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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 17

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– ¡Por Dios, no te pongas así!… Vas a llamar la atención – dijo la marquesa, alarmada de la altivez de su hijo. – Estás ridículo.

– ¡Ridículo! – exclamó Gustavo con acento de amargura. – No me importa. Después de todo, yo soy aquí el único que conoce el envilecimiento en que vivimos.

– ¡Gustavo!

– Lo digo por mí, sólo por mí. Esta casa, lo mismo que la mía, ha llegado también a causarme horror. El susurro constante de la moral hablada me ha ensordecido, impidiéndome oír el grito de la verdad. No estoy nada satisfecho de mi papel en el mundo, ni del estado de mi casa, ni de la conducta de mi familia, ni del giro mundano y cínico de mis amistades. No estoy satisfecho de nada, y ambiciono un destierro voluntario que me ponga a distancia de todos los que llamo míos.

– ¿Quieres añadir nuevos disgustos a los que ya sufre tu pobre madre? – dijo ella con visibles muestras de enternecimiento. – ¡Emigrar tú, renunciar a tu porvenir!… No esperar siquiera a ser ministro… Ya sabes… otros…

– ¡Es un delirio esto de emigrar! Yo no puedo salir de aquí. Mi ambición y mi vergüenza son una misma cosa y estoy pegado a ellas, como el caracol a su covacha. ¡Aquí siempre! Siempre pegado a mi familia, a mi partido, a mi clase, a mi moral.

Dio a este último vocablo amargo acento de ironía.

– Seguiré viendo lo que veo y oyendo lo que oigo… ¡Ah!, tengo que anunciar a usted una nueva calamidad. Polito ha sido abofeteado públicamente esta tarde en una casa que no quiero nombrar, a consecuencia de una disputa por deudas de juego. Hubo golpes, botellazos, gritos de mujeres borrachas, intervención de la policía…

– ¿Pero han hecho daño a mi hijo? – exclamó la de Tellería con maternales ansias.

– No, una contusión ligera; pero se ha enterado toda la calle de… tampoco quiero nombrar la calle. ¡Ay! – añadió dando un gran suspiro. – Vivimos en la época de las tristezas y en el verdadero día de la ira celeste. Pero desde hoy quiero tomar la dirección de los asuntos de casa. Veremos si yo la saco de este conflicto, salvando el honor aparente, ese honor que no es una virtud, sino un letrero. Por de pronto, censuro que papá haya visitado a León con las miras que sospecho.

– Sospechas necedades.

– ¡Oh, no!… Milagro será que me equivoque. Sabré la verdad, porque yo pienso ver a León.

– ¿Tú?

– Sí, yo; deseo saber por él mismo su culpa. Le tengo por un extraviado, mas no por un perverso. Yo le hablaré el lenguaje de la franqueza para que él me conteste del mismo modo. Si es un miserable, él mismo me lo ha de decir… Entretanto, que no se diga una palabra a María de las hablillas que corren.

– ¡Oh, no! Es preciso decírselo. ¡Pobre hija de mi alma! No quiero yo que ignore las lindezas de su cara mitad. Figúrate que una persona indiscreta se las dice, exagerándolas o desfigurándolas.

– No se dirá nada a mi hermana.

– No te empeñes en eso. Esta noche misma… No, no me enseñarás mis deberes de madre amante y solícita; sé lo que debo hacer. Es preciso que María sepa todo. ¿Qué sabes tú si podremos llegar hasta la reconciliación?

Iba a contestar Gustavo cuando entró en el gabinete un poeta que no era, al decir de la gente, saco de paja para la marquesa, hombre de aspecto vulgar, casi chabacano y más viejo de lo que parecía. No revelaba en la figura ni en el rostro aquel delicado estro suyo que le hacía hablar en variedad de metros de perennales fuentes de dulzura, de los cabritillos de Galaab, del místico dulcísimo amor de las almas, ni aquella indignación evangélica con que apostrofaba a los materialistas, pidiendo a Dios que los aplastase con las ruedas de su carro y que los mandase al Báratro. Era incomprensible tanta grandeza dentro de tan menguada efigie.

