Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 11
Capítulo II. Memorias. Tristezas
Aquella noche sólo se sentaron a la mesa, como Pepa dijo, cuatro personas. Gozosa de verse entre amigos, que además de ser buenos eran pocos, la hija del millonario demostró graciosa y discretamente su alegría durante el curso de la comida. Más tarde las dos parejas pasaron a las hermosas salas de aquella parte del palacio donde tenían su asiento las reuniones de confianza. Allí había juntado Pepa a las raras maravillas de arte mil cachivaches de exportación francesa, aliando lo magnífico con lo bonito y lo bello con lo nuevo, tan bien dispuesto todo para mover a sorpresa o a gozo, que no lo presentara mejor el mismo palacio del capricho. La tertulia en cuarteto se prolongó hasta la hora en que la condesa de Vera se despidió para irse al Teatro Real, a donde quiso acompañarla D. Joaquín Onésimo. Los otros dos se quedaron solos.
Sentados en un diván rojo al pie de un cuadrito de género, que representaba inmundo muladar poblado de borricos y sucios gitanos (la moda ensalza hoy grandemente y compra a peso de oro esta casta de pinturas), no lejos de un tibor japonés, que tenía por escabel pesada trípode de cabezas de elefante y por corona las hojas peludas de una begonia, estaban Pepa y León Roch, ella muy comunicativa, él cabizbajo y mudo.
– Lo que yo había previsto sucedió – decía Pepa. – Federico, lejos de enmendarse en La Habana, fue de mal en peor. Bien se lo decía yo a papá. Si aquí le comprometió en negocios disparatados y de mala fe, allá, donde parece que la distancia hace peores a los hombres… Me da vergüenza decirlo: no me puedo acostumbrar a la idea de que el autor de ciertas fechorías sea mi marido. En la Habana le fue preciso esconderse y huir, porque los corresponsales de mi padre le quisieron meter en la cárcel… Cuando pienso que una locura o necedad mía, una ceguera inexplicable, una cosa que no tiene nombre ha traído a mi casa tanta ignominia… Todo el mal se deriva del infame, del maldito hábito del juego… pero ¿quién podría luchar con aquello que está en su sangre, en lo más profundo de su alma?… ¡Ay! – añadió después de una pausa, llevándose la mano a los ojos, – te aseguro que he pasado horas de angustia horrible y me he visto en grandes conflictos, porque tenía que ocultar a papá ciertas cosas y al mismo tiempo me era preciso contar con él para salir de las situaciones apremiantes en que Federico me ponía cuando sus pérdidas eran atroces… En fin, se ha padecido, se ha padecido bastante, señor de Roch. No creo que los corazones sean de fibra y carne y sangre, como dicen los médicos; creo que son de granito y bronce y que jamás pueden romperse, puesto que el mío no se ha roto. Tantas lágrimas han salido de aquí – volvió a llevar la mano a sus ojos chiquitos, – que pienso no tener más para cuando vuelva a ser desgraciada… ¿No se habían de acabar las rarezas y los antojos mimosos de aquellos tiempos? La realidad amansa… vivir es aprender… ¡Dios mío, qué cara me has hecho pagar la formalidad!… Se ha padecido, se ha sufrido mucho, León. Este palacio tan alegre para los demás, está lleno para mí de tristeza. No hay en él un objeto que no tenga en sí, como estampado, un gemido mío. No hay un sitio en que no pueda decir: «aquí lloré tal día; aquí pensé morirme de dolor». Y si fuera a contarte todo… ¡Ah!, no acabaría nunca.
Pepa indicó con lentas ondulaciones de su mano derecha la inmensidad de cosas que podría contar a su amigo, si quisiera ser indiscreta.
