Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 9
XVII
Hecho esto, salió corriendo por encima del cadáver, impulsado de un instinto de fuga. Corrió hacia las líneas enemigas; no iba solo. Sus compañeros le agarraron; viose envuelto por los suyos, que retrocedían… Sin conciencia, de sus actos, anduvo después largo trecho por entre los combatientes, pisando muertos y heridos, oyendo voces que ignoraba si eran de carlistas o de liberales, y, por último, fue a caer sin conocimiento al pie de un olivo. Nunca supo lo que duró su espasmo; al recobrarse de él, viose en completa obscuridad, pues la noche había cerrado ya. Las voces de sus compañeros sonaban cerca; distinguió algunas que le eran familiares. Dirigiose allá casi a tientas, porque apenas veía. «¿Es noche oscura – pensaba – o estoy yo ciego?» Miró al cielo, y vio algunas estrellas; luego empezó a distinguir los accidentes del terreno, y movibles bultos, pelotones de hombres que se alejaban.
Ya se consideraba próximo al sitio donde creía encontrar a los de su batallón, cuando se hizo cargo de que no tenía fusil. Trató de volver al pie del olivo donde había caído como desmayado, mas no acertó a encontrarlo. Los árboles salían a su encuentro, como diciéndole: «Yo soy, yo soy el olivo». Pero luego resultaba que no eran. Determinose a seguir sin fusil, y tampoco pudo reconocer la dirección que antes había tomado. Ni las voces se oían ya, ni los bultos informes se veían tampoco. Aquí y allá tropezaba con muertos. ¿Eran cristinos o carlistas? Por las boinas o morriones los determinaba fácilmente. Miró al cielo, buscando la Osa Mayor para orientarse; pero ya no se veían las estrellas, y la tierra se iba envolviendo en una niebla blanquecina, cuyos vellones espesos venían de un punto que el aturdido capellán no pudo discernir si era el Norte o el Sur. Al fin, plantándose y llamando a sí toda su inteligencia, ansioso de encontrar una idea meteorológica, pudo hacer este razonamiento: «De allí viene la niebla, pues por allí está el río».
Anduvo presuroso en la dirección que estimaba contraria al curso del Ega. La niebla parecía perseguirle, y cuanto más andaba, más envuelto se veía en las masas lechosas. Ningún ruido turbaba la lúgubre quietud del ambiente. Los olivos iban a su encuentro; algunos troncos le cortaban el paso con brutal choque, sacudiéndole formidable testarazo; otros huían deslizándose por su flanco, y le azotaban el rostro con sus ramas mojadas. La tierra le abría zanjas en que se hundía, o le presentaba parapetos para hacerle caer de rodillas. Tropezó en un tronco, y al poner las manos en tierra tocó ropas, cabellos… Era un cadáver. «¿Será éste? – pensó el infeliz capellán poseído nuevamente de glacial terror. – ¿Habré venido a parar junto al cuerpo de Ulibarri, a quien ensarté no sé cuántas veces con mi bayoneta?» Reconocido el muerto, vio que tenía barbas y casco. No era el alcalde de Villafranca… Más allá encontró un caballo; después otros muertos, y un fusil, que tomó. Era un arma cristina.
Siguió adelante, sin saber ya por dónde iba, pues lo desigual del terreno obligábale a variar de dirección a cada instante. «Paréceme – se dijo echándose fatigado en el suelo, – que me encuentro en el campo de batalla de hoy, en el paraje donde rechazamos el ataque de los cristinos, a arma blanca, donde vi a Ulibarri vivo… No, no: esto no puede ser, porque sería un milagro… ¡Milagro! ¿Y quién me asegura que Dios no haya querido sacar de la tierra al buen Don Adrián, y darle realidad o apariencias de vida para confundir con una imagen terrorífica mi estúpida arrogancia militar, para despertar mi conciencia de sacerdote, y enseñarme que las manos que cogen la Hostia no deben derramar sangre humana? ¿Será esto? Ejemplos hay de apariciones sobrenaturales dispuestas por Dios para expresar a un alma extraviada la divina voluntad. Si Dios puede hacer que tomen forma corpórea los fenecidos para revelar la justicia y la verdad a los vivientes, ¿por qué no admitir, desde luego, el milagro de la presencia de aquel buen hombre en el campo de batalla? No hay que decirme que pudo ser el que maté persona que al muerto de Falces se pareciese. No era semejanza, era identidad: el que vi, el que maté, era el alcalde de Villafranca. Aún le estoy viendo; aún veo la blancura de sus cabellos, el ardor de su rostro; veo sus ojos iracundos que me traspasaban, que me daban más miedo que todas las bayonetas cristinas… Era él, era él. No es aquella imagen obra de mis sentidos, que la tomaron de la conciencia alborotada: era efectiva, real, y esta realidad sólo Dios pudo disponerla. Creo en los milagros; creo que he visto al padre de Saloma, que le he matado, que por aquí debe de estar su cadáver».
