Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 24
Capítulo IX. También yo despeino
Los progresos en la mejoría de la pobre santa y mártir siguieron por la tarde; pero al anochecer cesaron. María sintió dolor de cabeza, cierto mareo y se amparó de ella la tristeza. Paoletti la había acompañado gran parte de la tarde, hablando muy poco y de cosas sin sustancia. León pasaba largos ratos a su lado.
– Oye – le dijo María, – no sé si es cosa de mi imaginación, algo extraviada por la fiebre, o engaño de mis sentidos; pero ello es que siento…
– ¿Qué sientes?
– Como si por ahí, no sé por dónde, anduviera mucha gente… Creo oír como tropel de criados y ruido de platos, y hasta me parece que siento olores de comida que me repugnan.
León quiso arrancarle aquellas ideas, mas no lo consiguió. Sólo se quedó tranquila cuando Paoletti, que era para ella la verdad misma, le dijo: – «mi querida amiga, esos ruidos y esos olores quizás sean pura aprensión».
Esta vez el gallo no cantó.
– Deseo rezar – dijo María. – Pero no te vayas, León, no te vayas. Supongo que, viéndome enferma, no te reirás interiormente de mí porque rece. Quiero que me oigas y que te estés callado oyéndome, porque esa es tu obligación. El que no cree, oye y calla… Pero no, no te separes, no…
– Si estoy aquí.
– Siéntate, y no mires al suelo, sino a mí. Mi Padre y yo rezaremos, y tú… ahí, ahí quieto. Cada palabra nuestra será un latigazo… pero tú quieto ahí, sin moverte, mirándome… aquí… de modo que yo te vea bien…
Y sujetándole la mano, echábale miradas amorosas.
– No debes rezar – le dijo León. – Nuestro amigo el señor Paoletti rezará… pon atención y no te fatigues.
– Bueno – dijo María, tomando de debajo de la almohada una medalla que le había traído Rafaela. – Ahora hazme el favor de besar esta medalla.
León la besó, no una, sino muchas veces. María la besó luego, diciendo:
– ¡Madre mía, salva a mi ateo, y si él no quiere salvarse, sálvame a mí, y mientras viva consérvamele fiel!
Sin quererlo, se pintó a sí misma en esta breve plegaria.
La síntesis de su pensamiento era: «que yo me salve, aunque para salvarme tenga que hacer pedazos la ley fundamental del matrimonio, y que mientras yo abandono lo humano para aspirar con ferviente anhelo a lo divino, mi marido, este hombre que la Iglesia me dio para mi regalo, me quiera mucho, muchísimo, guardándose muy bien de mirar a otra». En una palabra: para ella, como poseedora de la verdad, grandes libertades; para él, como esclavo del error, todos los deberes.
La habitación se oscurecía lentamente, llenándose de tristeza fúnebre, en la cual no tenía poca parte el rezo cadencioso del diminuto clérigo. ¡Cosa por demás extraña! Aquella voz, tan armoniosa y dulce en la conversación corriente, tornábase un tanto áspera en la plañidera rutina de los Paternostes y Ave-marías.
Rafaela trajo luz a punto que se acababa el rezo, y con esto y con la claridad y la transición del sonsonete al tono agradable del diálogo, se creería salir de una región sepulcral a una esfera de vida. Paoletti, después de charlar jovialmente con su ilustre hija espiritual, se despidió hasta el siguiente día. Cuando León, atento a las conveniencias, le acompañaba hasta la sala del Himeneo, el clérigo le dijo con acritud:
– Quiera Dios, asegurándole la salud, que me sea permitido pronto mostrarle la pura verdad. Esta comedia comienza a dejar de ser caritativa.
León vio al pequeñuelo clérigo bajar con precaución la escalinata y meterse en el coche, y cuando este rodaba por la fina arena del parque, se internó de nuevo en el palacio, diciendo para sí:
¡La verdad!, ¡la verdad! ¡Que la sepa y que viva!, ese es mi deseo.