– Pues cuéntamelo todo. ¿No sé ya lo más negro, no sé lo verdaderamente incomprensible, que fue tu casamiento con ese bergante de Cimarra? Que tú, enferma de la imaginación y dañada de atrofia moral, aun siendo buena, cayeras en ese error inmenso, se comprende; pero que consintiera en ello tu padre… Verdad es que cuando subió al poder el partido verdinegro y me hicieron a Federico gobernador de provincia, mi hombre se corrigió y parecía regenerado. Era todo lo que se llama un hombre de importancia. Luego ocupó un alto puesto en el Ministerio de Hacienda… Nadie conocía a Federico en aquel funcionario riguroso, puntual, casi catoniano. Era tal su afán de parecer hombre sesudo y de peso, que hacía reír. Yo creo que tu padre se dejó alucinar por aquella máscara… Además, el amigo Fúcar tendría negocios en Hacienda por aquellos días… Oí hablar de un empréstito sobre la sal, de la incautación de salinas… En fin, Pepa, la verdadera incauta fuiste tú, cayendo en poder de ese bandido. Tus desgracias sucesivas no me sorprendieron. ¡Cuánto te compadecí! Cuando tú te casaste, yo era feliz todavía. Después… En resumen, yo conozco lo peor de tu triste historia. Si algo ignoro, no tengas reparo en contármelo.
Pepa se echó a reír. Dirigiéndose luego a su amigo con ademán de maestro que va a echar una reprimenda, le dijo:
– Pero me hace gracia tu frescura… Siempre estás «cuenta, cuenta, cuenta» y tú no me cuentas nada. Y no es porque falten en tu casa magníficos capítulos, y grandes dramas y hasta poemas, sino porque eres un guardador de secretos que no tiene igual. Ya sabes tú tragar, tragar amarguras sin que lo sepa nadie… pero yo estoy muy enterada de lo que pasa en tu casa: sé que María y tú no os veis más que en la mesa, y eso no todos los días. ¡Oh!, si tú eres discreto, tu suegra no lo es; responde a todo lo que le preguntan… ¿Y Polito? Ese dice lo que hay y también lo que no hay.
León dio un suspiro. Conteniendo la risa, o más propiamente dicho, ocultándola con su abanico, Pepa dijo a su amigo.
– Tienes una familia deliciosa.
Después estuvieron los dos largo rato sin decir nada, contemplando las pintadas flores de la alfombra. En el palacio solitario y sin ruido alguno, había una atmósfera de tristeza y como de somnolencia que convidaba a la meditación. Pepa se levantó, dando algunos pasos por la estancia, como quien busca la fórmula de algo muy importante que en la mente bulle y hormiguea queriendo ser dicho. Ya sabe el lector que no era guapa; ¿para qué hemos de repetir esto, que por lo desagradable cae en los protectores dominios del silencio? Pero no hay cosa mala que no tenga algo bueno, ni mujer alguna que no tenga algo bonito. Además, Pepa no carecía de encantos, y para algunos teníalos en grado eminente; sus ojos eran de buen efecto, resultando este de la pequeñez combinada con la viveza y con cierta expresión sentimental y cariñosa. Lo que más se notaba en ella era el pelo rojo y abundante y la tez blanca y clorótica, que la hacía parecer una imagen de alabastro y oro. Delgada y un poco huesuda, atenuábase este defecto con la buena proporción de miembros y con su encantadora ligereza de andares. Bajo su volubilidad de lenguaje se escondía la gravedad de su pensamiento. Parecía no tener orgullo, y sus maneras, algo rebeldes a la etiqueta, tenían no sé qué lenguaje de franqueza muy propicio a la amistad. En sus caprichos y excentricidades había variado tanto desde que la vimos en los baños de Iturburúa, que casi no parecía la misma. Ese gran domador que se llama la desgracia había blandido mucho su látigo sobre ella, y de tantas fierezas apenas quedaban pasajeros resabios.
Después volvió a su asiento, y durante algunos instantes observó con atención respetuosa la fisonomía inteligente y melancólica del hombre que había sido su amigo de la infancia. León estaba profundamente abstraído, como un matemático que busca en insondable mar de cálculos.
– ¿En qué piensas? – le dijo Pepa interpelándole repentinamente.
Necesitaríamos tres capítulos para decir lo que pensaba León en aquel instante.
– En nada – repuso con afectada indiferencia, – en miserias y farsas del mundo.
– No puedes arrancar de la memoria a tu querida mamá política – dijo Pepa riendo. – ¿No vas a sus reuniones? Las ha empezado con gran lujo al llegar la época de alivio por la muerte de Luis Gonzaga, que acaeció hace siete meses, si no me engaño. Tengo presentes las principales fechas de tu familia. No creas… van adquiriendo fama esas reuniones.
