres batallones y la caballería, y en apoyo de éstos corría sin duda el propio Zumalacárregui con los cuatro batallones situados en Asarta. Esto se lo figuraba el capellán soldado: lo veía en su mente a la luz de la lógica; pero no en la realidad, pues desde el repecho en que había quedado el 5.º de Navarra, sin poder avanzar ni retroceder, nada se distinguía claramente. Por entre las ondulaciones del terreno de roja arcilla, salpicado de olivos en algunos trozos, en las más enteramente calvo, veíase humo de fogonazos; pero nada más. El tiroteo arreciaba; el rumor de batalla era ya formidable estruendo.

Por el lado de Mendaza, los del bravo Iturralde resistían el empuje de las tropas de Oraa, batiéndose con su habitual denuedo; pero los cristinos habían sabido ganar mejores posiciones, y llevaban la mejor parte en la refriega. El bueno de Iturralde y su gente lo habrían pasado mal si la acción no cobrase un vivo interés en el centro. El coronel del 5.º, descontento de su desairada situación, ávido de entrar en fuego, maniobró hacia la llanura, corriendo por su cuenta y riesgo en apoyo de los alaveses. Ya tenéis a Fago batiéndose en primera línea, impávido, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa. Con seguro instinto sabía escoger en el pequeño radio de que disponía la mejor posición; alentaba a sus compañeros, y antes daba que recibía de ellos el ejemplo de serena audacia, pasando más bien por veterano que por bisoño.

Desplegado el batallón en columnas, más de una hora sostuvieron éstas el fuego al amparo de un grupo de olivos. Avanzaron dos o tres veces; tuvieron que retroceder a su primera posición, perdiendo algunos hombres. A la una de la tarde, las bajas de la compañía de Fago eran cuatro muertos y unos catorce heridos, entre ellos el capitán Alzaa. El coronel se impacientaba: no tenía costumbre de batirse largas horas en un mismo sitio; sus valientes soldados se habían educado en los avances rápidos. Pero en aquella desdichada ocasión les atacaba un poderoso enemigo, apoyado en la columna de Oraa, que rápidamente les quitó la ventaja del terreno alto; de poco les valió a los carlistas aventurarse a una fogosa carga a la bayoneta, porque la tropa contraria les tenía ganas, se sentía en mejor posición y con mayor fuerza moral. Mandábala un General de grandes alientos, joven, instruido, hecho a las luchas diplomáticas y militares, tan buen conocedor de la sociedad cortesana como de los campos de batalla. Desde el primer momento conocieron los facciosos que el contrario era duro de pelar, y por aquella vez la extraordinaria pericia de D. Tomás no les llevaba a una fácil victoria.

Los batallones que mandaba el propio Zumalacárregui adquirieron alguna ventaja sobre los cristinos a las dos de la tarde. Pero como por el sur de Mendaza, Iturralde se vio desalojado de sus posiciones, teniendo que replegarse con alguna confusión, Córdoba no tardó en ganar el terreno perdido, y a las tres la caballería cristina, mandada por López, acometió con extraordinario brío, y los facciosos no pudieron con ella. Desconcertado desde el primer momento el plan de Zumalacárregui, apenas pudo éste sacar partido de sus setecientos de a caballo. Harto hizo con proteger la retirada de los castigados batallones, que abandonaban la victoria con más tristeza que desaliento, sintiéndose dispuestos a empezar otra vez en aquel mismo instante, si así se les ordenaba.

El 5.º de Navarra sostuvo el fuego hasta que no pudo más, y perdiendo mucha gente, apoyó la retirada de los alaveses. De tal modo habíase adiestrado el capellán aragonés en la táctica, que preveía todo lo que habían de mandarle, y más de una vez sus movimientos y los de los compañeros que a su lado combatían se anticiparon a las órdenes de los jefes. La serenidad del coronel y su práctica de la guerra; la firmeza de los valientes oficiales que supieron mantenerse en el heroísmo pasivo y en la resistencia deslucida; la conducta de la tropa, penetrándose con seguro instinto de estas ideas y realizándolas admirablemente, enaltecieron al 5.º de Navarra en aquel día. Gracias a él, la derrota de los carlistas no fue una desbandada vergonzosa.

