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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 25

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Capítulo XI. Excesos del apostolado

León salió temprano en la mañana del miércoles a dar una vuelta por el jardín. Al regreso estaba solo en la sala de Himeneo, cuando entró Gustavo. Venía con semblante enmascarado de severidad, la vista alta, el además forense, entendiéndose por esto una singular hinchazón y tiesura debidas aparentemente al hervor de todas las leyes divinas y humanas dentro del cuerpo, de modo que el individuo reventaría si no tuviera el cráter de la boca, por donde todas aquellas materias flogísticas salen en tropel mezcladas con la lava de la indignación. Su cuñado comprendió al punto que venía de malas.

– Estaba esperando con mucha impaciencia que fuera de día para hablar contigo – dijo Gustavo con sequedad que anunciaba mucho enojo.

– Cuando se tiene tanta impaciencia – replicó León con más sequedad aún, – se enciende una luz y se habla de noche.

– ¿De noche?… no; temía distraerte de ocupaciones gratas – dijo el orador con ironía.

– Pues habla de una vez y con brevedad. Olvídate de que eres orador y de que vives constantemente entre mujeres que charlan demasiado.

– Siento molestarte, pero te comunico que voy a ser largo.

– Peor – dijo León con tétrico humorismo. – Ya que predicas, comienza predicándome la paciencia.

– Tú la tienes para tus obras criminales – replicó Sudre exaltándose. – Lo que yo podría predicarte ahora es la resignación, si fueras capaz de ella.

– Resignación… ¿pues no te oigo? – dijo Roch, que había llegado a una situación de ánimo en que le era imposible, sin reventar, hacer un misterio de la antipatía que toda aquella bendita familia suya le inspiraba.

– Mucha has de necesitar, pues esa calma de escéptico, que es la mortaja de tu espíritu sin vida, no te servirá para oír lo que voy a decirte… Ya sabes que soy enemigo del duelo. Es contrario a todas las leyes divinas y humanas.

– Yo tampoco lo defiendo; pero creeré que el duelo es bueno si esas leyes divinas y humanas de que me hablas son las tuyas.

– Las mías son, y al mismo tiempo las únicas. Aborrezco el duelo porque es absurdo, porque es pecado; pero…

– Pero en estas circunstancias – dijo el otro interrumpiéndole – te decides a condenarte por tener el gusto de batirte conmigo y matarme.

– Eso no sería un gusto; soy cristiano.

– Acaba – dijo León, exaltado. – ¿A qué vienes? ¿A desafiarme?… El duelo es un absurdo que se acepta; un asesinato fiado al acaso y a la destreza, que a veces se nos impone con fuerza invencible. Yo acepto ese asesinato contigo… cuando quieras, ahora, mañana, en la forma que gustes…

– No, no has comprendido mi idea – indicó Gustavo, dando vueltas al tema como abogado que quiere alargar un pleito. – Decía que aunque no soy partidario del duelo, esta sería una ocasión buena para sobreponerme a mis escrúpulos religiosos y coger una pistola o un sable…

– Pues cógelos…

– No. Tú has hecho el mal suficiente para que un hombre como yo atropelle todos los respetos, las leyes divinas y humanas, y fíe a un arma el cumplimiento de una sentencia. Pero…

– Pero… – dijo el otro, remedando la torcida argumentación de su hermano político. – Habla claro; habla y piensa derecho, como yo, y di «te odio»…

– Mis ideas no me permiten decir «te odio», sino «te compadezco»; no me permiten decir «te mato», sino «te matará Dios»…

– Pues no me hables entonces con tus ideas, háblame con las ajenas; con las mías.

– Si te hablara con las tuyas, me pondría en oposición con las leyes divinas y humanas. Voy a concluir. No se trata de duelo, aunque la ocasión parece reclamarlo y aunque todas las ventajas estarían de mi parte. Primera ventaja: que tengo razón y tú no; que eres tú el criminal y yo el juez, que lógicamente soy el vencedor y tú el vencido. Segunda ventaja: que yo manejo todas las armas, porque me he ejercitado en el tiro y en la esgrima por higiene, mientras que tú, dedicado a la alta física y a la geología, no sabes manejar ninguna. De modo que en el terreno de la fuerza también me conceptúo vencedor. Sin embargo de esto, asómbrate…

– ¡Me perdonas! – exclamó León, reconcentrando la furia para dar paso a la ironía. – Gracias, elefante cargado de leyes divinas y humanas.