– Ya lo creo… adquirirán fama.
– Me dijo el conde de Vera que anteanoche les dio de cenar admirablemente… ¿Qué pensabas tú, que tus suegros no habían de dejar bien puesto el pabellón de Tellería?… Ya ves… hay familias que no saben qué hacer del dinero…
Los dos rompieron a reír. Pasando bruscamente de la risa a la pena, León dijo:
– Deja ese tema, que me hace daño.
– Tu suegra ha encontrado la piedra filosofal – añadió Pepa inexorable. – Debes estar orgulloso de tener en tu familia una doctora tan consumada en eso que Valera llama la Crematística… Por cierto que he sabido… por los criados se saben cosas muy saladas… ellos se cuentan todo unos a otros… ¡Oh!, un detalle graciosísimo. ¿Te lo cuento?
– No, por favor.
– Vamos, que te lo cuento.
– Lo adivino… que el día de la gran cena no tenían qué comer… que hubo un escándalo en la casa porque llegó cualquier abastecedor o confitero con una cuenta de veinte o treinta duros… Todo eso me es conocido… es el entremés de todos los días.
– Pero no sabrás los escándalos de la de San Salomó con Gustavo en la misma casa de tus padres políticos. Me ha dicho Vera que se les ve siempre solos en un ángulo del salón, charla que charla, con mimo y secreteo, con una imprudencia, un descaro… Así lo dicen… Quizás sea calumnia. ¡Se miente tanto!…
– ¡Tanto!
– ¿Y qué has oído del poeta? – añadió la de Fúcar con sagaz malicia. – ¿El marqués no te ha hablado de él? Este inspirado poeta, cuyos versos no hablan más que de cándidas palomas, de iris de paz de la familia cristiana, de la cumbre del Sinaí o de Siná, de las vírgenes del Señor, de ansias pías, de azul empíreo, del querub tartáreo, de arroyos parleros y de la… alma virtud; este egregio poeta cristiano tiene por Beatrice a tu adorada suegra.
Pepa no podía contener la risa.
– Ella es la que le inspira esas cosas tan divinas, tan evangélicas, tan por lo metafísico que escribe… A mí me carga lo que no puedes figurarte. Es un tipo. Leer sus versos y después hablar con él, es como caer desde las nubes al fondo de un pozo de cieno. No hay sólo dramas en tu familia, también hay sainetes.
– Por Dios, Pepa, no me martirices – dijo León mostrando deseos de marcharse. – Ya sabes que no puedo acostumbrarme a ciertas cosas que otros ven con indiferencia cuando no pasan en su propia casa. No pasan en la mía, pero sí en la de personas que al nombrarme me llaman hijo. Esto me abruma… Yo no puedo vivir aquí, yo no puedo estar más tiempo aquí. Decididamente me voy, me voy.
– ¿A dónde?
– A cualquier parte. Sólo me falta un pretexto: lo buscaré – afirmó el joven con afanosa prontitud. – Ya sé que mi destino es vivir solo, sin familia… yo no puedo tener familia… Pues bien, viviré solo: no hay cosa mejor que la soledad…
– ¿Te vas fuera de España? – preguntó Pepa, dominando su emoción.
– No sé aún…
– ¿Nada te llama aquí?…
– No, no saldré de España. Parece que después de lo que ocurre en mi casa y de la soledad en que vivo, nada debiera interesarme, y sin embargo, basta que me considere ausente de Madrid para sentirme lastimado. Tengo amigos…
– Voy a proponerte un hermoso retiro – dijo Pepa con agitación. – ¿Sabes que junto a Suertebella, casi tocando a Carabanchel Alto, se alquila una casa preciosa?
– Junto a Suertebella… – murmuró León, gozando mentalmente con esta idea. – Lo pensaré; veré la casa.