La retirada de los tres batallones a cuyo frente seguía Iturralde no pudo hacerse sin algún desorden; los del centro hiciéronla con admirable serenidad. Al anochecer todo el ejército carlista iba en busca del puente de Arquijas. El General mismo corrió peligro de que le cogieran prisionero, por habérsele caído el caballo cerca de Acedo. Los minutos que tardó en reponerse, auxiliado por los suyos con toda diligencia, decidieron de la suerte del Cuartel General. Un minuto más, y todo se habría perdido. Favorecidas de la noche, las tropas de Carlos V pasaron el Ega, por junto a la ermita de Nuestra Señora de Arquijas, y acamparon en las inmediaciones de Zúñiga, en campo raso. El ejército cristino durmió en las posiciones de Mendaza y Asarta: dormir hoy donde durmió anoche el enemigo es la victoria. Si los facciosos hubieran hecho su cama en Los Arcos y en Viana, es fácil que a los ocho días D. Carlos hubiera puesto sus almohadas en el Palacio de Madrid. Pero aquel Dios, que muchos suponían tan calurosamente afecto a uno de los bandos, dispuso las cosas de distinta manera, y pasó lo que según unos no debió pasar, y según otros sí. Estas sorpresas, que nada tienen de sobrenaturales, obra de la divina imparcialidad, son tan comunes, que con ellas casi exclusivamente se forma ese tejido de variados hechos que llamamos Historia, expresando con esta voz la que escriben los hombres, pues la que deben tener escrita los ángeles no la conocemos ni por el forro.

Ya cerrada la noche, los valientes cristinos, acampados en las posiciones realistas, formaban pabellones, encendían hogueras, preparaban su cena frugal. En los caseríos de Mendaza y Asarta se alojaban los jefes y alguna tropa, y se habían instalado los hospitales de sangre para auxiliar a los quinientos heridos de aquel sangriento día. La cifra de muertos de uno y otro bando no se conocía bien a prima noche. Al pie del cerro de Mendaza había como sesenta, y en el llano de Asarta muchos más, yacentes en una faja de terreno de reducida anchura, que revelaba la firmeza del choque entre las dos fuerzas. Las diez serían cuando avanzaba por el camino de Arquijas, en dirección contraria al puente, un General con su escolta: sin duda venía de practicar un reconocimiento del campo de batalla y de las nuevas posiciones que en su retirada había tomado Zumalacárregui. Al pasar por entre los grupos de soldados que vivaqueaban satisfechos y gozosos, con ese estoicismo festivo que es la virtud culminante de la infantería española, el resplandor de las hogueras iluminó su busto. Era un viejo fornido, de rostro totalmente afeitado, el cabello corto, el perfil a la romana, con cierta dureza hermosa, a estilo napoleónico. Los soldados, al verle venir, abandonaron sus cacerolas, donde guisaban habas con un poco de tocino, y prorrumpieron en exclamaciones de cariño ardiente: «¡Viva el General Oraa!… ¡Viva nuestro padre, y mueran ellos!…». Y más lejos gritaban: «¡A ellos ahora mismo!… a quitarles las camas… ¡Viva Oraa, viva Córdoba, viva la Reina!»

Dirigiose el General al alojamiento de Córdoba, en Mendaza, y allí estuvieron, hasta muy avanzada la noche, en largas conferencias y estudio de la marcha que debían seguir con sus diecisiete batallones. ¿Forzarían el paso de Arquijas? ¿Operarían parabólicamente, pasando el Ega, cuatro leguas más arriba, para buscarle camorra al enemigo en el valle de Campezu? Cualquiera sabe lo que discutieron y determinaron. Es probable que adoptado un plan aquella noche, lo modificaran al día siguiente, en vista de las noticias que por buenos espías tuvieron de los movimientos del enemigo, y de la inducción más o menos acertada que con ellas hicieran de las sagaces intenciones de Zumalacárregui.