Dio algunos pasos; anduvo un buen trecho a gatas, abandonando el fusil que poco antes cogiera, y luego se echó de nuevo en tierra, asaltado de ideas turbulentas que contradecían las ideas anteriores. «¿Y quién mi dice que fuera real la muerte de Don Adrián en Falces? ¿Quién me asegura que lo que vi en aquella tristísima noche y en aquella alborada sangrienta no fue el milagro verdadero? Bien pudo ser que mi conciencia y mis sentidos forjaran, por disposición del Cielo, el suplicio del hombre que ofendí; bien pudo ser que Dios me pusiera ante los ojos mi ignominia en aquella forma. Si, en efecto, Ulibarri no pereció en Falces, nada tiene de absurdo que se me presentara en las filas cristinas, sin necesidad de milagro… ¡Ay!, en todo caso mi conciencia se alborota, estalla, ahogándome toda el alma. Milagroso o no, el hombre que vi y que maté en un momento de furor instintivo, me reveló con su presencia estoy nuevamente encenagado en el mal, que escarnezco la sagrada Orden, cogiendo en mis manos un arma y matando sin piedad cristianos con ella… ¡Si al menos fuesen moros!… Pero tampoco… ni moros ni nada… Que los maten los militares, si necesario es para el cumplimiento de la ley de Dios y el triunfo del Evangelio… ¡Pero yo, yo matar!… Reventé a Ulibarri o a su imagen, por la ley física que nos mueve a defendernos cuando nos atacan… Es uno hombre sin poderlo remediar. Un santo haría lo mismo… Estalla el coraje cuando menos se piensa… y al recobrarnos de la horrible locura, ni aun sabemos a ciencia cierta lo que hemos hecho. Llega un momento en que al hombre civilizado se le cae la ropa, y aparece el salvaje. Luego nos da vergüenza de vernos desnudos, y volvemos a encapillarnos la levita, la sotana, o lo que sea…».
Corrió luego desaforadamente, gritando como un loco: «Estoy en pecado mortal… Piedad, Señor, piedad… En mí llevo el infierno, la guerra; mis planes estratégicos son los caminos de Satanás… mi régimen de movilización de tropas, idas y venidas de demonios… ¡Piedad, Señor, piedad!…».
Oyó cantar un gallo, por donde vino a conocer que eran las dos de la mañana, hora en que habitualmente deja oír su voz el reloj de la noche. Aventurose en la dirección del canto, creyendo encontrar un caserío; pero la niebla era ya tan densa, que no sabía por dónde iba. Oyendo después que el gallo cantaba a su espalda, volvió hacia atrás, cada vez más perdido en el seno de aquella opacidad algodonácea que envolvía la naturaleza como un sudario. Había dejado de tropezar con olivos, y de pronto se presentó un escuadrón de ellos, plantados con orden y estorbándole el paso… Vino luego un parral, cuyas cepas a cada instante se le enredaban en los pies. Eran garras que le cogían, y horquillas que le enganchaban. El hombre volvió a arrojarse en tierra, exánime, más afligido aún de la negra desesperación que del cansancio. Lágrimas brotaron de sus ojos. No podía consolarse de haber dado muerte al que en rigor de justicia debió ser, antes, y después, y siempre, su matador… No con lloros y suspiros, ni con la pena ardiente, ni con el razonar febril, podía desahogar su alma, ni aliviarla de aquella colosal pesadumbre. Pasó algún tiempo en tan triste situación, y al fin amaneció: triste claridad se manifestaba al través de aquel pesado velo, más denso al avanzar el día, más lúgubre blanqueado por la luz. A veinte pasos no se distinguían los objetos: árboles y peñas desaparecían como tras una cortina. Los ojos llevaban consigo aquella ceguera de las cosas; el circuito blanco se movía con el espectador.
