Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 15
– Su casa de usted no tiene ya honra – repitió León, – a no ser que demos a las palabras un valor convencional y ficticio. La honra verdadera no consiste en formulillas que se dicen a cada paso para escuchar debilidades y miserias; se funda en las acciones nobles, en la conducta juiciosa y prudente, en el orden doméstico, en la veracidad de las palabras. Donde esto no existe ¿cómo ha de haber honra? Donde todo es engaño, insolvencia, vicios y vanidad ¿cómo ha de haber honra? Puesto que estamos aquí en familia, podemos pasar una revista a la conducta de Milagros, a la de Polito, a la de usted mismo.
El marqués extendió la mano, queriendo rogar a su yerno con gesto suplicante que no pasara ninguna revista. León, sin embargo, creyó necesario decir algo.
– Te ruego – repuso Tellería con afligido tono – que no me recuerdes eso que amargamente deploro. Cierto es que he tenido devaneos… ¿quién no los tiene? El mundo es así… Eso ¿qué significa?… Ahora que me ahogo, León, dame la mano o déjame morir; pero no me inculpes, no me crucifiques más de lo que estoy. Es verdad que no debo apelar tantas veces a tu generosidad; pero las circunstancias en que tú y yo nos hallamos son muy distintas. Yo tengo hijos, tú no los tienes.
– Pero… – murmuró León.
Sin duda quiso decir: «Pero puedo tenerlos». El marqués contempló un rato a las dos niñas que jugaban en medio del cuarto.
– Para concluir – dijo León Roch. – Cuente usted con una pensión suficiente para vivir con modestia y decencia. Es todo lo que puedo hacer. Ni yo tengo minas de oro, ni si las tuviera bastarían a llenar una vez y otra esos hoyos que abren ustedes cada poco tiempo.
D. Agustín palideció, y mirando al suelo movió las mandíbulas, como quien revuelve en la boca el hueso de una fruta.
– Una pensión… – murmuró.
En efecto, la pensioncilla se le atragantaba, y aunque la gratitud impedíale protestar de palabra contra ella, bien claro decía su demudado rostro que aquella limosna vitalicia, arrojada por la compasión, sublevaba su orgullo y enardecía su sangre. Tal era su relajación moral que no se creía rebajado implorando un préstamo con garantías ilusorias, equivalentes a una reserva mental de no pagar nunca, y se sentía herido en lo más doliente de su ser al recibir una pensión que llamaba él una bofetada de pan.
Además su propio egoísmo le hacía rechazar una solución que no le sacaba de los apuros del momento. ¿Qué le importaba el porvenir ni aquella vida modesta y decorosa de que León le hablaba? ¿Qué entiende el tramposo de porvenir? Su afán es salvarse en las grandes crisis de escándalo para seguir después, alta la frente, seguro el paso por el mismo camino de la dilapidación y de la insolvencia, cuyos recodos y atajos conoce a maravilla. Pero el respeto del marqués a las conveniencias y su refinada cortesanía, obligábanle a velar su pensamiento y aun a mostrarse agradecido por aquel potaje de San Bernardino que su yerno le ofrecía.
– Una pensión… – dijo revolviendo en la boca lo que parecía hueso de fruta. – Eres muy generoso… yo te agradezco tu previsión. Verdad es que no resolvemos nada con esto. El naufragio subsiste, y tu pensión es una playa que está a cien leguas de distancia…
No supo decir otra cosa; pero palideció más, y sus ojos miraban con más fijeza al suelo. Determinábanse en él la ira y la contrariedad por una desfiguración facial que parecía envejecimiento rápido, instantáneo, milagroso. Su boca se fruncía entre dos pliegues hondos, y los pelos de su bigote desengomado tomaban direcciones distintas, cual si quisieran amenazar a todo el género humano. Sus mejillas de tez ajada y vinosa se le llenaban de arrugas, y bajo sus apagados ojos colgaban dos bolsas de carne blanducha. Hasta se podría creer que su cuello se hacía más delgado, sus orejas más largas y cartilaginosas, y que sus sienes oprimidas y surcadas de venas verdes tomaban el color amarillento de la cera de velas mortuorias. Cuando el inflexible yerno dijo con su tono decisivo e inapelable «la pensión y nada más que la pensión», D. Agustín de Sudre marchaba con veloz descenso a la decrepitud.
