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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 14

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Y salir contigo.

– ¡Conmigo!

– Tu deber es seguirme.

– ¡San Antonio!, si apelas a mi deber… – dijo María con resignación artificiosa. – ¿Y adónde me llevas?

– A donde tú quieras. Una vez establecidos en el sitio que elijamos para residencia, tu vida cambiará por completo.

– Veamos cómo.

– Estableceré un método que se cumplirá con escrupuloso rigor. Te prohibiré ir a la iglesia en días de trabajo; en mi casa no entrará una nube de clérigos y santurrones como los que hasta aquí la han tomado por asalto; haré un expurgo en tus libros, separando de los que contienen verdadera piedad los que son un fárrago de insulseces y de farsas ridículas.

– Sigue, hombre, sigue… ¿y qué más?… – dijo María Egipcíaca con sarcasmo.

– Sólo una cosa me resta que decir, y es que optes entre este plan y la separación absoluta y radical para toda la vida.

María se puso pálida.

– Eres atroz… eres terrible… Déjame siquiera reflexionar un poco… ¿Y todo eso se ha de hacer fuera de Madrid?

– Sí; fuera. Elige tú el sitio.

– Vamos; no me vuelvas loca con tus majaderías – dijo de improviso, tomando la cosa a burla. – Yo no salgo de Madrid.

– Pues adiós – dijo León levantándose. – Desde hoy eres dueña de esta casa. Queda establecida nuestra separación, no por la ley, sino por mí. Mañana se te presentará mi apoderado y te dará a conocer la renta que te señalo. Adiós. En estos asuntos me gustan la concisión y la prontitud. Todo ha concluido.

Dio algunos pasos hacia la puerta.

– Aguarda – dijo María corriendo hacia él.

Y después, arrepintiéndose de aquel movimiento, cruzó las manos y elevó los verdes ojos traicioneros.

– Señor… Virgen Santa, hermano mío, inspiradme; decidme lo que debo hacer…

León esperaba. Ambos se miraron sin decir nada. Como si obedeciera a una inspiración él se acercó a ella y le tomó la mano con respetuoso afecto diciéndole:

– María, ¿es posible que yo no represente nada en tu memoria, en tu espíritu, en tu corazón? Mi nombre, mi persona, ¿no te dicen nada? ¿No soy capaz de despertar en ti ni siquiera una idea, ni siquiera un eco? ¿El fanatismo religioso ha matado en ti hasta el último y más débil sentimiento? ¿Ha secado hasta la compasión y la caridad? ¿Ha apagado hasta la idea de la conveniencia, del deber?

María se tapaba los ojos con la mano, como el que se goza en una visión interior.

– Respóndeme a la última pregunta. ¿Ya no me amas?

María descubrió sus ojos ligeramente enrojecidos, pero secos, y, dejando caer sobre su esposo una mirada fría, desapasionada, como limosna que se arroja para librarse de un pobre importuno, le dijo con despacioso y seco tono:

– Desgraciado ateo, mi Dios me manda contestarte que no.

León bajó los ojos sin decir nada y se retiró a su cuarto. Toda la noche estuvo en vela, arreglando sus asuntos y empaquetando sus libros, su ropa, sus papeles. Al día siguiente salió, después de echar sobre la casa la postrera mirada, no por cierto de indiferencia, sino de congoja. Su casa no era para él un simple asilo que le echaba de sí: era la esperanza desvaneciéndose, el ideal de la vida desplomándose como catedral desquiciada por el terremoto. Una fibra existía aún en su corazón, uniéndole con aquellos queridos escombros; pero despiadado consigo mismo se la arrancó y la tiró lejos.