No hacía media hora que era día, cuando sintió el capellán voces humanas. ¿Por qué parte? No podía precisarlo. Tan pronto sonaban aquellos ruidos por su derecha como por su izquierda. O había gente por todas partes, o la niebla jugaba con el sonido, echándolo de un lado para otro. Eran ecos extraños de voces roncas de mujeres, como disputando con voces más ásperas aún de hombres. Por un momento creyó escuchar la dureza del vascuence. Pero no: era castellano, tirando un poco a baturro. Creyendo reconocer voces de compañeros de la facción, anduvo en seguimiento del ruido; se equivocó de rumbo: llamó; le contestaron, y, por fin, encontrose junto a un grupo de personas diversas, sentadas en el suelo. Habían encendido una hoguera para guisar algún comistrajo y calentarse. Algunos dormían: el aspecto de todos era de extraordinario aburrimiento y fatiga. No bien apareció junto a ellos el clérigo aragonés, saliendo como espectro de los blancos vellones de la niebla, fue reconocido por una mujer del grupo, que asustada dijo: «No es nadie. Creímos que venían carlistas. Es el clérigo de Villafranca vestido de paisano, y sin armas… ¿Qué le pasa, Padrico? ¿Está su merced en servicio militar, o sigue de capellán?… ¿Vienen más facciosos con usted? Nosotros somos gente de paz.
– Y vendemos aguardiente, – dijo un vejete, señalando el borrico atado al árbol más próximo.
– Con esta condenada niebla nos hemos perdido – agregó otra mujerona que atizaba la lumbre, – y aguardamos a que abra para seguir a nuestro ejército.
– Según eso – dijo Fago, echándose en el suelo, gozoso del calor y de la compañía, – estoy en el campo cristino.
– ¿Viene usted del campo faccioso?
– Sí: ayer tarde me separé de mis compañeros del 5.º de Navarra, y no he podido reunirme con ellos. Cegado por la niebla, he andado a ratos toda la noche, y en este momento ignoro dónde estoy.
– A poca distancia de Santa Cruz de Campezu… Mucho tiene que andar para juntarse con los suyos, que deben de estar en Zúñiga… Tómelo con calma; y para recobrarse del cansancio, eche un trago de vino, y luego probará de estas pobres sopas. Aquí somos todos de paz, y estamos a ganar un pedazo de pan, con remuchísimo patriotismo… Yo he servido en Fusileros de San Fernando, con D. Carlos España… Derrotamos al Francés en Arapiles… ¿Sabe usted lo que fue Arapiles?
– ¿Pues no he de saberlo?… Batalla ganada por lord Wellington junto a Salamanca… Y a propósito: no sé aún el resultado de la acción de ayer entre Arquijas y Zúñiga.
– Por el cuento, parece que la hemos perdido.
– Quita allá – dijo Saloma. – ¿Tú qué entiendes? El retirarse Córdoba es engaño, para cogerlos luego por allá… qué sé yo. Nosotros nada sabemos. Córdoba sabe más que el Tío Zamarra, y por un lado o por otro le tiene que coger… y como le coja, se acabaron los asolutos… ¿Qué les quedará si pierden ese General? Pondrán al frente de las tropas a un clérigo de misa y trabuco… o el mismico D. Isidro tomará las riendas, como quien dice, el rosario».
XVIII
En el abatimiento y confusión de su espíritu no mostraba Fago gran deseo de conocer el resultado de los combates del día anterior. Batallas más terribles, libradas en el campo oscuro de su conciencia, secuestraban su atención, y compartida ésta entre el conflicto propio y los hechos que el anciano cantinero refería, apenas pudo enterarse de la victoria facciosa, o se enteró de un modo incompleto, recogiendo sólo retazos, noticias sueltas. Córdoba se había retirado inopinadamente de Arquijas. Oraa fue rechazado en Lana, y Gurrea, que intentó atacar por la derecha, había llegado tarde. En retirada quedaron, pues, al anochecer los cristinos, y aún no se sabía por dónde andaban. Prisioneros de la niebla, los dos ejércitos aguardaban que el sol les libertase para volver a combatir en las mismas posiciones, o en otras.
«¿Qué le parece? – le preguntó el vejete. – ¿Pelearán en las mismas posiciones?… ¿Qué piensa, buen hombre?… ¿O es que, por no entenderlo, no piensa nada?
– No pienso, no se me ocurre nada – dijo Fago demostrando en el mirar y en el gesto extraordinaria confusión. – ¿Qué entiendo yo de posiciones?
– Es usted sargento, ¡contro!