– Es delicioso – dijo al entrar, – y no tiene contestación.

– ¿Qué?

– El artículo de Luis Veuillot contra la sociedad moderna, contra esa sociedad materializada y corrompida que, para abolir sus remordimientos, aspira a la abolición de Dios. ¿Necesita usted, Gustavo, los números de L’Univers?

– Puede usted llevárselos, con tal de que me los devuelva mañana. Tengo que hacer un artículo sobre el mismo asunto.

La marquesa de Tellería pasó al salón.

– Está acordado que se lo cantaremos mañana – dijo a la de San Salomó.

– Sí, mañana sin falta.

Formose otro grupo de mujeres, del cual salió un zumbido como el de un enjambre:

– Mañana, mañana.

Sintiose roce de sederías, bullicio de saludos, movimientos de sillas. La tertulia se disolvía. Salieron muchos en graciosas parejas, sonriendo unos, bromeando otros. Partieron los de Tellería, el general y el diputado con ínfulas de arzobispo laico, con quien habló un poco de política religiosa Gustavo, sin dejar su expresión melancólica y sombría.

– Adiós, Pilar; nos veremos mañana en San Prudencio.

– Abur, Casilda; haré tu recomendación al Padre Paoletti.

– Adiós, adiós.

Cuando todos se fueron, la marquesa de San Salomó se retiró a rezar y a dormir.

Capítulo XIII. Una figura que parece de Zurbarán y no es sino de Goya

La señora de Roch fue muy temprano a San Prudencio. Hacía algún tiempo que madrugaba para cumplir sus deberes piadosos, tornando a casa a las nueve, con lo que evitaba hallarse entre el tumulto de fieles y de damas amigas que iban a las horas cómodas. Aquel día, que era domingo, madrugó mucho y salió muy temprano de la iglesia, cumplido el precepto que más halagaba su espíritu. Como de costumbre, pasó parte de la mañana en lecturas religiosas; pero ha de advertirse que no había buscado sus textos en nuestra rica literatura mística, fundida en el crisol del espiritualismo más puro y que arrebata el alma creyente, ya encendiendo en ella divinos fuegos, ya embelesándola con un discurrir metafísico y quintesenciado. María apacentaba su piedad, triste es decirlo, con lo peor de esta literatura religiosa contemporánea, que es, en su mayor parte, producto de explotaciones simoníacas, literatura de forma abigarrada y de fondo verdaderamente irreligioso, tirando a sensual, que, combinada con el periodismo y con las congregaciones, es uno de los negocios editoriales más considerables de la librería moderna. Mucho de esto nos viene aquí traducido del francés y tiene un sello de mercantilismo que convida a la profanación. No falta al exterior la consabida elegancia material que la industria contemporánea imprime a todas sus obras, y por dentro el verso y la prosa alternan en la expresión del pensamiento; ¡pero qué verso, qué prosa! Hay ideas que reclaman la sencillez, vestidura propia y genuina, sin la cual no pueden existir; hay sentimientos que exigen la seriedad y la majestad como su natural vehículo, y sin él degeneran en afectada declamación. Incapaz María de comprender esto, hallaba elocuencia y sublimidad en un escrito, muy predilecto suyo, en el cual, para celebrar la presencia de Cristo en la Hostia, misterio solemnísimo al cual no se debe tocar la retórica, se hablaba de armonía y silencio, de fuentes selladas, de manantial de amores, de celestial sonrisa, de flores de Jesé, de oro puro, de la mirra del arrepentimiento, del incienso de la oración, de seráficos incendios, de horno que a un tiempo refresca y reanima, de brisas suaves, de perfumes, de virginales y solitarios espíritus, de banquete fraternal de perla única y celeste rocío del nuevo Edén. Este lenguaje, que habla tan sólo a los sentidos, cautivaba a María más que cualquier otro lenguaje. Su inteligencia limitada no habría comprendido otra manera de hablar o la hubiera visto con desdén, y en cambio, dotada de imaginación y de una facultad sensoria muy afinada, su espíritu daba fácil acceso a todo lo que viniera por aquella vía y llegase a él en el vehículo de lo bien oliente, de lo tangible, de lo bonito y de lo apetitoso.

