Kitabı oku: «La desheredada», sayfa 25
—II—
La admitieron. ¡Tanto pesaba en aquella casa la recomendación de Miquis, que había salvado del croup al niño mayor, y de los peligros de la dentición al más pequeño!
Ya sabe el lector cómo Emilia de Relimpio se casó con su primo, el hijo del ortopédico, que llamaba cláusulas a las cápsulas; matrimonio degradante si se le mira desde la altura de las pretensiones de D.ª Laura; pero muy natural, proporcionado y acertadísimo, siempre que la interesada lo mirase al nivel de sus sentimientos y de su porvenir moral y práctico. Juan José Castaño era tan hábil como su padre, y le superaba en inventiva y en asimilarse los descubrimientos y novedades del arte ortopédico. Sostenía el crédito del establecimiento y ganaba mucho dinero, porque, desgraciadamente para la Humanidad, parece que esta es una vieja máquina que se desvencija y deshace, hallándose cada día más necesitada de remiendos y puntales, o llámense muletas, cabestrillos, fajas, cinchas, suspensorios, etc. Nada, nada, nos desbaratamos. Unos dicen que es por estudiar mucho, otros que por gozar demasiado, y alguien echa la culpa a las armas de precisión; pero, cualquiera que sea la causa, ello es que la Ortopedia tiene un porvenir tan brillante como el de la Artillería. Son dos ciencias complementarias como la Filosofía y el Alienismo.
En su pacífica y laboriosa vida, Emilia, mujer de buen fondo y excelente corazón, se había curado de aquellas tonterías de aparentar y suponerse persona encumbrada. No volvió a ponerse sombrero más que cuando iba de viaje los veranos, ni a tratar de parecerse a las niñas de Pez, las cuales (dicho sea de paso) continuaban tratando de imitar a las niñas de los duques de Tal. Poseía un sólido bienestar; ella, su marido y sus hijos satisfacían plenamente sus necesidades, y de añadidura tenían buenos ahorros, un establecimiento de primer orden, y además, como perspectiva risueña, la hermosa finca de Pinto, con otras riquezas que el viejo guardaba. En suma, Emilia había tomado un magnífico sitio en el anfiteatro de la vida, donde tantos están en pie o pésimamente sentados. Su marido era sencillo, bueno, cariñoso, sin más defecto que el querer hacer las cosas demasiado bien y pronto, por lo que siempre estaba en riña con sus oficiales.
Por más que Isidora reconociera la importancia moral de aquella casa, no podía remediar que le fueran antipáticos el establecimiento, la tienda, llena de feísimos objetos, la trastienda donde trabajaban Rafael y sus oficiales, y la vivienda toda, honrada, virtuosísima, modelo de dignidad, de laboriosidad y de cristianismo, pero impregnada de un cierto olor de badana cruda, con malas luces y ruidos de taller.
Este juicio no excluía el agradecimiento que tenía a Juan José y a Emilia. ¡Insigne mérito y bondad había en ellos al admitirla, cuando, si la despreciaran, estaban en su derecho! Y véase aquí la eficaz influencia del medio ambiente. A los tres o cuatro días de estar allí, el espíritu de Isidora se adaptaba mansamente a la regularidad placentera de la casa, a la poca luz, al olor de badana, a la vista de los feos objetos, y notaba en sí una tranquilidad, un gozo que hasta entonces le fueron desconocidos. Riquín hizo tan buenas migas con los dos chicos de Emilia, como si se hubieran criado en la misma cuna. Todo el santo día lo pasaban enredando desde la trastienda a la cocina e inventando diabluras. Don José era el que parecía menos feliz. Estaba triste, según decía, por la falta de ocupación. Castaño, que no necesitaba tenedurías, le empleó en llevar recados y cobrar cuentas; pero aunque el buen señor desempeñaba estos encargos con docilidad, bien se le conocía que su principal gusto era no hacer nada, contemplar a Isidora, pasear con ella, y prestarle cuantos servicios hubiese menester.