– Allí puedes dedicarte al estudio. Nadie te molestará… Es tan bonito aquello… ahora que están crecidos y verdes los trigos… ¡Si vieras cuántas amapolas!… Se ve nuestro parque, el de Vista-Alegre, y después llanadas preciosas, por donde vienen a veces las ovejas… La casa está bañada de sol y luz… Si vieras qué alegre… y luego tan chiquitita, tan proporcionada para una sola persona… ¡Qué magnífica sala para estudiar, para andar a bofetadas con los libros y entretenerte con papeles, con apuntes, con números, y para clavar alfileres a los pobres insectos!… ¡Qué bien estarás allí! Los amos de la casa son personas discretas, pacíficas, honradas… y luego hay un silencio, un silencio, una paz…
Pepa cruzaba las manos y las apretaba mucho para expresar la intensidad de aquel silencio, de aquella paz.
– No te darán muy bien de comer; pero tú no eres gastrónomo. El día en que quieras comer bien, irás a casa. No tienes más que bajar a la corraliza, abrir una puerta… dos pasos…
– ¡Dos pasos! – dijo León, algo extático con aquella acabada pintura.
– Dos pasos, y estarás en la vaquería y después en el jardinillo donde juega Monina.
– ¿Dónde juega Monina?
Los dos estaban muy cerca uno de otro, y con la viveza de los ademanes, correspondiente a la animación del diálogo, sus manos daban a veces una con otra, como los pájaros que revolotean enamorándose.
– Monina quizás te haga algún ruido mientras estudias; pero tú la perdonarás, ¿no es verdad?
Al decir esto, Pepa pestañeaba mucho para evitar que se le saliese de los ojos una lágrima.
– Sí, se lo perdonaré… ¡Oh!, Pepa, te juro que tengo unas ganas de comérmela a besos…
– Hace quince días que no la ves, bandido.
– Mañana voy a verla – afirmó León, y de su semblante irradiaba el gozo, como antes la fúnebre tristeza.
– Mañana… ¿De modo que te espero? – dijo Pepa, dejando que se inclinara suave y maquinalmente su cuerpo a medida que su codo se hundía en el cojín.
– Sí, espérame… ¿Dices que está delicada tu niña? – preguntó León algo inquieto.
Pepa iba a contestar, cuando entró apresuradamente un criado que acababa de llegar cansado y jadeante de Suertebella. Pepa le miró con terror. ¿Qué sucedía? Una cosa muy sencilla. Que la niña se había puesto repentinamente mala, muy malita.
– ¡Dios mío! – exclamó la de Fúcar, saltando de su asiento. – Y yo aquí tan sosegada… Corro al instante… el coche… Lola, mi abrigo… Lola, vamos… ¿Pero qué es?… ¿qué ha tenido?… ¿tos seca?… ¿ahogo?… ¿se ha caído?… ¿se ha enfriado?… ¿se ha mojado en el parque?… ¡Pobre alma mía! Un médico… Hay que avisar sin tardanza a Moreno.
– Yo me encargo de eso… Vete tú al instante – dijo León, no menos agitado que ella. – Será un aire, quizás el…
Y luego añadió con severidad:
– Ya he dicho una y mil veces que hay que tener mucho cuidado… los criados dan a los niños cuanto se les antoja… Quién sabe si la habrán sacado sin abrigo al jardín… Vete pronto, corre, no te detengas… yo haré que vaya en seguida Moreno Rubio. Irá en mi coche… a escape… Quizás no sea nada…
Pepa salió y León corrió a casa del médico. No conviene pasar adelante sin declarar que entraba en el palacio de Fúcar como amigo del marqués, como amigo también leal y verdadero y honesto de Pepa. No frecuentaba sólo aquella casa; frecuentaba otras muchas, llevado por su anhelo de buscar distracción en el ameno trato social y en las amistades honradas. Pero la verdad es que en aquel palacio eran más largas desde algún tiempo sus visitas. ¿Por qué? Alguien habrá que conteste torpe y soezmente a esta pregunta; pero no acertará el que tal responda. En León había nacido, sin que él le diera importancia, un sentimiento excelso, divino, de intachable pureza, cuya explicación se verá más adelante.
