Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 10
Capítulo XXI. Batiéndose con el ángel
El hombre a quien hemos visto casi siempre sombrío y mudo en presencia de los acontecimientos y de las personas, desempeñando con el fastidio del actor cansado, un papel pasivo hasta ahora; este hombre que no nos ha revelado aún sino parte muy poco considerable de sus pensamientos, hallábase aquella noche más metido en sí que de costumbre y muy deseoso de hablar consigo mismo. Luego que llevó el sillón del enfermo a la banda de Oriente dio la vuelta en derredor de la casa. Oyó cuchicheo de criados en la verja, y risa de fregonas y doncellas, que, sentadas tomando el fresco de la calle, recibían las galanterías de los cocheros del hotel vecino. Incomodábale aquel rumor, y siguió adelante por la calle tortuosa trazada en el césped. Sentado en un banco del costado Norte, con los ojos vueltos al cielo, permaneció largo rato, el codo en el respaldo, la nuca en la palma de la mano, el cuerpo extendido con pereza y abandono.
Era astrónomo. Buscaba algo que le distrajera de aquel dolor continuo que no dejaba respiro a su alma. ¿Qué mejor descanso que mirar al inmutable cielo, que parece un símbolo majestuoso de nuestro superior destino y es, por la constancia y orden de sus giros, un emblema de la eternidad? El espíritu entristecido se lanza a aquel mar sin orillas como a su patria natural, y goza recogiendo las incomprensibles distancias y mirando cara a cara los espantosos tamaños.
Allí enfrente y arriba, fija, sola, quieta en apariencia, no muy grande, presidiendo como en un trono el decurso eterno de las demás estrellas, vio León a la Polar, primera letra del libro del firmamento. Las dos Osas le hacen la corte; la pequeña rodando junto a ella; la grande, arrastrando su magnífica cola en grandioso círculo. Casiopea, Cefeo, el Dragón, la enorme Cruz del Cisne, atrajeron sucesivamente su mirada, y por último Vega, estrella hermosa, con no sé qué centelleo melancólico y elocuente. Es tan linda que nos dan ganas de cogerla, y la cogeríamos si tuviéramos un brazo un millón trescientas treinta veces más grande que el brazo que necesitaríamos para encender nuestro cigarro en el Sol. Más hacia Occidente vio el lindo corrillo de estrellas de la Corona Boreal, que parecen darse la mano para danzar en círculo, persiguiendo siempre al hermoso Arcturus, uno de los soles más bellos y más grandes, que fulgura sereno, claro y como sonriente, con vanidad de su propia belleza. Era tarde, y mientras Arcturus declinaba hacia el Ocaso, aparecía por la derecha el Cuadrado de Pegaso, seguido de la infeliz Andrómeda, que se alarga hasta tocar a Perseo; apareció este con la cabeza de Medusa en su mano, y después la Cabra sola en un ángulo del Cochero, sin compañía ninguna, enojada, brillando con rayos que parecen saetas, mirándonos con entrecejo resplandeciente desde la distancia de ciento setenta billones de leguas. Su atención terrorífica echa setenta y dos años de camino para llegar hasta nosotros. No lejos de allí vio el gracioso ramillete formado por las llorosas Pléyades, que parecen huir de los cuernos del rojo Aldebarán… León Roch calculaba por la hora el tiempo que tardaría en aparecer el soberbio Orión, la maravilla más grande de los cielos, seguido de Sirio, ante cuya magnificencia palidece toda hermosura sidérea; después recorrió la región zodiacal buscando la coqueta Antarés, con hermosa cabeza y garras de Escorpión; se detuvo luego a determinar los sitios de las nebulosas más notables; esparció la vista por la Vía Láctea, donde tiende sus alas el Águila y abre sus brazos la Cruz del Cisne; por un rato se anonadó ante tanta belleza, considerando lo difícil que es para los ojos profanos el considerarla como una polvareda de soles, y por fin… se cansó de mirar al cielo. Reclamado en el fondo de su alma por cuidados de la tierra y por una inquietud y presentimiento inexplicables, levantose del asiento y penetró en la casa.