En el salón de tapices, llamado así porque contenía en sus paredes hermosa colección de aquellas obras de arte, cuyas gastadas tintas y pálidas figuras parecían representar una procesión de tísicos, había placentera tertulia. León no quiso asomar por allí y volvió al lado de su mujer. Nada ocurrió en la primera noche digno de ser referido, sino que el médico, no seguro aún del buen resultado, recomendó con más energía el reposo, y puso veto a los rezos y ejercicios místicos. Serían las diez cuando María, después de dormir un poco con fácil sueño, se mostró inquieta, inclinada a hablar más de la cuenta. León obedeciendo a su mandato, había colocado un sofá junto a la cama, y en él trataba de descansar también. Pero María le hacía mil preguntas, hablándole de sí misma, de él y de los demás. Entonces oyó León repeticiones de las impertinentes homilías caseras que le habían mortificado tanto en épocas anteriores; se oyó llamar ateo, empedernido materialista, enemigo de Dios, hombre lleno de orgullo y de pecado, si bien estas duras acusaciones eran suavizadas en el orden material por la hermosa mano de María, acariciando la barba del heterodoxo, dándole golpecitos a ratos o cogiendo entre sus finos dedos la piel del cuello con tanta fuerza a veces, que se oía la voz del marido:
– ¡Oh! Que me haces daño.
– Más mereces tú… Pero mucho te será perdonado si cumples tus sagrados deberes conmigo.
Sucedía a esto una larga pausa en que los dos parecían dormitar, y de pronto María despertaba sobresaltada y decía:
– Vamos a ver, marido, ¿cuál de nosotros dos vale más?
– Evidentemente, tú, eso no puede dudarse.
– Ayúdame a hacer memoria… ¿Es cierto que yo te dije que no te quería y que tú me dijiste también que no me querías?
León se quedó perplejo, sin saber qué contestar.
– No recuerdo nada – respondió al fin.
– ¿Que no recuerdas…? ¿Lo habré soñado yo?
– Es que no recuerdo. Me he consagrado a cultivar el olvido.
– Pero te alejes de mí.
– Si no me muevo.
– Acércate más… aquí. ¡Qué pálido te has puesto!… ¡qué ojeras tienes, querido!… Acércate más. Que tu cabecita esté cerca de mí.
Después de esta insinuación cariñosa se volvió a dormir, asiendo fuertemente por los cabellos cortos y rizados la hermosa cabeza de su esposo, como pintan al verdugo cogiendo la cabeza del ajusticiado para mostrarla al público.
La luz de velar enfermos, tenue, misteriosa, encerrada dentro de un cilindro de porcelana, a la cual daba trasparencias de ópalo y madre-perla, trazando además en el techo un gran círculo de claridad movediza, alumbraba lo bastante para ver los bultos y la indecisa silueta de los rostros. Todo lo oscurecía aquella luz, semejante a la que debe existir en el Limbo, convidando al sosiego y a un medio sueño parecido al estupor. León no velaba ni dormía; el cansancio le impedía lo primero, y la atormentadora idea no le dejaba llegar al reposo cuando caía lentamente en él. Ya muy avanzada la noche, creyó sentir ligero rumor en el cuarto y miró con asombro porque no era posible que nadie entrara allí a tal hora. Quedose helado de espanto cuando vio una sombra o fantasma que avanzaba con lento paso. Parecía un capricho óptico de la misteriosa luz encerrada en el vaso cilíndrico. Felizmente, él no podía creer en aparecidos. Quiso moverse para expulsar al intruso, a quien al punto reconoció como persona humana, pero no pudo. Estaba muy bien agarrado por los cabellos, y el más ligero movimiento habría despertado a su mujer, que dormía con sueño tranquilo. Extendió el brazo para decir algo con el brazo, ya que no podía decirlo de otra manera, pero el fantasma no hacía caso; se acercaba más, se inclinaba hacia el lecho con cierta curiosidad parecida al pavor. León sintió el extraño envolvimiento, por decirlo así, de una mirada dolorosamente expresiva. Su corazón latía y forcejeaba en el pecho, como un loco furioso dentro de su camisa de fuerza. Estaba indignado… ¡No poder hablar, no poder moverse para conjurar aquel peligro! Luego observó que el fantasma, y seguiremos dándole este nombre pueril, movía su cabeza, como quien acusa o reconviene o desprecia. Después se alejó sin cautela, precipitadamente, haciendo más ruido que al entrar y dejando tras de sí un quejido como una ráfaga de viento que pasa.