Capítulo III. María Egipcíaca se viste de pardo y no se lava las manos
Después de avisar a Moreno Rubio que vivía en el hotel inmediato al suyo, y de rogarle encarecidamente que pasara sin pérdida de tiempo a Carabanchel, para lo cual le facilitó su coche, retirose León a su casa resuelto a partir también para aquel sitio con la primera luz del día siguiente. Su casa estaba solitaria, triste, y en ella tomaban exagerado crecimiento las sombras de las figuras y el eco de los pasos. Soñoliento criado le abrió, y el ayuda de cámara siguiole medio dormido hasta su habitación.
– Déjame solo – dijo el amo al criado. – No me acuesto esta noche… Oye, ¿se ha recogido la señora?
– Hasta las once estaba en el oratorio… Voy a preguntarle a Rafaela.
– No… no preguntes nada. ¿Quién ha estado aquí esta noche?
– La señora marquesa de San Joselito y Doña Perfecta.
– La señora marquesa de San Joselito y Doña Perfecta – repitió León como un estúpido.
– Ya se han ido, luego que acabaron de rezar.
– Bueno… retírate. No necesito de ti esta noche.
El criado se retiró observando en su amo cierto desasosiego y la especial manera de mirar que indica el tormento de una idea fija. Pero un criado no puede consolar a su amo, ni arrancarle sus melancolías por medio del cariño o de la persuasión, y se fue. León se quedó solo, y arrojado más que sentado en un sillón, con el codo en el velador y la barba entre los dedos, medio cerrados los ojos negros como la más negra noche, pensaba… sabe Dios en qué. Tal era su alejamiento de la vida exterior, que no sintió los tenues pasos de una figura parda que entró sin hacer ruido, y más parecida a fantasma que a mujer, avanzó hasta llegar a él. Al sentirse tocado en el hombro, al volver el rostro y verla, dio León un grito de espanto. Es que a veces el estado de nuestro ánimo hace que nos causen terror los hechos más sencillos y las caras más familiares.
– Me has asustado – murmuró.
– ¡Qué extraño!, ¡asustarse de mí un hombre tan valiente, un hombre de carácter y de juicio!… – dijo María con el acento rutinario y quejumbroso que había adquirido desde algunos meses.
María vestía una bata de color más bien tirando a ratón que a liebre, y de exagerada sencillez y tosquedad. Estaba algo pálida, con amarillez más propia de desaliño que de mortificación; sus bonitos pies desaparecían dentro de grosero calzado de fieltro y su cuerpo carecía de contorno y gracia. Sus hermosos cabellos se ocultaban como avergonzados bajo los pliegues de una especie de escofieta de muy desgraciada forma.
Después de mirarle un rato, María dijo severamente:
– ¡Me tienes miedo!
– Sí; te tengo miedo – replicó él, apartando los ojos de su mujer y fijándolos en el suelo.
– Pues qué – dijo María, sonriendo con expresión de desdén y superioridad. – ¿Tan fea me he vuelto? No creas, me gusta verte temblar delante de mí… Este es privilegio de la humildad, señor mío, de la pobre humildad que hace bajar los ojos a la soberbia.
Al concluir esta frase, María tomó una silla para sentarse. Bien porque sorprendiera un mohín de disgusto en la cara de su esposo, bien porque creyera sorprenderlo, dijo así:
– ¿Te enfada que venga a molestarte?, ya lo suponía. Por lo mismo me quedo. Mi deber es antes que nada. Mi conciencia me exige que te pida cuenta del largo tiempo que estás fuera de casa. ¡Ah!, León, tu conducta no es buena. Antes no eras cristiano, pero sabías guardar las apariencias; hoy ni siquiera eso.
– Tú – replicó León fríamente – haces todo lo posible para hacerme aborrecible mi casa. Tu enfado siempre que entran en ella los amigos que más quiero, unido al prurito de llenarla con personas que no son de mi agrado; tus frecuentes ausencias… porque tú también te ausentas, y aún más que yo, para pasar el día en las iglesias; el giro que ha tomado tu carácter, pues de cariñosa y amable te has trocado en arisca y regañona, son otros tantos motivos para que yo esté aquí lo menos posible. Esta es una casa de hielo y tristeza que oprime el corazón desde que se entra en ella.
– ¡Oh!, ¡qué iniquidades dices! – exclamó María mirando al cielo con unción, juntando las manos y llevándoselas a la barba.