Pasó de una pieza a otra y al entrar en el comedor oscuro oyó cuchicheo de voces. Eran las de su mujer y su cuñado, que hablaban en el jardín, a dos pasos de la ventana del comedor. Sentose en una silla. Algunas palabras pronunciadas entre tos y tos llegaban a él, como el silabear quejumbroso y suspirón de María cuando rezaba de retahíla. Acercándose un poco a la ventana, oyó más claramente. No era de su agrado aquella suerte de espionaje, pero una fuerza semejante a la querencia lúgubre del crimen le detuvo allí un rato. Sus aterrados ojos miraban el grupo del jardín y su rostro palidecía como el de un reo que oye su sentencia. La misma fuerza de su enojo le alejó al cabo, llevándole a vagar por la planta baja de la casa, discurriendo por las habitaciones, cuyas puertas y ventanas estaban abiertas a causa del calor. Su figura pasaba, reflejándose de un espejo a otro, y se creería que estos jugaban con ella, arrojándosela y recogiéndola. Asustáronse, al sentirle pasar, los pájaros que ya estaban dormidos, y las cortinas se movieron ceremoniosamente como a la entrada de un gran señor. Al fin dio con su cuerpo en el despacho que ahora servía de gabinete al pobre enfermo, y se arrojó en una butaca, dando descanso a su cabeza en las palmas de las manos. A ratos oíase un murmullo, como si hablara consigo mismo; a veces un apóstrofe cual si con otro hablara. Después se oyó una risilla de desprecio, de burla, o más bien de ira, que la ira, cuando es muy reconcentrada, suele tener erupciones humorísticas, y últimamente verificose en él un fenómeno cerebral bastante común en los momentos en que la ira y el dolor se encuentran actuando a sus anchas sobre el individuo, a solas, en parajes semi-oscuros y silenciosos.
Con los ojos cerrados, (y esto es lo más extraño) creyó ver la misma habitación en que estaba, y se sintió a sí mismo precisamente allí donde mismo estaba. Y vio enfrente una figura japonesa, negra, rígida, recortada y destacándose sobre el fondo de colores inundados de luz. El cuerpo mezquino se mantenía sentado tieso, cual si de sí mismo fuera inquisidor, y el rostro gelatinoso, cadavérico, contraído todo por el hábito de hacer continuamente los visajes del escrúpulo y de la aflicción mística, elevaba al techo los ojos de esmeralda o los paseaba con indiferencia estúpida por las paredes pobladas de acuarelas, mapas y estampas, y por el suelo cubierto de fino junco.
León había caído en la somnolencia dolorosa a que llega, después de los primeros paroxismos, una pena profundísima que no pudiendo salir a la superficie, corre muy honda por los cauces del alma. Alguien más estaba allí. ¿Quiénes eran los que sentados en derredor formaban como un cónclave terrible? Eran Arcturus, Aldebarán, Vega, la Cabra, Orión, la coqueta Antarés y el imponente Sirio. En su delirio vio León que él mismo se levantaba, arrebatado de coraje y violencia; que corría derecho hacia la delgada figura negra; que sin intimación la asía en sus brazos, gritando: «¡Insecto, has venido a robarme mi última esperanza! ¡Muere, pues!…».
Y el insecto acogotado le dirigía una mirada de indefinible dolor, gimiendo entre los duros brazos, y su débil armazón se quebraba, crujiendo como una cáscara de nuez que se rompe. «¿Quién te ha llamado a gobernar el hogar ajeno? – le decía León, ciego de ira y haciéndolo astillas. – ¿Quién te autoriza a quitarme lo que me pertenece?… ¿Quién eres tú?… ¿De dónde has venido con tu horrible orgullo disfrazado de virtud?… ¿De qué te vale el desollarte vivo, si no tienes verdadero espíritu de caridad?…». Y el pobre insecto expiraba con contracciones dolorosas, cerraba los ojos para siempre y parecía que sus ajados labios decían: «muero». León, poseído de una cólera delirante, le apretaba más, y la víctima menguaba entre sus brazos: ya no era más que un negro manojo de zancas secas, de manos estrujadas y un caparazón roto como el juguete de cartón en manos de un niño… Pero de pronto las estrellas prorrumpen en espantosa risa y huyen, buscando cada cual su sitio arriba; el desbaratado cuerpecillo se deshace de los brazos asesinos, se transfigura, se engrandece, se torna de humilde en poderoso, de mezquino en fuerte; vésele alzarse y elevar la frente rodeada de luz, extender de su cuerpo negro alas esplendorosas, alzar del suelo los pies blancos y desnudos sin un grano de polvo de la tierra, y levantar el brazo formidable y musculoso, cuya mano empuña una espada de fuego.