Avanzada la noche, se acallaron los ruidos del campamento. Muchos soldados dormían; otros hablaban sosegadamente, aventurando juicios y cálculos para el día próximo. Veíanse bultos que exploraban el campo, reconociendo muertos con auxilio de farolillos, pues la noche era tenebrosa, y el celaje espesísimo no dejaba ver la luna creciente. El estrago de un encarnizado combate, como el del 12 de Diciembre en Mendaza, no lo revela el día, sino la oscura, la callada noche, cuando examina recelosa el campo de batalla y los tristes despojos esparcidos en él; cuando se pregunta a los muertos su número, quizás sus nombres; cuando se busca entre los rostros lívidos alguno que entre los vivos no parece. Tras de los ejércitos van personas que hacen esta triste investigación mejor que los mismos de tropa; gentes que aman al soldado, que le sirven, le ayudan, le auxilian, que rara vez estorban a la disciplina militar, y a menudo fortifican la llamada satisfacción interna.

Más abundaban estas cuadrillas abyecticias en el ejército cristino que en el de Don Carlos, y en ocasiones llegaron a ser en tanto número, que los Generales hubieron de limitar el parasitismo, expulsando vagos, mercachifles y mujeres. A los grupos que aquella noche andaban a la busca y reconocimiento de muertos, agregáronse soldados que anhelaban encontrar al compañero, al paisano, al amigo. Iban de acá para allá, alumbrando el suelo con la luz de las mustias linternas, y al encontrar un muerto le nombraban. «¡Ah, Fulano, pobrecico!…». A otros nadie les conocía: llamaban con fuertes voces a soldados distantes. «Tú, ven, a ver si sabes quién es éste… Juraría que es Juanico, cabo del sexto… ¿Y aquél no es Samaniego, el guipuzcoano jugador de pelota?… ¡Miá, miá, qué cuerpo tan grande! Digo que no va a haber tierra donde meterlo… Ved aquí al pobre Chomín con pierna y media nada más, y la cabeza rota… El que no comparece es Gurumendi, más bravo que el Cid, y más feo que el hambre. ¡Ay!, aquí está el chico ese de Cirauqui… Blasillo. Su madre quedaba esta tarde en Piedramillera rezando porque no le tocaran las balas. Tiene atravesado el pecho. Maldito si saben las balas adónde van… ¡Qué dolor!… Y gracias que hoy no se han reído esos pillos, y en retirada fueron… Pero veras tú la que traman ahora… Lo que yo digo es que con este D. Córdoba no juegan… Denles mañana otra batida como ésta, y veremos adónde va a parar la taifa legítima… ¿Y por qué no viene el asoluto a ponerse aquí, en los sitios donde pegan? ¡Ah!, mientras sus soldados echaban aquí el alma, él tan tranquilo en Artaza, sentadito al amor de los tizones… Ellos, ellos, el D. Isidro ese, y la Isidra de allá, doña Cristina, debieran ser los primeros en meterse en el fuego… pues de no, no veo la equidad. ¡Ay, españoles, que es lo mismo que decir bobos!…».

– Cállate, Saloma – murmuró, reprobando este concepto un granadero esbeltísimo, portador de la linterna, – que no es ésta ocasión de bromas.

– No me callo – replicó la baturra cuadrándose, – que lo que digo es la verdad de Dios.

– Decir españoles – manifestó un vejete riojano que llevaba en un borrico su bien surtida provisión de bebida, con lo cual ganaba mucho dinero, – es lo mesmo que decir héroes. ¿Pues qué eran sino españoles netos Hernán Cortés, Colón y la Agustina de Zaragoza?… ¿Qué me contáis a mí, que estuve en la de Arapiles y en la de Vitoria? Aquí, donde me veis, un día le cosí una bota al propio lor Vellinton… Me la trajo su asistente. Un servidor de ustedes era el primer zapatero de todo el ejército aliado… Y con gran primor le cosí la bota, y él se la puso, y con ella ganó la batalla; quiero decir, que le dio la puntera a Marmont… Conque yo sé más que vosotros… y digo que españoles y héroes es lo mesmo.

– ¿Qué sabes tú, borracho? – le contestó la baturra. – Lo que yo digo es que en Borja conocí dos chicarrones que eran más simples que el caldo de borrajas. Les metías el dedo en la boca, y no te mordían… en fin, bobos como los corderos de la Virgen… Vinieron al ejército cristino; el General Lorenzo les mandó a llevar un parte a la guarnición de Los Arcos. Los pobrecicos lo llevaron, y al volver por Logroño encontraron la partida de Lucus, cien hombres. Lucus les dijo: «¿De dónde venéis vos?» Y ellos responden: «Del jinojo…». «Mirad que os afusilamos si no decís la verdad…». «Semos de Borja y decimos lo que nos da la gana». Murieron, ¡angelicos!, gritando: «Venimos del jinojo, y al jinojo nos vamos».

