Kitabı oku: «La desheredada», sayfa 13

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—III—

Sorprendamos a D. Manuel José Ramón Pez (o del Pez) cuando, recién abandonadas las ociosas plumas, entraba en su despacho a enterarse de varios asuntos, ajenos a su empleo, aunque muchos tenían con él relación misteriosa, sólo de él conocida. Envuelto en su abrigadora bata, calados los lentes o quevedos, afeitada y descañonada ya la barbilla violácea, bien peinadas y perfumadas con colonia las patillas de un gris de estopa, revolvía cartas, consultaba notas, hojeaba memorándums, ordenaba in mente lo que no tenía orden, hacía cálculos, esbozaba proyectos, trazaba planes. La frase y el guarismo se entrecruzaban en su cerebro, demarcando en su frente una arruga fina, delicada, que parecía hecha con tiralíneas; abismábase en meditaciones; después, tarareando una cancioncilla, pasaba la vista por los periódicos de la mañana, daba algunas órdenes a sus escribientes y se ocupaba un poco de teatros y diversiones.

A cada instante era visitado el despacho por un ángel que entraba retozando. ¡Qué cháchara suplicatoria y qué mendicidad mezclada de regocijo! «Papá, dale el dinero a Francisco para que vaya por el palco de la Comedia… Papá, no olvides que hoy se renueva el abono del Real… Papaíto, págame esta cuenta de Bach… Papá, el sastre… Papá, la modista… Papa, la florista… Papá, la cuenta de Arias… Papá, nuestros abanicos… Papá, el caballo… Papá, papá, papá…». Era un pío pío que no cesaba. Por fortuna don Manuel José Ramón era la imagen viva de la Providencia, según generosamente daba y repartía, sin quejarse, sin regañar; antes bien, regodeándose de ver tanto gusto y apetito satisfechos. Adoraba a la familia y se recreaba en ella. También él era feliz, porque si algún bien positivo hay en el mundo, es el que sienten mano y corazón en el momento de dar algo.

Y en tanto, en el recibimiento de la casa se agolpaba un gentío fosco, siniestro, una turba preguntona y exigente, que quería hablar con el señor, ver al señor, decir dos palabritas al señor. Sonaba a cada instante la campanilla, y entraba uno más. Eran los desfavorecidos de la fortuna, pretendientes, cesantes de distintas épocas, de la época de Pez y de la época del antecesor de Pez. Algunas bocas famélicas pedían pan; otras no pedían más que justicia. Aquellos, sofocados por la necesidad, pedían para el momento; estos para el mes que viene, y algunos estaban atrofiados ya y tan sin fuerzas para pretender, que pedían para cuando hubiese una vacante. Con este gentío calagurritano se mezclaban los postulantes de otra esfera, personajes y señorones que pasaban al despacho desde que llegaban. El criado no podía contener a la turba impaciente, desesperanzada, a veces rabiosa, que tenía en sus maneras el ímpetu del asalto. Una mujer mal vestida atropelló en cierta ocasión al criado, se metió por el pasillo adelante, entró sin anunciarse en el despacho, y encarándose con D. Manuel, dijo con lágrimas y gestos de teatro: «Señor, soy viuda de un Pez».

Don Manuel repartía promesas, limosnas, a veces credenciales de poca monta, y para todos tenía un consuelo, una palabra o un duro. Era bondadoso y muy bien educado. Había en su mente, junto a la idea de su derecho al presupuesto, la idea de ciertos deberes ineludibles para con la humanidad cesante y desposeída.

Por concluir nuestro panegírico con un hecho concreto de la vida del santo, diremos que una mañana D. Manuel mandó que no entrase nadie. Estaba fatigado. Quería ir pronto a la oficina, donde tenía cita con el marqués de Fúcar y con el ministro para tratar de salvar al Tesoro, haciéndole un préstamo.

«¡Ah!, se me olvidaba…—murmuró, echando la vista sobre una carta—. Francisco, dile al señorito Joaquín que suba».