– No te perdono – dijo el letrado, dando a su hermosa voz oratoria toda la expresión patética de que era susceptible-; es que renuncio a las ventajas que tengo sobre ti, renuncio a imponerte castigo por mi mano y te entrego al brazo justiciero de Dios, que ya está levantado sobre ti.

– Gracias – repitió León mezclando en un acento la ironía y la furia, – gracias, alguacil de Dios. Supongo que a tu familiaridad con Dios, de quien eres apóstol, deberás el conocimiento de sus altos secretos y el saber de cosas de justicia divina.

– La intención divina se conoce por los deseos del mundo, cuya ordenada disposición es a veces tan clara que sólo un idiota dejaría de ver en ella un movimiento amenazador de aquel brazo terrible que antes nombré. No me tengo por profeta ni por inspirado. Para conocer tu horrible castigo me ha bastado saber alguna cosa que tú ignoras. Por eso renuncio al duelo; por eso remito tu castigo a quien lo ejecutará mejor que yo. Y así te digo: «vas a morir».

– ¡Morir yo! – exclamó León, que aun despreciando a su acusador, no podía oírle sin cierto espanto.

– Sí, tú. Morirás de rabia.

– Lo creo, sí – dijo León, trayendo a su mente en espantosa serie a todos los individuos de su familia política. – Se muere también de un empacho de parientes; y cuando el hombre que persigue con todas las fuerzas de su alma la familia ideal y sus puros y honrados goces no encuentra más que un potro donde diversos sayones le dan martirio, es fácil que reviente y se acabe; que si hay yerbas venenosas, también hay familias mortíferas.

– Morirás de despecho – repuso Gustavo con crueldad. – Lo sé, lo he visto, lo tengo escrito en mi bufete en papel sellado, y cada letra de aquellas es una gota de la mortal ponzoña que ha de destruirte.

– No te entiendo – dijo León, tocado al fin de curiosidad. – ¿Y qué?, ¿es algún pleito? ¿Si creerás tú que a mí se me mata con un pleito? ¡Pobres leguleyos! Pasáis la vida envenenando al género humano con vuestros enredos y creéis que yo morderé hoy el cebo de vuestros sofismas… No quiero saber qué intriga horrible es la que estás urdiendo contra mí.

– Yo no urdo intriga alguna… aquí no hay intriga… no hay más que justicia, y aun de esa justicia no soy yo el impulsor, sino instrumento. En otras circunstancias nada habría intentado contra ti; yo te creía honrado; pero después de tu comportamiento con mi pobre hermana, agravado con hechos deshonrosos, que he conocido hace poco…

– ¿Cuándo? – preguntó León, y su pregunta estallaba como el trueno.

– ¿No lo sabes?

– No. ¿Qué hechos deshonrosos son esos?

– ¡Y lo pregunta el hipócrita!…

– ¡Aquí!

– ¿Aquí… qué?

– Disimulas; mas tu semblante lívido declara tu culpa, y ante la conciencia sublevada, hasta el cartón de tu máscara escéptica palidece. Hace poco te has revelado a mí en toda la desnudez repugnante de tu ser moral, cuya depravación raya en lo absurdo.

– Explícate o te…

Las manos de León se oprimían como queriendo ahogar algo.

– Pues qué, ¿son un misterio para nadie tus relaciones criminales con el ama de esta casa, faltando así al amor de la mujer más santa, más pura, más angelical que Dios ha puesto en el mundo? Con todo, tu conducta hasta aquí, con ser tan contraria a todas las leyes divinas y humanas, no había llegado a la imprudencia. Si eras criminal, no habías descendido a este último escalón de la perversidad en que el hombre se confunde con el Demonio.