Capítulo VIII. En que se ve pintada al vivo la invasión de los bárbaros. Resucitan Alarico, Atila, Omar

Date prisa, Facunda, que el Sr. D. León vendrá pronto de su paseo a caballo, y se incomodará si no está arreglado su gabinete… ¡Pero quia!, si él no se incomoda nunca… Hombre mejor no ha nacido de mujer. «¿Cómo va, Facunda, ha echado usted de comer a las gallinas? ¿Y el Sr. Trompeta cómo está?». «Pues vamos pasando, Sr. D. León». Esto es lo único que hablamos… ¡Bah, bah!… Y Trompeta me porfiaba ayer que aquí hay al pie de doscientos libros. Y también dos mil… El señor don León Roch (y repito que este apellido me parece mismamente un estornudo… apellido ordinario, como el nuestro…) pues sí, siempre que va a Madrid trae el coche lleno de libros, y después hace estas láminas. «Pero, señor D. León, ¿usted me quiere decir para qué sirve esto?». Pues no deja de ser bonito. Rayas encarnadas y verdes, manchas y fajas de todos colores… A bien que si yo supiera leer me enteraría de todo ello, pues se me alcanza que aquí, al borde, hay letras y hasta renglones… Pero date prisa, mujer; Facunda, ¿qué haces ahí como una boba?, date prisa a barrer y quitar el polvo; que viene, que viene el señor… Ahora, Facundita, bájate a la cocina y cómete la magra que dejaste en la sartén. Luego tomarás un poco de sol.

La que así hablaba era Facunda Trompeta, que tenía la costumbre de hablar consigo misma siempre que estaba sola, y de llamarse por su nombre y de reprenderse o adularse. Siempre empleaba el gesto y los visajes para estas auto-conversaciones, y algunas veces la palabra. Era bienaventurada esposa de un honradísimo carbonero de Madrid llamado José Trompeta, que habiendo hecho modesta fortuna en tiempos en que aún se hacían fortunas con carbón, se retiró a Carabanchel a pasar tranquilamente el resto de sus días. No hay noticia de una existencia más tranquila, más dulce y reposada que la de aquel par de viejos sin hijos. Ambos eran de natural manso y pacífico y se querían entrañablemente en su vejez, con estimación fina y delicada, no incompatible con el frío de los años. Habían comprado una casa, en cuya planta baja vivían, reservando la alta para alquilarla por buen dinero a alguna de las prolíficas familias madrileñas que van allá huyendo de la tos ferina o del sarampión. A principios de Abril la arrendó un caballero que frecuentaba el palacio de Suertebella, y parecía muy bien educado, aunque no se reía casi nunca y hablaba lo menos posible.

La habitación de León era una gran pieza que parecía la celda de un prior, espaciosa, alta, ventilada, tal como no se hallan ya sino en las casas antiguas. Por las ventanas del Naciente se veía a lo lejos la pomposa arboleda de Vista-Alegre, y más cerca, el parque de Suertebella, cuya vaquería se comunicaba por medio de un portalón, casi siempre abierto, con la corraliza de la finca de Trompeta. Por el Poniente veíase el pintoresco camino de Carabanchel Alto, con la Montija, y los términos azulados y las verdes lomas de aquellos campos, que desde Marzo hasta principios de Junio no carecen de belleza.

Junto a la gran estancia que era sala, despacho y gabinete de estudio, había una alcoba y dos cuartos pequeños. En uno de estos habitaba el criado. Pocos y cómodos muebles, traídos de Madrid, muchos libros, piedras, láminas, atlas, mesa de dibujo con aparatos de acuarela y lavado, un microscopio, algunas herramientas de geólogo y los más sencillos aparatos químicos para el análisis por la vía húmeda y por el soplete, llenaban la vasta celda.

«¡Ea!, ya tiene usted su cuarto arreglado, Sr. D. León – dijo Facunda, sentándose sin aliento en el sillón de estudio. – Ya puede usted venir cuando quiera. No se quejará de que le he revuelto estas baratijas».

Como se ve, la excelente señora, cuando estaba sola, además de hablar consigo misma, hablaba con los demás.

«Y dígame usted, Sr. D. León; ¿es cierto que antes iba usted a comer muy a menudo a Suertebella? Aunque ahora va usted muy poco por allá, me parece que le gusta más de la cuenta la señorita marquesa… Como es tan rica, no importa que no sea guapa… Ahora no va usted al palacio por aquello de respetar el luto. Conozco yo bien a mi gente…».