León echa mano al cinto. También él tiene su espada de fuego y la saca, blandiéndola en el aire con amenazadora presteza.
«Menguado, ¿crees que te amo?».
«¡Atrás, impío!».
Y entre los dos, iluminado su bello rostro por el resplandor de las espadas, apareció María, mundanamente hermosa, mal veladas sus gracias voluptuosas, con los ojos encendidos de amor y la boca fruncida por un mohín de mojigatería.
«¡Colegial, dejámela!, ¿no ves que es mía, no ves que la amo?».
«¡Atrás, impío!».
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– ¡Oh!, ¡qué necia estupidez! – exclamó León, pasándose la mano por su frente, cubierta de sudor frío y desechando la obsesión terrible.
Claramente oyó entonces la voz de su mujer, que le llamaba. Aquel León, León sonaba en su cerebro como una campana tocando a rebato. Levantose, y lentamente, sin precipitación, con una parsimonia cruel y en cierto modo vengativa, se dirigió al jardín.
Capítulo XXII. Vencido por el ángel
– No, no es nada – murmuró Luis Gonzaga cuando vio cerca al marido de su hermana. – Una congoja algo más fuerte que las demás. Mañana…
León le miró sin tocarle, a dos pasos de distancia, mudo, sombrío y acordándose de su pasada obsesión, tuvo miedo de sus sentimientos.
– No – dijo para sí – no es más que antipatía, que se ahogará en lástima, porque este desgraciado se muere.
Luis tomó la mano de su hermana, y con voz débil, incorrecta, desigual, entre solemne y festiva a causa del súbito calenturón fulminante que le devoraba, le dijo:
– El mayor peligro a que estarás expuesta será que te propondrán transacciones, acomodamientos… Prevente contra este lazo de la impiedad, que es una trampa cubierta de rosas, hija mía. No, entre el creer y el no creer no hay arreglo posible. ¿Concibes tú reconciliación entre el salvarse y el perderse para siempre? No hay término medio entre lo temporal y lo eterno. Huye de los arreglos, no cedas ni un ápice de tu firme y glorioso terreno. No se puede ser religioso a medias. El que deja de serlo por completo, ya no lo es. Nuestro Señor ha querido que esta obra admirable sea tal, que el que de ella quitase la más mínima parte, al punto queda fuera de ella… Cuida de evitar la pérfida trampa… Es el tema predilecto del siglo, y ha lanzado más almas al infierno que la misma impiedad… Acuérdate de mí, piensa en mí, tenme presente, no olvides que he venido a salvarte, a llamarte al camino de la verdad y a morir en tus brazos para que mi memoria sea más duradera. Dios nos envió juntos al mundo, y juntos nos quiere ver, alabándole al pie de su trono de gloria. María, María…
– Sosiégate, hermano, sosiégate – dijo María aterrada y llena de angustia.
Luis abrió los ojos con viveza, y mirando a León, dijo con desvarío:
– Me parece que aquí hay alguien. María, ¿no es un hombre lo que veo?
– Es León, es mi marido… Llamemos al instante al médico… ¿No te parece, León?… Los criados ¿dónde están?
María corrió a llamar; pero su hermano la detuvo, asiéndole fuertemente el brazo.
– No me dejes solo… – murmuró. – Has dicho que tu marido… Dios mío, Dios mío, ¿qué idea es esta que me turba?… ¿Es este escrúpulo pueril, como tantos que me han mortificado, o indicación de la conciencia? Dime tú, ¿qué es?… ¿Está aquí León?
