Kitabı oku: «La desheredada», sayfa 12
Capítulo XI
Insomnio número cincuenta y tantos
«¡Qué hermoso palacio, Dios de mi vida! ¡Cuánto habrá costado todo aquello! ¡Pensar que es mío por la Naturaleza, por la ley, por Dios y por los hombres, y que no puedo poseerlo!… Esto me vuelve loca. Dios no quiere protegerme, o quiere atormentarme para que aprecie después mejor el bien que me destina. Si así no fuera, Dios hubiera hecho que yo me enterara de que la marquesa estaba en Madrid. El corazón no puede engañarme, el corazón me dice que cuando yo me presente a ella, cuando me vea… No, no quiero pleitos; quiero entrar en mi nueva, en mi verdadera familia con paz, no con guerra, recibiendo un beso de mi abuela y sintiendo que la cara se me moja con sus lágrimas. ¡Es tan buena mi abuelita!… Y aquel Alonso cojo, ¡qué fiel y honrado parece!… Siempre, siempre seguirá en la casa, con su pata de palo, que va tocando marcha por las escaleras… Mis papeles están en regla. Debo tomar el tren y marcharme a Córdoba. ¿Y con qué dinero, Virgen Santísima? Vaya, que mi tío se porta… Tantas promesas y tan poca substancia. ¡Ah! ¡Señor Canónigo, cómo se conoce la avaricia! Temo presentarme a mi abuela con esta facha innoble. Ya mis botas no están decentes, ya mi vestido está muy cesante, como dice la Sanguijuelera. Tanta vergüenza tengo de mí, que quisiera no hubiese espejos en el mundo… Siento llegar a ese lindo ganso de Melchor: es la una. Yo debería dormirme. ¡Si Dios quisiera darme un poquito de sueño!… Me volveré de este otro lado.
»Ya siento un poco de sueño. Detrás de los ojos noto pesadez… Si no fuera por este pensar continuo y esto de ver a todas horas lo que ha pasado y lo que ha de pasar… Ven, sueñecito, ven… ¿Pero cómo he de dormir? Me acuerdo de mi hermano preso, y la cabeza se me despeja, doliéndome. Está visto, no me dormiré hasta las dos. ¡Pobre, infeliz hermano! ¡Qué afrenta tan grande para mí y para él! No, mientras esto no se arregle y Mariano salga de la cárcel no diré una palabra, no daré un solo paso, no veré a mi abuela… ¡Ay, infeliz Isidora, infeliz mujer, infeliz mil veces! ¿Cómo quieres dormir con tanta culebrilla en el pensamiento? Aquí, debajo de este casco de hueso, hay un nido en el cual una madre grande y enroscada está pariendo sin cesar… El palacio, mi abuela, mi hermano criminal, yo sin botas, yo llena de deudas, y luego aquel, aquel, aquel, que ha venido a trastornarme más… ¡Qué hermosos, qué divinos ojos los de mi madre! Cuando la vi en pintura me pareció verla viva, que me miraba y se reía, diciéndome cosas de esas que se les dicen a los hijos. Madre querida, mándame un beso y con él un poco de sueño. Quiero dormir; pero no se duerme sin olvidar, y yo no puedo echar de mi cabeza tanta y tanta cosa. ¡Si se lograra dormir cerrando mucho los ojos; si se pudiera olvidar apretándose las sienes!… Me volveré de este otro lado. ¿Para qué, si al instante me he de cansar también? Más vale que abra los ojos, que me distraiga rezando o contándome cuentos. ¡Jesús, qué negro está mi cuarto! Si no duermo, vale más que encienda luz y me levante, y abra el balcón y me asome a él… Pero no, tendré frío, me constiparé, cogeré una inflamación, una erisipela. ¡Ay, qué horror! Me pondré tan fea…, y es lástima, ¡porque soy tan guapa, me estoy poniendo… divina! Aquí, recogida una en sí, y en esta soledad del pensar, cuando se vive a cien mil leguas del mundo, se puede una decir ciertas cosas, que ni a la mejor de las amigas ni al confesor se le dicen nunca. ¡Qué hermosa soy! Cada día estoy mejor. Soy cosa rica, todos lo afirman y es verdad… ¡Dios de mi vida, las dos! Este chasquido que oigo es el muellecito de la caja en que Melchor guarda su pipa. El asno bonito se acuesta…¡Las dos, y yo despierta!…