– Soy un pobre cura que se ha visto obligado a… no sé lo que digo… Dadme un poco de vino para que pueda coordinar las ideas.
– Bien se ve que le han engañado esos puercos – dijo Saloma alargándole el jarro. – No hay más que verle para saber que es usted un mosén muy cuitadico, y que no sirve para manejar el chopo. Váyase, váyase pronto a coger el cáliz, para que Su Divina Majestad le perdone el meterse en estas jerarquías».
Y otra mujer saltó diciendo: «En la cara se le conoce que es cobarde… ¿Qué le pasó, mosén?… ¿que al oír los primeros tiricos le entró lo que los vizcaínos llaman bildurra, y se le movieron las tripas?»
La actitud silenciosa y sombría de Fago confirmó a la baturra en su creencia, y por caridad, se apresuró a darle participación en la comida, que ya había sido apartada del fuego, y repartidas las cucharas, comieron todos de la misma cazuela en que las sopas habían hervido: No estará de más representar con cuatro perfiles a las personas que componían la cuadrilla parasitaria del ejército cristino. Saloma ya es conocida; la otra mujer tenía por apodo la Maja de la seda, y llevaba muchos años de ejercer el comercio ambulante, rodando por Rioja y Cinco Villas. Su patria era el Bocal; sus ojos bizcos fulguraban picardía y malas artes; su cuerpo igualaba en flexibilidad al de una lagartija. Comúnmente la llamaban Seda, y se titulaba esposa de otro punto de la partida, por mal nombre el tonto de la Uva, o simplemente Uva, de rostro atezado y cuerpo contrahecho. Era del Valle de Arán, y se hacía pasar por francés, hablando a veces un patois de su invención. El vejete, que ostentaba el timbre glorioso de haberle cosido a Wellington una bota, la víspera de Arapiles, procedía también del Bocal de Aragón, y le llamaban el Tío Concejil. Ganaba dinero con su mercadería ambulante, era consecuente en su filiación liberal, y había sido fiel parásito de Sarsfield, de Quesada, después de Rodil, y últimamente de D. Francisco, que era su amigo. En Puente la Reina, el año 24, le había dado Mina la mano, cuando le llevó la noticia de que los realistas, escapados de Cirauqui al anochecer, habían llegado a Oteiza a las dos de la madrugada. Otros dos hombres había en la cuadrilla, que eran como bestias de Uva; cargaban enormes mochilas parecidas a cuévanos, repletas de tabaco.
Saloma era entre los parásitos como una huésped: daba un tanto al día por participar de su comida, y también comerciaba en pequeña escala. Conocía por sus nombres y apellidos a un centenar de soldados cristinos de todas armas; mas no se crea que andaba entre ellos con malos fines: les trataba, les tenía ley, se interesaba en sus triunfos, dábales alientos con palabras expresivas; pero se mantenía fiel al granadero Manuel Díaz, natural de Herramélluri, entre Haro y Santo Domingo de la Calzada; mocetón de buen ver, que más pronto tomaba las mozas que las trincheras de la facción. No era esta cuadrilla la única que seguía las legiones de la Reina; había otras, y algunas promiscuaban, sirviendo a carlistas y constitucionales alternativamente, según les convenía.
A mitad de la comida, se arrancó Saloma con este grave aforismo: «Un aragonés no puede ser cobarde, aunque sea clérigo, señor de Fago… Esto lo digo yo que soy de Borja…
– Es verdad – replicó el capellán haciendo honor a las calientes sopas. – Un aragonés es… un aragonés.
– Y está dicho todo. El día que se desbarate España, para volver a jacerla tendrán que poner por pedernal del cimiento los corazones de Aragón.
– Y que lo digas. ¿No piensa lo mesmo el señor cura?
– Lo mismo pienso, y en verdad os aseguro que deshonro a mi tierra, porque soy cobarde. Me creí valiente… me engañé a mí mismo, me engañaron diciéndome que era yo muy entero.
– Y en cuanto oyó los primeros tiros…
– No, no fue a los primeros tiros, sino a los últimos.
– Eso sí que es raro – dijo Saloma. – Pues mire, Padrico, ándese con cuidado, que si le cogen los faiciosos, le afusilan por desertor, y si le pescan los cristinos, no lo pasará bien… Ya se está usted quitando las ensinias de sargento. Como no tiene uniforme, no le estorba el chaquetón; pero algo debe disfrazarse, que aunque sea falso, a veces no parece que lo es, y hasta podrían tomarle por un valiente triste, quiere decirse, aflegidico por mor de amores o qué sé yo qué».