Después de meditar un rato sobre su desastrosa suerte, alzó la cabeza, y poniendo en sus labios una de esas contracciones en que se confunde la sonrisa del disimulo con el espumarajo de la rabia, dijo a su yerno:
– Eres muy complaciente y benévolo con nosotros; pero si mucho tenemos que agradecerte, también tú tienes motivos para guardarnos consideraciones. Ni siquiera nos hemos quejado al ver que has hecho desgraciada a nuestra querida hija.
– ¡Que yo la he hecho desgraciada! – exclamó León con calma.
– Sí, muy desgraciada… y nosotros tan callados, por consideración a ti, por excesiva consideración… Pero al fin los sentimientos paternales se despiertan vivamente en nosotros y no podemos callar viendo el dolor de ese ángel… Pues qué ¿crees tú que la pena ocasionada por tu separación no la llevará al sepulcro?
Todos los seres, por diminutos que sean, tratan de morder o picar cuando se sienten aplastados. El marqués, herido en su orgullo y burlado en sus locas esperanzas, sacaba su aguijoncillo.
– Esa cuestión es harto complicada para tratarla de paso. ¿Quiere usted, como padre, recibir explicaciones? Si es así, preciso es confesar que ha tardado usted mucho en pedírmelas. Hace casi un mes que me separé solemnemente de María.
– Pero no por tardar dejo de hacerlo – dijo D. Agustín, reanimándose por creer que había caído en sus manos una de las armas que ponen al cobarde en mejor situación que el valiente. – Soy padre y padre amantísimo. Lo que has hecho con María, con aquel ángel de bondad, no tiene nombre. Primero la has atormentado con tu ateísmo y has martirizado cruelmente su corazón, haciendo gala de tus ideas materialistas… Pues qué ¿no merece ya ni siquiera respeto la piedad de una mujer, que, educada en la verdadera religión, quiere practicarla con fervor? Pues qué ¿ya no hay creencias, ya no hay fe, han de gobernarse el mundo y la familia con las utopías de los ateos?
– ¿Qué sabe usted cómo se gobiernan el mundo y la familia, hombre de Dios? – dijo León, tomando a burlas la severidad de su suegro. – ¿Ni cuándo ha sabido usted lo que es religión, ni cuándo ha tenido creencias, ni fe, ni nada?
– Es verdad, yo no soy sabio, no puedo hablar de esto – replicó Tellería, reconociéndose incompetente. – No sé nada; pero hay en mí sentimientos tradicionales que están grabados en mi corazón desde la niñez; hay ciertas ideas que no se me han olvidado a pesar de mis errores, y con esas ideas afirmo que te has portado miserablemente con María y que al separarte de ella, has conculcado las leyes morales que rigen a la sociedad, todo lo que hay de más venerando en la conciencia humana.
Este trozo de artículo de periódico exasperó a León tal vez más de lo que la calidad de su interlocutor merecía. Pálido de ira, le dijo:
– Buenas están vuestras leyes morales; buenas están vuestras interpretaciones de la conciencia humana… Tienen gracia vuestras cosas venerandas. ¡Ah! Y yo he sido tan necio que he sufrido por espacio de cuatro años una vida de opresión y asfixia dentro de una esfera social en que todo es fórmula; fórmula la moral, fórmula la religión, fórmula el honor, fórmula la riqueza misma, fórmulas las mismas leyes, todos los días hechas, jamás cumplidas, todo farsa y teatro, en que nadie se cansa de engañar al mundo con mentirosos papeles de virtud, de religiosidad, de hidalguía. ¡Bonito modelo de sociedad, digna de conservarse perpetuamente sin que nadie la toque, sin que nadie ose poner la mano en ella, ni siquiera para acusarla! ¡Y yo, según usted, he faltado al respeto que merece este rebaño de hipócritas, bastante hábiles para ocultar al vulgo sus corrupciones y hacerse pasar por seres con alma y conciencia! ¡Y yo, que he sido un ser pasivo, yo que he visto y callado y sufrido, y ni siquiera me he opuesto a las aberraciones de mi mujer, más fanática pero menos criminal que los demás, he faltado a las leyes morales! ¿En qué ni de qué modo? ¡Pero sí, he tenido la imprudencia de adaptarme a las torpes reglas convencionales que allá se fabrican para hacerlas pasar por leyes! Es verdad que he sido cómplice callado y ocultador criminal del desorden, ayudando con mi dinero a los padres pródigos, a los hijos libertinos y a las madres gastadoras! He sido el Mecenas de la disolución, he dado alas a todos los vicios, al crimen mismo. Esta es mi falta, la reconozco.
