Kitabı oku: «La desheredada», sayfa 24

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«Mis intenciones han sido siempre buenas—dijo el catalán, que, imposibilitado de remontarse al drama, caía en la vulgaridad—. Primero me agradó usted; después me hizo soñar; hízome pensar después. Tornose esto en una necesidad del corazón, y como estoy solo, como no me gusta estar solo… No tengo grandes riquezas que ofrecer a usted, pero soy trabajador, gano bastante y holgura… ¡Desde que la vi a usted me gustó tanto!… La vi salir de esta casa, y dije: «¿Quién será?…». En fin, que usted vale mucho, es muy buena, y yo quiero casarme con usted… Vamos, ya lo dije… y palante».

Isidora, estupefacta, no sabía en qué términos responder. Tenía que contestar negativamente, porque la idea de casarse con aquel bárbaro le causaba horror. Pero Bou era un hombre sincero y honrado, que no debía recibir el desaire con crudeza y desvío. Ella valía infinitamente más que él, ella era noble; pero la dudosa ejemplaridad de su vida podía hacerla inferior. ¡En qué vacilación tan grande estaba! En su alma el asco era inseparable del agradecimiento. ¿Cómo contestarle y expresar en una frase el desprecio y la consideración?… ¡Que un ganso semejante se atreviese a poner sus ojos en persona tan selecta! Era para darle de palos y mandarle a la cuadra. Pero al mismo tiempo… ¡cuán sencillo y generoso! Ofrecía su mano con verdadera intención y creencia firme de hacer un bien. ¡Si el pobre no alcanzaba más; si era un zopenco; si ignoraba con quién hablaba…! Isidora buscó rápidamente las frases más convenientes, y al fin dijo:

«Señor Bou, yo le agradezco a usted mucho su proposición; yo le aprecio a usted. Es usted una buena persona. Pero me veo obligada a no admitir…, porque quiero a otro hombre.

–¡Quiere a otro hombre!—repuso con aturdimiento el litógrafo—. Después que nos casemos le olvidará usted, y me querrá a mí. Yo soy muy bueno».

Isidora sonrió.

«Yo soy bueno, aunque así, al pronto, meto miedo, por estas ideas que tengo y porque… Como he sido tan perseguido y… aunque me esté mal el decirlo…, he hecho heroicidades y cosas grandes, tengo este modo de hablar tan tremendo. Eso sí, no bajo mi cabeza al despotismo. Soy hombre que valgo para cualquier cosa, y en Cataluña basta que yo me presente para que se arme la gorda… Pasando a otra cosa, yo trabajo bien y gano; espero una herencia… No le faltará a usted nada.

–Quiero a otro hombre—repitió Isidora, creyendo que esta afirmación daba a tan penoso asunto el corte brusco que más convenía.

–Y ahora—dijo Juan Bou, con un nudo en la garganta—, ¿lloraba usted por ese…?».

La sospecha de que su rival era una sanguijuela del pueblo, elevaba el aborrecimiento de Juan a los más altos límites.

«Sí, sí; por él»—repuso decididamente Isidora, para ver si con esto se callaba el monstruo y la dejaba en paz.

Y como se desgaja la peña del monte y rodando cae al llano y aplasta y destruye cuanto encuentra, hasta que para y queda inerte otra vez, rodeado de muerte y silencio, así se desprendió del alma de Juan Bou su esperanza; rodó, hizo estrago, produjo cólera y despecho; pero bien pronto todo quedó en atonía dolorosa y muda. Miraba al suelo y su respiración sonaba como el mugido de una tempestad lejana, que a cada rato está más lejos. La cólera fue instantánea. Pasó dejando el abatimiento en el alma y la confusión en el cerebro del coloso. Y en el cerebro fluctuaban, como restos de un vapor fugitivo, las vagas notas de un canto acompañado de sílabas. ¿Por qué esas músicas pegajosas, que toman posesión del oído y de los labios, insisten en su fastidioso dominio cuando el alma azarada, después de una catástrofe, se desmaya en duelo y tristeza? No se sabe. Se sabe, sí, que entre el oído, el cerebro y los labios de Juan Bou, andaba vagamente un sonsonete que decía: Los curas van alumbrando—el Miserere rezando.