– Muestrame ese escalón bajo en que me confundo con tus amigos – dijo León, dando otra vez a su furor el tono de humorismo, de ese humorismo que amarga y embriaga y, al mismo tiempo, hace reír, como el ajenjo.

– ¿Por qué quieres que te diga lo que sabes? Pero hay malvados que gustan de que se les ponga un espejo delante de su conciencia para recrearse en la fealdad de ella, como los sapos que se miran en los charcos.

– Basta ya de viles rodeos y figuras hipócritas. Habla claro, refiere, explica, di las cosas con sus nombres, abogado, orador de Parlamento, ergotista sin fin, enredador de leyes divinas con miserias humanas.

– Pues bien: oye lo que has hecho. Después de traer a mi pobre hermana al deplorable estado en que se halla, cualquier hombre, por malo que se le suponga, respetaría, si no la inocencia, al menos la enfermedad. En todo moribundo hay algo de ángel. Tú ni esto has respetado, y mientras la santa víctima reposa en su lecho, tranquilizada quizás por tus mentiras y creyéndote menos malo de lo que eres, tú recibes en la sala Increíble a tu querida. A la una engañas, a la otra enamoras; a la una matas lentamente, a la otra das las caricias robadas al matrimonio. Comprendo estos dos crímenes, León; comprendo el uno, comprendo el otro; lo que no comprendo, porque excede a la ruindad humana, es que los dos se cometan bajo el mismo techo. Son demasiadas infamias para una sola ocasión y un solo sitio.

León, antes de que su fiscal concluyera, prorrumpió en una risa franca, despreciativa, con la cual parecía que su enojo se disipaba.

– Sí, ríe, ríe; no me causa sorpresa tu risa. Ya he comprendido el descarnado cinismo que se esconde bajo ese forro artificial de virtud filosófica. Tu ser moral se me ha revelado como un árbol seco al cual se quitan de pronto las flores y las hojas de trapo que lo hacían pasar por árbol vivo. He aquí lo que son tus teorías morales: flores de trapo; las naturales, las que dan fragancia y colores hermosos, no nacen en el vaso hueco, donde sólo hay fórmulas matemáticas, y una ciencia estéril. ¡Y yo que te he defendido contra las acusaciones de mi familia! ¡Yo que te he creído honrado! ¡En qué error tan grande estaba!

– ¿Y es cierto eso de que mientras mi mujer duerme recibo a mi querida en la sala Increíble? – dijo León entrando decididamente en la ironía, que en aquella ocasión era la forma más adecuada del desprecio. – ¿Lo has visto tú? Hay ojos calumniadores.

– Lo he visto. Anoche quise acompañar a mamá, que, si tiene defectos como mujer, es cariñosa madre y no puede apartarse de estos sitios donde gime su hija idolatrada. No pudiendo verla, por tu prohibición cruel e interesada, se contenta con llorar donde ella llora, con ver de lejos la puerta por donde se entra a su alcoba. ¡Pobre madre! Yo compartía anoche su pena mientras papá, que en las situaciones más criticas tiene debilidades indisculpables, visitaba a solas, sin más compañía que una luz y su concupiscencia, el sótano en que está lo reservado de la colección pompeyana, ese museo de arte libidinoso, donde no entran más que los hombres con un permiso especial del marqués de Fúcar. Polito había bebido demasiado en compañía de Perico Nules, y estaba bastante inquieto. Anduvo a primera hora por los pasillos en persecución de las criadas de Suertebella, hasta que, perseguido a su vez por mí, logré encerrarle. A medianoche dormía como un ángel borracho. Mamá y yo hacíamos números en la sala japonesa, arreglando nuestra desquiciada hacienda; más tarde, ella rezaba, y yo, después de buscar inútilmente un libro por todo el palacio, me puse a rezar también. En esta suntuosa morada, donde se reúnen tantas maravillas de la industria, y donde las malas imitaciones de lo antiguo alternan con los mamarrachos de invención flamante, simbolizando el arte contemporáneo, hay todo lo que la boca puede pedir, menos una biblioteca. Parece que al entrar aquí se han de traer muy vivos los sentidos todos para que sea más fácil dejar la inteligencia a la puerta… Mamá se cansó de rezar, pero no tenía sueño; pensaba en nuestra María y en el modo de burlarte y de verla. No quería acostarse, y andando de puntillas discurrió por estas salas. Llegando cerca de la Increíble, creyó sentir voces… Me llamó, fui, acechamos los dos, oímos. Lo que primero nos parecieron gemidos, pronto conocimos que eran besos amorosos. Eras tú; era ella. Ocultos tras el grupo de Meleagro y Atalanta que está en el corredor, la sentimos abriendo con llave la puertecilla del museo pompeyano. Después te sentimos a ti pasar por esta sala para volver a apoyar tu infame frente, coronada de los laureles de la ignominia, en el lecho de la mártir. La que estaba contigo en la Increíble era Pepa, y para quitar toda duda pudo confirmarlo mi padre, que abajo la encontró cuando volvía solo, con su luz y su concupiscencia, del sótano reservado.