María admiraba a Santa Teresa porque le habían enseñado a admirarla; pero no comprendía sus ingeniosas metafísicas. Aquellos amores seráficos eran para ella un juego de lenguaje o no eran nada. No se recalentaba el cerebro pensando en las maneras más sutiles de amar al Señor, ni poseía tampoco un gran corazón que le permitiera prescindir de maneras sutiles. Su idiosincrasia burda y sensual, en el sentido recto, iba ciegamente al entusiasmo religioso por otros caminos. Para ella, por ejemplo, la misericordia de Dios era una idea incuestionable y firme; pero no se encariñaba profundamente con ella sino después de asociarla a alguna reliquia. Las perfecciones absolutas del Autor de todas las cosas, tampoco reinaban con fuerte imperio en su ánimo si no llegaban a este por el conducto, digámoslo así, de las perfecciones estéticas de una imagen. La Virgen María, ideal consolador que más fácilmente que otro alguno seduce el espíritu de la mujer y parece que lo informa y compenetra, subyugaba a la insigne dama; mas para que aquel ideal divino tuviera en ella una fuerza incontrastable y la hiciera gemir y llorar, érale preciso (válganos la expresión) remojarlo y desleírlo en agua de Lourdes.

No es necesario decir más para que se vea que la religiosidad de María Sudre era la religiosidad de la turbamulta, del pueblo bajo, entendiéndose aquí por bajeza la triste condición de no saber pensar, de no saber sentir, de vivir con esa vida puramente mecánica, nerviosa, circulatoria y digestiva que es el verdadero, el único materialismo de todas las edades. La verdadera plebe no es una clase: es un elemento, un componente, un terreno, digámoslo así, de la geología social; y si se hiciera un mapa de la vida, se vería marcado con tinta negra este horrible detritus en todas las latitudes de la región humana.

Así como ciertos seres privilegiados personifican en sí la aristocracia del pensar y del sentir, la mujer de León personificaba el vulgo crédulo. En otra época y en otras condiciones sociales, María, sin dejar de llamarse piadosa y de rezar seis horas y de confesar a menudo, hubiera echado las cartas para saber el porvenir, hubiera usado rosarios benditos para conjurar maleficios de brujas, hubiera incurrido en la repugnante manía de asociar a la religión las artes gitanas.

Pero los tiempos no son para esto; aunque, bien mirado, maleficios hay y arte de gitanos, si bien de otra suerte que en lo antiguo. El afán de María era pertenecer a todas las asociaciones piadosas, fueran o no de índole caritativa. Era, con preferencia a todo, lo que en la jerga mojigata se llama josefina o sea, individuo de la asociación de San José, cuyo objeto es rogar por el Papa, y que cuenta en su seno con personas muy respetables, dicho sea esto para que no se entienda como mofa, ni mucho menos, la mención hecha. A otras juntas y a muchas cofradías pertenecía también. Casi todas estas sociedades tienen hoy sus periódicos, creados con el fin de establecer sólida alianza entre los socios o cofrades y ofrecer una lectura altamente recreativa, a veces enormemente cómica, dicho sea también con el respeto debido. Para María no la había más sabrosa ni edificante, y se recreaba largas horas con las anécdotas (¡qué lástima no poder copiar algunas!), con las oraciones y, por último, con la parte que podría llamarse místico-farmacéutica, que es una lista mensual de todas las curaciones hechas con las obleas y las mantecas pasadas por el famoso perolito de Sevilla, prodigios que se dejan muy atrás los milagros de Holloway y de ciertos específicos. María guardaba siempre en su poder porción cumplida de obleas y mantecas pasadas por el perolito para atender a las enfermedades de sus deudos y amigos, segura del éxito siempre que estos tomasen la medicina con fe. La especulación del perolito no podría existir en ningún país donde hubiera sentido común y policía.

