Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 18
– En Carabanchel… León ha tenido la desvergüenza de alquilar una casa junto a Suertebella… Se comunican por el parque.
– Voy allá – dijo María, levantándose y tirando con mano convulsa del cordón de la campanilla.
– Sosiégate… No, no hay que tomarlo así.
A la doncella que entró, dijo María:
– Mi vestido negro.
– Sí, sí, bonita vas a ir – dijo la marquesa, sonriendo – con tu vestidillo de merino, el único que tienes… En caso de ir, y eso lo discutiremos ahora, debes ponerte muy guapa, pero muy guapa.
– ¡Oh! – exclamó María con expresión de inmenso dolor. – No tengo ropa, he dado todos mis vestidos de lujo.
– ¿Y quieres ir con el trajecillo de merino?… ¡Pobre tonta! ¡Qué poco conoces el corazón de los hombres!… Eso es; preséntate a tu marido hecha un mamarracho, y verás el caso que te hace… La apariencia, la forma casi, o sin casi, gobiernan el mundo.
– Antes discutamos si debe ir – insinuó la de San Salomó.
– Sí, quiero ir allá… quiero – gritó María cruzando las manos y poniendo ojos de espanto.
– Nada de tragedias, nada de escenas, ¿eh?…
– Me parece peligroso que vayas. ¿Y si te expones a un desaire mayor, si te encuentras de manos a boca con Pepa o con su niña… suponiendo que la nena esté, como dicen que está siempre, en los brazos de su papá?…
– ¿De su papá? – dijo María. – ¿Pues no ha muerto Federico?
– No, tonta – manifestó la de San Salomó, poniendo la misma cara que se pone cuando se coge una aguja larga y muy fina y se atraviesa de parte a parte el pecho de un pobre bicho destinado a las colecciones de Historia Natural. – No, tonta; el papá es tu marido.
– ¡León!… ¡Mi marido!… ¡padre de Monina! – exclamó la de Roch, quedándose otra vez como idiota.
– La gente lo dice por ahí – indicó Milagros intentando atenuar la crueldad de la noticia.
– Y tú ¿qué crees?, ¿qué crees tú, mamá?, ¿será cierto? – dijo María, preguntando a las dos con febril ansiedad.
Pilar, lo mismo que la de Tellería, no eran mujeres perversas; su lamentable estado psicológico, semejante a lo que los médicos llaman caquexia o empobrecimiento, provenía de la falta de sentido moral, de la depauperación moral, mejor dicho, dolencia ocasionada por la vida que ambas traían, por el contagio constante y la inmersión en un venenoso ambiente de farsa y escándalo. Pero algo había en ellas que pugnaba contra la depravación llevada a tal extremo, y asustadas de la enormidad del cáliz que habían puesto en los labios de María, trataron de atenuar su amargura.
– No; yo creo que eso es fábula…
– No; yo creo…
La de San Salomó, que era un poquillo más mala que su amiga, no acabó la frase. Después dijo:
– La gente se funda en cierto parecido…
– ¿De Monina?
– Con León… Yo, verdaderamente, no sé qué pensar. Sospecho que esas relaciones son muy antiguas.
María rebotó de su asiento. No hallamos otras palabras para expresar aquel salto brusco de corza herida en sueños, y aquel abalanzarse a su vestido negro para ponérselo y correr en aquel mismo instante a Suertebella.
– No te precipites, no seas tonta – dijo su madre, deteniéndola. – Ya no es hora de ir allá. ¿No ves que es de noche?
– ¿Qué importa?
– No, de ninguna manera.
La tarde caía y la estancia se llenaba de sombras. Las tres damas apenas se veían.
– Luz, luz – gritó María. – Me muero en esta oscuridad.
– Yo creo que debes ir allá – afirmó Milagros, – pero no esta noche, sino mañana.
– Marquesa, ¿ha meditado usted bien ese paso? – dijo la de San Salomó. – ¿No será eso una humillación? ¿No será mejor el desprecio?
– ¡Oh! – exclamó la solícita y amorosa madre. – Yo confío hasta en la reconciliación.
Su confianza en ella no era grande; pero la suplía el deseo.
– ¡Una reconciliación!, ¡qué loca esperanza! ¿Crees tú en la reconciliación?