– Eso es decencia. Murieron antes que vender el secreto del General. ¿Y dices que eran simples?

– Como borregos.

– Di que mártires, como los de Dios vivo.

– Pues eso.

– Los santos, ¿qué son?

– Eso… son de Borja… personas decentes.

– ¿Qué es un baturro?

– Un simple que no quiere vida sin honor.

– Pues eso digo.

– Eso… jinojo… y ahora danos una copita de aguardiente».

XVI

Al entrar en Zúñiga, donde Zumalacárregui rehízo a su gente, dándole descanso y municiones, Fago fue hecho sargento, sin pasar por la jerarquía de cabo. Así se lo notificó el coronel, elogiándole por su valerosa conducta. Todo el día 13 se ocuparon en preparar un nuevo combate, presumiendo ser atacados por Arquijas. Cortaron algunos árboles de la orilla izquierda, y destruyeron luego el puente de madera. Los heridos fueron llevados a Orbiso, donde estaba el Cuartel Real, que por disposición de Zumalacárregui debía replegarse, para mayor seguridad, a San Vicente de Arana, desde donde podría pasar fácilmente, franqueando los Altos de Encía, a tierra de Álava. Tres batallones fueron situados en las alturas que dominan a Zúñiga, plantadas de olivos, y las restantes fuerzas las escalonó en las posiciones convenientes, esperando el ataque de Córdoba. No tardó Fago en hacer estudio del terreno, y conceptuó seguro que los cristinos habrían de atacar por un flanco o por otro, o por los dos a la vez.

Sin duda una división pasaría el Ega por Acedo, a fin de embestir por el valle de Lana. Otro cuerpo de ejército podría presentarse por el valle de Santa Cruz. Quizás las dos operaciones se verificarían simultáneamente, en cuyo caso Córdoba y Oraa tenían que dividir su ejército en tres partes. Pensó el novel sargento que el General, obligado a la adivinación de estos movimientos, sabría ya a qué atenerse. «Y si el General no lo adivina, lo adivinaré yo – se dijo, olfateando el aire como un sabueso que rastrea la caza. – Vendrán por un lado y por otro. Como no se prevenga D. Tomás para este triple ataque, estamos perdidos». El 14 por la tarde, hallándose con su batallón en un olivar próximo a Zúñiga, vio venir al General con su escolta, inspeccionando las posiciones y enterándose de que sus órdenes estaban bien cumplidas. El coronel del 5.º le salió al encuentro, y hablaron un rato, denotando en su actitud perfecta satisfacción del estado de las cosas. Zumalacárregui, que todo lo veía, vio también a Fago, cuando éste le hizo el saludo militar; paró su caballo diciendo: «Ya sé, ya sé que tenemos un soldado más, excelente, bueno entre los buenos. Adelante, Sr. Fago, y no desmayar». Y siguió su camino.

El capellán sargento se quedó meditando: en la mirada del General hubo de reconocer sus propias ideas, por virtud de una transfusión milagrosa, y se dijo: «Todo lo que yo pienso, lo piensa él; pero lo piensa después que yo… Está convencido de que nos atacarán por el frente y por las dos alas, y ha tomado sus medidas para esterilizar la combinación. El escalonar los batallones a lo largo de este camino demuestra una gran pericia; las posiciones son acertadísimas para acudir a una parte u otra con presteza y seguridad. Todo va bien, como a mí se me ocurre, como debe ser, como es, porque o se tiene lógica o no se tiene. Yo la tengo, y acierto siempre… Y como acierto siempre, Sr. D. Tomás de mi alma (decía esto viéndole perderse con su escolta tras un grupo de olivos), debo manifestar a vuecencia que yo no me asusto de que pasen el Ega por la ermita de Nuestra Señora de Arquijas: al contrario, que vengan, que vengan pronto a esta orilla, donde hemos tomado posiciones inexpugnables. Y si mi jefe no lo permite, añadiré que yo no habría mandado cortar el puente. El río es fácil de vadear por esa parte. El puente habría sido para ellos una facilidad; la facilidad trae la confianza, y la confianza es la perdición cuando se está en una puerta que conduce a un calabozo. Trampa será para ellos este cerco de montañas. Mientras más pronto entren, más pronto conocerán que no pueden salir.