Estaba exenta María de aquel idealismo febril de su hermano Luis, y aunque ella se proponía imitarle en todo, era en sus ideas y en sus prácticas muy distinta. Su devoción enfermiza parecía un delirio nacido de la cortedad de inteligencia, alimentado por los sentimientos y exacerbado por la contumacia de su carácter asaz soberbio. Respecto de su consorte, las ideas y sentimientos de la señora eran muy extraños. Ya sabemos qué clase de amor le tenía, el único amor en ella posible. ¡Cuánto había trabajado en sus soledades de penitente para dominar aquel amor! ¡Cómo torturó su imaginación! ¡Qué de monstruosidades inventó para representarse feo al que era hermoso, desabrido al que era galán y seductor, repugnante al que era pulcro y lleno de atractivos! María Egipcíaca pensaba que mientras conservase en su mente la ilusión de aquel compañero de sus días y noches, no habría en ella verdadera santidad. Si tenía o no razón, ¿quién lo sabe? Sólo Dios, que con su vista infinita conocía la calidad de aquella ilusión.

«¡Si León no fuese ateo!» pensaba a cada instante. Y aquí entraba lo irreconciliable, aquí entraba la idea de no tener jamás trato moral ni doméstico con semejante hombre. Ella había consultado con el pensamiento la voluntad de su hermano, que como sombra cariñosa venía en las noches solitarias a vagar sobre su lecho santo, y la voluntad de su hermano era que no debía existir entre ella y el ateo relación de ninguna clase; que estaba manumitida de la esclavitud matrimonial, relevada de su carga de deberes, libre para no pertenecer más que a Dios.

María despertaba a veces con zozobra y agonía, bañada la frente de sudor, trémula y acongojada. «¿Y si quiere a otra?» murmuraba.

Aquí tomaban sus ideas un giro nuevo. Podía su extraviado espíritu conformarse con la idea de que muriera León, aun con la idea de no ser amada por él; ¡pero eso de que su marido viviese y amase, viviendo y amando a otra!… ¡eso de que fuera para otra lo que había sido suyo!… En esto consistía el martirio de aquella mujer, su mortificación constante, y al llegar a este delicado punto, todo su ser saltaba con un impulso, no de pura pasión, sino de apasionado egoísmo.

Durante la época en que León se iba apartando lentamente de ella, María gozaba en mortificarle, gozaba en verle entrar todas las noches, porque es cosa que halaga al verdugo la puntualidad de la víctima en ponerse bajo su azote. A veces por la fuerza de la costumbre y por el afecto verdadero que el largo trato había hecho nacer en ella, sentía mucho gusto de verle; pero disimulaba esta alegría y aquel afecto. ¡San Antonio! No convenía dar a conocer que el ateo era bien recibido. Secretamente solía interesarse por todo lo que a él atañía; dirigía mil preguntas a los criados, y si estaba enfermo, prontamente le hacía llevar medicinas, guardándose bien de mandarle el agua de Lourdes y las mantecas del perolito, por no ser estos ingredientes eficaces sino para el que cree en ellos.

Cuando hablaban tenía que hacer grandes esfuerzos para no contemplar con agrado la simpática y para ella hechicera figura de su esposo, y luego, cuando estaba sola, se arrepentía de ello, se castigaba mentalmente, se llamaba perversa, lasciva, y pedía auxilio a la memoria de su hermano y a la virtud de veneradas reliquias. ¡Si no fuera ateo!, decía, y a veces al decirlo lloraba.