– No sé, no sé – repuso María mostrando su incapacidad para responder a esta pregunta como a otra cualquiera. – Yo no quiero reconciliación, sino castigo.
– ¡Oh!, no estamos para melodramas – dijo la de Tellería extendiendo las manos, con esa afectación de los sacerdotes que salen en las óperas vestidos siempre con una sábana blanca. – Paz, paz… María, es preciso que vayas, y que vayas vestida como la gente. ¡Uf!, ese olor de lana teñida no se puede resistir.
Las dos marquesas prorrumpieron en risas, mientras Pilar arrojaba lejos el traje de su amiga.
María dirigió a su hábito de merino negro una mirada de indignación que quería decir: «¿Por qué no eres de seda y de corte elegante y a la moda?».
Por primera vez desde que renunciara al mundo, le pareció fea la sencilla hopa de su santidad que un día antes no habría trocado por el manto de un rey.
– La cuestión de vestido es fácil de arreglar – dijo la de San Salomó. – Tú y yo tenemos el mismo cuerpo. Te traeré vestidos míos para que escojas.
– Y manteleta.
– Y sombrero.
– También sombrero; ¿a qué hora vas a ir?
– Yo iría ahora mismo.
– No, mañana al medio día. Es preciso no olvidar las conveniencias, las horas convenientes, las ocasiones convenientes – indicó la de Tellería.
– Voy a comer… vuelvo enseguida – dijo Pilar. – Te traeré lo mejor que tengo para que escojas. Te pondremos guapísima. Pues no faltaba más sino que Pepa Fúcar se fuera a reír de tu facha estrambótica. Dentro de hora y media estaré aquí. Hoy no tengo convidados, y mi marido come fuera con Higadillos, un par de chulos y dos diputados… Adiós, querida… Milagros, addio.
Besándolas a entrambas, se retiró. En el tiempo que estuvo fuera, la marquesa comió un poco; María, nada. Pero no era el almanaque quien le había impuesto el ayuno. Pilar volvió trayendo su coche atestado de preciosidades indumentarias, vestidos riquísimos, manteletas, abrigos, y para que nada faltase, trajo también sombreros, botas de última moda y hasta medias de seda de alta novedad. La pícara propagandista clerical se cubría con aquella estameña.
Los criados y la doncella fueron subiendo todo y poniéndolo en sillas y sofás. María contemplaba con mirada atenta y turbada los diversos colores, las formas peregrinas y caprichosas ideadas por el genio francés. Parecía que miraba y no veía.
– ¿Qué te parece? A ver, ¿qué vestido escoges?
– Este es bonito – dijo María, fijándose con indiferencia en uno. – ¿Quién te lo hizo?
Y después estuvo contemplándolo con asombro un mediano rato. Parecía un viajero que vuelve de largo viaje y se pasma de ver las modas cambiadas.
– ¡Qué cuerpo tan estrecho! – dijo.
– Éste color perla te sentará bien.
– No, prefiero el negro.
– El gro negro… con combinación de faya pajizo claro. ¡Oh!, admirablemente. Has tenido buen gusto.
– Aunque la estación no es avanzada, hace calor.
– ¿Qué sombrero llevas?
María miró los tres que había traído Pilar. Después de un detenido examen señaló uno, diciendo:
– Este de color negro, y… ¿cómo se llama este otro color?… ¿crema? El colibrí también es bonito, y las rosas pálidas.
– ¡Ah! – exclamó Pilar con admiración, – parece que no has abandonado el mundo un solo día, y que no has dejado de vestirte… ¡Qué bien eliges!… Bueno, pues hagamos una prueba. Es preciso ver si te está bien el vestido, para si no alargar un poco o encoger un poco. He traído a mi doncella, y entre todas…
María no había dado aún su consentimiento cuando su criada, su madre, Pilar y la doncella de esta empezaron a desnudarla de aquella horrible bata parda que parecía la sotana de un seminarista pobre. En aquel momento sintió la dama mística una ligera reacción del espíritu religioso y dijo afligidamente:
– Dios mío, ¿qué voy a hacer?
– Tonta, mil veces tonta – manifestó la marquesa, – déjate de escrúpulos… ¿Ni aun en este conflicto reconoces el error de tu exagerada devoción?