Y Facunda, no sólo hablaba con los demás, sino que se figuraba oír a sus interlocutores. No sólo había discursos, sino discusión.

«¿Con que digo disparates?… ¿Con que no es cierto que le gusta a usted la marquesita?… Y esos mimos a la nena ¿qué significan?… Ya; usted qué ha de decir… ¡San Blas! Si no fuera usted casado… Pero entre la gente grande no hay escrúpulos. Díganmelo a mí, que he servido veinte años a una señora condesa, y he visto unas cosas… Pero ¿qué haces aquí, Facunda, hecha una boba? Despabílate… piernas al aire… No has puesto el puchero todavía… ¡Oh! ¿Qué ruido es ese? ¿Quién viene?».

Oíanse risotadas infantiles y un delicioso traqueteo de piececitos en la escalera. Eran Monina, Tachana y Guru, que después de corretear por el parque, pasaron a la vaquería, de esta a la corraliza de Trompeta, y una vez allí, decidieron hacer una excursión en toda regla por los dominios altos de la casa. El aya de Monina les acompañaba. Sabemos quién era Monina; pero no conocemos a esos dos personajes que se nombran Tachana y Guru. La primera tenía tres años y era hija del administrador de Suertebella, Catalina de nombre, de rostro lindísimo, muy reservadita y poco traviesa. Acompañaba en sus juegos a Ramona, y aunque regañaban tres veces en cada hora, acometiéndose algunas con mujeril coraje, eran buenas amigas y cada cual lloraba siempre que se hacían demostraciones de castigar a la otra. Se comprenderá fácilmente cómo, en las trasformaciones lexicológicas que sufren los nombres en boca de los niños, pudo Catalina o Catana llegar a llamarse Tachana; lo que no se comprenderá, aunque pongan mano en ello todos los lingüistas del mundo, es cómo un chico nombrado Lorenzo llegó a llamarse Guru en boca de Monina; pero así era, y hemos visto casos más raros todavía de corrupción de vocablos. Guru, rayaba en los seis años y era hermano de Tachana, formalito como aquella, estudioso como pocos, apuesto y gallardo chico que ya tenía sus novias, su reló, gabán ruso, bastón, y llamaba a las niñas chicas.

– Señora Facunda – dijo desde abajo la voz del aya, – ahí va la langosta. Cuidado no destrocen algo.

Entraron en tropel: Monina, saltando; Tachana, pavoneándose con un pañuelo que se había puesto por cola, y el atildado Guru echándoselas de padre maestro con las otras dos y recomendándoles la compostura y formalidad.

– ¡Que está aquí el lucero! – exclamó Facunda, tomando a Monina en sus brazos y besándola con estruendo.

Ramona movía colérica sus piernecitas en el aire y bramaba con esa ira infantil de que nadie hace caso, diciendo: – No, no, vieja fea.

– ¡Lucero de tu madre!… Y tú Catana, no des vueltas, que te mareas… Lorenzo, no tires del brazo a Monina… ¡bribón!, ¿qué haces a la niña?, déjala… pobrecita.

Monina y Tachana dieron vueltas por la habitación, corriendo una tras otra. Ya venían algo fatigadas de tanto correr por el jardín, y tenían el rostro encendido, los ojos chispeantes. Los graciosos hoyuelos que hacía Mona junto a su boquilla cuando se reía, darían envidia a los ángeles, y a Tachana se le caían sobre la frente las guedejas negras, obligándole a alzar las manos constantemente para apartarlas. Pestañeaba sin cesar, como si la ofendiera la luz del sol. Monina, por el contrario, abría sus ojos con atención investigadora, insaciable, señal de la curiosidad y ambición pueril que quiere enterarse de todas las cosas para apropiárselas después.

Facunda les mandó que fueran juiciosas y les habría mandado algo más si no hubiera sentido la voz del aya, que en lo bajo de la escalera charlaba con Casiana, la mujer de uno de los guardas de Suertebella. Dentro de los límites de lo posible (si bien en una posibilidad casi infinitamente remota) está que nuestro planeta, desobedeciendo a la atracción del sol que lo gobierna, se salga de su órbita y perezca inflamado si con otro cuerpo choca; pero lo que no es de ningún modo posible, ni aun en teoría, es que Facunda, oyendo que el aya y Casiana hablaban, dejase de correr a enterarse de lo que decían. Así lo hizo, dirigiéndose con paso quedo y cauteloso, a la meseta de la escalera.