Cuando León se retiró definitivamente, María, que le había expulsado diciéndole: «Mi Dios me manda que no te ame», sintió un descorazonamiento, un vacío, un inexplicable terror… ¿De qué?, ella no sabía lo que tenía. Durante una noche entera, la noche aquella que mencionamos, no pudo poner en su mente una idea devota. Estaba aturdida, y en su cerebro retumbaba un rumor de malos pensamientos, como pisadas de fantásticos corceles que vienen de lejos dando resoplidos. Necesitó largas lecturas y consultas y amonestaciones de clérigos para poder echar alguna tierra sobre el hermoso cadáver del bien perdido, rezó mucho, se mortificó mucho, puso en gran trabajo la imaginación por su método favorito, que era representarse feo lo que era hermoso, amargo lo dulce, asqueroso lo recreativo y placentero. Este horrible trabajo de limpiar el alma por medio de la fantasía, luchando por afear y cubrir de inmundicia las nobles galas del amor, las bellezas de la vida, no era nuevo en ella. Los ermitaños y cenobitas lo han hecho, completándolo con las mortificaciones exteriores. María Egipcíaca trabajó horrendamente en las tinieblas de su atormentado cerebro por representarse como nefandos y teñidos de lúgubres colores los alegres días de su luna de miel y las más pacíficas y dulces horas de su vida de casada. ¡Espantoso desorden, horrible anarquía del alma!

Como hemos dicho, María, al verle ausente para siempre, sintió un vacío, una desazón, una inquietud, una soledad… ¿A dónde había ido? Sin dar a conocer su turbación hizo varias preguntas. En sus rezos meditaba la santa sobre esta profanidad… ¡San Antonio! Indudablemente aquel hombre era suyo. Indudablemente lo suyo, lo verdaderamente suyo, no debía ser para los demás. ¡Cómo fulgura a veces la lógica en los entendimientos más turbados! Lo extraño era que, a pesar de lo que ella llamaba ateísmo de León, siempre había visto en él un fondo de honradez que le inspiraba confianza. Jamás pensó ella, ¡tan limitada era su inteligencia!, en el problema de compaginar aquel ateísmo con esta honradez. ¿Por qué creía ella en la honradez de un ateo? No podía decirlo; pero indudablemente que la confianza existía. Ahora, con la partida de su esposo, de su compañero, de su hombre, la confianza desaparecía. María experimentaba una sensación muy singular. Enorme y fea víbora se acercaba a ella, la miraba, la rozaba, se escurría resbaladiza y glacial por entre los pliegues de su ropa, ponía el expresivo hocico de ojos negros en su seno, oprimía un poco, entraba primero la cabeza, después el largo cuerpo hasta el postrer cabo de la cola delgada y flexible. Entrando, entrando la horrible alimaña se aposentaba en el pecho, se enroscaba despidiendo un calor extraordinario, y se estaba quieta como muerta en la abrigada concavidad de su nido.

Capítulo XIV. La revolución

Una dama hablaba con María. Era la marquesa de San Salomó.

– Queridísima – le dijo, – no quiero ser de las últimas en venir a llorar contigo.

– ¿A rezar?

– A rezar y a llorar. Dios nos aflige con sus castigos. No te vi hoy en San Prudencio. El padre Paoletti me dijo que te habías retirado temprano, y lo sentí. Quería hablar contigo, consolarte como puede consolar una buena amiga.

– ¡Consolarme!… – dijo María con aturdimiento. – ¡Ah!, sí, de mi abandono, de mi desaire… Hace tiempo que padezco en silencio, y el Señor, la verdad, no me ha negado dulcísimos consuelos. ¿Para qué estamos en el mundo sino para padecer? Hay que penetrarse bien de esta idea, para que cuando venga el dolor nos encuentre prevenidos.

– ¡Oh! – exclamó Pilar con sincera admiración, dando un beso a su amiga. – ¡Qué buena eres!, ¡qué santa!, ¡qué excepción tan admirable eres tú en nuestra sociedad, María! Debiera venir la gente aquí a darte culto, a rezarte como si estuvieras canonizada.

– ¡Qué error, Pilar, qué error tan grande! ¿Y si yo te dijera que soy muy pecadora?

– ¿Tú pecadora?… ¿tú? – observó la de San Salomó, haciendo aspavientos, cual si oyera una blasfemia. – Pues si tú eres pecadora, ¿qué soy yo?, ¿quieres decírmelo? ¿Qué soy yo?