Al principio enojado, después lleno de ira y al fin furioso, León daba golpes sobre la mesa, increpando con enérgica mano a su suegro, el cual se fue empequeñeciendo, reduciéndose a tan mínima expresión que el pobre señor tenía los ojos fijos, durante la filípica, en un vaso puesto sobre la mesa y consideraba que cabría muy bien dentro de aquel vaso.
Monina y Tachana, muertas de miedo al oír la voz enérgica de su amigo, recogieron sus cucuruchos y sus gallos de papel, y calladitas, sin atreverse a reír ni a llorar, se retiraron a un rincón de la pieza.
– Yo hablaba como padre – dijo el marqués con voz tan tenue que parecía salir del fondo del vaso.
– Y yo hablo como hombre herido en lo más delicado de su alma, como marido expatriado de su hogar por una Inquisición de hielo, y lanzado a las soledades del celibato de hecho por un fanatismo brutal y una fe sin entrañas. Esas leyes morales de que usted me hablaba me condenarán a mí, lo sé, y me condenarán por lo que llaman ridículamente mi ateísmo, cuando los verdaderos ateos, los materialistas empedernidos son ellos, son esos que se visten toga de juez para acusarme, lo mismo que se vestirían el saco de Pierrot para bailar en un sarao. Aunque no les creo dignos de recibir una explicación mía, sepan que soy la víctima, no el verdugo, y que estoy decidido a no respetar, como hasta aquí, los dictámenes de los hipócritas, ni las sentencias de los corrompidos. Yo obraré por cuenta mía, yo sé dónde están las verdaderas, las inmutables leyes: no haré caso de formulillas ni de recetas. ¡Qué placer tan grande despreciar, no ya secreta, sino públicamente, lo que no merece ningún respeto, ese tribunal, esa sentencia fabricada con el voto y con los pareceres de todos los despojados de sentido moral, de los concusionarios, de los hipócritas, de los mojigatos viciosos, de los viejos amancebados, de las mujeres locas, de los jóvenes decrépitos, de los negociantes en fondos públicos y en conciencias privadas, de los que quieren ser personajes y sólo son simios de los que todo lo venden, hasta el honor, y de los que no se venden porque no hay quien los quiera comprar, de los que se dan aires de gravedad sacerdotal, siendo seglares, y son un verdadero saco de podredumbre con figura humana, de los hombres menguantes o cobardes o débiles, de todos los que se empeñan en constituir la base de la sociedad y no vacilan en sostener que todo el género humano sea a su imagen y semejanza!… Allá se queden esos… yo me aparto, me retiro solo, dejando a mi desgraciada esposa lejos de mí, por su voluntad, no por la mía. Miraré desde lejos ese espectáculo edificante. Allá se entiendan… Vivan al día; gasten lo que no tienen; hagan novenas; reciban coronas y alabanzas de los adúlteros; fomenten el vicio; repártanse el dinero de la riqueza territorial entre los sacristanes y las bailarinas; púdranse las familias y acaben en generaciones de engendros raquíticos; hagan de las cosas más serias de la vida un juego frívolo, y conservando en sus almas un desdén absoluto a la virtud, a la verdadera piedad, invoquen con su lenguaje campanudo una moral que desconocen y un Dios que niegan en sus actos. ¡Ateos ellos, a menos que Dios no sea un vocablo cómodo! ¡Ateos ellos mil veces, que miden la grandeza de los fines divinos por la pequeñez y la impureza de sus corazones de cieno!