»Y ahora, se me ocurre meterme en el pensamiento del Sr. de Córdoba. Si yo mandara las fuerzas cristinas, renunciaría al paso del Ega por Arquijas. Yo no combato nunca donde le conviene al enemigo, sino donde me conviene a mí. Pero el espíritu de imitación tiene tal fuerza, que el hombre de guerra no puede sustraerse a la atracción que ejercen sobre él los actos de su contrario. ¿Vas tú por allí? Pues yo detrás. Donde tú estás ahora, estaré yo mañana, y he de ir por el camino que tú recorriste… Pues no, señor… Iré por donde menos pienses tú que debo ir. Yo Córdoba, después de amagar por Arquijas, llevaría durante la noche todo mi ejército a Campezu, y desconcertaría el plan de Zumalacárregui, es decir, el mío, porque yo lo he pensado, y él conmigo… Pero para este caso hay también previsiones, y yo vencería, obteniendo con mi victoria todos los cañones de batalla que trae Córdoba; y reforzado mi ejército y cubierto de gloria, franquearía sin pérdida de tiempo la Sonsierra, caería sobre la Guardia, y luego sobre Haro y Miranda de Ebro. Pasado el Ebro, se salva Pancorbo, y ya estamos en Burgos…

– Mi primero – le dijo el furriel despertándole bruscamente de su espléndido sueño militar, – para el rancho de hoy me han dado una cosa que llaman patatas. Mire, mire: son como piedras. ¿Esto se come?

– ¡Qué bruto! Es una comida excelente. ¿De dónde eres tú?

– Mi primero, yo soy de Sansoaín, orilla de Lumbier. En mi pueblo no comen esto las personas, sino las monjas por penitencia, según dicen, y los marranos, con perdón.

– Pues en el mío y en todos se cultivan las patatas y se comen, y saben tan ricas. Se introdujo en España este comestible cuando la guerra del francés. Muchos no querían comerlo por ser fruto traído de Francia; pero ya vamos entrando con él, que para el buen comer no hay fronteras.

– Mi primero, oí que comiendo estas pelotas sacadas de la tierra, se pierde la buena sangre, y nos volvemos todos gabachos o ingleses de la parte de mar afuera, diendo para La Habana. Yo no entiendo; pero le diré que las probé y me supieron al jabón que traen de Tafalla y Artajona. Si es para limpiar tripas, bueno va. Pero no me digan que esto cría sangre.

– Échales vino encima y verás.

– Con el vino solo me apaño, y estas pelotas que las coman los guiris, para que revienten de una vez.

– Ponlas y calla, y el que no las quiera que las deje. Si no tenemos bastante vino, yo lo compro de mi bolsillo: ya sabes que no me falta un duro para obsequiar a la sección. Pídele cuatro o seis Pintas al Riquitrún, y tenlas aquí antes de que toquen a rancho.

– Mi primero, por si no lo sabe, pongo en su conocimiento que el Riquitrún es muy malo, y siempre nos lo da con agua. Ese tunante ha sido sacristán, y esto basta para que no venda vino de ley. De usted se reía esta mañana, diciendo que en Oñate le ayudó la misa y que se equivocó usted tres veces, trabucando los latines, poniendo el cáliz donde no debía ponerlo, y haciendo muchas morisquetas.

– Miente el bellaco – replicó el capellán, pálido de ira. – Yo no me equivoco en la misa ni en nada. Y si vuelven a decirme tal injuria, el sacristán y tú sabréis quién es José Fago».