Y se contestó a sí misma, no con palabras, sino con un grande y entrecortado suspiro, queja angustiosa de su conciencia, incapaz ya de poder resistir más peso.

– No me admiró yo de que hubiera santos, cuando las ocasiones de pecar eran escasas, cuando la mitad del género humano vivía dentro de conventos o en feos desiertos, y se estaban viendo a cada instante ejemplos que imitar; lo admiro ahora, cuando la libertad ha multiplicado los vicios, cuando todo el mundo hace lo que quiere, y se ven rara vez casos ejemplares dignos de imitación. Por eso digo que tú debieras ser canonizada, porque dentro de Madrid, que es sin duda lo más perdido del universo y en este siglo que es, como dice Paoletti, la vergüenza del tiempo, has sabido despreciar el mundo tentador y has igualado a los santos penitentes, a los confesores… y también a los mártires.

Pronunció el también a los mártires con entonación fuertemente intencionada.

– ¡Oh!, no me hables así – dijo la Egipcíaca, que aunque gustaba de los elogios, tenía costumbre de disimular aquel gusto.

– Yo te admiro mucho, muchísimo – añadió Pilar con arranque cariñoso, – porque estoy muy lejos de ti, porque disto mucho de parecerme a ti. ¡Ay, querida mía!, si Dios me concediera el andar un pasito sólo de ese camino de perfección en cuyo fin estás tú y que yo ni aun he podido principiar… ¿Sabes lo que pienso? Que voy a intimar más contigo, a acompañarte en tus rezos si lo permites, a leer lo que tú leas, y mirar lo que tu mires, y pensar en lo que tú pienses, por ver si de ese modo se me pega algo. Por de pronto, deseo y te pido que me des algo tuyo, un objeto cualquiera, un pañuelo, por ejemplo para tenerlo siempre aquí sobre mi pecho, como se tiene una reliquia. Yo quiero que me toque constantemente algo que te haya tocado a ti. Aunque no fuera sino porque al ver tu pañuelo me acordaría de ti y de la virtud, y podría atajar un mal pensamiento o una mala acción… ¿Te admiras? Pues no debes asombrarte, queridísima, ma petite, tú no te estimas en lo que vales. Mira, cuando te mueras, la gente ha de andar a mojicones por conseguir pedacitos de tu ropa.

– Pilar, que estás ofendiendo a Dios con tus lisonjas.

– Eres tan buena que te escandalizas de oírlo decir. Así era tu hermano Luis, que en la gloria esta. Pero tú vales más que él.

– ¡Pilar, por amor de Dios! – exclamó María verdaderamente escandalizada.

– Más que él: yo sé lo que digo.

– ¡San Antonio!

– Más que él… Él fue santo, tú además de santa eres mártir. Has llegado al sumo grado de la perfección cristiana. Yo no conozco criatura más alta que tú, y no sé si sentir por ti más lástima que admiración o más admiración que lástima…

María no entendía bien.

– Así es que el nombre de santa me parece poco… Y dime tú ¿qué nombre deberíamos dar al que teniendo en su casa este tesoro de virtud y de bondad, huye de ella y desprecia el tesoro y se cubre de baldón desdeñando el oro por el estaño, y poniendo en lugar del ángel que Dios le dio por mujer, a una…?

– Pilar… ¡por Dios!, ¿te refieres a mi esposo?

– ¡Oh!, amiga de mi alma – dijo la de San Salomó, que había enrojecido dando muestras de gran agitación. – Perdóname si me pongo furiosa al hablar de esto. No puedo remediarlo.

– Pero León… Pilar, tú no sabes lo que dices. Mi marido es un hombre formal.

Si de María hemos dicho que era limitada de inteligencia, algo basta de sensibilidad, pues su corazón de fibras gruesas y sin finura carecía de aptitud para los afectos entrañables y delicados, con la misma lealtad se ha de manifestar lo que en ella había de bueno, y era un fondo de honradez, un cimiento de esa rectitud innata que engendra siempre cierta confianza candorosa en la rectitud de los demás. María se sublevó contra las reticencias de su amiga.