En tanto, Monina y Tachana se habían detenido delante de la mesa donde estaban las láminas geológicas y los dibujos concluidos y por empezar. Una sonrisa de triunfo, propia de todo mortal que descubre un mundo, se pintó en el semblante de una y otra. ¡Qué cosa tan bonita! ¡Qué colores tan vivos! ¡Qué rayas! Ellas no sabían lo que aquello era, y sin duda por lo mismo lo admiraban tanto. Se parecía verdaderamente a las obras de ellas, cuando la piedad materna les ponía un lápiz en las manos y un papel delante. Ciertamente, Guru, con su caja de colores, había hecho obras por el estilo. Allí no había nenes pintados, ni caballos, ni casas, y, sin embargo, parecíales algo como nacimiento, una obra magna, brillante, esplendorosa, sin igual.

Acontece que cuando se presenta a los niños un objeto cualquiera que les sorprende por su belleza, jamás lo dan por concluido, y quieren ellos poner algo de su propia cosecha que complete y avalore la obra. Sin duda tienen en más alto grado que los hombres el ideal de la perfección artística, y no hay para ellos obra de arte que no necesite una pincelada más. Así lo comprendió Monina que, viendo no lejos de la lámina un tintero, metió bonitamente el dedo en él y trazó una gruesa raya de tinta sobre el dibujo. Radiante de gozo y satisfacción, se echó a reír, mirando a Tachana y a Guru. Estos dos se echaron a reír también, y animada por el éxito, Monina metió en el tintero, no ya el dedo, sino toda la mano, y la extendió sobre la lámina de un ángulo a otro. El efecto era grandioso y altamente estético. Parecía que sobre las tierras pintadas allí con delicadas tintas se cernían enormes nubarrones preñados de rayos y lluvias.

Tachana era demasiado pulcra para meter su dedito en un tintero. Además, se creía maestra en el manejo del lápiz. ¡Feliz ocasión! Sobre la mesa había lápices azules, y a dos pasos, en el atril, un magnífico atlas geológico, admirable obra cromolitográfica, honor de las prensas berlinesas. Sin embargo, a aquellas hermosas hojas estampadas de vivos colores les faltaba algo, ¿quién podía dudarlo? Era evidente que las tales láminas serían más bonitas si una mano solícita las adornaba con rayas de lápiz y trazadas alrededor de todos los contornos. Así lo comprendió Tachana, que era el Rafael de las rayas, pues sabía trazarlas en todas direcciones con admirable pulso.

Guru comprendió que todo aquello iba a concluir en solfa. Dijo a sus amigas que se estuvieran quietas; pero al mismo tiempo, ¡qué ocasión para lucirse él, que tenía caja de pinturas y sabía hacer cuadros, casi casi tan buenos como los de Velázquez! Lo que Monina había hecho era una chapucería indecente. ¿Qué significaban aquellas nubes negras y aquellas cruces de tinta con que la muy puerca había ido decorando el margen de la lámina? Efecto tan deplorable se remediaría si en un ángulo del dibujo aparecía una casita campestre con sus dos ventanas como los dos ojos de una cara, su chimenea en la punta y un perro en la puerta. Manos a la obra. Cogió un lápiz rojo, y para no colaborar en las desastrosas pinturas de Monina, apoderose de otra lámina y empezó su casita. En poco más de cinco minutos, a la casita acompañaba un caballo, y en el caballo cabalgaba un hombre fumando en una pipa mayor que la casa.

No es posible que tres artistas trabajen en un mismo taller sin que estallen ruidosas tempestades de celos. Monina quiso dar un toque a la casa de Guru; este la apartó con un codazo. Monina agarró la lámina, diciendo:

– Pa mí, pa mí.

– Pa mí – replicó Tachana, que había arrojado el lápiz.