– ¿Nada más? – dijo León con calma. – ¿Vuestro espionaje no sabe más? Hay seres que ni respirar saben sin que de su aliento nazca la calumnia.

– ¡Calumnia!, buena salida… Sé que darás al hecho una interpretación favorable a ti. No te faltan argucias para defenderte.

– ¡Defenderme yo! ¡Descender yo al muladar de tus groseras suposiciones y argumentar sobre un hecho que tu madre y tú han visto con el prisma manchado de su impura conciencia!… ¡jamás!

– La estratagema es hábil; pero no hace efecto. No me convence.

– No quiero convencerte a ti ni a ella… – dijo León con ímpetu fiero. – Vuestro juicio es para mí de tan poca valía, que siento no sé qué júbilo en dejaros en vuestro error estúpido. ¡Estáis tan bien así, con vuestra infernal aureola de malos pensamientos!… ¿Puedo modificar acaso la grosería de vuestras almas? ¿Puedo, por más que discuta, llevar una idea de pureza y honor a vuestra mente, devorada por la lepra de la deshonra crónica?… Sabe que tú y tus juicios y los juicios todos de tu execrable familia, que paga los beneficios con hablillas, son para mí como la lluvia que nos moja, pero no nos envilece. No se discute con la rueda del coche que pasa, y arrojando el cieno, nos mancha… Moralista de política religiosa y de sermones de partido, maquinilla de hacer moral de confitería, que amasas las leyes divinas y humanas para dar al mundo esas pastillas anodinas de virtud y sofistería, según el gusto de cada uno, a mí no se me administra moral en caramelos. Desdichado discursista, mis defectos podrían servirte a ti para hacer tus honradeces, y los sentimientos malos que yo desecho y arrojo podrías recogerlos tú del suelo para hacer con ellos la gala de tu conciencia. Antes de predicar, ¿por qué no vuelves los ojos a ti mismo? Si te miraras bien comprenderías que tu existencia y tu fama y tu prestigio desaparecerían como el humo si el marqués de San Salomó fuera un hombre en vez de ser un muñeco.

Con los labios blancos, las manos inquietas, el cuerpo nervioso, los ojos chispeantes, Gustavo oyó aquello, y tartamudeando, sin saber qué decir, rompió a hablar de este modo:

– Duelista hábil, has puesto la punta en mi pecho. Pues bien, yo no lo niego; aprende de mí el mérito de la franqueza, el mérito de la confesión, de que es incapaz un ateo. Me declaro culpable, muy culpable. El torbellino del mundo, la debilidad de la naturaleza humana, el engreimiento que dan la lisonja y el aplauso, me han puesto a mí mismo en contradicción con las leyes divinas y humanas que adoro y acato. Yo soy el primero que me acuso, como he sido el primero en reprobar los escándalos de mi familia, como he sido el primero en defenderte cuando te creía bueno; bien lo sabes. Pero no hagas paralelo entre tu infamia y la mía, entre tu desorden y mi desorden. Ambos hemos caído en el mal; tú, por cinismo y desconocimiento absoluto del bien; yo, por flaqueza de espíritu. En ti no hay más que mal, y ninguna puerta para el bien se abrirá en tu alma cerrada; en mí se han corrompido las acciones, pero queda la fe, queda la puerta del bien. Al lado de tu crimen no tienes nada, sino la sombra fea del crimen mismo. Al lado de mi crimen tengo yo un tesoro: el remordimiento. Tú no eres capaz de enmienda; yo, sí. Tú no ves nada más allá; yo veo mi salvación, porque veo mi enmienda. La misma idea del pecado me da la idea del perdón. No sé mi destino individual, pero sé el del género humano, y me basta saber que hay Cielo. Tú lo ignoras todo, y el mal no te espanta porque crees que no hay Infierno.