María se despertó sobresaltada.
– ¡León, León! – dijo. – Yo he visto…
– ¿Qué?… No delires.
– Yo he visto… sí, y he oído… como el ruido de una falda de seda… corriendo.
– Sosiégate… Aquí no ha entrado nadie.
– Yo vi – dijo María, llevándose las manos a los ojos. – Me pareció que una mujer salía por aquella puerta.
– Duérmete otra vez y no veas ni oigas lo que no existe.
– ¿Está el Padre Paoletti?
– ¿Cómo ha de estar, hija? Son las doce de la noche. Vendrá mañana.
– ¡Oh! Yo quiero que él me explique esto. Él sólo me lo puede explicar.
Después la dama se durmió profundamente, recogidas y puestas blandamente sobre el pecho las manos, con lo cual dicho está que dejó libres los cabellos de su esposo. Este, imposibilitado ya de conciliar el sueño por las batallas de su ánimo, y porque creía sentir aún bullicio de persona viva en la habitación inmediata, levantose del sofá con toda precaución y silencio, y andando con mucha lentitud salió de la alcoba. Al hallarse en el aposento próximo, un ruido singular y que con ningún otro puede confundirse le indicó la precipitada fuga de una falda de seda. Siguió tras ella, pasando de una sala a otra; pero la falda huía, como alimaña que se siente cazada y busca en la oscuridad su vivienda. Por último, en la sala llamada Incroyable o Increíble (ya la conoceremos luego), la fugitiva, cansada de correr, dio con su cuerpo en un sillón. Allí no había lámpara ni bujías, pero por el ancho tragaluz abierto sobre una de las grandes puertas entraba la claridad del farol encendido toda la noche en el ángulo de uno de los grandes corredores del palacio. Alumbraba tan poco y un sí es no es románticamente, la sala Increíble, si no tenía claridad bastante para que en ella se pudiera leer, o mirar las estampas, o hacer un detenido estudio de las porcelanas allí colocadas, teníala para que se reconocieran las personas y aun se recrearan los rostros, si la ocasión lo exigía, en su contemplación muda.
Pepa Fúcar, pues no era otra la que allí fue como alma en pena, se inclinó sobre sí en el sillón, juntando la frente a las manos cruzadas y casi tocando con estas a las rodillas. Entre gemidos pronunció estas palabras:
– Ya sé lo que vas a decir, ya sé… no digas nada.
– Por Dios… tu imprudencia… – murmuró León de pie ante ella.
– No, no volveré más; no lo haré más… Ya sé que no tengo derecho a nada… que mi destino es dolor y abandono… siempre abandonada… Ya sé que no puedo quejarme, que no puedo pedir explicaciones, ni pedir nada, y que hasta el pensamiento amante me está prohibido.
León se sentó junto a ella. La dama no cesaba en aquel angustioso movimiento de su cabeza y sus manos cruzadas, inclinándose acompasadamente en dirección de las rodillas. Irguiéndose luego como quien se envalentona consigo mismo y domina su corazón pisoteándolo (también hirió el suelo alternativamente con ambos pies), secó sus lágrimas con las temblorosas manos, porque no tenía serenidad bastante para hacerlo con el pañuelo (y aun se puede asegurar que había perdido el pañuelo), y dijo así:
– Está bien… Estoy de más aquí… Tengo todos los sentimientos, pero me faltan todos los derechos… Soy una mujer sin honor. La esposa podría abofetearme y sería aplaudida… Adiós.
León le señalaba la salida sin decirle nada.
Ella le miró con patética ternura. Rápidamente extendió hacia la cabeza de León su mano, a la cual la pasión daba energía formidable, hizo presa en los cabellos, tiró, trajo hacia sí la cabeza, obligando al cuerpo a una violenta inclinación, la puso sobre sus rodillas, enredó por un instante en el cabello sus diez dedos… machacó encima…
– También yo… – dijo, hablando como se habla cuando no se puede hablar. – También yo… despeino.