»¡Qué silencio en la casa! Me volveré de este otro lado… ¡Oh!, ¡qué calor tengo! Me deslizaré a esta otra parte que está más fresca. Tengo un cuerpo precioso. Lo digo yo y basta… Vamos, ¿pues no me estoy riendo, cuando son las dos y no he podido dormirme? Virgen Santísima, sueño, sueño, olvido… Esta es otra; ¿por qué me palpita el corazón? Lo mismo fue hace dos noches. Yo tengo algo, yo estoy enferma. Este latido, este sacudimiento no es natural. Parece que se me salta… ¡Jesús, madre mía! ¿Qué siento? ¡Pasos en mi cuarto! ¡Alguien ha entrado!… ¡Ah!, no, no hay nada: es como una pesadilla… ¡Cómo sudo, y qué sudor tan frío! ¡Si al menos me durmiera! ¿Pero cómo, si el corazón sigue palpitando fuerte?… Tengamos serenidad. Corazón, estate quieto. No bailes tanto, que me dueles… ¡Cuidado, que te me rompes, que te me rompes!… ¡Qué cosas pienso! Cuando estoy despabilada y paso toda la noche afinando el pensar, hasta se me figura que me entra talento… Y vamos a ver, ¿por qué no he de tener yo talento? Sí que lo tengo. Eso, antes que los demás, lo conoce la misma persona que lo tiene. No, mamá mía, no has echado tontos al mundo. Yo.... ya ves; y en cuanto a Mariano, deja que salga de esa maldita cárcel, que se afine, que se pulimente, que se instruya… ¡Dios me valga! ¡Las tres!
»¿Pero las horas se han vuelto minutos? La noche vuela, y yo no duermo. Daré otra vuelta y cerraré los ojos; los apretaré aunque me duelan… ¿Por qué no puedo estar quieta un ratito largo? ¿Qué es esto que salta dentro de mí? ¡Ah!, son los nervios, los pícaros nervios, que cuando el corazón toca, ellos se sacan a bailar unos a otros. ¡Qué suplicio! Me muero de insomnio… Un baile en aquellos salones. Cielo santo, ¡qué hermoso será! ¡Cuándo verás en ti, garganta mía, enroscada una serpiente de diamantes, y tú, cuerpo, arrastrando una cola de gro!… Me gustan, sobre todas las cosas, los colores bajos, el rosa seco, el pajizo claro, el tórtola, el perla. Para gustar de los colores chillones ahí están esas cursis de Emilia y Leonor… ¡Cómo me agradan los terciopelos y las felpas de tonos cambiantes! Un traje negro con adornos de fuego, o claro con hojas de Otoño resulta lindísimo… El buen gusto nace con la persona…
»Vamos, gracias a Dios que me duermo. Poquito a poco me va ganando el sueño. Al fin descansaré: bien lo necesito… Ya llegan los convidados, mi abuelita me manda que los reciba. Estoy preciosa esta noche… Entran ya. ¡Cuánta sonrisa, cuánto brillante, qué variedad de vestidos, qué bulla magnífica! y… en fin, ¡qué cosa tan buena! Hay una tibieza en el aire que me desvanece; me zumban los oídos, y en los espejos veo un temblor de figuras que me marea. Pero esto es precioso, y ya que una ha de morirse, porque no hay más remedio, que se muera aquí. ¡Jesús, qué cosa tan buena! Mi vestido es motivo de admiración. Eso bien se conoce. Acaba de llegar Joaquín y se dirige hacia mí… ¿Qué campanas son estas? ¡Las cuatro! Si estoy despierta, si no he dormido nada, sí estoy en mi cuarto miserable… Dios no quiere que yo descanse esta noche. Me volveré de este otro lado…