Joaquín Pez, el mayor de los Pececillos, tenía treinta y cuatro años. Se había casado por amor con la hija única de la marquesa de Saldeoro. Quedose viudo a los ocho años de matrimonio, no exento de alborotos, y cuando las cosas de esta relación ocurren estaba asombrosamente consolado de su soledad. Por dos calidades, de mucho valer ambas, se distinguía; física la una, moral la otra. Era su corazón bueno y cariñoso. Era su figura y rostro de lo más apuesto, hermoso y noble que se pudiera imaginar. Tenía toda la belleza que es compatible con la dignidad del hombre, y a tales perfecciones se añadían un aire de franqueza, una agraciada despreocupación, o sí se quiere más claro, una languidez moral muy simpática a ciertas personas, una cháchara frívola, pero llena de seducciones, y por último, maneras distinguidísimas, humor festivo, vestir correcto y con marcado sello personal, y todo lo que corresponde a un tipo de galán del siglo XIX, que es un siglo muy particular en este ramo de los galanes.

Y hablemos ahora, amados hermanos míos, del defecto de Joaquín Pez, defecto enorme, colosal, reprobado por la Filosofía, por la Iglesia, por los Santos Padres y hasta por la gente de poco más o menos. Este defecto era la debilidad, deplorable incuria para defenderse del mal, dejadez de ánimo y ausencia completa de vigor moral. Conocidas las condiciones físicas y sociales del Pez, bien se comprenderá que este vicio del alma había de tener por expresión sintomática el desenfreno de las pasiones amorosas.

Disculpémosle. Era tan guapo, tenía tanto partido, que más que el tipo del seductor leyendario, tal como nos lo han transmitido los dramas, era en varias ocasiones un incorregible seducido. Las mujeres absorbían su atención, todo su tiempo y todo su dinero, muy abundante al recibir la herencia de su esposa, pero muy mermado ocho años después. Cuando le conocemos, Joaquín estaba en el apogeo de sus triunfos, y en todos los terrenos sociales se presentaba con su carcaj y flechas; es decir, que no despreciaba ninguna pieza de caza, ya estuviese en palacios, ya en cabañas o andurriales.

Ya os oigo decir, amados míos, que estas cacerías, lejos de fortificar al hombre, le desmedran y embrutecen. Tan claro es eso como el agua; pero nuestro vigoroso Pez no había llegado aún, cuando le conocimos, al grado de envilecimiento que es el término de las pasiones locas. Su vicio era todavía un vicio del corazón, intervenido con la fantasía. Aún persistían en él ilusiones juveniles, con sus delicadezas y entusiasmos, con sus melancolías, sus arrebatos e impaciencias. El cuerpo principiaba a envejecer antes que el alma, porque esta retardaba su extenuación con fantasmagorías y esfuerzos de iluminismo, de que nacían, aunque por modo artificioso, afectos parecidos a la ternura.

Vivía solo este joven, en el piso bajo de la casa, cuyo principal ocupaban sus padres. Levantábase tarde, almorzaba con su familia, y después de la una rara vez le volvían a ver sus padres hasta el día siguiente.

«Pero, hombre, ¿has visto?—le dijo el papá Pez, prejuzgando con su tonillo burlón el asunto de que iba a tratar—. Otra carta del Canónigo en que viene con las mismas historias… Nos recomienda a esa tal Isidora y a su hermano para que les aconsejemos y les dirijamos…, ¡qué tonterías!, en su pretensión… Dice que son nietos de la marquesa de Aransis; que él lo probará ante los Tribunales. ¿Tú crees esto?

–Yo…, yo, verdaderamente…—manifestó Joaquín con aquella indolencia que de su cuerpo a su pensamiento se extendía—. No lo afirmo ni lo niego.

–Logomaquias, hombre—dijo D. Manuel apartando de sí con desprecio la carta de su amigo el Canónigo, cacique y faraute de los Peces en buena parte de la Mancha—. Esto es novela… ¡Nietos de la marquesa de Aransis!… Cierto es que aquella pobre Virginia… ¿Conoces tú a esa Isidora?

–Sí.

–¿Y ella sostiene…?

–Como el Evangelio.

–Logomaquias. Estas historias de muchachos mendigos que a lo mejor salen con la patochada de tener por papás a duques o príncipes, no pueden pasar en el día, mejor dicho, yo creo que no han pasado nunca. Admitámoslo en las novelas; ¡pero en la realidad…! En fin, sea lo que quiera, es preciso atender al Canónigo, que nos sirve bien. Entérate. Dice que pongamos a disposición de la muchacha algunas cantidades. En lo que no le haré el gusto, por ahora, es en lo de hablar de ello a la marquesa de Aransis. Es cosa muy delicada. Cumpliremos diciéndoselo a su apoderado, el marqués de Onésimo… Logomaquias, hombre…

–Yo me encargaré de esto—replicó decididamente Joaquín—. Ya he visto a esa hija de reyes. Es una muchacha simpática, discreta y buena, que merece, sí, merece, sin duda algo más de lo que posee».