Marido y mujer callaron.
– ¡Qué idea!… ¿Le habré ofendido? No; he dado a mi hermana los consejos que me dictaba la piedad. Dios ha hablado dentro de mí. Dios, Dios… Es escrúpulo; pero aun los escrúpulos deben atenderse. ¡Ah!, ¿está aquí el buen Paoletti?
Sus ojos extraviados se fijaban en León.
– Padre Paoletti, ¿habré ofendido a mi cuñado?
Después, como si hubiera oído una respuesta, añadió:
– Es verdad, no puedo haberle ofendido; y por si le ofendí, mañana le llamaré a mi lecho de muerte y le pediré perdón. Al mismo tiempo repetiré a María las advertencias.
– Llevémosle adentro – dijo León.
– Llamemos a los criados – balbució María, balbuciente.
El enfermo apartó los brazos de su hermana cuando se dirigían a acariciarle, y con voz torpe dijo:
– Dejadme aquí… Siéntate a mi lado.
María se sentó. Sus cabezas casi se tocaban.
– Mañana, mañana, cuando haya recibido al Señor en mi humilde morada, le entregaré mi alma… ¡Pero qué frío hace! Está nevando, ¿no es verdad?
Revolvió una mirada atónita por todo el espacio.
– No brillan las estrellas – murmuró con un ronquido. – ¡Oscura noche, precursora del día claro y grande! Mañana, hermana, mañana pediré a todos perdón y me dormiré en el seno del Señor… Si vieras qué bien me encuentro ahora… qué dulce reposo siento… Pero me da pena… porque el temor de que esta mejoría alargue mi vida… Yo no quiero salud, yo no quiero estar mejor, yo no quiero sino dolores, ansiedad, ahogarme, estremecerme y morir… Este bienestar que ahora… siento…
Su cabeza se fue inclinando lentamente del lado de su hermana, hasta que cayó sobre el hombro de esta, como si le rompieran las vértebras del cuello.
Cerró los ojos; de sus labios salió leve suspiro, y se murió como un pájaro que se duerme.
– Se fue – dijo León examinándole.
María abrazó a su hermano y sostuvo el cuerpo, que pesadamente se inclinaba hacia la tierra, y cuando los criados, acudiendo a las dolorosas voces del ama, trasladaron al muerto a su lecho, María le besó ardientemente, inclinando su cabeza sobre el cuerpo rígido. León, no convencido aún del fallecimiento, acudió a tocarle las sienes, el pulso, a hacer la prueba del espejo. Entonces María se incorporó enérgicamente, y rechazando a su marido con el nervioso gesto, con los ojos llenos de terror y de lágrimas y con la voz apasionada y furibunda, exclamó:
– ¡Malvado! ¡No le toques, no le toques!
Madrid. Mayo, Junio, 1878.
Segunda parte
Capítulo I. Si el tiempo lo permite
El cielo estaba en revolución, ni limpio ni oscuro; por un lado azul y risueño, por otro ceniciento y torvo. Creeríase que en él iban a dar una gran batalla la cerrazón y la serenidad, pues una y otra se miraban desde contrapuestos horizontes, amenazándose y disputándose palmo a palmo el cielo. El sol, neutral en esta disputa, alumbraba a ratos la tierra, y a ratos se escondía dejándola en glacial penumbra. Sin embargo, el gentío de la Plaza de Toros no temía que descargase el mal tiempo. Era una tarde, como la mayor parte de las de Marzo y Abril en el suelo madrileño, arisca y ventosa; pero con más amenazas que malicias, más polvo que agua, amagando mucho y no haciendo nada, antes que a remojar botas, atendiendo a levantar faldas y arrebatar sombreros.
La Plaza estaba llena y triste. Excepto en cortos ratos, toda ella era sombra. Más triste que nunca era entonces el alto armazón de hierro pintado de color de plomo, cuyo elegante aspecto de arquitectura industrial no se acomoda bien con el carácter desordenado, chillón, embriagador y maleante de la fiesta española. La uniformidad de los trajes que crece de día en día, con perjuicio de la estética, daría al público el aspecto de una congregación de personas sensatas, reunidas en patriótico meeting, si no trastornaran el cuadro las voces, que ora son murmullo impaciente, ora roncos bramidos de pasión, ira; deleite, frenesí, hórrida música de aquella ópera sangrienta cuya letra o drama está en el redondel.