»El tal marqués viudo de Saldeoro está loco por mí; pero no seré tonta, no le daré a conocer que me gusta… ¡Y cómo me gusta!… En fin, suspiremos y esperemos. Conviene tener dignidad. ¿Soy acaso como esas cursis que se enamoran del primero que llega? No, en mi clase no se rinde el corazón sin defenderse. Firmeza, mujer. Si Miquis te es indiferente y el marqués viudito te encanta, no des a entender tu preferencia… ¡Los hombres! ¡Ah!… que se fastidien. Se dice que son muy malos, y yo lo creo… Pero el marquesillo me gusta tanto… Es lo que ambiciono para marido; y él me jura que lo será… ¡Jesús, qué cosa tan buena! ¡Qué hermosa figura, qué modales, qué manera de vestir tan suya…! Pero yo me pregunto una cosa: ¿dirá que me quiere porque sabe que voy a ser riquísima?… Mucho cuidado, mujer; no te fíes, no te fíes… Por de pronto le agradezco sus invenciones delicadas para ofrecerme dinero y obligarme a aceptarlo… Por nada del mundo lo aceptaría… ¡Humillarme yo!… Antes morir… ¡Las cinco, Virgen del Carmen, y yo despierta!
»No quiero pensar en Joaquín, ni en mi abuela, ni en mi hermano, ni en mis botas rotas, a ver si de este modo me olvido y duermo. Meteré la cabeza debajo de la almohada. ¡Ah!, esto me da algún descanso… Hace dos semanas que no veo a Joaquín, y me parece que hace mil años. ¡Estuve tan fuerte aquel día!… ¡Me fingí tan incomodada! Verdad es que él fue atrevido, atrevidísimo… Es tan apasionado, que no sabe lo que se hace… Estaba fuera de sí. ¡Qué ojos, qué fuerza la de sus manos! ¡Pero qué seria estuve yo!… Con cuánta frialdad le despedí…, y ahora me muero porque vuelva… ¡Jesús, acaban de dar las cinco y ya dan las seis! Esto no puede ser. Ese reloj está borracho… Tengamos calma. Siento mucho sueno. Al fin el cansancio me hará dormir. Si yo no pensase… ¡Qué felices deben de ser los burros!… Firme, mujer; mientras más apasionado esté Joaquín, más fría y tiesa tú… Ya siento a D.ª Laura trasteando por la casa. Ya entra la luz del sol en mi cuarto. ¡Es de día y yo despierta! Todos, todos los talentos que hay en mi cabeza, los doy, Señor, por un poco de sueño. Señor, dame sueño y déjame tonta…
»Ya siento bulla en la calle… Pasan carros por la de Hortaleza; pronto empezarán los pregones. Mañana, ¿qué digo mañana?, hoy es miércoles, 17. ¿Recibiré carta y libranza de mi tío? Mi tío no es; pero así le llamo. ¡El pobrecito es tan bueno, pero tan avaro!… Doña Laura riñe con la criada… ¡Maldita sea D.ª Laura! El día en que tenga con qué pagar a esa mujer feroz, será el más alegre de mi vida… ¡Las siete ya! Quiero dormir, aunque no despierte más. Esta cama es un potro, un suplicio. Si dentro de un rato no duermo, me levantaré. No puedo estar así. En mi cabeza hay algo que no marcha bien. Esto es una enfermedad. ¿Si se morirá la gente de esto, de no dormir?… Entonces la muerte será un despabilamiento terrible. Francamente, envidio a las ostras. ¡Cómo entra el sol por mi cuarto! El pícaro va derecho a iluminar mis pobres botas, que ya no sirven para nada. También da de lleno en mi vestidillo para hacerle, con tantísima luz, más feo de lo que es. ¡Qué miserable estoy, Dios mío! Esto no puede seguir así; no seguirá. Voy a escribir a mi tío, a la marquesa, a D. Manuel Pez, a Joaquín… ¡Las ocho, Dios de mi vida! Me levanto. Dormiré mañana a la noche».