León se incorporó, vacilante entre la severidad y el perdón.
– Márchate – le dijo.
– Sí, adiós… – replicó ella alejándose. – No quiero deshonrarte más… Iré despacio. Mi pecho está oprimido. El llorar y el correr me ahogan… No me acompañes…
Abrió sigilosamente con llave falsa la puerta del museo pompeyano, la cual estaba en el ángulo de la sala Increíble, y desapareció en un recinto oscuro. León salió poco después por donde había entrado, regresando, como buen soldado, a su puesto de combate.
Capítulo X. Latet anguis
En la tarde precursora de aquella noche la de San Salomó (a quien no hemos visto desde que en el salón japonés presenciaba el cuadro interesante de la marquesa de Tellería asimilándose un sorbete de piña) fue invitada por D. Pedro Fúcar a visitar la estufa, echando al paso una ojeada a los caballos ingleses, poco ha traídos de un harás de Londres. El tratante en blancos, el dije del siglo, en noble que traía su abolengo, si no de batallas contra moros, de felicísimas contratas entre fieles cristianos, conocía muy bien la poca estimación que a Pilar inspiraba, y ganoso de conquistar adeptos, no satisfecho de haber rendido a sus pies a toda la Administración y el agio de ambos mundos, abrumó a la marquesa con obsequios y amabilidades. Además de mostrarle con especial diligencia las maravillas de Suertebella, le regaló algunas preciosidades de las que el palacio contenía, con la añadidura de flores vivas en tiestos de lujo, exóticas frutas, y para colmo de galantería, le dio también reliquias y objetos piadosos que en la capilla había. Con toda su habilidad cortesana no podía ocultar el prócer pecuniario que la pena le dominaba más cada día, y distrayéndose a menudo, echaba suspiros y se quedaba mirando al suelo, cual si en el suelo, escrita en misteriosos guarismos, como el binomio sobre la tumba del gran Newton, estuviese la fórmula de un negocio o empréstito que llevase a las armas fucarinas la tierra toda que habitamos.
La de San Salomó, interpretando mal aquel desasosiego, lo atribuyó al escándalo del día, a la situación equívoca y deshonrosa en que estaba Pepa, a la singular instalación de León Roch y su mujer en Suertebella. Firme en este juicio, Pilar dio al marqués cuando regresaban al palacio gracias mil por sus obsequios, añadiendo:
– Mucho más valor tienen hoy sus finezas, por hacerlas usted en los momentos en que se halla tan preocupado y entristecido con estas trapisondas.
– ¡Y qué trapisondas! – exclamó D. Pedro, poniendo su alma toda en aquellas palabras. – No lo sabe usted bien, Pilar… Figúrese usted cómo serán ellas para conmover esta montaña.
Puso la mano en su pecho, indicando que aquella roca cuaternaria tenía también sus escondidos manantiales de sentimiento. Serían las cinco cuando Fúcar se despidió, después de reiterar a los Tellería el ofrecimiento de la casa. Él iba a Madrid a comer con su hija, y probablemente no volvería a Suertebella hasta el día siguiente. No obstante, en caso de que ocurriera alguna novedad importante, vendría a cualquier hora de la noche. Felizmente María estaba mejor y se pondría buena sin duda alguna. Después de saludar a Gustavo, que a la sazón entraba, porque no le permitían venir antes sus tareas parlamentarias y el cuidado de su bufete, se retiró.
Pilar quería marcharse pronto a Madrid, mas la detuvo Gustavo, que estaba muy afanoso por decirle no sabemos qué cosas; sólo se puede asegurar que la de San Salomó las oyó con grandísimo anhelo, regalándose mucho con aquel notición estupendo, de riquísimo gusto para su curiosidad y para su malicia. Ambos pasearon un rato por el jardín, y a veces Pilar prorrumpía en risas diciendo:
– Parece una bufonada y al mismo tiempo un golpe de arriba, un castigo. Es de esos latigazos providenciales que hacen reír, mientras llora el que los recibe… Aquí no cabe lástima ni conmiseración… ¡Oh!, ¡Dios omnipotente! ¡Qué grande eres y qué diligente para acudir a todo! ¡Cómo atajas los pasos de la maldad, disponiendo las cosas con arte semejante al de los que hacen las novelas, causándonos una sorpresa que da miedo y un miedo que nos obliga a pensar en ti y a decirte: «¡Señor, avísanos antes de darnos esos golpes!».