El ardor de sus palabras había secado su boca. Tomó el vaso que estaba sobre la mesa, aquel mismo vaso en que el marqués hubiera querido meterse, y bebió un sorbo de agua. El infeliz acusado se había empequeñecido tanto que ya no miraba al vaso, sino a una cajilla de cartón, y parecía decir: «¡Qué bien estaría yo ahora dentro de esa caja de fósforos!».
Como buen cortesano y dueño absoluto de una multitud de conceptos comunes para todas las ocasiones, aun las más críticas, Tellería halló el modo de decir alguna palabra que le sacase de su desairada situación, sirviéndole para disimular la gran confusión en que estaba.
– No te seguiré por ese camino – dijo estirando el cuerpo y ahuecando la voz. – No imitaré tu lenguaje violento. Yo he invocado las leyes morales y las invocaré siempre en este asunto… Te has portado mal con mi hija, con la sociedad… Así lo siento y así lo he de decir… Insisto en lo inexplicable del desaire que has hecho a María, esposa fiel y honrada; insisto en lo misterioso de tu separación… Yo no puedo ver en eso un hecho ocasionado simplemente por el fanatismo de María; yo sospecho que tú…
El marqués se detuvo. Oyose la voz de Tachana llorando. Ella y Monina se habían metido en un rincón detrás de una silla, al través de cuyos palos contemplaban, llenas de susto, a los dos hombres que tan acerbamente discutían. Cansadas al fin de estar allí, empezaron a reñir una con otra. Ramona dio un bofetón a su compañera.
– ¿Qué niñas son estas? – dijo el marqués vivamente. – ¿No es aquella rubia la nietecilla del marqués de Fúcar, la hija de Pepa?…
– Sí. Monina, ven acá.
– ¿No está aquí Suertebella?
– Aquí cerca.
– Ya…
El marqués se levantó. Tenía su idea. Aquel hombre, tardo en el juicio, y que rara vez podía gloriarse de ser propietario de un pensamiento, pues pensaba con la lógica ajena, así como hablaba con las frases hechas, sintió su lóbrego cerebro invadido por una luz extraña. ¡Oh! Sí; él, él también tenía su idea, y no la cambiara por otra alguna.
– Adiós – dijo secamente a su yerno, poniendo una cara muy seria, tan exageradamente seria que parecía cómica.
– Pues adiós – replicó León con calma.
– Nos volveremos a ver y hablaremos de las leyes morales – añadió don Agustín. – Hablaremos también de la desgracia de mi hija, del abandono de mi hija, del honor de mi hija. Esto es muy serio.
Y se crecía, se crecía de tal modo, que ya no cabía en la cajilla, ni en el vaso, ni en el sillón, y hasta el cuarto parecíale pequeño para contener su gigantesca talla.
– Hablaremos ahora.
– No… necesito calma, mucha calma. Mi hija debe ponerse al amparo de las leyes. Voy a comunicar mi pensamiento a la familia… El asunto es gravísimo. ¡Mi honor!…
– ¡Ah! Su honor de usted – dijo León riendo. – Bien, le buscaremos, y cuando parezca, hablaremos de él… Adiós.
El marqués se retiró. Aunque apenadísimo por el mal éxito de su tentativa pecuniaria, se sentía orgulloso, hinchado. Algo muy grande sentía dentro de sí que, dilatándose, le hacía crecer de tal modo que ya no cabía en la escalera, ni por el portal, casi no cabía en la calle, ni en el campo, ni en el universo. Era su idea, que entró casi invisible y crecía dentro, sugiriéndole con fecundidad asombrosa otras mil ideas subordinadas, las cuales le halagaban, poniéndole a él muy alto y a los demás muy bajos. ¡Qué bueno es tener una idea, sobre todo cuando esa idea nos consuela de nuestra infamia con la infamia de los demás, haciéndonos exclamar con orgullo:
– ¡Todos somos lo mismo, lo mismo!