La lámina grande, de sesenta centímetros, resbaló de la mesa; Tachana y Monina la cogieron cada una por un lado, y… charrás… Al ver cómo se partía, ambas se echaron a reír, y Monina batía palmas con sus manos negras.

– Tontas, ahora sí que la habéis hecho buena – dijo Guru palideciendo.

La contestación de Monina fue coger otra lámina y sacar de ella una tira en todo lo largo. Después cogió el lápiz de Tachana, y sobre las delicadas rayas que esta había trazado con tanto esmero en el atlas, trazó ella una especie de tela de araña, tanta era la rapidez del lápiz empuñado por la mitad y movido con verdadero furor. Guru quiso al fin contener aquel vandálico desorden y amenazó a Monina; pero esta supo escaparse saltando y golpeando con sus manos llenas de tinta los muebles forrados de seda.

En uno de sus locos giros, detúvose en la mesa donde estaba el microscopio y se quedó absorta contemplándolo. Se alzaba sobre las puntas de los pies, apoyándose con las manos en el borde de la mesa, y estiraba los dos dedos índices hacia el aparato, diciendo:

– Eto.

Eto quería decir ¿qué es esto? Supongo que será para mí. Veamos lo que es.

– Miren la tonta – dijo Guru. – ¿Pues no quiere también el anteojo?

Queriendo dar pruebas de su ciencia, Guru acercó el aparato al borde de la mesa y aplicó su ojo derecho para mirar por él.

– Por este vidrio se ve a Paris.

Tachana había traído una silla para subir a la mesa; pero antes se subió Monina, y andando a gatas sobre ella arrojó al suelo el microscopio y los demás aparatos que en la mesa había…

En este momento vieron que entraba un hombre. Los tres vándalos se quedaron convertidos en estatuas: Monina sobre la mesa, erguida la frente, la cara muy seria, los ojos muy atentos; Tachana en la silla, con el dedo en la boca y los ojos bajos; Guru mirando dónde había un rincón para esconderse.

– ¿Qué han hecho esos pícaros?… ¡San Blas mío, qué destrozo! – gritó Facunda entrando con León.

Este dirigió una mirada de dolor a los dibujos rotos, al atlas lleno de rayas, al microscopio en el suelo. Bastole una ojeada para conocer las formidables proporciones del desastre.

– Bribones ¿qué habéis hecho? – exclamó dirigiéndose a la mesa. – ¿Pero usted, Facunda, en qué piensa, que deja solos a estos niños?… ¿Qué hacía usted? Sin duda oyendo la conversación. Es usted más niña que estas dos…

Hirió el suelo con el pie. Después oyó gemir a Tachana. Era un gemir que partía el corazón.

– ¿Has sido tú, Monina? – dijo León yendo hacia ella y mirándola con semblante adusto.

Monina contestó que no con fuertes cabezadas. Negando con la cabeza, parecía querer arrancársela de los hombros. Al mismo tiempo su conciencia debió argüirle terriblemente, y se miró las manos, como se las miraba lady Macbeth.

– Has sido tú… bien lo dicen tus manos, picarona.

Monina le miró pidiendo misericordia. Dos gruesas lágrimas salieron de sus ojos. Empezaba Ramona a hacer pucheros, cuando ya los chillidos de Tachana llenaban la casa. Era una Magdalena. No había más remedio que creer en la sinceridad de su arrepentimiento.

– Vaya, vaya – dijo León besando a las dos y tomando en brazos a Monina. – No lloréis más. ¡Qué bonitas tienes las manos! Si tu mamá te viera… Ven a lavarte, asquerosa.

– El aya las dejó subir solas, por estarse abajo charla que charla – dijo Facunda trayendo la jofaina con agua. – Yo no puedo atender a todo. El aya tiene la culpa.

Lavaron los pinceles de Monina. Después se sentó León, y poniendo una dama sobre cada rodilla, les dijo:

– ¡Qué destrozo me habéis hecho! ¿Y Guru? ¿Dónde está Guru?

Lorenzo había desaparecido.

– Ese es el malo; estas pobrecitas no harían nada si él no las echara a perder – dijo Facunda.