– Créelo, mujer; yo no sé ocultar la verdad; tú has hecho de mi casa un antro solitario, árido y oscuro, y yo quiero luz, luz.
Ante la energía con que dijo esto, María se acobardó un tanto. Después, pestañeando con gran viveza como quien va a llorar, dijo:
– No creas que tus brutalidades apurarán mi paciencia. Hace tiempo que me hablas como si yo fuera uno de esos que discuten contigo en los clubs, en los ateneos… qué sé yo cómo llaman eso. ¡Luz, luz!, ¿quieres luz?… Muy bien. ¡Pobre hombre! ¿Te cansa al fin la ceguera de tu ateísmo?… ¿Pues qué quiero yo darte sino luz?… ¡y tú empeñado en que no, en que no, en que has de estar siempre ciego!… Bueno, hombre, no te apures. Muy consolador sería para mí que nos salváramos juntos; pero tú te empeñas en perderte… Por mi parte, hasta el último momento, hasta la hora de la muerte, te diré: «León, León, mira que…». ¿Te ríes? También me he acostumbrado a tus risas. Dios me da paciencia, y sabré ser mártir de tus burlas como lo soy de tu desdén y de tu enojo. Ríete de mí todo lo que quieras… búrlate de mí. Si no me importa, si lo deseo; si mi afán, mi anhelo constante es padecer, padecer.
– ¡Padecer! – exclamó León con amargura. – No es ciertamente ése mi deseo; pero sí mi destino. Dios ha querido que allí donde creí encontrar paz y amor, encuentre una guerra constante, hastío y tedio. Yo esperé cargar una suave cruz, y cayó sobre mis hombros un madero horrible, que me fatiga, que me anonada, que me hunde.
– ¡Y ese madero soy yo! Gracias – dijo María, no pudiendo sofocar el mundano despecho que pugnaba por sobreponerse a su misticismo. – Ese madero es tu mujer, soy yo.
– Eres tú. No puedo menos de decirte las cosas claramente. Debo decírtelas.
– Pues arroja, arroja esa carga insoportable – exclamó la esposa con nerviosa inquietud, colorado el semblante, animados los ojos. – ¡Te peso y no me tiras al suelo!… Pues mátame, mátame de una vez… Tengo la vocación del martirio.
León miró con desdén a su esposa, y le dijo solemnemente:
– Yo no mato… por eso.
– ¿Pues por qué? Yo creo que matas por todo… No se mata sólo a puñaladas; se asesina también por disgustos.
– Si se matara a disgustos, María, ya estaría yo muerto y enterrado. Este infierno de fuego lento, este constante disputar, esta recriminación nuestra, motivada por la radical discordancia en nuestro modo de pensar sobre las cosas de la otra vida y aun de esta, son golpes sucesivos que matan, sí, matan más que el hierro y el plomo. Y este dolor de la separación de dos seres; esto de sentir que dos almas ya casi soldadas se separan, tirando cada cual de su lado… porque duele, duele mucho, hija… y esto de sentir el hueco solitario y frío allí donde estaba la forma y el calor de la persona amada, y verse solo, solo…
León profundamente conmovido, dejó de hablar.
– De esa separación – dijo María – tienes tú la culpa, tú, por tu carácter rebelde a todo convencimiento, por tu ceguera, por tu obstinación de ateo y materialista. ¿Pues qué he hecho yo sino ofrecerte paz y unión?
– ¿Qué has de ofrecer tú, si toda eres espinas, toda sequedad y dureza? ¿Qué ofreces tú, sino una paz parecida a la de los sepulcros, la paz de una devoción embrutecedora, rutinaria, absurda? Si en ti no hay verdaderos sentimientos, sino afanes caprichosos, una terquedad horrible y un misticismo árido y quisquilloso que excluye el amor verdadero… No hables de paz tú, que te has revuelto contra mí, azuzándome y destrozándome el corazón con las garras de un fanatismo feroz, porque me haces el efecto de una harpía que en vez de veneno tiene una cosa que llamas fe, y con esa fe verdaderamente diabólica me has emponzoñado.