María se dejó llevar ante el espejo de su tocador en la pieza inmediata; dejose caer en la silla. El espejo estaba cubierto con un gran paño negro, y parecía un catafalco. Quitaron el paño, y nació, digámoslo así, sobre el limpio cristal inundado de claridad, la imagen hechicera de María Sudre. Aquello parecía un raro ejemplo de la creación del mundo.
– ¡Dios mío, San Antonio bendito! – exclamó, cruzando las manos – ¡qué flaca estoy!
– Un poco delgada; pero más hermosa, mucho más hermosa – dijo la madre con orgullo.
– ¡Monísima, charmante!… Juana, improvisa aquí un buen peinado – dijo Pilar a su doncella, que era una gran improvisadora de peinados. – Una cosa sencilla, un bosquejo nada más, para ver el efecto del sombrero. A ver si te luces.
Con gran presteza desenredó Juana los cabellos de María para empezar su obra. María, después de mirarse un rato, había bajado los ojos y parecía que oraba en silencio. Se había visto los marmóreos hombros, parte del blanco seno, y a la vista de aquellas joyas tembló de pavor, sintiendo alarmada otra vez su conciencia religiosa. Quizás habría llegado demasiado lejos la reacción si un flechazo partido del bien templado arco de su madre no la contuviera.
– Al verte, hija mía, parece increíble que ese mamarracho de Pepilla Fúcar…
Como el abatido corcel salta, herido por la espuela, así saltaron los celos de María. Sus ojos verdes brillaron con apasionado fulgor, y se contemplaron absortos y embelesados de sí mismos, como diciendo: «¡Qué bonitos nos ha hecho Dios!». Después María puso la cabeza en las dos actitudes contrarias de medio perfil, torciendo los ojos para poderse ver. ¡Qué hermosa visión! ¡Cuánto la realzaba su palidez! Se habría podido ver en ella un ángel convaleciente de mal de amores celestiales.
En un santiamén armó Juana airoso peinado, tan conforme con el rostro y la cabeza de María, que el más inspirado artista capilar no lo habría hecho mejor. Una exclamación de sorpresa acogió obra tan maestra y la misma María se contempló con admiración, pero sin sonreír. En seguida, pasando a la habitación donde estaba el espejo grande, se procedió a ponerle el gran traje princesa, operación no fácil, pero que al cabo fue terminada con general aplauso. El vestido estaba que ni pintado, el corte era perfecto, el efecto sorprendente.
– ¡Oh!, ¡qué bien está esta pícara! – dijo la de San Salomó con cierta envidia. – Veamos la manteleta. Escogeremos esta de cachemir de la India, con riquísimo agremán y flecos. La cortó un discípulo de Worth.
María puesta en pie, las obedecía ciegamente y se dejaba vestir, se devoraba con sus propias miradas ansiosas, dando al cuerpo el contorno particular y gracioso que es necesario para ver los costados. La criada alzaba la luz alumbrando aquel precioso cuadro.
– Ahora el sombrero.
Era la gran pincelada, el supremo toque que al sublime cuadro faltaba. Pilar no quiso confiar a nadie aquella obra delicada, que era como la coronación de una reina. Ella misma levantó en alto el sombrero y se lo puso a su amiga. ¡Efecto grandioso, sin igual! ¡Inmensa victoria de la estética! María Egipcíaca estaba elegantísima, hechicera; era la elegancia misma, el figurín vivo. Tenía expresado en su persona el ideal del vestir bien, ese infinito del traje, que unido al infinito de la belleza produce esas figuras de desesperación ante las cuales sucumben a veces la prudencia y la dignidad, a veces la salud y el dinero de los hombres. ¡Pobre Adán, cómo te acordarás de aquel tiempo en que para ataviarse bien bastaba alargar la mano a una higuera!
– Vaya – dijo Pilar, – ya se ve el efecto. Pero mañana volveré para vestirte definitivamente. Ahí te dejo lo demás: zapatos, medias… ¡mira qué bonitas! Escoge el color azul. ¿Te vendrá mi calzado? Creo que sí. Ahí tienes botas húngaras y zapatos… Te he traído hasta guantes, porque si no me engaño, ni aun guantes tienes… Con que hasta mañana.