Cuando Isidora llegó a Madrid, recibió don Manuel una carta del Canónigo recomendando a su sobrina, e indicando de un modo vago el asunto que tanto había hecho reír al señor Director. Por encargo de este, Joaquín la visitó; encontrola guapa el primer día, el segundo muy guapa, y el tercero deliciosísima, con lo que la diputó por suya. Trazó las primeras paralelas; halló resistencia; trazó las segundas y halló más resistencia, una tenacidad que anunciaba el heroísmo. De aquí vino aquella retirada hábil que desconcertó, como antes se dijo, a la joven, no vencida por el ataque, sino por el aburrimiento de no verse atacada. ¡Cuán cierto es que el ocio enerva y rinde al más aguerrido ejército antes que el fuego y las balas!

Las dotes militares de Joaquín, más que de general de tropas regladas, eran de guerrillero hábil en golpes de mano. Viene esto de la índole de los tiempos, que repugnan la epopeya. No pueden substraerse los amores a esta ley general del siglo prosaico… El atrevido capitán de partidas, desde que habló con su padre, ideó, pues, la emboscada más hábil que concertaron guerrilleros en el mundo. No pondría sitio. Enviaría un parlamentario al enemigo para hacerle salir de la plaza. Si el enemigo caía en el lazo, si pasaba el río de la Prudencia y se ponía bajo los fuegos del desfiladero de la Audacia…

En el capítulo siguiente veréis, ¡oh amados feligreses!, lo que pasó.

Capítulo XIII
¡Cursilona!

Serían las cuatro cuando Isidora, acompañada de su padrino, llegó al portal de la casa de Joaquín Pez. Su ansiedad era grande, porque había recibido una elegante esquela en que el viudito de Saldeoro, después de declararse imposibilitado de salir a la calle, invitaba a la señorita de Rufete a venir a su casa, donde sería enterada de una comunicación del Canónigo en que se le enviaba dinero, y de un asunto extraordinariamente importante y venturoso. Los comentarios que hizo Isidora desde la calle de Hernán Cortés a la de Jorge Juan no cabrían en este volumen, aunque fuese doble. ¡De qué manera y con qué fecundidad de imaginación dio vida en su mente a la entrevista próxima a verificarse! Al llegar al portal, y al decir a D. José: «dese usted una vueltecita por el barrio y vuelva aquí dentro de media hora», ya había ella desarrollado en sí misma cien visiones distintas de lo que había de pasar. Cuando ella entraba, salían las dos niñas de Pez con su mamá para subir al coche que las esperaba en la calle. ¡Qué elegantes! Isidora las miró bien; pero iba ella, a su parecer, tan mal, con tan innoble traza, que de buena gana se hubiera escondido para no ser vista de las otras. Porque la de Rufete, pobre y mal ataviada, se consideraba fuera de su centro. Su apetito de engrandecerse no era un deseo tan sólo, sino una reclamación. Su pobreza no le parecía desgracia, sino injusticia, y el lujo de los demás mirábalo como cosa que le había sido sustraída, y que tarde o temprano debía volver a sus manos.

Las niñas de Pez apenas se fijaron en la muchacha que entraba. Pero esta las examinó bien, y en menos de lo que se dice hizo de ellas crítica acerba, las desnudó, les quitó los sombreros, censuró aquellos talles de araña, y concluyó por considerar en su mente lo que resultaría si la más guapa de las chicas de Pez se vistiera con los arreos de Isidora, y esta se pusiera los de la chica de Pez.

Entró en casa de Joaquín, y el criado la encerró en un gabinete mientras pasaba recado al señorito. ¡Qué hermosos y finos muebles, qué cómodos divanes, qué lucientes espejos, qué blanda alfombra, qué graciosas figuras de bronce, qué solemnidad la de aquel reloj, sostenido en brazos de una ninfa de semblante severo, y sobre todo, qué magníficas estampas de mujeres bellas! La escasa erudición de Isidora no le permitía saber si aquellas señoras eran de la Mitología o de dónde eran; pero la circunstancia de hallarse algunas de ellas bastante ligeras de vestido le indujo a creer que eran Diosas o cosa tal. ¡Y qué bonito el armario de tallado roble, todo lleno de libros iguales, doraditos, que mostraban en la pureza de sus pieles rojas y negras no haber sido jamás leídos! «Pero ¿qué harán en los rincones aquellos dos señores flacos? ¡Ah! Esa pareja se ve mucho por ahí. Son Mefistófeles y D. Quijote, según ha dicho Miquis. Yo no haré nunca la tontería de tener en mi casa nada que se vea mucho por ahí. Vamos, que aún puedo yo dar lecciones a esta gente». Mirando y remirando los ojos de Isidora toparon con el Cristo de Velázquez, y estaba ella muy pensativa tratando de averiguar qué haría nuestro Redentor entre tanta diosa, cuando entró Joaquín.