Miquis solía pasar por allí, pero estaba muy poco tiempo. Como vivía enfrente, por las tardes enviaba con su criada unos papelitos que hacían reír a Isidora, a Emilia y al mismo D. José taciturno. He aquí una muestra:
«RÉCIPE.—Del extracto de paciencia, 100 gramos. Del ajetreo de máquinas de coser, c. s. Mézclese y agítese s. a. Para tomar a todas horas.
DOCTOR MIQUIS».
«¿Ves?—decía Emilia, riendo—. Te manda que trabajes y me ayudes a coser en la máquina. Este Miquis es lo más salado… ¡Y qué razón tiene! Ocuparte en algo es lo que más te conviene. Cuando se pone la atención en cualquiera labor, no hay medio de pensar tonterías».
Bien lo comprendía la enferma; así, desde el primer día empezó a adiestrarse en la soberbia máquina de Singer que Emilia poseía. ¡Bien, bien! Con un poco de aplicación llegaría a dominarla. Al siguiente, otro papelito:
«RÉCIPE.—De la infusión de raíz del olvido, 25 gramos. De esencia de modestia, 7 toneladas. Disuélvase en agua de goma, añádase la ipecacuana, o sea Juan Bou, y háganse 40.000 píldoras para tomar una cada segundo, con observación.
DOCTOR MIQUIS.
Nota. El cual entra mañana en capilla. Cantad la salve de los presos».
Aunque las recetas eran de burlas, no desestimaba Isidora la prudente lección contenida en ellas. Hizo propósito firme de trabajar, de poner en olvido ciertas cosas, originarias de su perdición, y de acortar los orgullosos vuelos de su alma. Otro papel apareció diciendo:
«Se recomienda a la enferma que ayude a su patrona en cosas de la casa para que se vaya instruyendo, y que en las horas de descanso se dé un atracón de lectura. Le recomiendo el Bertoldo, el Año cristiano o las Páginas de la Infancia. Adiéstrese en contar para que se familiarice con las cantidades. En esto le podrá servir el águila de Patmos de la Contabilidad, su padrinito. Se recomienda especialmente a la enferma que si va Juan Bou (alias Ipecacuana), le reciba con amabilidad. El pobre está triste, aunque espera una herencia.
»Nota. El patíbulo de miel está armado en la capilla de los Desamparados. Orad por Miquis».
Por la noche fue Miquis un momento cuando estaban comiendo. ¡Qué algazara! Los tres chicos corrieron hacia él, y mientras uno se le colgaba de un brazo, el otro se le enredaba en una pierna, y todos le aclamaban como si el joven doctor fuera el más divertido de los juguetes. Isidora y Emilia le sacaron el tema de su boda, y ya le felicitaban, ya le hacían burla, mientras él, tan pronto hacía el panegírico de su futura como se lamentaba de perder su libertad. Subió luego al piso principal a ver a una anciana, madre de la célebre modista Eponina. Esta era una habilidosa francesa de mucha labia y trastienda, que en pocos años había hecho gran clientela. La vecindad fue causa de que Eponina y Emilia entablaran amistad. Algunas noches bajaba la francesa a casa del ortopedista, y otras los de Castaño subían al taller de modas. Isidora ya tenía conocimiento con Eponina, porque esta le hizo algunos vestidos en los prósperos tiempos botinescos. Conocedora Eponina del buen gusto de la de Rufete, siempre que esta subía mostrábale sus galanas obras, pidiéndole parecer, de lo que Isidora recibía mucho gusto, si bien este se desvanecía con el desconsuelo de ver tantas cosas ricas que no eran para ella. Luego, al volver a la ortopedia con el cerebro lleno de peregrinas visiones de trapos y faralaes, caía en profunda tristeza…
De esta manera pasaron algunos días. Miquis les envió los dulces de la boda, acompañados de estos renglones:
«Desde la mazmorra de flores, desde el delicioso ataúd de la luna de miel, el inmolado Miquis saluda a los señores de Castaño y a la señora de Bou. Recomiendo a esta la calma. He sabido con disgusto que ha contravenido mis prescripciones higiénicas, remontándose al taller de madama Eponina, y probándose varios vestidos de baile para ver su buen efecto. Eso es muy peligroso y reproduce la fiebre. Prescribo el alejamiento absoluto de los centros miasmáticos. En los ratos que tenga libres, dedíquese la enferma a bordar unas zapatillas al Sr. Juan Bou, para lo cual dicho se está que ha de emplear dos varas de cañamazo. Eso no importa. Yo regalo el cañamazo y las lanas. La enferma irá a convalecer a la sombra del árbol de la Ipecacuana, ese árbol milagroso, señoras, que está plantado en la litografía de la calle de Juanelo, y que ansía estrechar entre sus ramas a la descendiente de cien reyes.—Saluda a todos el más novel de los maridos y el más feliz de los médicos.—MIQUIS».