A esta ensalada de profanidad y misticismo siguió otra vez la risa, y después estas dos briosas palabras:
– Voy allá.
– ¿Tú, y a qué?
– Quiero ver esas caras – repuso Pilar con el lindo pañuelo en la boca; y se frotó la punta de la lengua, como se pulimenta el filo de la hoja después de envenenarla. – Tomaré un pretexto cualquiera.
Anochecía cuando Pilar entró en su berlina, mandando al cochero que fuese a Madrid y al palacio de Fúcar. Entró. D. Pedro, su hija, el marqués de Onésimo y la condesa de Vera se disponían a sentarse a la mesa. Fúcar invitó a Pilar para que les acompañara; pero ella se excusó diciendo que no estaría sino el tiempo preciso para dar las buenas noticias que traía. Besó a Pepa, apretó la mano del marqués, después se puso a hacer mimos y caricias a Monina.
– ¿Qué hay? – dijo D. Pedro.
– Que María está muy bien. Ya es seguro que habrá reconciliación: así me lo ha dicho Milagros. Me alegro mucho: no me gustan los matrimonios mal avenidos… Monísima, ¿no me das un beso?
– No – replicó decididamente Ramona, apartando su cara y defendiéndola con sus manecitas de los labios de Pilar.
– ¡Oh!, ¡qué tonta, qué mala!
– No te quielo.
Rechazada en aquel lado, Pilar se volvió a Pepa, y echándole una mirada de compasión, le dijo:
– Adiós, querida… sabes que me asocio a tus desgracias.
Al salir, acompañada por D. Pedro, díjole al oído algunas palabras, que hicieron en el buen millonario el efecto de un tiro, y al despedirse de él junto al coche, la dama terminó su visita con estas palabras:
– He querido prevenirle a usted para que esté con cuidado. Ahora, señor marqués, resignación, resignación cristiana es lo que hace falta.
Pepa en tanto acometida de un estupor doloroso, no sabía qué pensar ni a qué región de las posibilidades volver su alma llena de presentimientos y atormentada por las conjeturas. Aquel anuncio de reconciliación había penetrado en sus entrañas como una lanza. Sentáronse los cuatro a la mesa. Para Pepa, los manjares eran un comistrajo nauseabundo que no podía pasar de los labios. El marqués no comía tampoco.
En medio de su pena horrible, Pepa que había observado desde el día anterior extraña expresión de pena y contrariedad en el rostro de su padre, notó aquella noche que estaba como fuera de sí. También D. Joaquín Onésimo, poseedor de los secretos de Fúcar, estaba tétrico. ¿Qué ocurría?
– ¡Ah! – dijo Pepa para sí, amparándose de una idea triste, que era feliz para ella en aquel momento. – Mi padre habrá tenido algún revés grande en los negocios; estará arruinado… nos quedaremos en la miseria.
Esta idea, con ser de las más negras, la consoló. La causa de la tristeza paterna no afectaba a los grandes intereses de su corazón. ¿Qué le importaban los demás intereses, ni todo el dinero, todos los bonos, todas las obligaciones bancarias, todos los empréstitos habidos y por haber? Pepa habría pasado aquella noche junto a todo el papel fiduciario del mundo, hecho una montaña y encendido por los cuatro costados, y no habría concedido a tanta riqueza perdida ni el favor de una simple mirada.
Después de comer, y habiéndose retirado los amigos, D. Pedro y ella se encontraron solos en la alcoba donde dormía Monina, a punto que aquel ángel, despojado de sus vestiduras arrugadas por el juego, se disponía a entrar en el rosado paraíso de su sueño inocente. El marqués tomó en brazos a su nieta, y estrechándola con más cariño que de costumbre, y siempre lo hacía con cariño, pronunció estas palabras:
– ¡Pobre paloma de mi casa! No, no caerás en las garras del cernícalo horrible.