«¡Albricias!—le dijo de buenas a primeras, tomándole las dos manos y apretándoselas mucho—. Papá ha tenido una carta del Canónigo… Papá se propone hablar a la marquesa de Aransis. Todo se arreglará… Esto va bien. ¿No lo dije yo?».

Isidora quedó tan turbada por esta irrupción brusca de buenas noticias, que no acertó a decir nada. Miraba embebecida a Joaquín. Pasada la primera impresión de las noticias, lo que dominó en el espíritu de la joven fue la vergüenza de que Joaquín, tan admirador de ella, la viese mal vestida. Había estado dos horas arreglándose para disimular su mala facha. Venía compuesta con galana sencillez, respirando aseo y coquetería; pero todo el aseo del mundo, toda la gracia y sencillez no podían disimular la fea catadura del descolorido traje, ni menos, ¡y esto era lo más atroz!, la desgraciadísima vejez y mucho uso de las botas, que no sólo estaban usadas y viejas, sino ¡rotas! Lo que Isidora padecía con esto no es decible. Cuidadosamente escondía bajo las faldas sus pies, tan pequeños como mal calzados, para que Joaquín no se los viera.

Pero ya él se los había visto, sin perder por eso el amor, o llámese como se quiera, que sentía; antes bien, exaltándose más. Por efecto de esas aberraciones del gusto que marcan el tránsito de la pasión al vicio, Joaquín la amaba más con aquel atavío grosero; y si estuviera completamente derrotada, como mendiga de las calles, viera en ella sublimado el ideal del momento.

«¿Y cuándo hablará su papá de usted a la marquesa?—preguntó Isidora ya más dueña de sí—. La marquesa está en Córdoba…

–¿En Córdoba?… Ya—murmurró Joaquín, a quien no le importaba gran cosa que la marquesa estuviera donde mejor le acomodase—. Eso no importa. La marquesa vendrá… ¡Ah!, ya me olvidaba de decir a usted lo mejor. Tenemos orden del señor Canónigo para entregar a usted las cantidades que necesite. Usted dirá.

–¡Las cantidades que necesite!»—repitió Isidora embelesada, viendo en su imaginación una cascada de dinero.

¡Tener dinero! ¡Qué alborozo! Parecía que en su alma, como en alegre selva iluminada de repente, empezaran a trinar y a saltar mil encantadores pajarillos. ¡De tal modo se le anunciaban las necesidades satisfechas, los goces cumplidos, las deudas pagadas y otras satisfacciones más, traídas por la soberana virtud del oro!

Conocedor Joaquín de la manera de tocar ciertos registros del alma humana y de los efectos de la sorpresa teatral en los sentidos del hombre, y más aún de la mujer, llegose a la chimenea, tomó de ella una cajita, abriola y mostró a los ojos admirados de Isidora porción cumplida de dinero, monedas de oro y plata, y dos o tres manojillos de billetes de Banco.

«No sé lo que habrá aquí—dijo Pez revolviendo el tesoro con sus dedos, y afectando hacerlo con indiferencia para dar a entender su familiaridad con los millones—. Mil, dos, cuatro, ocho… Usted dirá».

El efecto fue inmenso. Atónita y embobada estaba la de Rufete, paseando su alma con las miradas por el interior de la hermosa cajita, y si bien la cantidad no era fabulosa ni mucho menos, por ser todos los billetes pequeños, la pobre joven, que tanto se dejaba llevar de la hipérbole, creía ver pasar por entre los dedos de Joaquinito Pez toda la corriente del dorado Pactolo.

«Usted dirá—repitió él, hojeando los cuadernillos de billetes como si fueran libritos de papel de fumar—. Mi parecer es que usted, por quien es y por la posición que ocupará, no debe seguir viviendo en aquella casa. Usted debe tomar una casa para sí y su hermano, ponerse en otro pie de vida, no escatimar ciertas comodidades, en fin… ¿Quiere usted que yo me encargue de buscarle casa, de proporcionarle muebles, modista…?».