Ya no se reía Isidora de las cartas y recetas. Desde el día anterior estaba muy ensimismada, y hablaba muy poco. Atribuyendo Emilia y Castaño la repentina tristeza de su amiga a que se veía apremiada por el procurador para abonar los crecidos gastos del pleito, la exploraron con habilidad; mas ninguna explicación categórica pudieron obtener de su taciturna melancolía. Un accidente habían notado que les hizo caer en desagradables sospechas: D. José, al volver de la calle, habló en secreto con Isidora, y de aquel secreto databan el abatimiento y tristeza de la joven enferma. Observando con malicia, los esposos notaron que Relimpio salía y entraba con frecuencia, como si trajera y llevara recados, y que padrino y ahijada cambiaban recatadamente palabras breves y cautelosas. Cuatro días pasaron así, cuando Isidora salió para ir, según dijo, a casa de su procurador, y como al otro día y al siguiente repitiese el mismo viaje, los esposos se alarmaron y dieron en creer que Isidora no merecía la caritativa hospitalidad que le habían dado.
Fiel como un perro y callado como un cenotafio, D. José fortalecía de tal modo su discreción, que en esta no hallaba el más breve resquicio la curiosidad de su hija. ¡José, eres una alhaja!
—III—
Y en tanto, excesivamente distraída de sus trabajos, Isidora visitaba con frecuencia el taller de Eponina, y allí se encantaba contemplando los magníficos vestidos, entre los cuales a la sazón había tres de baile. Eran para una joven condesa que tenía la misma estatura y talle de nuestra enferma. Eponina quiso que esta se los pusiera para ver el efecto. ¡Ave María Purísima!… Púsose el primero; estaba encantadora. Púsose el segundo. ¡Oh, arrebataba! El tercero…, ¡Cristo!, el tercero caía tan bien a su cuerpo y figura, que sólo la idea de tener que quitárselo le daba escalofríos. Contemplose en el gran espejo, embelesada de su hermosura… Allí, en el campo misterioso del cristal azogado, el raso, los encajes, los ojos, formaban un conjunto en que había algo de las inmensidades movibles del mar alumbradas por el astro de la noche. Isidora encontraba mundos de poesía en aquella reproducción de sí misma. ¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal imagen! ¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla las lenguas de la fama! ¡Qué hombros, qué cuello, qué… todo! ¿Y tantos hechizos habían de permanecer en la obscuridad, como las perlas no sacadas del mar? No, ¡absurdo de los absurdos! Ella era noble por su nacimiento, y si no lo fuera, bastaría a darle la ejecutoria su gran belleza, su figura, sus gustos delicados, sus simpatías por toda cosa elegante y superior.
Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado, aquel traje, y había que quitárselo en seguida, sin poder siquiera, como los cómicos, lucirlo un momento? No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma.