Isidora había secado sus lágrimas. Para poner fin a tan fastidiosa escena, lo mejor era marcharse.

«Yo no puedo detenerme más»—dijo andando lentamente hacia la puerta.

Bou no contestó nada, ni hizo movimiento alguno.

«¿Viene usted?».

Al decir esto, la miró desconsolado. Isidora sintió provocación de risa, pero se contuvo.

«Nos iremos»—dijo Bou levantándose con tanta pesadez, que parecía haberse hecho de bronce.

Isidora iba delante, él detrás, Salieron y bajaron sin decirse nada. En la puerta de la calle, el desairado amante manifestó que se quedaría un rato más en casa de su hermana.

«Me ha matado usted—dijo al despedir a la ingrata—. Creo que estoy malo. Maldita sea mi suerte».

Y cuando ella se alejó, el bárbaro, mirándola desde el portal, pensaba cosas tristísimas y abominables. Sus pensamientos desencadenados brotaban en burbujas sueltas.

«¡Ingrata!, no conocer el valor del hombre que se le ha ofrecido… ¿Soy acaso un chisgarabís, un danzante, uno de esos vampiros del pueblo?… Yo tan tremendo; yo tan formal; yo tan útil a la humanidad; yo que tengo estas ideas tan elevadas… Y yo pregunto: ¿Por qué es tan guapa?… El demonio le hizo a ella la hermosura y a mí los ojos… ¡Despreciarme a mí!… La mujer es una traba social, una forma del obscurantismo, y si el hombre no tuviera que nacer de ella, debería ser suprimida».

Capítulo X
Las recetas de Miquis

—I—

Día de prueba fue el siguiente. No sólo estaban agotados todos los recursos, sino también todas las combinaciones para vencer los apuros del momento. No había crédito, no había materia pignorable. ¡Oh situación horrible! Faltaba ya de un modo absoluto el sustento. Isidora, Riquín y D. José tenían hambre.

Inspirado por la desesperación, D. José tuvo una idea, ¡oh rasgo de humanidad y de amor! Se le ocurrió salir disfrazado a pedir limosna, seguro de encontrar almas generosas. No llegó esto a efectuarse porque se opuso resueltamente Isidora. ¿Pero qué harían? ¿Pedir a Emilia? De ninguna manera. Antes acudir a la limosna. ¿A quién, a quién, ¡Dios de mi vida!, si ya estaban explotadas todas las amistades?

Alguien se presentó en casa de Isidora a ofrecerle cuanto necesitase para vencer dificultades tan angustiosas. Pero las condiciones de estos anticipos eran tales, que la joven los rechazó, espantada. El loco amor al lujo y las comodidades eran los puntos débiles de Isidora; su necesidad la brecha por donde la atacaban, prometiendole villas y castillos; pero no obstante estas desventajas, resistía batiéndose con el arma de su orgullo y amparada del broquel de su nobleza. Tanta fuerza tomó en esto, que cortó los vuelos a la tentación, diciendo: «Antes pediré limosna». ¡Oh!, si Joaquín estuviese en Madrid, no pasaría ella tan crueles angustias. Pero a París, donde estaba, le había escrito siete veces en tres meses sin obtener contestación. Volvíase con el pensamiento a todas partes, como el habitante de la casa incendiada que, cercano a las llamas, busca un escape, un sostén, una cuerda… ¡Ah, cielos divinos! De pronto vio Isidora su cuerda. Acordose de una persona, y la esperanza rieló en la superficie de su ennegrecido espíritu.

Era de noche. Al día siguiente pondría en ejecución su pensamiento. Por fortuna, D. José había tenido la inmensa suerte de encontrar aquella tarde a un bondadoso amigo que le facilitó la cantidad precisa para un mediano almuerzo. Segura, pues, Isidora de que habría con qué desayunarse a la venidera mañana, pasó tranquila la noche. A las once del siguiente día llamaba a una puerta.