– Veo – dijo ésta – que estoy cometiendo una gran indiscreción. Sin duda no sabes nada.

– ¡Que no sé nada!… ¿de qué?

– ¡Oh!, no, debo callarme. Yo creí que tu mamá…

– Háblame con claridad… has nombrado a mi marido.

– Y ya me pesa.

– Mi marido es… así… de cierto modo… No cree en nada… se condenará de seguro… es ateo, rebelde… pero se porta bien, se porta bien.

Bruscamente Pilar rompió a reír. Su risa sonora, importuna que duraba más de lo regular, llevó al alma de María grandísima turbación.

– Si llamas portarse bien estar separado de su mujer, que es una santa, y tener relaciones con otra… – dijo la amiga con una entonación despiadada, agria, que tenía algo del cuchillo que corta o de la lima que raspa.

María se quedó como una difunta, pálida, los ojos fijos, la boca entreabierta.

– ¡Con otra!

Esto no era nuevo en ella como idea; éralo como hecho. Habían precedido a la noticia presunciones vagas, temores; pero con todo, la triste verdad abruma aun cuando haya sido precedida por el asustadizo sueño.

– ¿Has dicho que con otra?

– Con otra, sí. Lo sabe todo Madrid, menos tú.

– Has dicho… con otra… – repitió María, que estaba con el conocimiento a medio perder, alelada, padeciendo una especie de parálisis, cual si cada una de aquellas dos terribles palabras fueran enorme piedra que había caído sobre su cráneo.

– ¡Sí!… ¡con otra! – dijo Pilar, rompiendo a reír por segunda vez, lo que no indicaba un gran respeto a la mujer canonizable.

– ¿Y quién es? – preguntó con fulgurante viveza la penitente, que pasó del idiotismo a una especie de excitación epiléptica. – ¿Quién es, quién es?

– Yo creí que ya lo sabías… ¡Pobre mártir! Es Pepa Fúcar, la hija del marqués de Fúcar, ese que los periódicos llamaban antes el tratante en blancos y ahora le llaman egregio, porque se ha enriquecido adoquinando calles, haciendo ferro-carriles de muñecas, envenenando a España con su tabaco, que dicen es la hoja seca de los paseos, y por último, prestando dinero al Tesoro durante la guerra, al doscientos por ciento; un buen apunte, un gran señor de ahora, un dije del siglo, un noble haitiano, un engendro del parlamentarismo y del contratismo, que no me puede ver ni en pintura porque una noche, en casa de Rioponce, empezó a galantearme y le volví la espalda, y porque siempre que le veo en alguna tertulia al alcance de mi voz, me pongo a hablar del tabaco podrido, de la multiplicación de los adoquines, del gas que apesta, y del calzado con suelas de papel que dio a la tropa.

Y Pilar soltó la tercera carcajada.

María no oyó ni podía oír aquel gráfico y cruel bosquejo del marqués de Fúcar. Escuchaba un tumulto extraño que repercutía dentro de sí misma, el estruendo de una revolución, de una sublevación, así como el despertar súbito y fiero de un pueblo dormido. La sierpe que ya se enroscaba en su pecho incubó de improviso innumerables hijuelos, y estos salieron ágiles culebreando en todas direcciones, vomitando fuego y mordiendo. Eran los celos, ejército invisible y mortificante cuyo conjunto presentaba como una irradiación continua de mordidas y quemaduras, y así los pintamos porque así se los representaba ella misma, por su prurito de dar a los sentimientos como a las ideas forma de sensaciones físicas, de tal modo, que este afecto era para ella como caricia y arrullo, aquel otro como bofetada, o como pellizco, o como aguijonazo.