Los pañuelos de crespón van siendo cada vez más raros: con todo, algunas manchas rojas y amarillas mariposeaban aquel día sobre la gran mancha oscura del público, y los abanicos animaban con su constante aleteo las largas filas de hombres y mujeres. Los tendidos de sombra y especialmente el célebre número 2, centro de muchachos alegres y bulliciosos estudiantes, presentaban un gentío espeso, con alineación apretada como la de los granos de una mazorca. Más claros los de sol, daban cabida a los inquietos grupos de la gente jornalera, a los paletos, a un centenar de gandules cuyas maneras y traje parecen la exageración más grotesca de la caricatura del torero, a infelices artesanos que van a buscar en aquella orgía de impresiones fuertes un descanso a la insulsez metódica del trabajo. La esclarecida sociedad de los mataderos, de las carnecerías, de las fábricas de curtidos, los industriales del Rastro y los mercaderes de la Cebada hervían allí como potaje en el fuego, y su murmullo, unido al cascado son de un cencerro, hacía la ilusión de andar por allí un animal que relinchaba coceando. Como el chisporroteo de la fritanga de sangre que está puesta a la lumbre y bulle y apesta, así salía de allí un lenguaje germanesco y nauseabundo. Lanzaba su ronca imprecación la chula, que, insolente y procaz, se abría paso entre el gentío, dejando atrás un olor complejo de almizcle y cebolla, y el zafio ganapán a quien Naturaleza dio el empleo de lavar tripas de cerdo, porque no sirve ni servirá para otra cosa, hacía de su mano un caracol, lo ponía en la fiera boca, y por él arrojaba, con el vaho del aguardiente, un chorretazo de injurias a la Presidencia, donde sin duda estaba algún edil de la capital de España, el gobernador o quizás el Presidente del Consejo.
La delantera de gradas ofrecía un espectáculo mejor. Allí había no pocas mantillas blancas prendidas en hermosas cabezas, donde lucían, tan propiamente cual si en ellas hubieran nacido, rosas y camelias, quier blancas como leche, quier como sangre rojas. Las entretenidas, con su aire especial, característico, y que parece un aire de familia, su lujo chillón y su belleza comúnmente llamativa, ocupaban buena porción de la vasta fila, codeándose aquí y allí con otras hembras de virtud no ya dudosa, sino completamente juzgada. Había caras de peregrina belleza, otras que querían fingirla de impropia manera con aplicaciones de blanquete, carmín y corcho quemado. Honradas familias de la clase media se mostraban también allí, en doméstica fila que empezaba por el padre (comerciante, bolsista incipiente, jefe de negociado, contratista de tocino para los Asilos de Beneficencia, comandante de Infantería, magistrado cesante, barítono de zarzuela, agente de exhortos, habilitado de clases pasivas, notario, profesor de piano; en fin, lo que se quiera hacer de él) y acababa con el más pequeño de los niños, alumno en San Antón, y de trecho en trecho se observaba la figura nacional de la chula rica, guapa hembra, vistosa, generalmente gorda y con cierta hinchazón de matrona romana unida a la desenvoltura de la maja castiza; orgullosa de sus ojos negros y de sus anillos, que aprietan la carne enchorizada de sus dedos; esparciendo a un lado y otro miradas altivas; queriendo dar a entender que es muy señora, que tiene mucho dinero, que su prendería de ricos muebles, o su carnicería o su casa de préstamos son un segundo Banco Nacional, y que mientras ella viva no pasará necesidades este o el otro de aquellos feos circenses que están abajo, ya de verde y oro, ya de amaranto y plata, con los bárbaros trastos en la mano y el corazón lleno de heroísmo. Hay en la fofa gordura de estas mujeres y en su aspecto de hartazgo, en su mirada altiva y a veces cínica, mayormente si son tratantes en ganadería humana, un no sé qué de la depravada estampa de Vitell, Otón o Heliogábalo; sólo que suelen perder el color al oír el morituri te salutant.