– ¡Oh! – gritó María, dándose apariencia de mártir – insúltame a mí todo lo que quieras, pero no insultes mi fe; no blasfemes.
– Yo no blasfemo, yo digo que tú, tú sola, has hecho de nuestro matrimonio un grillete de presidiario. ¡Tú, María, tú! Parece que no es nada, y, sin embargo, ¡qué horrible cosa! Cuando nos casamos, tú creías a tu modo, yo al mío; tú tenías tus ideas, yo las mías… Es tan grande mi respeto a la conciencia ajena, que no traté de arrancarte tu fe; te di libertad completa; jamás me opuse a tus devociones, ni aun cuando empezaron a ser exageradas y a enturbiar la alegría de mi casa. Llegó un día en que te volviste loca, y lo digo así porque no hallo mejor palabra para expresar la espantosa recrudescencia de tu mojigatería desde que murió en tus brazos, hace siete meses, ahí, en mi jardín, tu desdichado hermano, y entonces ya no fuiste mujer: fuiste un basilisco de displicencia y acritud; fuiste una inquisición en forma de mujer, y no sólo me martirizabas perdiendo toda amabilidad, haciéndote insoportable con tus pretensiones de santidad, sino que me perseguiste con la necia exigencia de hacer de mí un menguado beatón, un ente irrisorio. Yo procuraba apartarte de tu desvarío por medio de la persuasión; a veces hasta llegué a someterme un poco a tu ardiente capricho; pero tú pedías tanto que era imposible, imposible descender hasta esa santidad de sainete en que caíste. Llegó el momento de proceder con energía: hice esfuerzos sobrehumanos para librarte de tu propio fanatismo, y ya sabes que me fue imposible. He luchado tenazmente contigo; he empleado todos los medios, argumentos de razón, de sentimiento, hasta de fuerza: todo ha sido inútil. Tu espíritu está deplorablemente sometido a una atracción poderosa, irresistible, y vive sujeto a influencias oscuras que yo no puedo vencer. Hay en la sociedad redes subterráneas, alianzas invisibles, lazos que atacan y tijeras que rompen lazos sin que nadie lo vea. No se puede nada contra esto. Me declaro vencido, María. Mi única palabra no puede ser sino un adiós sincero, un adiós que te doy recordando que me has querido, que hemos sido felices algún tiempo. Este adiós es triste, muy triste: no hay esperanza.
María estaba tan impaciente de hablar, que antes de que él concluyera dijo:
– También yo tengo mi capítulo de cargos, y de cargos tremendos. Yo fui criada en la religión divina y me enseñaron a practicar mi fe sinceramente y con verdad. Me casé contigo, te quise, te encontré bueno y honrado, sin comprender el horrible vacío de tu alma; pero te quise y te quiero, porque mi deber es quererte y respetarte. Pronto empecé a comprender que al enamorarme de ti había cedido a un afecto liviano; que mi elección había sido un desacierto; que tú eras incapaz de verdadera virtud; que mi alma corría grandísimo peligro de contaminarse; que no podíamos entendernos; que tus sabidurías eran muy sospechosas; que a tu lado y dejándome influir por ti y tus pestilentes ideas podría llegar a ser muy desgraciada y a perder mis creencias… Me puse en guardia. Reconozco que fuiste tolerante conmigo, que nunca afeaste mi devoción ni te burlaste de la fe, como has hecho más tarde. ¡Ah!, no puedes negarme que en la libertad que me dabas había cierto desprecio. Sonreías de un modo cuando yo te hablaba de mis devociones… Pero en fin, así íbamos pasando. Un día me dije: «Soy una tonta si no le convierto. ¿Por qué no he de encender luz en esa alma apagada?». ¡Oh!, entonces me diste a entender que yo era una loca, me diste a entender que éramos locos todos los que creíamos. Tú te sonreías, te sonreías, ¡cómo te sonreías!… y con aquella apariencia de bondad hacías burla de los dogmas sagrados. Tú me decías: «Deja las cosas como están, mujer, que cada cual se salvará como pueda». Esto me enojaba y me hacía llorar, porque no hay, no hay, repito mil veces que no hay sino una manera de salvarse… Llegaron después aquellos días críticos, lo que yo llamo la Semana Santa de mi hermano Luis, los días de la agonía de aquel serafín, a quien Dios permitió que viniese a mi lado por unos días para dirigirme por el camino del Cielo… Veo que te irrita este recuerdo. Necio, no puedes olvidar tu humillación en aquellos días, cuando la presencia sola de mi hermano era para ti un motivo constante de remordimientos…
León no contestó a su mujer ni con una mirada. Encontraba en ella un no sé qué de repulsivo que hacía retroceder sus ojos lo mismo que su cariño.