Capítulo XII
Los Peces (sermón)
—I—
Dijo también Dios: Produzcan las aguas reptiles de ánima viviente…
Y crió Dios las grandes ballenas, y toda ánima que vive y se mueve, que reprodujeron las aguas según sus especies… Y vio Dios que era bueno.
Y las bendijo diciendo: Creced y multiplicaos y henchid las aguas de la mar…
(Génesis, cap. I, versículos 20, 21 y 22.)
Amados hermanos míos: Feliz mil veces la postrera de las tierras hacia donde el sol se pone, esta nuestra España, que concibió en su seno y crio a sus pechos a D. Manuel José Ramón del Pez, lumbrera de la Administración, fanal de las oficinas, astro de segunda magnitud en la política, padre de los expedientes, hijo de sus obras, hermano de dos cofradías, yerno de su suegro el Sr. D. Juan de Pipaón, indispensable en las comisiones, necesario en las juntas, la primera cabeza del orbe para acelerar o detener un asunto, la mejor mano para trazar el plan de un empréstito, la nariz más fina para olfatear un negocio, servidor de sí mismo y de los demás, enciclopedia de chistes políticos, apóstol nunca fatigado de esas venerandas rutinas sobre que descansa el noble edificio de nuestra gloriosa apatía nacional, maquinilla de hacer leyes, cortar reglamentos, picar ordenanzas y vaciar instrucciones, ordeñador mayor por juro de heredad de las ubres del presupuesto, hombre, en fin, que vosotros y yo conocemos como los dedos de nuestra propia mano, porque más que hombre es una generación, y más que persona es una era, y más que personaje es una casta, una tribu, un medio Madrid, cifra y compendio de una media España.
Don Manuel José Ramón Pez andaba, en la época a que se refiere este nuestro panegírico, entre los cincuenta y los sesenta años. Desde su tierna edad servía en esta maternal Administración española. De niño había tenido el amparo de otros peces mayores y de los Pipaones, que también eran Peces por la rama materna. Más adelante se gobernó solo, y casi siempre desempeñó elevados y ubérrimos destinos, con intervalos de cesantías; que nada hay estable ni completo en este mundo. Gozaba reputación de honrado, lo que el predicador declara con gusto, aunque esto de la honradez bien sabemos todos que ha llegado a ser una idea puramente relativa. De sus principios políticos no queremos hablar, porque no hay para qué. Ni esto importa gran cosa, con tal de establecer que aquellos principios, presupuesto que los hubiera, tenían por atributo primero una adaptación tan maravillosa como la de los líquidos a la forma y color del vaso que los contiene. Eran, pues, principios líquidos, lo que no es ciertamente el colmo de la incohesión, pues también los hay gaseosos. Si un carácter ha de formarse de una sola pieza y de una sola substancia, descartando las demás como puramente ornamentales, el carácter de D. Manuel se componía de una sola y homogénea cualidad, la de servir a todo el mundo, prefiriendo siempre, por la ley de gravitación social, a los poderosos.
Es fama que no hay cosa, debajo de la jurisdicción de lo humano, que no se consiguiera por mediación de Pez, y de aquí que Pez estuviera en aquellos días de apogeo tan abrumado de recomendaciones como lo está de ex—votos un santo milagroso. La recomendación es entre nosotros una segunda Providencia; equivale a lo que otros pueblos menos expedientescos llaman suerte, fortuna. Por ella se puede llegar a cumbres altísimas; por ella se abren los caminos que hallan cerrados el trabajo y el talento. Debemos al misticismo esa forma administrativa de la paciencia que se llama el expediente; debemos al favoritismo esa forma gubernamental del soborno que se nombra la recomendación.