Tras de la delantera, cuatro grandes filas de gente modesta, dominando el género entretenido al género honrado. Mujeres equívocas, personas sencillas, feas, bonitas o insignificantes, llenaban la grada en la región de sombra. Arriba en los palcos había también mantillas blancas, algunas sobre caducas cabezas, otras en lindísimos tipos de juventud y elegancia; claveles llenos de rubor, jazmines salpicados sobre pelo, ojos negros y azules, rosas blancas, pestañas como mariposas, labios rosados, un morir voluble como el cabeceo de las florecillas agitadas por el viento, sonrisas que enseñaban dientes de marfil, y el imprescindible abaniqueo, lenguaje mudo, charla de mil colores, que es embeleso mareante en las grandes reuniones de gente española, lo mismo en los palcos de un teatro que en los balcones de las calles, cuando hay procesión o parada, o cuando entra un Rey o sale a relucir una Constitución nueva. Veíanse caras ajadas que a la legua revelaban el empeño de no querer parecerlo; otras fresquísimas que se escondían tras el abanico al empezar la nauseabunda suerte de varas; mucho lujo, una atmósfera de elegancia que se creería emanaba del modo de vestir, del modo de mirar, del modo especial de ser bonita o de no serlo, y que se extendía a todos los objetos, compañeros o accesorios de semejante gente, desde la flor hasta el blanquete, desde la guedeja rubia que el aire hacía temblar sobre la sien, hasta el medallón atento a las palpitaciones del seno, y el guante cuyas costuras reventaban con el aplaudir de las manecitas.
Los grupos de hombres solos también abundaban en los palcos, todos de negro, con los codos en la barandilla, el sombrero encasquetado; nada de resabios manolescos en el vestir, pero sí un lenguaje entre parlamentario y chulesco, do aparecían revueltas, como berzas y flores en una cesta de compra, las frases de discurso, los conceptos agudos y los voquibles que tienen el picor de la cantárida y la sonoridad del escupitajo. Era un lenguaje fútil y escéptico como el de quien no cree ya ni en los toros, y con la puntería de gemelos atisbando arriba y abajo, a la corrida y a las damas, coincidían comentarios brutales sobre algunas de estas. Virtud y volapiés se confundían en una sola crítica, y llegaban juntamente al oído, como el oro y el cobre entrando juntos por la hendidura de un cepillo. Una misma boca expelía juicios técnicos sobre la brega y casi con las mismas palabras descabellaba a una familia.
Allí había hombres que en los días feriados se ocupaban en hacernos leyes, y otros que diariamente nos surten de decretos y reglamentos; aristócratas empobrecidos, plebeyos llenos de dinero, ricos primogénitos de provincia, toreros recogidos, viejos bien conservados, algún extranjero curioso. Pero lo más florido de la juventud adinerada estaba abajo en las localidades de barrera, sitio predilecto del dilettantismo, donde tiene su asiento un ilustre senado de señores cuyos nombres engalanan las páginas de la historia patria, de jóvenes a quienes no falta cultura ni aun talento, de periodistas que suelen mojar su pluma en la sangre abrasada del toro para escribir una especie de prosa impregnada, como la atmósfera del tendido de sol, de un heterogéneo tufillo de ajos crudos, almizcle y aguardiente.
Estaba en el circo Sacristán, arrogante bestia de Aleas, berrendo en negro, bien armado, de muchos pies, querencioso. Al clamor olímpico que acogió la fiereza de su primera embestida al caballo, uniose bien pronto un susurro de descontento, y todas las miradas, ¡cosa inaudita!, se apartaron del redondel, por cuya arena ensangrentada un espectro de caballo paseaba sus tripas, como la cometa sin aire pasea su rabo antes de caer en la tierra… Siguió adelante la suerte, y las gotas seguían cayendo; pero al fin cuando Higadillos, vestido de grana y oro, los trastos en la acerada mano, brindaba delante de la Presidencia, viose un movimiento general, una gran agitación del público. Levantábase la gente; aquí gritaban, allá gruñían, y en los tendidos oscilaban las cabezas y se entrecruzaban los brazos y zancajeaban las piernas. ¡Paso, paso, dispersión general! Horrible trueno retumbó en los aires, y al mismo tiempo, cual si se abriera una catarata en las negras nubes suspendidas sobre la plaza, empezó a caer agua, ¡pero qué agua!… Una lluvia gorda, torrencial, formidable, que azotaba como latigazo.