– Guru, Guru – gruñeron las dos a un tiempo, descargando sobre su ínclito amigo la espantosa responsabilidad del crimen.

– Ese pícaro Guru… Como le coja aquí…

Monina, perdido ya el miedo y sustituido por el descaro, tiraba de la barba a León.

– ¡Eh, eh!… que duele, señorita.

– Lice Tachana – tartamudeó Monina, – lice Tachana.

– ¿Qué dice Tachana?

– Que tú e mi papá.

– No – dijo León mirando a Tachana, que se comía una mano. – Yo no soy su papá… Quítate la mano de la boca y contéstame. ¿Por qué dices que yo soy su papá?

Lentamente y muy por lo bajo repuso Tachana:

– Poque lo dició mi mamá.

Monina, cuyo carácter era en extremo jovial, y que cuando cogía un tema no lo dejaba hasta marcar con él a Cristo Padre, prorrumpió en risas, y batiendo palmas y agitando los pies como si también con los pies quisiera expresar su pensamiento, repitió unas veinticinco o treinta veces:

– Que tú e mi papá… que tú e mi papá.

Facunda se retiraba gruñendo:

– Eso bien claro se ve. No necesito yo que la nena me lo cuente.

– Señora Facunda – dijo León. – Al aya, que puede retirarse. Monina y Tachana se quedan aquí. Yo las llevaré a Suertebella.

Capítulo IX. La crisis

Una hora después Monina y Tachana jugaban en la alfombra con cucuruchos y gallos de papel que León les había hecho, y este ponía orden en la mesa, apartando lo que pudo salvarse de la invasión. El ruido de la puerta hízole alzar la vista, y vio delante de sí a su suegro, el señor marqués de Tellería. Parecía envejecido, y su cara, más rugosa y amojamada que de ordinario, anunciaba una perturbación nerviosa, o tal vez la ausencia de algún menjurje con que acostumbraba rejuvenecerse. Como lamparillas que por falta de aceite pestañean, esforzándose en arder con humeante llama, así brillaban sus mustios ojos, revelando lágrimas o insomnio. Su vestir únicamente no había variado nada, y era siempre correcto y pulcro: pero su voz, antes tan resuelta como la de todo aquel que cree decir cosas de sustancia, era ya tímida, sofocada, hiposa, mendicante. León sintió en grado máximo lo que siempre había sentido por su suegro: lástima. Le señaló un sillón.

– Tengo calentura – dijo el marqués alargando la mano para que León le tomara el pulso. – Hace tres noches que no duermo nada, y anoche… creí morir de susto y vergüenza.

León pidió informes para juzgar las causas de tanta desventura y del no dormir.

– Te lo contaré todo. Para ti no puede haber secretos – dijo Tellería dando un gran suspiro. – A pesar de lo que ha pasado con María y que deploro con toda mi alma… ¡Oh!, todavía espero reconciliaros… pues a pesar de eso, siempre serás para mí un hijo querido.

Tanta melifluidad puso en guardia a León.

– ¡Ah!, nos pasan cosas horribles… Se te erizarán los cabellos cuando te cuente, querido hijo… ¿Pero no es verdad que tengo calentura? Mi temperamento delicado y nervioso no resiste a estas emociones. ¡Ojalá no conozcas nunca en tu casa lo que ha pasado estos días en la de tus padres! He venido a contártelo, y ya ves, no sé como empezar, tengo miedo, no me atrevo…

– Yo lo comprendo bien – dijo León deseando poner fin al largo preámbulo telleriano. – Ha llegado el momento en que el sistema de trampa adelante se ha hecho insostenible. Todo acaba en el mundo, hasta la mentirosa comedia de los que viven gastando lo que no tienen; llega un día en que los acreedores se cansan, en que los industriales diariamente engañados, los tapiceros, los sastres, los abastecedores al por menor ponen el grito en el cielo, y ya no piden, sino que toman; ya no murmuran, sino que vociferan.