«¿Está el doctor Miquis?».

¡Qué suerte! Estaba. Pasó la joven al despacho, y allí, sola con el médico, no pudiendo contener la pena que se desbordaba de su corazón, rompió a llorar. Recibiola con mucha bondad Augusto, la hizo sentar, preguntole mil cosas; pero ella, acongojada, no podía decir más que esto, que repitió tres veces:

«Dame de comer y no me toques».

Augusto se puso serio, comprendiendo que la situación de su amiga no era para tratada en broma. Hablaron. Él, aunque joven, tenía el arte de la interrogación, y ella comprendía cuán ventajosas le serían la espontaneidad y franqueza. Así, al cuarto de hora de confesión, ya Miquis sabía los últimos episodios de la vida de ella, el viaje al Escorial, la penuria, la declaración de Bou, las proposiciones de aquellas tales… Cuando nada importante quedaba por decir y formuló Isidora la síntesis de su problema, diciendo: «¿Qué debo hacer para poder vivir?», Miquis se quedó en silencio un buen rato, y después le contestó así:

«No te apures, no te apures. Veremos. Estás enferma, estás llagada. Tu mal es ya profundo, pero no incurable».

La inspiración brotó en su mente. Su grande y vivaz ingenio le sugirió una idea, y con la idea estas palabras:

«Pues he de curarte… Lo dijo Miquis, punto redondo».

Isidora llenó el despacho con un suspiro. Era el quejido de su enfermedad, ya extendida y profunda.

«Manos a la obra—dijo Augusto con gran solemnidad—. ¿Quieres que te cure? Responde ¿sí o no?

–Sí.

–Pues bien: ¿Estás dispuesta a ponerte a mis órdenes, y a hacer ciegamente lo que yo te mande?

–Sí, sí—replicó ella con ansiedad doliente.

–Pues empecemos. Lo primero es cambiar de aires.

–¿Me mandas al campo?

–No… Mejor dicho, sí, te mando a un valle urbano».

Y llevándola al balcón, le mostró la casa de enfrente. En el piso bajo veíanse unas rejas, por entre cuyos hierro salían matas de tiestos, colocados dentro en una tabla. La casa hacía esquina, y el cuarto bajo a que correspondían las rejas tenía por la otra calle una tienda con dos vitrinas. Pero esto no se veía desde el balcón de Miquis, aunque se adivinaba, mirando un rótulo que en áureas letras decía: Castaño, ortopedista. Otra grande y aparatosa muestra, colgada más arriba, en el piso principal de la misma casa, decía: Eponina, modista. Como Isidora la mirase, díjole Miquis:

«Huye de esas peligrosas alturas, y vuelve tus ojos al valle ameno que está abajo.

–Sí; Ahí viven Emilia y Juan. ¡Qué felices son!

–Pues en esa casa, en ese establecimiento salutífero vas a vivir desde mañana.

–¡Oh! ¡Si vieras qué envidia les tengo! Pero no, no me admitirán.

–¿Te negarán ese favor si se lo pido yo?… He salvado del garrotillo al mayor de sus chicos. Los asisto de balde. Me llaman casi todos los días.

–Entonces tú les pedirás que me admitan…

–Hoy mismo; pero ya comprenderás que les he de responder de tu buena conducta. Cuidado…

–¡Oh!, yo te juro… Lo que deseo es tranquilidad, paz…

–Bien—dijo Miquis, retirándose del balcón—. Ahora viene lo mejor. Una vez que cambies de aires, has de considerar que empiezas a vivir de nuevo. Tienes que educarte, aprender mil cosas que ignoras, someter tu espíritu a la gimnasia de hacer cuentas, de apreciar la cantidad, el valor, el peso y la realidad de las cosas. Es preciso que se te administre una infusión de principios morales, para lo cual, como tu estado es primitivo, basta por ahora el catecismo. ¡Oh! ¡Si tuvieras buena voluntad…!

–La tendré.