De repente oyéronse pasos. Isidora y Epinona miraron hacia la sala inmediata, y vieron entrar a un hombre. Era Miquis.
«Pase usted, doctor—dijo la modista—, y verá usted cosa buena. Usted no estorba nunca».
Era Eponina mujer desordenada; mucho tiempo hacía que no pagaba al médico, el cual visitaba con gran celo a la anciana madre de la modista. Para hacerse perdonar su falta de conducta, la francesa era complaciente con Augusto, y le permitía entrar en su taller a todas horas y bromear con las oficialas. Al ver a Miquis, Isidora se turbó un momento. Después se echó a reír.
«¿Te asombra de verme vestida de baile?—le dijo—. Sé que me has de reñir; pero, vamos, sé franco. ¿Estoy bien así, sí o no?».
Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba su sorpresa y embeleso, dijo:
«Estás…, no ya hermosa, ni guapa, sino… ¡divina!
–Vamos, que te he hecho tilín.
–A un ahorcado no se le hace tilín tan fácilmente; pero… Abismo de flores, de veras te digo que si no estuviera con la soga al cuello… Pero no, ¡fuera simplezas! El médico, el médico es el que habla ahora».
Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida de baile.
«Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas. No te salvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte.
–Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero»—dijo Eponina con melosa urbanidad.
Desasosegado, Miquis se sentaba primero en una silla, después en otra, luego paseaba, y de pie y andando, no quitaba los ojos de su enferma.
«Pues mira—le dijo Isidora con cierto descaro—, no me riñas, porque con tus medicinas tontas y con tu asquerosa ipecacuana no me he de curar, ni quiero curarme.
–Ya lo sé que no quieres. ¿Piensas que no estoy enterado de tus malos pasos de estos días? A los médicos no se nos escapa nada. ¿Quieres que te lo cuente?».
Isidora se turbó otra vez.
«Pues oye: la semana pasada llegó de Francia Joaquín Pez en el estado más deplorable. Sus acreedores, cansados ya de contemplarle, le han caído encima como buitres hambrientos. Su padre ha decidido no ampararle más y le ha echado de su casa…
–Es verdad, es verdad—dijo la de Rufete con emoción, preparándose a derramar lágrimas.
–El pobre hombre, con el agua al cuello, desesperado y sin fuerzas para luchar con su destino, ha recurrido a ti. Sé que te ha buscado; que te mandó un recadito con tu padrino; que fuiste a verle… Es cierto, ¿sí o no?
–Es cierto.
–Se ha refugiado en una miserable casa de huéspedes donde no hay más que toreros de invierno, jugadores y gente perdida… Le visitaste hace cuatro días; has ido después varias veces… Lo sé por el ama de la casa, que es una Aspasia jubilada, y tiene relaciones con uno de mis más desgraciados enfermos. Reflexiona lo que haces, mira bien qué pasos das y entre qué gente vas a meterte.
–Es verdad lo que has dicho. ¿Cómo es que todo lo sabes y todo lo averiguas?—dijo Isidora, rompiendo a llorar—. Augusto, ten compasión de mí. No, no me digas cosas… Él está perseguido, huye de la justicia, y ha tenido que refugiarse en un sitio, que por ser tan malo, le ofrece seguridad. No se comunica con ninguno de la casa. No le denuncies, ni me riñas a mí porque no he querido abandonarle en la desgracia.
–Perdóneme usted, amiguita—indicó Eponina con bondad—, me va usted a estropear el vestido; me lo está usted mojando con sus lágrimas.
–Me lo quitaré—replicó Isidora haciendo un gesto de niña mimosa—. Miquis, haz el favor de pasarte a la sala, que me voy a mudar de traje».
Alejose un rato el médico. Cuando volvió, ya Isidora había tomado su forma primera. Se abrochaba su vestidillo humilde diciendo: «Ya tengo otra vez la librea de la miseria».