No como una segunda fase de su carácter servicial, sino como una ampliación de él, tenía don Manuel la virtud de la filogenitura, o sea protección decidida, incondicional, una protección frenética y delirante, a la copiosísima, a la inacabable, a la infinita familia de los Peces. En aquellos días, amados hermanos míos, desempeñaba una de las principales direcciones de Hacienda, y aun se le indicaba para ministro. En los mismos días veríais repartidos por toda la redondez de la Península número considerable de funcionarios que por llevar el claro nombre de Pez, manifestaban ser sobrinos, primos segundos, cuartos o séptimos, o siquiera parientes lejanos de D. Manuel. Había cuatro o cinco Peces entre los oficiales generales del ejército, todos con buenos lotes en direcciones o capitanías generales. Los magistrados y jueces y promotores fiscales del género Pez se contaban por centenares, distribuidos en toda la España. Para que en todas las jerarquías hubiera algún miembro de esta omnisciente familia de bendición, también había un obispo pisciforme, y hasta doce canónigos y beneficiados que pastaban en el banco del Culto y Clero. En ayudantes de obras públicas, capataces, recaudadores de contribuciones, empleados de Sanidad, vistas de Aduanas, inspectores de Consumo, jefes de Fomento, oficiales cuartos, séptimos y quincuagésimos de Gobiernos de provincia, el número era tal que ya no se podía contar. Invoquemos el texto divino: Crescite et multiplicamini, et replete aguas maris.
De la Mancha, centro y venturoso nido de aquella familia, no hay que hablar, porque allí los había hasta de las más bajas categorías. Sin contar alcaldes, secretarios de Ayuntamiento, cuyo parentesco con D. Manuel era evidente, aunque remotísimo, coleaban mil y mil Pececillos, sólo relacionados con el ilustre jefe por los servicios mutuos y el apellido, que tomaban su parte de sopa boba, ya de peones camineros, ya de peatones, quier de maestro de escuela, quier de sacristán. Para decirlo todo de una vez, y concretándonos al distrito perpetuo de D. Manuel, basta decir que era una pecera. Amados hermanos míos, recordemos la opinión que acerca de esta gente formó el Apóstol de las Escuelas, Augusto Miquis, manchego. De sus profundos estudios ictiológicos sacó la clasificación siguiente: Orden de los Malacopterigios abdominales. Familia, Barbus voracissimus. Especie, Rémora vastatrix.
—II—
Amados hermanos míos: si de la Mancha pasamos, pues todo es España, a la Dirección de que era jefe D. Manuel, hallaremos un espectáculo no menos patriarcal. De su matrimonio con una de las hijas de D. Juan de Pipaón (que de Dios goza), había tenido D. Manuel siete criaturas. Descontando al hijo mayor, Joaquín Pez, de quien se hablará cuando le toque; descartando también a las dos señoritas de Pez, ya casaderas, quedaban cuatro pimpollos. Luis, de veintiséis años, tenía treinta mil reales en la Secretaría del Ministerio; Antoñito, de veintidós Navidades, gozaba veinticuatro en una Dirección limítrofe; Federico, de diez y nueve, se dignaba prestar sus servicios al lado del papá por la remuneración de catorce mil reales; Adolfito, de quince, había admitido un bollo de ocho mil entre los escribientes, y el gato…, no, el gato no había recibido aún la credencial; pero la recibiría en justo galardón de su celo persiguiendo a los ratoncillos que roían los papeles de la oficina.