–Ahora viene lo gordo, hija. Después de entonarte, paso a recetarte el gran emético, medicina un poco fuerte y desagradable; pero que si la tomas con buena voluntad, ha de probarte maravillosamente con el tiempo y regenerarte por completo.

–¿Cuál es la medicina?

–Pues que te cases con Juan Bou».

Isidora hizo un movimiento de repeler cosa muy nauseabunda…, y puso una cara…, ¡Jesús, qué cara!

«Comprendo que no te agrade por el pronto. Pero reflexiona. ¿No has oído decir que toda persona tiene la fortuna en la mano una sola vez en la vida?

–Sí lo he oído; pero te diré…

–Pues considera si en tu situación puede haber para ti fortuna mayor que el que un hombre honrado te ofrezca su mano. No creo que pretendas un Coburgo Gotha. Reflexiona, observa el punto en que te hallas, echa una mirada atrás, otra delante, y di si mi medicamento no está perfectamente indicado.

–Yo no sé si será eficaz o no—dijo Isidora con tristeza y confusión—. Podrá serlo, mirando las cosas por lo bajo… Pero en cuestión de matrimonio, el gusto y el amor son lo primero…

–Es verdad que Juan Bou no es un Adonis; pero no es tampoco un monstruo… Es un hombre de bien, trabajador, sencillote, y, a pesar de sus bravatas, tiene el corazón más bondadoso y tierno del mundo.

–Lo sé, lo sé…; pero… quita allá, por la Virgen Santísima; yo no seré su mujer. No lo pienses… Este caso mío no es como otros casos—dijo Isidora, haciendo los mayores esfuerzos para que su acento expresase la convicción firmísima de su alma—. Para juzgar las cosas conviene verlas completas. Es verdad que si fuera yo nada más que lo que parezco, la cosa no tenía duda; pero tú bien sabes que sostengo un pleito de filiación con una familia poderosa; tú debes considerar que el mejor día gano el pleito, como es de ley; que paso a ocupar mi puesto y a heredar la fortuna y el nombre de esa familia, que son míos y me pertenecen. Pues bien, ¿te parece bonito que al tomar posesión de mi casa lleve colgado del brazo ese lindo dije de Juan Bou? A fe que me lucía… Miquis, tú estás lelo: yo no sé dónde tienes el talento, cuando dices ciertas cosas.

–¡El pleito! Precisamente has nombrado un desorden fisiológico que me trae a la memoria otra de las más importantes medicinas que te voy a recetar.

–¿Cuál?

–Resumamos. Primero mudar de aires; luego entonarte con una enseñanza primaria; después sigue la gran toma, el casorio con Juan Bou, y por último viene la extirpación del cáncer, que es la idea del marquesado».

Isidora creía escuchar el mayor de los insultos.

«Si de ese modo quieres curarme—dijo con altivez—, renuncio a tus medicinas.

–Entendámonos—añadió Miquis rectificando—. Si tus derechos no son una farsa, si hay algo de serio y legítimo en eso, enhorabuena que siga adelante tu pleito. Lo que yo quiero es que no consagres tu vida a la idea de ocupar una posición superior, que no vivas anticipadamente en ella con la imaginación, sino que tengas paciencia y reposo de espíritu… ¿Que ganas el pleito? Pues bien; te embolsas tu herencia y sigues, con tu marido, en la esfera de modestia, quietud y desahogo en que todos vivimos. ¿No quieres? ¿No aceptas mi plan?

–No lo acepto, no—dijo Isidora de muy mal humor—. Es un plan tonto.

–¡Ah mimosa! ¿Sabes lo que debo yo hacer, en vista de tu rebeldía? Pues no tenerte lástima, no interesarme por ti, y mirarte como tierra común en la cual todos tienen derecho a sembrar sus deseos para recoger tu deshonra. Desgraciada, si no acabas en la casa de Aransis, acabarás en un hospital.

–Bien, me agrada eso. O en lo más alto o en lo más bajo. No me gustan términos medios.

–Y sin embargo en ellos debemos mantenernos siempre… ¿Conque quedamos en eso?

–¿En qué?