Tal era el desaliento de Fago y tan aplanante su pasividad, que no hizo el menor movimiento cuando Saloma descosió con sus puercas uñas las insignias que en las mangas llevaba.
– «Y ahora, si no quiere que sospechen, quédese con nosotros – agregó la baturra, – y aquí comerá de lo que haiga. Si no tiene dinero para el gasto, no le importe, que a mí no me falta un duro para los amigos, y más si son de la tierra… Donde yo estoy, está Aragón… Conque…».
De tal modo sentía el clérigo deshecha y caída su voluntad, que nada supo contestar a estas razones, y a todo asintió, agradeciendo al propio tiempo el socorro de comida y fuego que a los buenos parásitos debía. Pensando en aquella inesperada situación a que le había traído su destino, sorprendió y reconoció en su alma una glacial indiferencia política. Lo mismo le importaba hallarse entre liberales que entre facciosos. Empequeñecidos ambos bandos, eran de la misma talla mezquina ante la magnitud del tremendo conflicto que él llevaba en su alma. ¿Ni cómo podía ser de Dios uno de los ejércitos, y el otro no? Dios estaba en todos y en ninguno, y los hombres no se podían diferenciar ante Dios más que por sus conciencias. Pero estos razonamientos y otros no podía calmar la suya, ni ver nuevos horizontes en su vida ulterior. ¿Qué haría? ¿Adónde trasladarse, qué partido tomar, y qué conducta preferir, y a qué aferrarse?
Rasgó el sol con punzantes rayos la niebla, y se aclaró un espacio que permitía ver los objetos a distancia de tiro de fusil. Pero luego cerrose de nuevo la espesa cortina, y a oscuras quedáronse otra vez dentro de aquella ceguera blanca, que era como el ver que no se veía nada. Oíanse, no obstante, tambores y cornetas. Los batallones más próximos marchaban ya, sin que se pudiera saber adónde. Uva, que había ido a explorar, volvió diciendo: «San Fernando y la caballería de López vuelven a Mendaza. Los demás, sabe Dios por dónde andan.
– ¿Y ellos?
– La facción, dicen que va hacia la Amézcoa; pero no es más que un decir».
Las diez serían cuando acabó de deshilacharse la niebla, y la cuadrilla se puso en marcha, llevando el burro por delante: Fago se dejó llevar; no tenía voluntad. Vio soldados cristinos en marcha, caballos, acémilas; vio a Saloma hablando con sus amigos y conocimientos; vio un capellán en mula, en quien reconoció a un antiguo colegial de Vergara. Afortunadamente no fue conocido. Uva se emparejó con él, y quiso distraerle con su charlar festivo; pero el aragonés, atacado de un mental marasmo, parecido a la imbecilidad, no acertaba en las contestaciones, y de rato en rato decía: «Amigo Uva, ¿a dónde vamos? Yo quisiera ir a Veruela.
– No creo que vaigamos tan lejos. Pero usted, mosén, si quiere, por Los Arcos y Viana se puede pasar a Logroño, y de allí, caminito arriba, hasta Tarazona… En el coche de San Francisco, cinco días o seis».
Rendido de sueño, el infortunado capellán, aprovechando el descanso de la cuadrilla en un humilladero que les ofrecía comodidad, se tumbó en el rincón más abrigado, y mal envuelto en pedazos de manta que pusieron a su disposición las baturras, se durmió profundamente. Soñó primero mil disparates inconexos: que Uva estaba jugando a la pelota con Zumalacárregui; que, Saloma era la Saloma de Ulibarri, transfigurada físicamente; que Seda iba del brazo del General Córdoba por la calle principal de Ejea de los Caballeros, y, por último, su cerebro forjó una serie de imágenes y hechos, combinados con relativa lógica, imitando la realidad en todo lo que los sueños imitarla pueden. Viose en manos de los monjes de Veruela, que de nuevo le rescataban del Infierno, entregándole a Dios… Otra vez se veía, cubierto del traje eclesiástico, y pasaba de Veruela a un lugar sin nombre, con sus casas cimentadas en escalones sobre altísimas peñas. En el pico más alto estaba la iglesia, como un nido de cuervos, apoyando sus contrafuertes en las grietas musgosas de la roca. El sueño le representó después diciendo misa en la iglesia roquera, delante de un grupo de fieles vestidos de negro, con cirios… No tardó en cambiar la decoración, y viose en otra iglesia pequeñita y oscura. También en ella celebraba, y en el momento de salir revestido con casulla blanca, por ser la fiesta del papa San Gregorio, oyó tiros cercanos, gran tumulto de batalla.