– ¿Qué tienes, papá?, ¿qué tienes? – exclamó Pepa, uniendo su abrazo vigoroso al tierno enlace con que los brazos de Monina rodeaban el cuello de toro del marqués de Fúcar.
– Nada, hija mía, nada… No te asustes, no pierdas tu tranquilidad y confía en mí, que yo lo arreglaré todo.
– ¿Pero no me explicas…?
– Todavía no.
– ¿Has tenido algún quebranto en tus negocios?
– No, pichona, no – repuso Fúcar rechazando con cierta indignación aquella conjetura que menoscababa su dignidad de negociante. – He ganado diez milloncitos limpios en el último empréstito. Desecha, pues, esa idea lúgubre.
– Entonces…
– Nada… no te aflijas. Duerme tranquila y déjame a mí que lo arregle todo.
– ¿Pero te vas? – dijo Pepa con desconsuelo, viendo que el marqués se desataba de tan cariñosos brazos.
– Sí, tengo que hacer esta noche. Me esperan en el ministerio de Hacienda. A este pobre país desventurado no le basta con el empréstito que se ha hecho, y necesita hacer otro.
– Me dejas llena de inquietud… ¿Qué te dijo Pilar?
– ¿A mí?, nada – repuso el marqués con un poco de turbación. – Nada más que lo que oíste.
– Te habló al oído.
No… no recuerdo. Que parece segura la reconciliación de nuestro amigo con la pobre María: no me dijo más. Yo me alegro, porque es impropio que dos personas honradas, un marido bueno y una mujer buena se desavengan por una misa de más o de menos. Esto es completamente tonto… Adiós, queridita.
– ¡Reconciliarse! – exclamó Pepa con los ojos llenos de fuego.
El marqués, que no la miraba en aquel momento, dio algunos pasos hacia la puerta.
– Felicitémonos de que el bueno se reconcilie con el bueno – murmuró al salir. – Pero no tengamos paz ni perdón para el malo. Que lo perdone Dios.
Pepa iba a decir algo; pero este algo debía ser de naturaleza tan escabrosa, que no dijo nada. Quedose largo rato sin moverse de aquel sitio. Después anduvo de una parte a otra de la pieza, llamó a su doncella, dio órdenes, las denegó luego, reprendió al aya, corrió por distintas partes de la casa sin saber a dónde iba. Cuando la niña se durmió, encerrose la madre en su habitación para meditar. Indudablemente un misterio la rodeaba y envolvía como las influencias eléctricas que no se ven pero que se sienten. Pero así como todo humano ser a quien un dolor atormenta, gusta de asimilar las no comprendidas penas de los extraños a la suya propia, la dama creía ver en la desazón moral de su padre una variante del mal agudísimo que ella sentía, o pensaba que los males de ambos provenían de una sola causa. La grandeza de su cuita le impedía ver otra alguna; no imaginaba que criatura nacida pudiera afligirse por cosa distinta de aquella reconciliación tan temida y tan impertinentemente anunciada.
Los razonamientos de que pueda ser mentira lo que muy vivamente nos hiere no bastan a desclavarnos el dardo; por el contrario, los silogismos son la peor clase de pinzas que se conoce, y cuando se meten a arrancar lo que tan sólo es una púa, parece que la centuplican. Pepa, dándose a creer que las palabras de Pilar serían falsas, se atormentaba más. Aquella reconciliación la hería, como si corrieran sobre su pecho los múltiples dientes de una sierra.
La hora era muy avanzada y el marqués de Fúcar no vendría en toda la noche, porque después de salir del ministerio se iría a cultivar amistades de cierta clase que en la Villa tenía. Era hombre tan benéfico y tan protector del género humano que sostenía tres casas en Madrid además de la suya.
Concebida la idea, Pepa no vaciló en ponerla en ejecución. Fue a Suertebella, entró en el palacio por la puerta del museo pompeyano, de este pasó a la sala Increíble y de allí no había más que seguir habitaciones para llegar a donde quería ir. Llegó, vio; en lo demás de este lance hay una parte conocida sobre la cual no es preciso insistir; pero hay otra que conocerá todo el que tenga paciencia para seguir leyendo.