–En que, rechazado por ti mi tratamiento, te debo considerar como incurable y hacerte el amor.

–¡Qué disparates dices!

–¿Vámonos al Retiro?… ¿Te acuerdas de aquellos paseítos, del Museo, de las fieras, de las naranjas que nos comimos entre los dos?

–Bien me acuerdo… Déjate de tonterías.

–No, no creas que voy a repetir ahora lo que entonces te decía. No habrá aquello de «me caso contigo». Entonces te lo decía; pero no pensaba hacerlo, no creas…

–Ya lo suponía.

–¡Y la verdad es que me gustabas muchísimo!… Y si he de serte franco, creía hacer contigo la gran conquista. Yo quería acreditarme entre mis compañeros, y decía para mí: «Esta no se me escapa.» ¡Y qué traidoramente se me escapó! Hoy nos encontramos otra vez. Tú, después de dar mil vueltas, vienes a mí… Pues mira, simplona, te juro que en este momento, vista tu terquedad en no dejarte curar, debiera yo ponerte los puntos…, y si no fuera por esta…».

Se levantó, y, tomando un retrato que sobre la mesa estaba, lo mostró a Isidora.

«¡Ah!, tu novia… Ya sé que te casas pronto, maulón. ¿Sabes que no vale nada?

–Te pego si lo vuelves a decir. Vale más que tú. No es muy guapa; pero es un ángel.

–Si no vale dos cominos—dijo Isidora riéndose descaradamente ante el retrato.

–¿Qué entiendes tú de eso? Esta, esta que ves aquí es mi salvaguardia contra ti; es mi patrona, mi abogada, mi Virgen del Amparo. Por esta, ¿la ves bien?, por esta con quien me casaré el lunes, Dios mediante, me libro del peligro de tenerte ante mí, y me hago un señor héroe, y atropellando por todo, te doy la batalla y te venzo y por fin me salvo, aunque no quieras… Esta tarde misma hablaré con Emilia, y mañana te irás a vivir con esa gente, para que aprendas, víbora, para que veas, pantera, para que sepas, demonio con faldas, lo que es el bien».

A cada frase daba un paso hacia ella, amenazándola con el retrato. Ya Isidora se había serenado bastante, y no veía las cosas tan tétricamente como antes. Él, por su parte, iba dejando de mano la gravedad de médico, el énfasis de moralista, y tomaba a ser, por gradación rápida, el Miquis de antaño, ingenioso, alegre y vivo, con su follaje de palabrería metafórica y su corazón repleto de bondad.

«No me acordaba de que tengo que escribir unas cartas—dijo Isidora repentinamente—. ¿Me las dejas escribir aquí, en tu mesa?

–Sí, sí, ángel ponzoñoso»—contestó Augusto, en cuya alma retoñaban devaneos estudiantiles.

Precipitadamente sacó papel, sobres. Isidora se sentó en el sillón de la mesa de despacho, él la dio pluma y ella se puso a escribir. Mientras la joven despachaba su correspondencia, que era algo larga, Miquis se paseaba, las manos metidas en los bolsillos, y miraba a Isidora con expresión entremezclada de asombro y miedo, diciendo para sí:

«Fuera ciencia, fuera gravedad… Juventud, no te me vayas sin dárteme a conocer… Tiempo hay de encerrarse en esa armadura de cartón que se llama severidad de principios».

Y volvió al paseo, y a echarle ojeadas y a meditar.

«Pero si me caso el lunes, y hoy es miércoles… ¡En qué ocasión se le ocurre a uno casarse!… Estoy entre el altar y el abismo… Hombre, homo sapiens de Linneo, no te deslices, coge una piedra y date con ella en el pecho como San Jerónimo. Honradez, tienes cara de perro…».

Isidora dejó de escribir, poniendo la pluma a un lado.

«Voy a descansar un ratito.

–Aunque sean dos ratitos, chica… Ya sabes que tengo el mayor gusto… Estás en tu casa…

–Vaya que tienes un bonito cuarto. Pero, hombre, ya podías haber puesto ese esqueleto en otra parte. ¡Qué horror!