– Sí, sí – dijo el marqués cerrando los ojos, – ese día ha llegado. No se quiso hacer caso de mis saludables consejos, y ahí tienes la catástrofe, catástrofe horrible, cuyas consecuencias no puedes figurarte por más que tu imaginación… En una palabra, querido hijo, el embargo está pendiente sobre nuestras cabezas… No siento yo que se lleven los cachivaches que hay en la casa y que Milagros ha ido tomando de las tiendas sin pagarlos; lo que siento es el escándalo. Anteayer, un tendero de comestibles que ha ido a casa unas doscientas veces, armó en la escalera el jaleo de los jaleos. Yo oí desde mi despacho sus horribles denuestos; salí furioso; pero él había bajado ya y continuaba su arenga en medio de la calle. Ayer el dueño del coche se ha negado a servirnos, y no es esto lo peor, sino que me envió una carta insolente… Te la voy a enseñar…

– No, no es preciso – dijo León deteniendo la mano trémula del marqués, que rebuscaba en los bolsillos. – Ya supongo lo que dirá ese mártir.

– Ayer me citó el juez… Esos impíos tenderos, leñeros, alfombristas, tapiceros y mercachifles de todas clases, han presentado lo menos veinticinco demandas contra mí… ¡Qué horrible es referir estas miserias! Parece que me arden en la boca las palabras con que te lo cuento, y el sonrojo me quema la cara. Dime, ¿no tienes compasión de mí?

– Mucha – replicó León, realmente lleno de lástima.

– No me defiendo, no – dijo el marqués con voz melodramática y cerrando los ojos. – Ya se han agotado todos los recursos y se han cerrado todas las puertas. En alhajas no queda ya nada, ni las papeletas del Monte. Un prestamista a quien me dirigí ayer, el único en quien tenía alguna esperanza, porque con los demás no hay que contar ya, me recibió ásperamente, díjome palabras que no quiero recordar, y me despidió de su casa. ¡Oh! ¡Qué horribles confidencias, León! No sé cómo tengo valor para hacértelas; estoy revolviendo este muladar de miseria y deshonor en que he caído y me parece mentira que sea yo, Agustín Luciano de Sudre, marqués de Tellería, hijo del mejor caballero que vio Extremadura y heredero de un nombre que atravesó siglos y siglos rodeado de respeto.

– Es verdad – dijo León con severidad, – parece mentira, y más inverosímil aún es que habiendo sido sacado usted otras veces por manos generosas de ese muladar de vergüenza y miseria, se haya arrojado de nuevo en él.

– Tienes razón… he sido débil; pero yo solo no tengo la culpa – dijo el marqués, humillado como un escolar. – Mis hijos, mi mujer, me han empujado para que caiga más pronto. Y si te contara lo más negro, lo más deshonroso… ¡Ah!, León de mi alma, necesito contártelo, aunque estas cosas son de las que sólo se dicen a la almohada sobre que dormimos y aun diciéndoselo a la almohada se ruboriza uno. A ti no se te puede ocultar nada. Pero es tan duro decir… Todo lo que hay en mí de esta hidalguía castellana heredada de mis padres se subleva en mi alma y siento como si una mano me tapara la boca.

– Si no es absolutamente preciso para el objeto de su visita, puede usted callarlo.

Te lo he de decir, aunque me amarga mucho. Ya sabes que Gustavo tiene relaciones con la marquesa de San Salomó, relaciones que no quiero calificar. Pues bien, Gustavo… No creo que la idea partiera de Gustavo, creo más bien en sugestiones y astucias de Milagros… No sé cómo decírtelo, no sé qué palabras emplear tratándose de personas de mi familia. En resumen, Pilar San Salomó dio a Gustavo una cantidad, no sé con qué fin; cantidad que se apropió mi bendita mujer, no sé con qué pretexto. Ellos hicieron allá sus arreglos… no sé si hubo promesa de pago, algún documentillo… Mi hijo, que es caballero y se vio comprometido, tuvo una violenta escena con su madre anoche, a propósito de ese dinero, y… no puedes figurarte la que se armó en casa. Gustavo y Polito vinieron a las manos; tuve que hacer esfuerzos locos para ponerlos en paz… Poco después Gustavo se retiró a su cuarto; corrí tras él sospechando alguna cosa lamentable y le sorprendí acercándose una pistola a la sien… Nueva escena, nuevos gritos, con la añadidura de un desmayo de la marquesa… ¡Qué noche, hijo mío, qué noche tan horrible! Para colmo de fiesta, los criados, desesperanzados de cobrar, se han ido después de insultarnos en coro llamándonos… no, no lo digo; hay palabras que se resisten a salir de mi boca.