Eponina salió, dejándolos solos. De repente Isidora se fue derecha hacia Miquis, y cruzando las manos delante de él, le dijo con acento de intenso dolor:
«¡Amigo, estoy desesperada!
–¿Qué tienes?—le preguntó él, sintiendo ante aquella pena y aquellas lágrimas una cobardía dulce.
–¡Estoy desesperada! A ti me dirijo, a ti que eres bueno y me conoces hace tiempo.
–¿Bueno yo?…—dijo Augusto con ironía—. A ver, ¿qué quieres?
–Necesito…, ¿tendré que decírtelo?…, necesito dinero.
–Ya…
–Yo no puedo estar así. Váyanse al diablo tus recetas. Te diré…, yo quiero vivir y esto no es vivir.
–Dinero para el Pez.
–No, no; lo necesito para mi procurador y para mí. Estoy vestida de harapos… No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de la vida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo… No entiendo tus medicinas. Te diré… Dios no quiere favorecerme, Dios me persigue, me ha declarado la guerra…
–¡Qué pillín!
–Yo quiero ir por los buenos caminos, y Él no me deja—prosiguió Isidora con tanta agitación que parecía demente—. Veremos si al fin me favorece. Te diré…; lo que importa es que yo gane ese pleito. Cuando lo gane, tomaré posesión de mi casa… Mucho siento no poder llegar a ella con todo el honor que mi casa merece…, pero ¿qué hacer ya? Entretanto, amigo, la miseria me es antipática, es contraria a mi naturaleza y a mis gustos. La miseria es plebeya, y yo soy noble.
–Isidora—declaró Augusto con seriedad—, al nacer te equivocaste de patria. Debiste nacer en Francia. Eres demasiado grande, eres un genio y no cabes aquí. ¿Quieres el último consejo? Pues vete a París. Allí encontrarás tu puesto. Aquí te degradarás demasiado. Aquí no las gastamos de tanto lujo como tú».
Levantose para marcharse.
«No, no te vas—dijo ella deteniéndole con fuerza por un brazo—; no te vas sin decirme si puedo contar contigo.
–¿Para qué?»—murmuró el médico temblando.
¡Sentía un frío…!
«Yo necesito una cantidad—dijo Isidora febril, los labios secos.
–No puedo… complacerte—repuso el joven, dejándose caer en una silla.
–Sí puedes, sí puedes. ¡Augusto, por amor de Dios!…, socórreme, socórreme. Te diré…
–Si es nada más que un socorro…».
Miquis, turbado hasta lo sumo, aprecio con rápida ojeada interior su situación. ¡Se había casado seis días antes, estaba en la luna de miel!… ¡Ser traidor a su joven y amable esposa! «No, no, no», gritó para sí, y luego, en voz alta:
«Pobre mujer, criminal o desgraciada, noble, plebeya o lo que seas, yo no te puedo amparar… Busca en otra parte…
–¡Ah! ¡Qué amigos estos!—exclamó ella en lo último de la angustia—¡Y luego nos injurian si al vernos desamparadas corremos a la degradación! Bueno, bueno; me perderé, me arrastraré».
Miquis cerró los ojos para no verla. Si la veía un momento más estaba perdido… Por lo que, sin añadir una palabra, echó a correr fuera del gabinete y de la casa.
Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintió rápidos y leves pasos detrás de sí. Al mismo tiempo oyó que le llamaban. Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico tembló de nuevo.
«Tengo un recelo—le dijo Isidora agitadísima, la voz balbuciente, la expresión turbada y agoniosa—. No me has comprendido… Habrás creído tal vez que deseo ser tu querida, que te he propuesto que me compres… No me juzgues mal; yo quiero ser honrada. Si no lo consigo es porque…, te diré…
–¡Honrada!
–Sí, sí. No me comprendes. Sí me socorres, yo te pagaré…, dinero por dinero.
–Déjame en paz—dijo Miquis retirándose.