Y dándole un ruidoso beso, le dijo al oído:
– Mañana es día de prueba para ti. Voy a mandar encender el Santísimo en San Prudencio… El Señor te favorecerá, ¡pobre santa y mártir!… Entre paréntesis, querida, la función de hoy en San Lucas, como cuantas hace la de Rosafría, no se libró de aquel aspecto, de aquel barniz general de cursilería que llevan consigo todas las cosas de Antoñita. ¡Si hubieras visto qué cortinajes, qué pabellones!… Parecía una fiesta cívica progresista… En fin, si llegan a tocar el himno de Riego no me hubiera sorprendido… ¡Y qué sermón, hija! Habías de oír aquella voz de falsete… Luego una pobreza de alumbrado… En fin, no quiero entretenerte más, que es tarde… Adiós; ahora se me ocurre una cosa: debo mandar que te enciendan también la Virgen de los Dolores.
– Sí – dijo María enérgicamente, – la Virgen de los Dolores.
– Adiós, Milagros: esta noche me toca el Real. Voy a ver si alcanzo dos actos de Hugonotes… Conque mañana al medio día…
– Al medio día. Adiós, Pilar… Y que venga también Juana, yo traeré algo de tocador, porque ni siquiera polvos de arroz hay en esta casa.
– Adiós… adiós.
Capítulo XV. ¿Cortesana?
La marquesa rogó a su hija que se acostara, a lo cual esta accedió de buen grado, porque se sentía muy fatigada. Quitose con lentitud los ricos atavíos que habían resucitado en ella bruscamente la elegante mujer de otros tiempos y se retiró a su alcoba. Tiritaba de frío y había caído en gran tristeza. Después de un rato de silencio, durante el cual mirábala su madre con alarma y desasosiego, volvió la vista a las imágenes, láminas, estampas y reliquias que hacían de su alcoba un museo de devoción, y dijo así:
– Señor Crucificado, Virgen de los Desamparados, santos queridos, amparadme en este trance.
La marquesa de Tellería, que también en las ocasiones solemnes sabía dar muestras de acendrada piedad, besó los pies de un crucifijo.
– Alcánzame mi rosario, mamá – dijo María.
La marquesa tomó el rosario que estaba colgado a los pies del crucifijo y lo dio a su hija.
– Ahora – añadió ésta – puedes retirarte… Siento sueño. Después que rece un poco me dormiré.
La marquesa señaló la hora fija para la expedición del día siguiente. Convinieron en ir las dos, quedándose la madre en el coche, mientras la hija entraba a hablar a su marido.
– El corazón me dice que alcanzaremos algo bueno; quizás una reconciliación – dijo la mamá besando a María. – Ahora procura dormir y no pienses mucho en santurronerías. Ya ves el resultado de tu terquedad. Francamente, niña mía, yo me pongo en el caso de un marido, de cualquier marido… No es que yo condene la devoción, la verdadera devoción. ¿Por ventura no soy yo piadosa, no soy buena católica, aunque indigna?, ¿no cumplo todos los preceptos?… Eso de la santidad hay que pensarlo antes de casarse, antes de contraer ciertos deberes.
– Una cosa me ocurre – dijo María prontamente, demostrando que no pensaba en santurronerías. – Si debo llevar mañana alguna alhaja, alfiler, pulsera, pendientes, puedes traerme lo que gustes de las joyas mías que te llevaste para guardármelas.
– Bueno – replicó la madre algo contrariada. – Pero casi todas tus alhajas necesitaban compostura y las mandé al taller de Ansorena… De todos modos…
– Rafaela me ha dicho que ayer te llevaste toda la plata.
– Sí, sí, toda. Hija de mi alma, me aflige mucho que vivas sola en este caserón. Tiemblo por ti, por tu seguridad. Hay muchos ladrones…
– La plata no me hace falta… Di, ¿no te llevaste también las cortinas de seda, mis encajes, mi escritorio de ébano y marfil, el tarjetero, los vasos de Zuloaga, las dos jarras de Sévres, el abanico pintado por Zamacois, la acuarela de Fortuny y no sé qué más?
– ¡Oh! Tienes más memoria de lo que parece… – dijo la Tellería, disimulando su turbación. – Todo me lo llevé. Esas preciosidades no debían estar expuestas a un golpe de mano. ¿Sabes tú cómo está Madrid de rateros…?