Capítulo X. Razón frente a pasión
Al día siguiente recibió León un anónimo; después, la visita de dos amigos que le comunicaron algo muy interesante, pero también muy penoso para él, y a consecuencia de esto pasó en gran desasosiego el día, y la noche en vela. Levantose temprano y anunció a Facunda que se marchaba: una hora después, dijo: «No, me quedo, debo quedarme». Por la tarde salió a pasear a caballo, y al regreso envió un recado a Pepa, diciéndole que deseaba hablar con ella. Desde el día en que supo la noticia de la muerte de Cimarra, León no había visto a la hija del marqués de Fúcar sino dos o tres veces. Un sentimiento de delicadeza le había impedido menudear sus visitas a Suertebella.
Recibiole Pepa poco después de anochecer en la misma habitación donde Monina había estado enferma y moribunda. La graciosa niña, medio desnuda sobre la cama, se rebelaba contra la regla que manda dormir a los chicos a prima noche, y entre las sábanas y sin hacerse de rogar como otras veces, contaba todos los medios cuentos que sabía, y decía todas sus chuscadas y agudezas; empezaba una charla que concluía en risa, y castigaba a su muñeca después de darla de mamar, y saludaba como las señoras, y con sus dedillos hacía un aro para imitar el lente monóculo del barón de Soligny. Después de mucha batahola, vacilando entre la risa y una severidad fingida, Pepa logró hacerla arrodillar, cruzar las manos y decir de muy mala gana un hechicero padrenuestro, mitad comido, mitad bostezado. Siguió a esta oración el Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, y como si esta ingenua plegaria tuviese en cada palabra virtud soporífera, Monina guiñó los ojos, cerró sus párpados con dulce tranquilidad, y murmurando las últimas sílabas, quedose dormida en los brazos del Señor.
Después que ambos la contemplaron en silencio durante largo rato, León la besó en la frente.
– Adiós, nena – dijo lleno de emoción.
– ¿Y por qué adiós? – preguntó Pepa muy inquieta. – ¿Te vas?
– Sí.
– Me avisaste que querías hablarme.
– Despedirme.
– ¿No estás bien aquí?
– Demasiado bien, pero no debo estar.
– No te comprendo. ¿Te has reconciliado con tu mujer?
– No.
– ¿Vas al extranjero?
– Tal vez.
– ¿A dónde?
– No lo sé todavía.
– Pero ¿avisarás, escribirás, dirás: «estoy en tal parte»?
– Es posible que no diga nada.
Pepa miró torvamente al suelo.
– Es necedad que tú y yo hablemos con medias palabras y con frases veladas y enigmáticas – dijo León. – Hace algunos meses que hablamos como los que ocultan una intención perversa. Si hay maldad, mejor estará dicha que hipócritamente ocultada. Es preciso decirlo todo. Desde que perdí completamente las ilusiones de mi bienestar doméstico, frecuento tu casa; quizás, o sin quizás, la he frecuentado demasiado en este tiempo; mi soledad, mi tedio, mi anhelo de saborear la vida de los afectos, hacíanme buscar ese arrimo que al alma humana es tan necesario como el equilibrio al cuerpo. Yo estaba helado, ¿qué extraño es que me detuviera allí donde encontré un poco de calor? Empecé admirando a Monina y acabé por adorarla, porque yo tenía, más que afán, rabiosa sed de afectos íntimos, de amar y ser amado. ¡Es tan fácil hacerse amar de un niño!… Yo sentía en mí afanes imperiosos de deleitarme en cosas pueriles, de poner mi corazón, vacío ya de grandes afecciones, bajo los piececillos de un chicuelo para que lo pateara. No sé cómo explicártelo… presumo que tú comprenderás esto. Se me figura que lees en mí, así como tú no me eres, no, desconocida. Me parece que hace tiempo estamos representando una comedia…
– Yo no represento jamás – dijo Pepa con aplomo.