–No, no te vas—replicó ella deteniéndole con fuerza—. Estoy desesperada. Necesito… En último caso, paso por todo.
–Soy pobre.
–La desesperación es ley, Augusto. Te hablaré con el corazón; te diré… Yo no quiero más que a un hombre. Por él doy la vida, y en último caso el honor… Di, ¿me favoreces?
–Lo que necesitas, ¿es para comer?
–No; necesito mucho.
–No puedo, no puedo».
«Augusto, Augusto—exclamó ella colgándosele del brazo—. Mi necesidad es tan grande, que no puedo tener tesón ni dignidad, ni nobleza. Yo no te quiero, no puedo quererte; pero como Dios me abandona, yo me vendo».
Pausa. Miquis la miraba pestañeando. Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás!
«Soy pobre—repitió Miquis, haciendo un esfuerzo—; vete a París.
–¡Augusto!».
Augusto sintió cólera. Aprovechándose de aquel movimiento del alma, desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo:
«Dios te ampare».
Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica: «¡Farsante!».
Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos, dejándoles un papelito que decía:
«Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestra casa. Cuidad de mi hijo esta noche. Tened lástima de mí».
Capítulo XI
Otro entreacto
En el famoso pleito de filiación había terminado la prueba; varios testigos habían declarado y ambas partes respondido a infinitas preguntas, repreguntas y posiciones; una bandada de golillas revoloteaba en torno a las ramas de aquel árbol de escaso fruto; se había presentado el alegato de bien probado; se aproximaba la vista, a que seguiría la sentencia, y con esto la demandante se las prometía muy felices. Verdad que en la prueba, llamada Isidora a manifestar algún recuerdo de su niñez por donde se viniera a aclarar su nacimiento, no pudo suministrar noticia alguna que ayudara eficazmente a su defensa.
Las declaraciones de los testigos eran desacordes y confusas por todo extremo. Un tal Arroyo, del Tomelloso, amigo del Canónigo y de Tomás Rufete, confirmaba la pretensión de Isidora. Un tal Arias depuso en términos diametralmente opuestos, y D. José de Relimpio, llamado también, declaró en términos categóricos a favor de la que llamaba su ahijada; mas su declaración, falta de solidez, daba lugar a dudas acerca de la sinceridad del anciano. Sobre tan misterioso asunto, él no sabía gran cosa. Sabía, sí, y esto no podía dudarlo, que en 1851 había sacado de pila a una niña, hija de Tomás Rufete. A los seis meses no cabales, Relimpio y Rufete riñeron por cuestión de una pequeña herencia y estuvieron siete años sin hablarse ni tener trato ni comunicación alguna. Hechas las paces al cabo de tan largo tiempo, ambas familias volvieron a entrar en relaciones. Entonces vieron los de Relimpio que en casa de Rufete había dos niños, Isidora y un varoncillo de dos años. Tomás dijo a Relimpio con misterio que su hija había muerto y que aquella que vivía y el niño se los había dado a criar una dama que no nombró. Don José, que no había visto a Isidora desde la edad de seis meses, no podía, por el rostro de ella, discernir si era cierto o falso lo que afirmaba su pariente; pero por costumbre siguió llamándola ahijada, y desde entonces comenzó el cariño de que tan grandes pruebas diera más tarde. En cuanto a Francisca Guillén, nunca pudo Relimpio obtener de ella una declaración terminante acerca de las dos criaturas que pasaban por suyas. Cuando Tomás estaba en el Tomelloso, la buena mujer aventurábase a decir algo, que llenaba de gran confusión a D. José; pero cuando el otro volvía, todo eran vaguedades y misterios.