No pasaremos adelante, por respeto al mismo Sr. de Pez, sin hacer una breve excursión al campo de la Aritmética. Es una observación o problema que el público ha formado muchas veces ante ciertas antítesis, que, a fuerza de repetirse, han llegado a sernos familiares. Cuando D. Manuel era Director, el boato de su familia igualaba al de una familia propietaria con quince o veinte mil duros de renta. El no tenía bienes raíces de ninguna clase, no estaba inscripto en el gran libro, no debía de tener tampoco economías. Sumando su sueldo con el sueldo de los pececillos, el total no alcanzaba, con las mermas del descuento, a seis mil duros. Problema: ¿por qué misteriosas alquimias pasaba esta cantidad para alimentar las siguientes partidas: casa de diez y ocho mil reales, buena mesa, estreno constante de ropa por todos los individuos de la familia, lujosos vestidos de baile para las niñas, landó, palco a primer turno al Teatro Real, excursiones a los otros teatros, viajes de verano, imprevistos, etc…? Aun suponiendo doble el activo por lo que D. Manuel percibía de algunas compañías de ferrocarriles, quedaba la mitad del gasto en el aire. Pero estos rompecabezas, que en tiempos pasados preocupaban algo a los vagos, amigos de averiguar vidas ajenas, ya, por ser de todos los momentos, han llegado a parecer cosa natural y corriente. Familiarizada la sociedad con su lepra, ya ni siquiera se rasca, porque ya no le escuece.
Introduzcámonos en el hogar Pez; nademos un momento en el agua de esta redoma de felicidad, donde brillan las escamas de plata y oro de este matrimonio dichoso, y de esta prole dichosísima. Los tiempos eran prósperos. Tocaba entonces estar arriba. El árbol fecundísimo del poder protegía con su plácida sombra a la familia. Bastaba alargar la mano para coger sus sabrosas frutas. El aroma de sus flores embriagaba. De situación tan bella procedía en todos aquel deseo febril de goces y el delirio de llamar la atención, de parecer mucho más de lo que realmente eran. La señora de Pez ya no aspiraba simplemente a que sus hijas casasen con hombres ricos y decentes. No; sus yernos habían de ser millonarios, y además, duques, o cuando menos, marqueses; ellas mismas (dañadas ya sus inocentes almas por la fatuidad) habían hecho suyas las ideas de su endiosada mamá, y aún iban más lejos, y soñaban con príncipes, ¿por qué no con reyes?
Eran dos niñas preciosas, de hermosura delicada y frágil, de esa que luce en la juventud con la belleza enfermiza de una flor de estufa, y luego se disipa en el primer año de matrimonio; rubias, delgadas, quebradizas, porcelanescas. Sus ojos claros lucían demasiado grandes en la delgadez linda y afilada de sus caritas de cera. A fuerza de ser traídas y llevadas por su mamá de salón en salón, de teatro en teatro, de fiesta en fiesta, parecían fatigadas, pero no hartas de frívolos pasatiempos y goces. Se las educaba en la inmodestia, de donde resultaba que estas tales niñas apenas podían esconder, bajo el barniz de la urbanidad, el desprecio que sentían hacia todo lo que fuera o pareciese inferior a la esfera en que ellas estaban. No se les caía de la boca la palabra cursi, aplicándola a este o aquel que no viviese inmergido en el mar de felicidades de la familia Pez; y al hablar de este modo no comprendían las tontuelas que ellas caían también debajo del fuero de la cursilería, porque esta es un modo social propio de todas las clases, y que nace del prurito de competencia con la clase inmediatamente superior. Aquellas niñas, mil veces dichosas, no habían visto el mundo sino por su lado frívolo; no conocían la sociedad ni su mecanismo, ni sus orbes y gravitación admirables. Su instrucción se circunscribía a un poco de Catecismo, una tintura de Historia, ¡y qué Historia!, algunos brochazos de Francés y un poco de Aritmética. Pero ¿de que servían los rudimentos de esta ciencia madre a las preciosas Josefa y Rosita, si no les cabía en la cabeza que ellas careciesen de cosas que la hija del duque de Tal poseía en abundancia? En aquellos cerebros, tan limpios de malicia como de sindéresis, cerebros atiborrados de hojas de rosa, para ahuyentar las ideas, como si estas fueran cucarachas, no podía entrar la comparación entre los diez millones de renta del duque de Tal y los cincuenta mil reales del Director de Hacienda, aun suponiéndole Pez, y Pez grandísimo. Creavit Deus Cete grandia (los grandes cetáceos).