Espantoso fue el desorden, y la ira y el buen humor lanzaron de consuno imprecaciones y agudezas. En los tendidos el más fuerte se abría paso a codazos y el más ligero saltaba sobre el obeso, y la mujer pedía auxilio, y el chico berreaba, y la cabeza de la chula parecía esponja, y la gorra del hombre cabeza de tritón. Abriéronse aquí y allí algunos paraguas que chocaban unos contra otros, enganchándose con sus uñas de murciélago.
En el redondel, los toreros mojados seguían lidiando, y el animal, acobardado y huido, no estaba de humor de bromas. El agua quería lavar y no dejar huella de sangre. Los caballos moribundos aspiraban con anhelo el aire húmedo que refrescaba su agonía. Era imposible seguir la corrida; llovían banderillas de agua; apenas se veía de un lado a otro de la plaza. Sonó de pronto el cencerro de los pacíficos cabestros, y Sacristán, siguiéndolos, se fue al corral.
El público, huyendo del agua como se huye de un incendio, se aglomeró en los pasillos, que no podían contenerle, a pesar del gran desahogo del monumental circo. Las escaleras estaban obstruidas. Como nadie se atrevía a salir mientras la lluvia no cediera, la enorme crujía circular era un gran barril de sardinas mojadas. No cabía ni una cabeza más. Las mujeres sacudían sus mantones, y los hombres maldecían a las nubes, y otros pedían su dinero. ¡Qué gritos, qué risas, qué agudezas, qué patadas, qué sacudir de sombreros chorreando agua, qué de estornudos y escalofríos!
Algunos jóvenes abonados a barrera trataban de abrirse calle a codazos para ganar la escalera y subir a los palcos.
– Vamos arriba – decía uno de ellos. – Creo que está León. Nos cederá su coche, y que se vaya con el ministro.
– Y si él no está nos iremos en el coche de la de Fúcar… Pero señores, hagan el favor… Anda, Polito, ¿por qué te quedas atrás?
– ¡Cascarones!, aguarda… ¿no ves que me ahogo? Si estoy como una sopa… Déjame que tome una pastilla de brea… ¡Qué plancha!, ¡qué corrida!
A duras penas y molestando a muchos y oyendo quejas, lograron subir a los palcos. Arriba también era grande el jaleo, porque como la dirección oblicua de la lluvia inundaba la mitad de los palcos de la plaza, la gente de estos buscaba abrigo en el corredor.
– Allí está León. ¡Eh!, ¡León! – dijo Polito, acercándose a un grupo donde había diputados y algún ministro. – ¿Nos cedes tu coche?
– Sí, tomadlo… no me hace falta.
– ¡Bravísimo!, ¡chúpate esa!, ya tenemos coche… abur.
Y entre los hombres se veían señoras en parejas, en grupos, en bandadas, que esperaban el buen tiempo para tornar a sus carretelas. Allí todo era buen humor, risotadas, observaciones agudas, porque semejante público, si asiste con alegría a las corridas, no se enoja por una suspensión que tanto contraría a los de abajo. Lo imprevisto les seduce más que lo anunciado, y siempre harto de goces, anhela los cambios bruscos y las situaciones raras. Además la lluvia no es cosa insoportable para quien tiene coche.
– ¡Cómo estará esa pobre gente de los tendidos! – dijo una dama que en compañía de otra y de un señor mayor salía de su palco. – Tienen razón al pedir que se les devuelva el dinero. Ellos han pagado asiento para ver la corrida y no para mojarse. Sin embargo, como es función de Beneficencia…
Detuviéronse luego las dos damas para contestar a los saludos de tanta y tanta gente conocida.