– Yo también sentí entonces remordimientos, o mejor dicho, dolor muy vivo de mis culpas, y un afán ardiente de parecerme a aquel ángel, en cuya compañía quiso Dios que yo naciera. Me consideré destinada a un fin tan glorioso como el suyo. ¡Cómo se encendió entonces mi alma en un fuego celestial, puro, muy distinto por cierto de estos nuestros amores! ¡Qué placeres sentí, qué músicas del Cielo oí, que cosas imaginé, qué apariciones vi, qué ansiedades sufrí, qué afanes de ser miserable en la Tierra para ser dichosa allá arriba! ¡Qué ardiente deseo de morirme para gozar una parte siquiera de aquel gozo santo, santo, santo, en que está deleitándose mi hermano! Yo rezaba y soñaba, y mi hermano se me aparecía, no sé si en sueños o despierta, lleno de dicha y hermosura; llamábame a su lado y me repetía las exhortaciones del último instante de su vida… Después, no pasa noche sin que yo sienta su voz en mis oídos… No creerás en esta elevación ni en este ensueño de mi alma, porque estás ligado a la materia y no ves más que con los ojos del cuerpo. ¡Pobre hombre! ¡Pobre puñado de barro miserable! ¡Y es lo que llama el mundo un sabio, porque se ha enterado de cuatro cosas de la Naturaleza que nada le importan a nadie! ¡Pobre y desgraciado hombre! ¡Más desgraciado aún si no tuviera quien intercediese por él, quien pidiese a Dios misericordia para él, para él, que no la merece!
– Gracias – dijo León secamente, y como su mujer se le acercara, apartó vivamente la mano para evitar el roce del vestido pardo.
El especial olor de aquella lana burda le atacaba los nervios.
– Tu ironía – exclamó la esposa – no me hará retroceder ni vacilar. Sé que tu rebeldía concluirá; me lo dice una voz secreta de mi corazón, me lo dice mi Dios cuando me quedo aletargada pensando en Él; me lo dice el bendito patriarca San José, que es mi amigo, mi abogado, mi patrón amantísimo, cariñosísimo y piadosísimo – María Egipcíaca daba a su voz el tono más acaramelado al pronunciar aquellos superlativos de sermón, – me lo dice todo lo que ven mis ojos más allá, en ese cielo esplendorosísimo… Señor – añadió, elevando los ojos y cruzando las manos, cuyas uñas no tenían la refinada pulcritud de otros tiempos, – sálvale, sácale de la pestilente secta atea en que ha caído, llévalo a tu gloria, hazle aborrecer sus condenadas doctrinas.
Después siguió rezando en voz baja. Tocándole luego en el hombro, le amenazó con la mano, y en voz muy baja silbó en su oído estas palabras:
– Has de venir a pedirme perdón; te arrojarás a mis pies; me has de rogar con lágrimas y suspiros que te enseñe a rezar; te arrastrarás como yo delante de los altares llenos de polvo, sin cuidarte de que se te ensucien las manos; te vestirás de la manera más deslucida; vivirás como yo en perpetuos escrúpulos de conciencia; creerás que una sonrisa, una mirada, una idea fugitiva son pecados; querrás abandonar todos los bienes del mundo y te deleitarás con el culto constante, con el rezar sin fatiga, con el descuido de todo lo exterior, con despreciar el esmero del cuerpo, con la penitencia… Sí, tú te has de salvar; mis santos patronos no podrán menos de hacerme este favor; intercederán con Dios, y Dios te perdonará, te llamará a sí por mi conducto… ¡Oh!, ¡qué triunfo tan grande, qué victoria!