Dejémoslas en paz. Eran dichosas. ¿A qué conturbar su felicidad, picoteándola con números? Que gocen de la vida, de los verdes años. Ocupémonos de Adolfito, el precoz funcionario, que no iba a la oficina sino cuando le daba la gana; que había encargado un velocípedo a Londres y había extendido él mismo la orden para que el administrador de la Aduana de Irún lo dejase pasar sin derechos, ¡qué rasgo de genio! «Tú irás muy lejos, niño», le dijo el jefe de Negociado. Y realmente aquel rasgo valía una cartera. ¡Genialidad infantil que anunciaba el embrión de un hombre de Estado español!
Ocupémonos también, amados hermanos míos, de Federico y Antoñito Pez, que estaban a punto de ser abogados, y que eran el uno filósofo (muchos filósofos de hoy tienen diez y siete abriles) y el otro economista. ¡Ah! La Economía política es una ilusión que se pierde siempre a los veinte años. Federico se había distinguido en esos círculos de sabiduría temprana donde centenares de ángeles juegan al discurso. Era oradorcito. Allí era de oír lo siguiente: «El señor que me ha precedido en el uso de la palabra…». Y el tal preopinante no llevaba chichonera porque hoy es moda que los niños de teta usen sombrero. Las controversias de los menudos filósofos y economistas tomaban siempre un tono de acaloramiento y personalismo, que agriaba los nobles caracteres. La Memoria escrita por Federico sobre no sé qué, pasó desde la tribuna a la prensa, apareció en una Revista; el niño se creció; inscribiose en un círculo más nombrado; hízose oír; le aplaudieron. Primero hablaba y luego gritaba. Ensordecía los pasillos. Llegó a envanecerse con su facilidad de palabra, y a creerse un Moret, un Gabriel Rodríguez. Hubo de volverse loco porque le dijeron que aún mamaba. ¡Disparate! El no mamaba sino del presupuesto.
Antoñito, que era el filósofo, empleaba las horas de oficina en hacer revistas musicales para un periódico de teatros. La Filosofía y la Música tienen un alma de diez y nueve años, una afinidad que parece parentesco. Son dos cuerdas distintas del laúd de la tontería. Antoñito, que había hecho en su cabeza una especie de pasta filosófica, amasando al padre Taparelli con Augusto Comte, era además un wagnerista furibundo, aunque, la verdad ante todo, en jamás de los jamases había oído música de Wagner. En sus artículos llamaba a todas las cantantes divas, y a toda las obras spartitos. Era severísimo con los artistas cuando no le daban butaca.
Ocupémonos, finalmente, de Luis Pez, el cual no era filósofo, ni economista, ni músico; era jinete. Había comenzado una carrera militar, pero tuvo que abandonarla por falta de luces. Su pasión eran los caballos. Se ocupaba del propio tanto como de los ajenos, y deploraba que no tuviéramos hipódromo (1872). Como el de sus hermanas, estaba su cerebro tan limpio de Aritmética, que no acertaba a comprender por qué él tenía un solo caballo, mientras su amigo, el hijo de los duques de Tal, montaba alternativamente cinco, sin contar los veinte que ocupaban la cuadra de la calle de San Dámaso. He aquí una contradicción económica ante la cual Federico Pez, un Bastiat en estado de larva, habría tenido quizás algo que decir. Iba nuestro galán centauro a la oficina lo menos que podía. Estaba agregado a la Comisión de empleados que redactaban las nuevas Ordenanzas de Aduanas. ¿Para qué había de molestarse este digno funcionario en asistir a su trabajo si él no sabía lo que era comercio; si no sabía lo que era un puerto; si no había visto otra mar que el mar sin barcos de Biarritz; si ignoraba lo que es un buque, un cargamento, lo que son derechos, valores, rol, tasa, escala alcohólica, arancel, y demás cosas que atañen al tráfico y desarrollo del cambio? Bostezaba en la oficina, cobraba su sueldo, esperaba con ansia la hora y la calle. Amados hermanos míos, tiempo es ya de que digamos con el ángel. ¡Ave, María!