– Mira, mamá – prosiguió María, dando una vuelta en su lecho, – tráeme también mi reloj, porque es preciso saber la hora, la hora fija.
– Bueno… pero ¡calla! Ahora recuerdo que tu reloj no andaba: lo tiene el relojero.
– Pues entonces iré sin reloj… Vaya, buenas noches, mamá. Vete a dormir.
– Mañana a las diez estoy aquí para empezar la toilette.
– A las diez.
– Abur, paloma.
– Adiós, mamita. Pide a Dios por mí.
María no durmió nada. Por primera vez vio realizado, en parte, un antiguo antojillo de devota que pensaba realizar. Había proyectado acostarse en un lecho de zarzas piconas, con lo que, desgarrándose todo el cuerpo muy a gusto del espíritu, se parecería a los penitentes cuyas vidas había leído llena de admiración. Aquella noche su lecho fue primero de espinas, después de brasas. Se quemaba en él como San Lorenzo en sus parrillas o San Juan en la cazuela de la Puerta Latina… Otras veces se había quedado dormida rezando o recitando entre dientes letrillas de novenas y décimas josefinas. Aquella noche las oraciones las letrillas, las décimas y los pentacrósticos revoloteaban entre sus labios como las abejas en la puerta de la colmena, y entretanto, su cerebro ardía como un condenado a quien dan tizonazos los ministros de Satán en cualquier aposento del infierno. No pudiendo resistir aquel freír continuo, chisporroteante y doloroso que bajo su cráneo y detrás de sus ojos la atormentaba, saltó del lecho, encendió luz. «Ahora mismo», murmuraron sus labios, mientras se vestía.
Sin calzarse corrió hacia el reloj de su gabinete que marcaba la una. ¡Cuánto se descorazonó al verlo! ¡Era tan temprano! Mentalmente se hizo cargo del sitio donde estaría el sol a aquella hora y del tiempo que tardaría en salir. Después se encerró en su tocador. ¡Quién puede saber lo que hacía! En el silencio de la noche y en las piezas donde no hay nadie, los relojes, con su tic-tac semejante a una respiración, simulan personas. Desde las chimeneas, esos entes de bronce parece que fijan en todo su carátula de doce ojos, y que oyen y entienden con aquel mismo órgano interno que produce su palpitar rítmico e incesante. El reloj del gabinete de la Egipcíaca era el único que podía enterarse de lo que hacía su ama. Ni aun el retrato de León podía enterarse de nada, porque estaba vuelto contra la pared.
El reloj oyó que su hermosa dueña abría y cerraba cajones; oyó el ruido placentero del agua saltando en la porcelana, después en el mármol, y resbalando sobre las ebúrneas partes de una estatua humana, para caer luego en chorros sobre sí misma, bullendo y saltando como en las fuentes mitológicas, donde tritones, ninfas y caracoles de alabastro, surtidores, jirones, encajes y polvo de agua, forman conjunto bellísimo a la vista. El pícaro, que desde mucho tiempo antes tal cosa no presenciaba, reía y reía dando unos contra otros sus doscientos o trescientos dientes. Después sintió olor suavísimo y delicado de perfumes de tocador… porque los relojes tienen olfato, sí, huelen por aquellos dos agujeros por donde se les da cuerda… También eran desusados los ricos olores.
María volvió al gabinete trayendo ella misma la luz con que se alumbraba. Su primera mirada fue para la esfera numerada, y junto a esta dejó la bujía. ¡Las dos y cuarto! ¡Qué cargante es un reloj en el cual siempre es temprano! La dama estaba en ropas blanquísimas, arrebujada en ancho mantón que la preservaba del fresco y ayudaba la reacción producida por el agua fría. Algo amoratado su rostro, no por eso menos bonito, y sus manecitas blancas se crispaban agarrando el mantón para abrigarse, como la paloma que esconde el cuello entre sus pardas alas.
La reacción del agua fría es tan rápida como fuerte. María soltó el mantón, y fijando sus miradas en el lienzo vuelto contra la pared, alzó los brazos para bajarlo… ¡Estaba muy alto! Cuando se subió sobre una silla, el reloj, único testigo de aquella escena, advirtió que su ama estaba hermosísima en la casta diafanidad de su atavío, y sus doce ojos se abrieron más. Cada hora era un lucero, y siguiendo en su traqueteo, guiñaba su aguja hacia las tres.