Los cristinos cercaban el pueblo; ya eran dueños de las casas exteriores, y seguían adelante, destruyendo todo lo que encontraban al paso. Mas él, impávido, apartando su mente de todo lo que fuese guerra y matanza entre cristianos, empezó su misa. La decía despacio, muy despacio, recreándose en las bellezas del simbolismo litúrgico. Pero cuando llegaba a la consagración, los tiros sonaron en los propios muros del templo. El pueblo salió despavorido: mujeres y hombres acudían a la defensa armados de fusiles, palos o esgrimiendo cirios, blandones, incensarios y lo primero que encontraban. El acólito abandonó el altar, y de la caja del púlpito sacó una escopeta. El oficiante sintió el demonio de la guerra en su alma, dejó el cáliz sobre el ara, y sin pensar en quitarse las sagradas ropas, pues el aprieto del ataque no le daba tiempo para ello, corrió a la ventana, por donde entraba, con el grandísimo estruendo, humo y polvo de un batallar furioso. Alguien, no supo quién, puso en sus manos un fusil. Cogiolo, y saliendo intrépido a la ventana, echóselo a la cara. Los cristinos subían con escalas. Les recibió a tiros, acertando en todos. Cada disparo era una muerte. Mientras disparaba un fusil, le cargaban otro y otro. Llovían balas contra él; pero todas se estrellaban en su casulla como en una coraza milagrosa… Con gritos de coraje alentaba a los suyos, y con horribles expresiones blasfemantes denostaba a los enemigos que asaltaban la iglesia. Tantos mató, que caían en racimos al pie del muro. Y él indemne, viva imagen del dios Marte, vestido de alba y casulla, mostrando un valor heroico y una pericia no inferior a su bravura. No contento con rechazar a los que osaron meterse por la ventana, salió al frente de su cuadrilla por la puerta lateral, y persiguió al enemigo en retirada, acuchillándolo sin piedad, machacando cráneos, rasgando vientres, cercenando piernas y brazos. En fin, que a poco de emprender esta feroz batalla no quedaba un enemigo para contarlo. Transcurrió un lapso de tiempo, que apreciar no podía; mas al término de él, continuaba tan tranquilo su misa, como si nada hubiese pasado. Su casulla, que era blanca al empezar, se había vuelto roja de la sangre de la batalla, y la festividad, que antes era de confesores, después lo fue de mártires. El vino de la consagración le supo a pólvora; el acólito, en vez de campanilla, tocaba un tambor… «¡Cuánto disparate, y qué sueño tan absurdo e irreverente!», dijo el capellán despertando a los tirones de pies que le daba Uva.
«Padrico, que nos vamos. Levántese si no quiere que le dejemos aquí.
– ¿En dónde estamos? ¿Qué pueblo es éste?
– El pueblo es Mirafuentes. Esto se llama el Cristo de la Caña… Volvemos a Los Arcos, amiguito, a repostarnos de municiones para emprenderla otra vez contra esos pillos, que no pelean; lo que hacen es escurrirse como culebras cuando les tenemos cogidos… Dese prisa, si no quiere quedarse».
En marcha ya, la mente del tránsfuga, que con el sueño se había despejado considerablemente, pudo hacer apreciaciones razonables de su verdadera situación, y la voluntad, libre ya del horrible desconcierto de la noche anterior, supo determinar algo conforme a lógica y al sentido común. «No se me había ocurrido hasta ahora que debo presentarme al Sr. Arespacochaga, mi protector y amigo, por quien he venido a estas endemoniadas aventuras. Debo manifestarle el estado de mi conciencia, mis horribles dudas, el espanto que me produjo la visión de Ulibarri, el desaliento que ahora me invade, y todo, todo, para que lo sepa y decida. Él me trajo; él dispondrá de mí».
«Amigos míos – dijo a los cantineros, parándose en mitad del camino, – cuando nos encontramos, la luz de mi razón hallábase apagada. Ya se ha encendido: ya veo claro. Agradeciendo a ustedes la caridad que me han hecho, me veo precisado a dejarles. Tengo que ir al Cuartel Real de Carlos V».
Diéronle medio pan y un palo, y despidiéndose afablemente tiró hacia el Norte, camino de Mendaza y del puente de Arquijas.