–Quiero estar contemplando a todas horas la miseria humana.

–¿De quién serían esos pobres huesos?…

–Son de mujer. Quizás una tan hermosa como tú… Mírate en ese espejo.

–Gracias, chico. Tus espejos son muy particulares. ¡Y cuánto librote! A ver. ¡Jesús, que títulos! Todo Medicina. ¡Qué lástima de dinero empleado en esto! Tanto libro para no saber nada. Porque tú no sabes nada, Miquis; eres un ignorante, un tonto.

–Quizás estás diciendo la más profunda verdad que ha salido de esos labios, de esas envenenadas rosas. Sí, soy un mentecato. Desprecia a Miquis, que habiendo descubierto un tesoro, permitió que ese tesoro fuera para todos menos para él. El simple y desventurado Miquis ha sido un libertino del estudio; sus calaveradas han sido las calaveras. A su lado pasó, coronada de rosas y con la copa en la mano, la imagen de la vida, y Miquis volvió los ojos para contemplar embebecido, ¡ay!, la rugosa faz de los catedráticos. La ocasión de vivir, de gozar, de ver cara a cara el ideal, de tocar el cielo, se le ha presentado varias veces; pero Miquis, este memo de los memos, en vez de poner la mano en toda ocasión hermosa, se iba a descuartizar cadáveres… ¡Y este Miquis se casa el lunes, es decir, que el lunes cierra la puerta a la juventud y entra en la madurez de la vida, en el régimen, en la rutina y método! Para él se acabó lo imprevisto; se acabarán los deliciosos disparates. ¡Desgraciada la boca tapiada a la risa! Ahora, ciencia, trabajo, suegro, amas de cría. Terrible cosa es recibir el adiós a la libertad, y ver la espalda a la juventud fugitiva. ¡Bienaventurados los chiquillos, porque de ellos es la vida!

–Tienes una bonita casa—dijo Isidora sin hacerle caso—. ¿Cuánto te cuesta?

–A ti nada te importa, pues no me la has de pagar. ¿Han concluido tus cartas?

–Voy a concluirlas».

Y él volvió a pasearse y a mirarla… ¡Qué hermosa estaba! ¿Quién lo metía a él a moralista ni a redentor de samaritanas? Soltó una carcajada en lo recóndito de su ser, allí donde su alma contemplaba atónita la imagen de la ocasión. «Pero me caso el lunes, el lunes…». Miró el retrato de su novia…

De pronto suena la campanilla, entra un señor y pasa a la sala… Es el papá de la novia de Miquis, que viene a consultarle un punto de Higiene. Augusto deja a Isidora en su despacho, y tiene que resistir durante una hora la embestida de su suegro, el cual le habla de Sanidad y de la fundación de la Penitenciaría para jóvenes delincuentes.

Cuando su suegro se marcha, Miquis vuelve al despacho. Está aturdido; la visita le ha dejado insensible. Hay en su cuerpo algo del efecto de una paliza; pero está fortificado interiormente. Isidora aguarda ansiosa. Está pálida y ha llorado un poco, porque no puede apartar del pensamiento que su hijo y su padrino no tienen qué comer aquella tarde.

«¡Cuánto has tardado! Es pesadito ese señor. En fin, amigo, yo siento molestarte. Acuérdate de lo que te dije al entrar».

Miquis hace una rápida exploración en su alma, encuentra en ella algún desorden y dispone que todo vuelva a su sitio. «Soy un hombre sublime—dice para sí—, un hombre de honor y de caridad, soy también un hombre que se casa el lunes».

Isidora le había dirigido al entrar una súplica angustiosa, elocuente expresión salida de los más sagrados senos del alma humana. Juntando el quejido de la necesidad a la súplica del pudor, Isidora le había dicho: «Dame de comer y no me toques».

Miquis abre su bolsa a la desvalida hermosa, y con magnánimo corazón le dice:

«Mañana estarás en casa de Emilia».

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Litres'teki yayın tarihi:
01 temmuz 2019
Hacim:
521 s. 3 illüstrasyon
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Public Domain
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