Esto era lo que Relimpio sabía, y estos breves datos y sus conversaciones, no largas, con Tomás y Francisca, debieron de haber constituido su declaración; pero, llevado de un sentimiento de caballeresca protección a la desgracia, hizo las afirmaciones más conformes con su deseo y el de su ahijada. Sigamos ahora los pasos de Isidora, de cuyo paradero ni Emilia ni Juan José tenían noticia alguna. Tres veces en dos días había ido la pícara a ver a Riquín, porque la ortopedista no se lo había querido entregar; pero ni con preguntas capciosas pudo obtener de ella un indicio del sitio en que moraba. Debía de saberlo don José; mas también guardaba fielmente el secreto. Tristeza tan profunda dominaba al buen tenedor de libros, que con el peso de ella parecía habérsele aumentado la cuenta de los años, extremando su vejez. Casi todo el día lo pasaba fuera de su casa, y cuando entraba en ella anunciábase con suspiros. Había perdido el apetito, dormía muy mal y tenía los sueños más raros del mundo. Soñaba que se batía en duelo de honor con Pez, Botín y otros caballeros, y que a todos les mataba, sacándoles hasta la postrera gota de sangre. ¡Horror de los horrores!
Pero si Relimpio era la misma tristeza, otro personaje muy conocido nuestro, el gran Bou, veía de súbito compensadas sus desdichas amorosas con una gran ventura en cuestión de intereses. ¡Oh! Si la ingrata se aviniera a dar el deseado sí, el Obrero—Sol sería un ejemplo de hombre venturoso cual pocas veces se ha visto sobre la Tierra. Diríase que la Providencia cristiana, no menos caprichosa a veces que la pagana Fortuna, se había propuesto abrumarle de bienes positivos, negándole los que su corazón apetecía, y le colmaba de frutos riquísimos sin dejarle ver y gozar la flor hermosa del amor. Desde la visita al palacio de Aransis empezó la tal Providencia a divertirse con él. En el espacio de quince o veinte días le quitaba por un lado toda esperanza de amor, y dábale por otros tres gollerías o momios pecuniarios a cuál más valioso. Primero: aseguró un buen negocio contratando cierto trabajo de impresiones y etiquetas con un afamado industrial; segundo: percibió una herencia de ciento setenta mil reales; tercero: se sacó un segundo premio de lotería, importando cinco mil duros. ¿Qué tal? Aun con ser estos embolsos un estorbo más para llegar a la deseada liquidación social, Bou se guardó su dinero y se puso muy contento, considerando en lo más escondido de su mente, que bien podía aplazarse la tal liquidación, o exceptuar de ella, en el punto y hora en que se hiciera, el dinero de la gente honrada.
Miquis, que le apreciaba y se reía con él, fue a darle la enhorabuena, y le encontró en su taller trabajando como siempre. Bou se levantó, saludó a gritos, estrujó la mano de su amigo, y después fue acometido de una tos tan violenta, que su cara parecía un cuero de vino, y el ojo rotatorio estuvo a punto de desalojar su holgada órbita y caerse al suelo.
«Ese alquitrán, hombre, ese alquitrán…
–Déjese usted de alquitranes y de potingues. Ni curas ni boticarios me sacarían un cuarto. Que coman yerba…, ¡hala! Y a ustedes los médicos, si yo arreglara el mundo, los pondría a que me barrieran las calles, a que me desecaran los pantanos, a que me desinfectaran las alcantarillas… Ahí es donde están las enfermedades.
–Pues a los litógrafos los pondría yo a que me afeitaran todas las ranas que se pudieran coger… Pero vamos al caso… ¿Convida usted o no convida?
–Sí, señor; convido a una copita… y nada más.
–¡Qué miserable! Yo esperaba un banquete regio.
–No me gustan aparatos ni bulla.
–Hombre, siquiera un cubierto de cincuenta reales…, cuatro amigos…
–Pues palante—exclamó el catalán, disparando su risa—, y aunque sea de doscientos reales. Pero cuatro o cinco amigos nada más».