Al día siguiente, 15, atacaron los cristinos por Arquijas. Vadearon el río; se batían en las dos orillas bravamente, con mucha menos tropa de la que presentaron en Mendaza el día 12. No había duda de que aparecerían por Santa Cruz o por el valle de Lana. A las dos de la tarde se despejó la incógnita: Oraa se apoderaba de la Peña de la Gallina, y contra él fueron cinco batallones mandados por Villarreal e Iturralde. Zumalacárregui estaba en el camino que va de Zúñiga a Orbiso, en lugar culminante, y como adivinaba un tercer ataque por su derecha, tenía dispuestos cuatro batallones. Sereno y previsor, con su ejército y el del enemigo metidos dentro de la cabeza, viendo y sintiendo la totalidad del terreno con sus varios accidentes y distancias, aguardaba el desarrollo de la acción con la tranquilidad del maestro que domina su oficio. Todo en aquel día feliz marchaba como el programa de una función histriónica, y los distintos papeles eran desempeñados con puntual exactitud, no sólo por parte de los suyos, sino de los contrarios. El enemigo hacía lo previsto, lo calculado, sin ninguna iniciativa nueva, sin ninguna sorpresa o improvisación que desconcertara el plan general. Éste, por su sencillez lógica, parecía la página más elemental de un tratado de estrategia.

Los cinco batallones de la izquierda realista, el 5.º entre ellos, atacaron la división de Oraa, sin darle tiempo a descansar de su fatigosa marcha. Iguales eran las fuerzas por una y otra parte; en bravura fuera difícil hallar diferencia. La que resultó a la caída de la tarde tuvo por causa la ocupación de mejores posiciones por los facciosos, y el desaliento de los cristinos al enterarse de que las tropas que rodearon el Ega por Arquijas volvían a pasar a la orilla derecha y se retiraban hacia el caserío de Acedo. Replegose Oraa a su primera posición de la Peña de la Gallina; los carlistas, sintiéndose con indudable ventaja, le acosaron; Iturralde quiso reponer su fama de la pérdida lamentable del día 12, y como hallara en los cristinos pasividad heroica y resistencia formidable, apretó los resortes de su máquina; puso en el último grado de tensión el vigor navarro, y, perdiendo gente, arrebató muchas vidas al enemigo. Toda la tarde combatió Fago con impávida constancia, comunicando su valor sereno a los hombres que estaban a sus órdenes, haciéndoles audaces y temerarios, al mismo tiempo que prudentes y astutos. Ya se venía la noche encima, cuando medio batallón de los de Oraa, revolviéndose desesperado, como el león herido, acometió con zarpazo furibundo al 5.º de Navarra, que fieramente le hostigaba. Trabose lucha a la bayoneta; corrió la sangre; cayó un frente de carlistas de más de veinte hombres, como la mies rápidamente segada por la hoz.

Pero aún había navarros en gran número para vengar a sus compañeros, y multitud de cristinos cayeron acuchillados sin piedad. Fago iba delante, pues había llegado el momento del ardor fogoso, de la embestida frenética con uñas y dientes. En el ardor de la refriega, y en una de esas pausas de segundos que median entre los golpes, vio entre los enemigos que avanzaban una figura extraordinariamente terrible, un hombre de cabellos blancos, corpulento… Desde lejos le miraba, y parecía dirigirle la afilada punta de la bayoneta al pecho o al estómago… El capellán se vio acometido de un miedo súbito: su consternación le privó como por ensalmo de toda su energía militar, arrancándole su conciencia de soldado. Aquel hombre, más bien irritada fiera que contra él venía, era Ulibarri, el propio D. Adrián Ulibarri; no podía dudarlo: le vio como a diez varas; sus facciones no mentían, no podían mentir, ni había confusión posible con otra persona… En mucho menos tiempo del que se emplea en referirlo, el fantasma, o lo que fuera, estuvo a dos pasos… Fago reconoció la voz, la mirada: era él… Su terror fue inmenso… se dejaba matar. Pero cuando sólo un palmo distaba de su vientre la bayoneta del furibundo cristino, dispararon contra éste los navarros dos o tres tiros que le hirieron gravemente. Cayó Ulibarri, y se volvió a levantar. Fago vio en sus ojos moribundos el odio y la ferocidad: una mano de tigre le agarró convulsiva el cuello; una voz le lanzó el mayor insulto que boca humana puede proferir… Recobró el capellán súbitamente su personalidad corajuda; dio un paso atrás, requiriendo su fusil armado de bayoneta, y se hartó de clavarla en el cuerpo de su enemigo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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