María descolgó el cuadro, y volviéndolo del derecho, lo puso sobre una silla. Entonces apareció en la sala el busto, la enérgica cabeza, la mirada profunda y leal de León Roch. Parecía la entrada súbita de alguien en la estancia solitaria. María se quedó perpleja, y toda su sangre se le corrió al corazón, agolpándose en él y dejándole heladas y casi vacías las venas; le miraba sin respirar, sin pestañear, como cuando se presencia la aparición milagrosa de quien se ha muerto, o la encarnación estupenda de lo que se ha soñado. Y él no la miraba ceñudo, sino con expresión serena, que ponía en sus ojos la índole de su alma recta y franca… María alargó el cuello, acercando su cara al lienzo… Retrocedió después para dar tiempo a que su mano quitase un poco de polvo; y luego que esto hizo, besó la imagen de su marido, una, dos, tres veces, en distintas partes de la cara. Oyose entonces una carcajada indistinta, un reír sofocante y zumbón. Era el reloj que respiraba más fuerte echando de sí ese murmullo que precede al toque de las horas.
¡Las tres! El reloj principiaba a ser complaciente y juicioso y se iba curando de aquella inaguantable manía de ser temprano. Como el hotel de Roch estaba casi en las afueras, oíase el canto de los gallos anunciando el fin de aquella noche perezosa, pesada, eterna…
Pronto amanecerá – pensó María. – En cuanto amanezca, me voy.
Empezó a vestirse. Los trajes, los sombreros, los zapatos y demás prendas que había traído Pilar estaban arrojados sobre las sillas. Si no presidieran en la estancia tres cuadros distintos del patriarca San José, creeríase que aquel era el gabinete de una mujer de mundo, después de una noche de festín. María examinó los colores de las finas medias de seda, y, por último, segura del buen efecto, vistió sus piernas estatuarias con las azules y las sujetó con ligas del mismo color. El calzarse no era obra tan fácil. Probó zapatos, botas… ¡Oh!, felizmente, el pie de Pilar parecía hermano del suyo… pero María vacilaba en la elección de forma. ¿Bota o zapato? He aquí un problema que por su gravedad podía equipararse a este: ¿gloria o infierno?
Pero el coturno fue desechado después de una acaloradísima discusión interna. Venció el zapato alto, de cuero bronceado, de tacón Luis XV y hebilla de acero; una verdadera joya. Después de mirarlos mucho, María se calzó. Sus pies eran bonitos de cualquier modo, y desnudos más. Pero admitido el calzado como una necesidad social que no era ley en tiempos de Venus, María vio con admiración sus pies artificiales, con los cuales Dafne no hubiera podido correr, pero no por eso eran menos lindos.
Sentó con arrogancia la planta en el suelo, examinó todo desde la rodilla, giró un poco sobre el tacón, movió la delgada punta, semejante a un dedal. El pie tiene su expresión como la cara. María lo encontró admirable, y pensó en otra cosa. ¡Corsé, peinado!, dos cosas graves que no pueden hacerse a un tiempo. A veces la primera es del dominio de la fuerza; la segunda, de los augustos dominios del arte. Acudió la señora a lo más urgente, y no necesitó caballos de vapor para aprisionar su hermoso seno y talle, plegando y aplastando sobre uno y otro, como fino papel de embalaje, las blancas telas de delicado lino. El peinado era cosa más difícil. Fue al tocador, sentose, meditó un rato con los brazos alzados, como un sacerdote que reza antes de poner sus manos sobre los objetos rituales y al fin… haciendo y deshaciendo, con la sencillez que permitía la falta absoluta de ciertos artículos de tocador, María logró remedar medianamente lo que las hábiles manos de Juana habían hecho la noche anterior. Estaba bien, sobre todo sencillo, airoso, elegante, que era lo principal. Nada de cargazón ni catafalcos…
Lo demás verificose como en el ensayo de la noche precedente. El vestido princesa de gro negro con combinaciones de terciopelo y faya pajizo claro; el sombrero, que parecía haber salido de manos de las hadas… todo era bonito, todo lindísimo, todo seductor. María se contempló con asombro; se creía otra. No, no era posible que ella fuese tan guapa; allí había sortilegio; ¿cómo sortilegio? No, una católica no podía pensar esto. Lo que allí había era favor de Dios, determinación de la Providencia para ponerla en condiciones de realizar una buena obra. Dios no podía menos de ser quien había concedido aquella superior hermosura, aquel hechicero atavío. Esta superstición se pegó a su mente como un molusco a la roca, y allí se quedó adherida por succión.