– Pues yo tampoco. Oye lo que ha pasado en mí. Yo me sentía solo en mi casa, solo en la calle, solo en medio de la sociedad más bulliciosa, solo en todas partes, menos junto a ti. Una fatalidad… pero no demos este cómodo nombre a lo que es resultado de nuestra imprevisión y nuestros errores… digamos que la situación creada por nosotros mismos nos impedía declarar con la frente alta un afecto del corazón… Ambos éramos casados.
– Sí – dijo con serenidad y firmeza la de Fúcar, como si ella hubiera ya pensado muchas veces aquello mismo, como si lo hubiera repetido mil veces en su interior y considerádolo bajo infinitos aspectos.
– Ahora ya tú no lo eres, yo sí. La situación es casi la misma. Pero tu viudez me ha hecho más insensato… Yo no debo estar aquí, y sin embargo, estoy y cuando veo este color negro de tus vestidos y del vestido de Monina, siento en mí no sé qué horrible levadura de osadía y sacrilegio; lucho por ahogarla y callarme, pero tú misma, con una fuerza de atracción que tienes siempre en ejercicio y que me arrastra, me obligas… no puedo decirlo de otro modo, me obligas a decirte que te amo, que te amo desde hace tiempo… No tengo fuerzas ni palabras para maldecir un sentimiento que en mí ha nacido de este lúgubre destierro doméstico en que vivo, y en ti… no sé de qué.
– Creo que nació conmigo – dijo Pepa, que apenas tenía respiración. – Me has dicho una cosa que presumía mi corazón… ¡Pero oírtela decir… oír de tu misma boca, aquí, delante de mí… donde sólo Dios y yo podemos oírlo…!
Le faltó la voz. Transfigurada y sin color, como el que se va a morir, no pudo hallar para el desahogo de su alma otro lenguaje más propio que apoderarse de una mano de León y besársela tres veces con ardiente ternura.
– Hemos llegado a una situación difícil – dijo él. – Afrontémosla con dignidad.
– ¿Situación difícil? – indicó Pepa, con cierta sorpresa candorosa, como si la situación le pareciera a ella muy fácil.
– Sí; porque a estas horas somos víctimas de la calumnia.
Pepa alzó los hombros, como diciendo: – ¿Y qué me importa a mí la calumnia?
– Convendrás conmigo en que he cometido una gran falta en venir a vivir tan cerca de ti.
– ¿Falta? ¿Falta venir aquí? – dijo la dama, dando a entender que si aquello era falta, también lo era la salida del sol.
– Falta ha sido. Te advierto que yo, a quien muchos tienen por hombre de entendimiento, me he equivocado siempre en las cosas prácticas.
Pepa indicó su conformidad con aquella idea.
– Mi último error ha desatado la lengua a la maledicencia. ¡Pobre amiga mía! Ya es cosa averiguada en Madrid que a los dos meses de viuda tienes un amante, que ese amante soy yo, que vivimos juntos, injuriando la moral pública. No contenta con esto, la gente hace un odioso trabajo retrospectivo, dando a nuestras relaciones criminales un origen remoto, y de esto resulta una afirmación fuera de toda duda.
– ¿Cuál?
– Que Monina es hija mía.
Pepa se quedó un instante perpleja. Creeríase que la tremenda afirmación no hacía gran mella en su alma. Argumentando mentalmente, no sabemos de qué modo, dijo:
– Pues bien, cuando la calumnia es tan grosera, tan absurda, no debemos afligirnos por ella.
– ¿Sabes tú cuál es el escudo en que la calumnia puede estrellarse? – le dijo León con serenidad. – ¿Lo sabes tú? Pues es la inocencia. Nuestra inocencia, Pepa, es tan sólo relativa, o mejor dicho, parcial. La maledicencia que nos agobia lleva en sí algo de fundado: se equivoca sólo en los hechos. Miente cuando dice que soy tu amante y que vivimos juntos; pero acierta cuando dice que te amo. Miente cuando dice que Monina es hija mía; pero…
Pepa no le dejó concluir. A borbotones se le salieron las palabras de la boca para exclamar con júbilo:
– Pero acierta al decir que la adoras como si fuera tu hija: lo mismo da.