– ¡Qué chasco!… ¡Qué corrida!… Es delicioso… ¿Y usted se va? Pues qué, ¿se ha mojado usted?… Piden que les devuelvan el dinero… ¡Cuánto se habrá alegrado Higadillos, que estaba muerto de miedo!… Parece que ya afloja… Pero la plaza está inundada… Yo me voy…
La dama que quería irse tocó ligeramente el brazo de un caballero que estaba en el grupo de los hombres de pro, mucho banquero, mucho diputado, algún ministro.
– ¿Vienes a comer?
– Iré – replicó León. – ¿Pero ya?… He quemado mis naves… me he quedado sin coche.
– Ven con nosotras – dijo la dama, tomando el brazo que le ofrecía León. – Yo no tengo paciencia para esperar más.
– Llueve mucho… Será preciso esperar a la puerta, y el turno de los coches será largo.
– No importa. Vámonos.
La otra dama les seguía, tomando el brazo del galán viejo.
– Yo te hacía en Suertebella. Como me dijiste que no venías hasta la semana que entra…
– He venido esta tarde, porque me escribió papá anunciándome su llegada con un banquero francés, y es preciso disponer algunas cosas en la casa.
– Cuando te vi en el palco pensé ir a saludarte y a preguntarte si has tenido noticias de Federico.
– ¿Yo? – dijo la dama con sorpresa y disgusto. – A mí no me escribe ni puede escribirme. Por sus primos sé que se disponía a salir de Cuba para ir… qué sé yo adónde… ¡Oh!, no irá a buena parte.
– Y tu niña, ¿cómo está?
– No he querido traerla… la he dejado allá… ¡alma mía!, no está bien, hace días que está delicadilla… ¿Cuándo vas a verla? ¡Cuánto deseo volverme allá! No puedo estar separada de ella… No estaría yo aquí esta tarde si papá no me hubiera hecho este encargo fastidioso. Vamos a tener en casa una especie de asamblea de banqueros… Ya sabes tú… es para eso del empréstito nacional. D. Joaquín Onésimo te lo explicará… pero más vale que no le digas nada (aquí bajó la voz para que no la oyese el galán viejo, que dando el brazo a la otra dama, los seguía de cerca), más vale que no le digas nada, porque nos mareará hablando de la Deuda pública, de la materia imponible y de la amortización de bonos. Ese hombre es un Diluvio administrativo. Papá me ha encargado que le obsequie mucho. Esta noche comeremos los cuatro solos… casi en familia. No quiero ruido. Acostumbrada a vivir en Suertebella con mi hija, la sociedad me fastidia y me pone mala.
Con gran trabajo abriéronse camino las dos parejas. La multitud mojada que espera la conclusión del llover no gusta de abrir paso a los afortunados que van en busca de su coche.
– Permitan ustedes, señores… ¿Hace usted el favor?…
Cada súplica de estas les permitía avanzar unos cuantos pasos. Una vez en el ancho atrio mudéjar de la plaza, respiraron como el que concluye un largo y pesado viaje. Allí muchas personas impacientes veían el gotear incesante de los ladrillos del alero y alargaban la mano para ver si disminuía el temporal. Unos se arriesgaban con paraguas, otros corrían a los ómnibus. Los coches de lujo aguardaban a sus amos. El de Pepa tomó a las dos señoras y a los dos caballeros, y rodó salpicando barro por la ancha calzada que empalma con la carretera de Aragón. Poco después entraba en el jardín del palacio de Fúcar y en seguida en el vestíbulo cubierto. Era un gran recinto con columnas de escayola y dos enormes candelabros vestidos con fundas, que más que candelabros parecían frailes cartujos. Dejando a un lado la gran escalera de honor, larga y oscura, los señores entraron en las magníficas habitaciones del piso bajo, que eran las destinadas a la vida. Lo alto, es decir, lo más ventilado, lo más alegre, lo más claro, lo más suntuoso y rico, pertenecía al público de las grandes recepciones. Así lo manda la vanidad, gobernadora de la higiene.