Nunca había sentido la pobre santa y mártir cosa semejante, ni sabía lo que era aquello. Su dolor se confundía con el pasmo, con una sorpresa terrible. El sacudimiento que experimentaba era tan vivo que no se le ocurría, como pareciera natural, pensar en Dios, ni llamar en su auxilio a la paciencia o a la resignación. ¿Qué era aquello? Lo real destruyendo el artificio. El alma y el corazón de mujer recobrando su imperio por medio de un motín sedicioso de los sentimientos verdaderos. Era la revolución fundamental del espíritu de la mujer, reivindicando sus derechos y atropellando lo falso y artificial para alzar la bandera victoriosa de la naturaleza y de la realidad, aquello que emana de su índole castiza y por lo cual es amante, es esposa, es madre, es mujer, mala o buena, pero mujer verdadera, la eterna, la inmutable esposa de Adán, siempre igual a sí misma, ya sea fiel, ya sea traidora, bien heroína, bien extraviada. Esta revolución la hace algunas veces el amor, pero no es seguro, porque el amor, en su sencillez inocente, se deja vencer por los sofismas y por la caricia traidora de su hermano el misticismo; quien la hace siempre con éxito es el mayor monstruo, la terrible ira calderoniana, los celos, la pasión brutal y atropelladora por su doble índole, perversa y seráfica, como alimaña híbrida engendrada por el amor, que es ángel, en las entrañas de la envidia, que es hija de todos los demonios.

Ya veremos que la súbita pasión que había estallado en el alma de María tenía más de la índole aviesa de su madre, la envidia, que del generoso natural de su padre, el amor. Por eso era un tormento horrible, sin mezcla de alivio alguno, un traqueteo sin descanso, un fuego que crecía a cada instante. Como alcázar minado que revienta y cae en pedazos, así cayó por el pronto resquebrajándose su mojigatería. En aquel momento verificose en ella un eclipse total de Dios. Dando un doloroso grito, se llevó las manos a la cabeza, y dijo:

– ¡Infame… me las pagarás!

En aquel momento entró la marquesa de Tellería, y comprendiendo que María estaba enterada de todo, se arrojó en sus brazos. Su hija no lloraba: tenía los ojos secos y fulgurantes. La madre se condecoró el rostro con una lágrima que traía preparada, como se traen preparados los suspirillos al entrar en una visita de duelo.

– No te sofoques, hija de mi alma. Veo que ya sabes todas esas infamias. Yo no había querido decírte nada por no turbar tu corazón angelical… Cálmate. ¿Pilar te ha contado?… Es horroroso, pero quizás remediable… Hace días que he perdido el sosiego… Vamos, un poco de resignación.

La de San Salomó creyó oportuno tomar la palabra:

– La gravedad del delito – dijo – consiste en la tus condiciones especiales, María. Falta grande es hacer traición a una mujer cualquiera; pero hacer traición a una santa… No sé a dónde irá a parar esta sociedad que nada respeta, y que aboliendo, aboliendo, ya se atreve hasta a abolir el alma. Oh!, c’est degoutant. ¡Y luego extrañan los malvados que haya un puñado de hombres de bien decididos a impedir la jubilación de Dios! ¡Y se espantan de que esos hombres levanten una bandera salvadora y se lancen a pelear por la sagrada causa de la religión, madre de todos los deberes! Si son vencidos por la perfidia, que hoy es dueña de todo, no importa; ellos volverán, ellos volverán y volverán, hasta que al fin…

Dicho esto se levantó, y dirigiéndose a un armario de luna que en el contrario testero estaba, durante un rato se recreó en su interesantísima persona, volviendo el cuerpo a uno y otro costado para ver si caía bien su elegante manteleta, si el efecto de su sombrero era bueno. Con sus preciosas manos enguantadas tocó aquí y allí delicadamente para pulsar un pliegue, o retirar un mechón de cabellos que avanzaban mucho. Después se volvió a sentar

– ¿Sabes ya que vive con ella? – dijo la de Tellería a su hija, confundiendo las palabras con un beso.

– ¡Con ella! – gritó horrorizada María, apartando de sí la cara harto pintoresca de su madre. – ¿En dónde?

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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