– La calumnia se equivoca en los hechos; pero a falta de hechos hay intenciones, sentimientos, esperanzas. Contéstame: ¿crees tú que somos inocentes?
– No. Por lo menos yo no lo soy. La calumnia que ha caído sobre mí y me hiere en mi honor, parece que trae consigo algo de justicia – dijo Pepa con acento patético. – ¡La miro con menos horror del que debía sentir, porque hay dentro de mí tanto, tanto, que podría justificar una parte, lo principal, el fundamento de ella!… Tú eres una persona de rectitud y de conciencia, yo no lo soy. Estoy acostumbrada a acariciar, cultivándolos en el secreto y en la soledad de mi alma, sentimientos contrarios a mi deber; yo soy una mujer mala, León, yo no merezco este afecto tardío que sientes por mí; yo soy criminal, y como criminal no puedo tener ese pavor escrupuloso que tú tienes a la calumnia.
– Pepa, Pepa, no hables de ese modo, – dijo León, estrechando la mano de su amiga. – No es así como te he visto y te he contemplado en mi alma, cuando te apoderabas de ella y lentamente te hacías reina de todos mis afectos.
– ¡Oh! Si no te gusto así – replicó la de Fúcar en un tono de amargura y dolor que oscurecía sus palabras, – ¿por qué no viniste a tiempo? Si hubieras llegado cuando se te esperaba, ¡qué pureza y qué elevación de sentimientos habrías podido hallar! ¡Qué noble y santa pasión, tan propia y tan digna de ti habrías encontrado entre aquellas ridiculeces pueriles que no eran sino signos de locura con que se manifestaban mi corazón comprimido, mi imaginación desesperada! Si hubieras venido a tiempo, dignándote agraciar con una palabra amante a la voluntariosa, a la pobre loca, a la necia, ¡qué hermoso tesoro de afectos habrías descubierto, tesoro íntegramente reservado para ti y que en tus manos habría perdido su tosquedad!… Yo parecía no valer nada; yo parecía una calamidad, ¿no es cierto?… Es que yo quería estar en manos que no querían cogerme; era un instrumento muy raro que no podía dar sonidos gratos sino en las manos para que se conceptuaba nacido. Fuera de mi dueño natural, todo en mí era desacorde y disparatado… No te quejes ahora si me encuentras un poco destituida de conciencia y con escaso, muy escaso sentido moral. Yo he padecido mucho; he llevado una vida de incansable y espantosa lucha conmigo misma, de desacuerdo constante con todo lo que me rodeaba; he llevado sobre mí el peso de un desprecio recibido, y este desprecio, extraviándome la razón y haciéndome correr de desatino en desatino, me ha quitado aquella pureza de sentimientos que un tiempo guardé y atesoré para quien no quiso tomarla. No soy tan rigorista como tú; no soy escrupulosa de conciencia; no tengo valor para mayores sacrificios, porque mi corazón está fatigado, herido, lleno de llagas como el loco que se muerde a sí mismo; no creo al mundo con derecho a exigirme que me atormente más, pues bastantes mordazas he puesto en mi boca, y así te ruego que tampoco seas rigorista, que no hagas caso de la moral enclenque de la sociedad, que des algo al corazón, que sigas viviendo aquí, que me visites todos los días, y que me pagues algo de lo mucho que me debes, queriéndome un poco.
No pudo conservar su entereza hasta el fin del discurso, y se echó a llorar.
– Mi necio orgullo – dijo León, más bien acusándose que defendiéndose – nos hizo a entrambos desgraciados. ¡Que aquel desprecio que te hice caiga sobre mi cabeza; que todos los infortunios ocasionados por mi error sean para mí!
– No más infortunios, no. Basta con los pasados. La culpa toda no fue tuya. Yo no tenía otra cualidad buena que la de quererte; yo hacía locuras, yo desvariaba. Comprendo tu preferencia por otra, que además era guapa; yo nunca he sido bonita… ¡Y ahora vienes a mí, después de tanto tiempo, por los caminos más raros; y ahora…!