Joaquín la miró. ¡Qué guapa era! Isidora le oía como si oyera una descripción del Paraíso a quien realmente ha estado en él. Luego, cuando Joaquín la miró tan de cerca que ella podía contarle los pelos de la barba rubia y los radios dorados de las pupilas obscuras, creyó ver al mismo ángel de la puerta del Paraíso mostrando las llaves de él… Por un instante Isidora no hizo más que saltar la mirada de la cajita al rostro, y del rostro a la cajita. La profunda admiración que por el joven sentía se acrecentaba hasta parecer cariño entrañable. ¡Era tan seductor su modo de mirar!… ¡Tenía un no sé qué tan distinto de todos los demás hombres!… Así lo pensó Isidora, sintiendo herida y traspasada toda aquella parte de su corazón que dejaba libre el orgullo.

«Usted dirá»—volvió a indicar Joaquín, dejando a un lado la cajita y tomando las manos de Isidora.

Esta se puso a temblar, tuvo miedo, porque Joaquín se le hizo más guapo, más seductor, más caballero, revistiéndose de todas las perfecciones imaginables.

«¿Me porto mal—dijo él con voz blanda—; me porto mal en pago de la ofensa que usted me hizo despidiéndome y diciéndome que no podía quererme?».

Isidora fluctuaba entre el reír y el temer. Se reía y estaba pálida. Después sintió frío.

«Yo bien sé lo que pasará cuando usted llegue al fin de su camino—prosiguió él—. En vez de quererme entonces como ha prometido, me despreciará… ¡Será usted entonces tan superior a mí!…».

La perfidia en estas palabras era tanta, que no cabía debajo de todos los pliegues del disimulo.

Isidora, además de reír, además de temer, además de tener frío, se sentía como mecida en un vagoroso y aéreo columpio. La cara hermosísima del joven Pez pasaba ante sus ojos con oscilación de resplandores celestes que van y vienen. ¿Cómo no, si de pronto empezó a oír retahíla de palabras ardientes, que jamás oyera ella sino en sueños? Joaquín la tuteaba, Joaquín se extralimitaba de palabra. Rápidamente conoció Isidora la proximidad de su mal, y tuvo una de esas inspiraciones de dignidad y honor que son propias en las naturalezas no gastadas. Su debilidad tuvo por defensor y escudo al sentimiento que, por otra parte, era causa de todos sus males: el orgullo. Se salvó por su defecto, así como otros se salvan por su mérito. No es fácil definir lo que rápidamente pensó, las cosas que trajo a la memoria, las sacudidas que dio a su dignidad de Aransis para que se despertase y saliese a defenderla. Ello es que saltó del asiento con tal rapidez, que no pudo Joaquín detenerla, y con velocidad de pájaro se puso en la puerta. El violento palpitar de su seno, cortándole la respiración, apenas le permitió decir:

«No quiero nada, no quiero nada».

Evidentemente, referíase al contenido de la cajilla. Joaquín corrió tras ella, diciendo: «Formalidad, formalidad». Pero la de Rufete, valiente y decidida, trató de abrir la puerta. Estaba cerrada. Era de ver su ligereza de gorrión, su prontitud para correr de un punto a otro, perseguida, mas no alcanzada. Corrió a la ventana, que por ser de piso bajo estaba a dos varas de la calle, abriola, y apoyándose en el alféizar, vuelta hacia dentro, dijo así con animosa voz:

«Si usted no me abre la puerta y me deja salir, grito desde aquí y pido socorro».

Quedose parado el Pez; reflexionó un instante. De repente su amor se deshizo en despecho y su despecho en risa.

«¿Escenita?… ¿Gritar en la calle? ¡Qué ridiculez! Usted se empeña en que hagamos el oso».

La ira retozaba en sus labios. Miró a Isidora con tanto enojo, que esta se turbó y creyó haber sido desconsiderada y excesivamente altanera. Después el joven abrió la puerta. Indicó a Isidora la salida, dejando escapar de sus labios, trémulos de ira, esta palabreja:

«¡Cursilona!…»

Tres minutos después, Isidora se unía a don José en la esquina de la calle, y marchaba hacia su casa con el alma llena de turbación, alegre de la victoria y triste de la pobreza, satisfecha y desconcertada, diciendo para sí:

«Me ofende por que soy huérfana, y me insulta porque soy pobre; y a pesar de todo…».

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01 temmuz 2019
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