Siguieron hablando de la buena fortuna. Bou la había recibido con calma y no pensaba hacer locuras. Si al fin se casaba, seguiría trabajando, con el mismo sistema de vida modesta y obscura. Pero si no se casaba, tenía el pensamiento de proporcionarse algunas satisfacciones, porque ¡voto va Deu!, no hay dinero más soso que el que uno deja a sus herederos cuando se muere. Es necesario irse al otro mundo sin poder contar por allá algo de lo poco bueno que hay en este; y luego, si viene la liquidación, si tocan a desamortizar, es triste cosa que le limpien a uno sin haber sido sanguijuela por un poco de tiempo. El trabajo es bueno, magnífica cosa, sí señor, admirable en extremo; y los holgazanes que se aprovechan del trabajo del pobre para gozar, son unos pillos, sí señor, grandes tunantes; pero el obrero que tiene una ocasión de introducirse, siquiera sea por breve tiempo, en el palacio encantado de los goces mundanos, debe hacerlo, aunque no sea sino por conocer el género de vida de las sanguijuelas y tenerlo en consideración el día en que se ajusten cuentas. Él (Juan Bou) había pensado esto, y sacado en consecuencia que las teorías puras no resuelven la cuestión social; es preciso estudiar prácticamente los excesos de la holgazanería.
Aprobó Miquis cumplidamente estas ideas y con toda energía excitó a su amigo a probar las escasas dulzuras de esta corta vida, ya que sin quererlo tenemos siempre entre los labios sus amarguras, y pues la ocasión de ser dichoso no se presenta siempre, aprovéchese cuando viene, que tiempo hay de sobra para privaciones, disgustos y penas.
«Supongo—añadió—que andaremos en coche y a caballo, que tendremos buena mesa y palco en el Real».
Echose a reír Juan Bou y dijo que no pensaba correrse mucho, ni hacer el oso, ni ponerse en ridículo como un indianete sin seso; que tan sólo obsequiaría a cuatro amigos, y que sin abandonar su taller, trataría de ver qué sabor tiene la sangre del pueblo.
Después nombró Miquis a la ingrata, y oído su nombre, se puso tan serio el otro, que parecía haber perdido en un instante todo su contento. No habrían dejado aquí un tema tan del gusto de ambos si en aquel punto no hubiera entrado D. José, el cual se turbó al ver al médico. Bou, también algo turbado, pidió perdón a Miquis y se fue con Relimpio a un despachito cercano, donde Augusto les oyó secretearse.
«Le ha traído una carta o recadillo—pensó el doctor, proponiéndose no darse por entendido—. Ya, ya…».
Don José salió, al parecer con otra esquela o recadito verbal, aunque es más probable que llevara lo primero, y al salir habló a Miquis del tiempo, de política, de Cánovas y de que las tropelías de los ingleses en el campo de Gibraltar daban motivo a España para exigir de Albión que nos devolviera aquel pedazo de nuestro territorio. Augusto se mostró conforme con estas patrióticas ideas y le dejó marchar, compadecido de su aspecto caduco y del azoramiento que el semblante del pobre viejo declaraba. Convidado por Bou al banquete que celebraba a la siguiente noche, fue D. José vestido con su levitita anticuada y su corbata azul de alfiler. Grave y silencioso estuvo toda la noche, sin que los demás comensales pudieran comunicarle su alegría. Era tan flojo de cerebro, que en cuanto bebía dos copas se ponía perdido, y he aquí que al probar el Champagne, el buen tenedor de libros, después de haber dado varias pruebas de no ser dueño de sus ideas, se dirigió a Juan Bou y con lengua solemne aunque torpe, le dijo:
«¡Caballero, usted me dará una satisfacción, o me veré obligado a llevar la cuestión a un terreno…!».
Todos prorrumpieron en risas. Exacerbado con ellas el humor pendenciero de D. José, se puso éste como la grana, y uniendo el gesto impetuoso a la dicción enfática, añadió:
«Porque usted se empeña en mancillar el honor de una joven de altísima familia, y yo no permito, ¿lo entiende usted?, no permito… ¡yo que soy su segundo padre…!