Un sacudimiento nervioso desfiguró las facciones de Pepa. Hizo un gesto de terror, como apartando de sí una visión terrible, y exclamó sordamente:
– ¡Tu mujer vive!
León no encontró palabras para comentar ni para atenuar la terrible elocuencia de esta frase. Humillando su frente, calló.
– ¡La hermosa, la santa, la perfecta!… – añadió Pepa. – Pero ¿no es así más grande mi triunfo? Has venido a mí, la has abandonado.
Júbilo inmenso iluminó su rostro.
– No, no… – dijo León vivamente. – Yo he sido abandonado. Yo he amado a mi mujer, yo he sido fiel esclavo de mi juramento hasta ahora, hasta ahora que lo he roto.
– Bien roto está – dijo la de Fúcar con brío. – ¿Por qué temes el fallo de los tontos? ¿Por qué el fantasma de tu mujer te aleja de mí?
– Pepa, amiga querida, por piedad, tu despreocupación me causa miedo.
– Ya te he dicho que yo no tengo sentido moral; lo perdí, me lo quitaste tú con la última ilusión. No tener ilusión alguna ¿no equivale a ser mala? Yo fui mala desde aquella noche horrenda en que la última esperanza salió de mí como si hubiera salido el alma toda, dejándome yerta, vacía, helada, verdaderamente loca. Desde entonces, todo en mí ha sido desvariar: me casé lo mismo que me hubiera arrojado a un río; me casé en vez de suicidarme. No supe lo que hice; había en mí un germen de maldad el cual yo misma quería que se agrandara. Si al menos hubiera tenido educación… Pero tampoco tenía educación. Yo era una salvaje que ostentaba riquezas, fórmulas sociales y apariencias deslumbradoras, como otros cafres se adornan con plumas y vidrios. ¡Luego aquel despecho, aquel puñal clavado en mi corazón!… El despecho me inclinaba a entregar al menos digno lo que yo reservaba para el más digno. ¿No había podido obtener el primero?, Pues me entregaba al último. ¿No recuerdas que echaba mis joyas al muladar? ¿De qué servía mi pobre ser despreciado? ¡Casarme con un hombre estimable, con un hombre de bien! Eso habría sido tonto… ¡Qué gusto tan grande aborrecer a alguien, aborrecer al más cercano, al que el mundo llamaba mi mitad y la Iglesia mi compañero! Es que yo quería ser mala. Ya sabes que en ciertas esferas, a la joven de malos instintos que quiere entrar en la libertad se le abre una puerta muy ancha. ¿Cuál es? El matrimonio. En mi turbación decía yo: «soy rica, me casaré con un imbécil y seré libre». ¡Pero yo no acordé de mi pobre padre! ¡Qué mala he sido! Muchas hacen lo mismo que hice yo, pero sin tan fatales consecuencias. Al casarme, todas las desgracias cayeron sobre mi casa… Yo era libre, continuaba en la desesperación, y en tanto tú… lejos, siempre lejos de mí. Tu honradez me enloquecía y me hacía meditar. ¿Creerás que me sentía abofeteada por tu honradez, y que a veces mi alma se encariñaba con la idea de ser también honrada?… No sé dónde hubiera concluido. Al fin Dios me salvó dándome esta hija, que al nacer me trajo lo que nunca había yo conocido: tranquilidad. Cuando Monina crecía a mi lado, yo adquirí por milagroso don cultura de espíritu, sensatez, amor al orden, sentido común. Fui otra, fui lo que hubiera sido desde luego pasando de los delirios de mi amor contrariado a la paz y al yugo de tu autoridad de esposo. Ahora me encuentras curada de aquellas extravagancias que me hicieron célebre; pero no soy tan buena como debería serlo; hay en mí un poco, quizás mucho, de falta de temor de Dios; no me hallo dispuesta a sacrificar mis sentimientos a las leyes que tanto me han martirizado; se me conoce involuntariamente que he vivido en un mundo donde todas las leyes son de fórmula, donde hay más palabras sonoras que acciones buenas, y así te digo: libre soy, libre eres…