– Dios permite, Dios consiente, Dios manda… pensó, formulando con energía aquella idea.
Y se volvía a mirar. De costado, de frente, de todos modos estaba bien. ¡Qué ágil y flexible su talle, qué gallardo su busto, qué contornos, qué aire de cabeza! ¡Qué graciosa neblina la del ligero velo de su sombrero, oscureciendo el rostro pálido, como la sombra de un ave que pasaba y se ha detenido revoloteando para admirar tanta hermosura! ¡Qué misterioso sentido de pasión en aquel negro del terciopelo con golpes de seda de un pajizo lívido, y qué dulce armonía la de su rostro coronando aquella noche de tinieblas, manchada de relámpagos sulfúreos! ¡Qué ojos verdes tan melancólicos, y al mismo tiempo, cómo escondían bajo la tristeza la amenaza, la venganza bajo el dolor, bajo la caricia el puñal! ¡Cómo aquellos hechizos anunciaban otros, y cómo se completaba todo allí, el color y la expresión, la vista y la ilusión, la belleza y el alma, lo humano y lo divino!
¡Ah!… ¡Guantes! Gran contrariedad fuera que Pilar no hubiera traído guantes. María los buscó, y habiéndolos hallado, probóselos muy satisfecha.
– No llevo joyas – dijo para sí-; pero no importa.
Y luego añadió con orgullo:
– Llevo la principal, mi virtud.
Después de otro rato de contemplación en el espejo, añadió:
– ¡Qué guapísima voy!… Si yo supiera hablar bien y decir lo que pienso… Si encontrara las frases más propias…
Tirando de la campanilla, alborotó toda la casa. Los criados tardaron en levantarse; pero se levantaron al fin. La doncella, que entró aturdida y soñolienta en el gabinete, se quedó pasmada al ver a su ama vestida; ¡y qué bien vestida!
María mandó que al punto llamaran al señor Pomares. Este digno hombre, que había vuelto a ser admitido después de la separación, se presentó con cara hinchada y dormilona, temblando y tropezando por la embriaguez del sueño interrumpido en la más dulce.
– Haga usted que me pongan inmediatamente el coche – le dijo María sin mirarle.
Pomares se quedó tan estupefacto como si le mandaran tocar a misa a las seis de la tarde.
– Pero la señora ha olvidado una cosa…
– ¿Qué?
– La señora ha olvidado que ya no tiene coche.
– ¡Ah!, ¡es verdad! – dijo María. – No me acordaba. Bien, tráigame usted un coche de alquiler, un landó.
– ¿A esta hora?
– ¿Pues no es ya de día?
– Todavía no ha amanecido.
– ¿Y qué importa?… Veo que es usted muy dificultoso… No sirve usted para nada.
Pomares se quedó como quien ve visiones. Aquel lenguaje áspero, colérico… Sin duda la señora estaba loca.
– ¡No se mueve usted, hombre de Dios! – añadió María. – ¿Por qué me mira usted así? Pronto, un coche, cueste lo que cueste.
– Bien, señora; iré a ver si…
– Pronto. Quiero salir en cuanto amanezca.
Por mucho que trabajó el buen Pomares paseando su respetabilidad de cochera en cochera, no pudo traer el landó hasta muy entrado el día.
Ardiendo en impaciencia, María esperaba en su gabinete, después de tomar café puro, paseando y rezando a veces, a ratos sentada y sumida en profundas meditaciones. Cuando le anunciaron que el coche entraba en el jardín del hotel, levantose, fue derecha a un hermoso armario que en su alcoba tenía, abriolo y sacó una gran botella de agua no muy clara. Los labios de la dama se movían, articulando, sin duda, oraciones piadosas, mientras su mano derramaba parte del contenido de la botella en un vaso de plata. Alzándose cuidadosamente el velo del sombrero, bebió el contenido del vaso. Era agua de Lourdes.