El marqués se detuvo desfallecido y jadeante. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente, y su pecho se inflamaba y se deprimía como el de quien acaba de soltar un peso enorme. Hubo una pausa que León no quiso de modo alguno cortar. El mismo D. Agustín fue quien, evocando el resto de sus gastadas fuerzas y poniendo la cara más afligida, más dramática, más luctuosa que cabe imaginar, exclamó:

– León, hijo mío, sálvame, sálvame de este conflicto. Si tú no me salvas, moriré, moriremos todos. Salva mi honrado nombre.

– ¿De qué modo? – preguntó León fríamente.

– ¿No ves mi deshonra?

– Sí; pero veo difícil que yo pueda evitarla.

– Dime, ¿tendrás valor para ver a tus padres pidiendo limosna? – dijo el suegro apelando a un recurso que creía de efecto.

– Estoy dispuesto a impedir que los padres y los hermanos de mi mujer pidan limosna. Pero si pretende usted que aplaque a sus acreedores; en una palabra, si pretende usted que pague sus deudas contraídas por el despilfarro, el desorden y la vanidad, para que luego que estén libres vuelvan la vanidad y el desorden a contraer nuevas deudas y a seguir viviendo y escandalizando, me veré en el caso sensible de responder negativamente. No una, sino varias veces he sacado a usted de atolladeros como este. Mucho propósito de enmienda, muchos planes de reformas; pero al cabo la enmienda ha sido gastar más. Usted, la marquesa, Polito han consumido la cuarta parte de mi fortuna. Basta ya: no puedo más.

La energía de León abrumó al pobre marqués, que estaba anonadado. La rudeza de la negativa quitole por algún tiempo el uso de la palabra. Al fin, balbuciendo y rebuscando las frases aquí y allá, como el que recoge las cuentas de un rosario que se rompe en medio de la calle, pudo hablar así:

– No te pido limosna… No está en mi carácter… Siempre que he apelado a tu generosidad ha sido… con garantía e intereses.

– Garantía de pura fórmula, intereses ilusorios que he admitido por delicadeza, para cubrir la donación con la vestidura de un préstamo hipotecario. ¿Qué garantía ha de dar quien ya no tiene ni tierras, ni casas, ni una hilacha que no esté en manos de los acreedores? Lo que yo he hecho no es generosidad, señor marqués, es un verdadero crimen. No he amparado a menesterosos, sino que he protegido el vicio.

– ¡Por Dios! – dijo el marqués tembloroso y aturdido, – recuerda… Tus larguezas con mis hijos y con mi mujer han sido la correspondencia natural del amor que te tenemos… Acabemos, León, ha llegado el momento crítico de mi vida. Se trata de salvar la honra de mi casa.

– Su casa de usted ya no tiene honra, hace tiempo que no la tiene.

El marqués irguió su afeminada cabecilla; tiñéronse de una púrpura sanguinolenta sus apergaminados carrillos, y sus ojos brillaron como si hubiera pasado rápidamente por delante de ellos una luz. Creeríase que aquel hombre, tan debilitado moral como físicamente, buscaba en el fondo de su alma un resto de dignidad, y lo tomaba y lo esgrimía como el soldado cobarde que, no habiendo hecho nada durante la batalla, quiere en el último instante de la pelea contestar con una muerte gloriosa a los denuestos de sus compañeros. Pero León tenía sobre él tan gran ascendiente, que el desgraciado prócer no halló fuerzas para alzar la voz, y sólo pudo echar de sí un gemido. Dejando caer después su abatida cabeza sobre el pecho, oyó como un estúpido. Era el árbol carcomido y seco que esperaba el último hachazo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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