– Sofista, barajador de palabras, ¿qué sabes tú lo que yo pienso, lo que soy? ¿Crees que estamos los hombres y las almas a merced de tu dogmatismo de apóstol intruso, y de esa oficiosidad evangélica con que repartes cédulas de vida o muerte? Polizonte de la vida inmortal, ¿crees que esta es una aduana donde se registran bolsillos para ver si hay tabaco, es decir, género prohibido en tus menguadas oficinas donde se estanca el pensamiento para venderlo en paquetes a cambio de hipocresía? Hazme el favor y el honor de librarme de tu presencia, porque no respondo del respeto que debo a esta casa y al parentesco que nos une.

– ¡Asesino de un ángel! – exclamó Gustavo, rugiendo de ira.

– Se me acabará la paciencia para oír tus sandeces – dijo león, dando tres pasos hacia él en actitud tan amenazadora, que Gustavo retrocedió en el primer momento, esperándole después en actitud nada cobarde. – Calla, o sabrás lo que es una paciencia que se agota, un mártir a quien se acaba la entereza.

Señalando la ventana, León extendió su brazo que, sin aparato hercúleo, era capaz de desplegar extraordinaria fuerza.

– Y si quieres seguir provocándome – añadió – a pesar de no ser partidario del duelo, yo, que no sé disparar pistolas, ni esgrimir sables, ni echar sermones, te proporcionaré un bonito espectáculo. Verás cómo un apóstol sale volando por una ventana, sin que nada lo pueda evitar.

– Abusa, bárbaro, si te atreves, de tu fuerza corporal – gritó Gustavo, desafiándole con la mirada. – ¡Asesino de mi hermana!

– No irritarás mi furia con esa palabra – dijo León en el último grado de la cólera. – Has de saber que tu hermana y tú, y tu madre y tu padre, y tu abuelo, sois para mí como las aves que pasan volando. No existís para mí. Elige entre salir por la puerta o por la ventana.

La disputa iba a concluir con una brutal refriega y quizás con la concisa violencia de aquella escena que hizo decir a Segismundo: «¡vive Dios, que pudo ser!» cuando entró la marquesa de Tellería dando gritos, y detrás D. Agustín Luciano muy alterado y temeroso.

– ¡Qué es esto… León… Gustavo… hijos míos! – dijo Milagros, extendiendo sus amantes brazos entre los dos.

– Ese… – rugió Gustavo.

– ¡León!… ¿Hasta dónde vas a llegar?… Después de que nos has secuestrado brutalmente a nuestra querida hija…

– ¡Secuestrarla yo!… ¿Yo?… – replicó el airado yerno con cierto desvarío. – No: ahí está… tómenla ustedes… La devuelvo… la regalo…

– No nos dejas entrar a verla… Anoche no he podido dormir en toda la noche pensando en esa mártir – manifestó el marqués.

– Adentro todo el mundo – dijo León, señalando la puerta por donde se iba al aposento de María. – ¡Adentro!

Sin esperar a más, precipitáronse todos por aquella puerta.

Desde la sala inmediata a la alcoba oyose rumor de amantes besos, dados con la precipitación y el calor que eran naturales después de la forzada ausencia.

Capítulo XII. La verdad

Pasadas las primeras manifestaciones del cariño, María habló así:

– Dime, mamá ¿lo he soñado yo o es cierto que oí la voz de Gustavo y la de mi marido, como si riñeran?

– Hemos tenido una cuestión – dijo el insigne joven, que aún no había perdido su palidez, ni su nerviosidad, ni el ceño de su frente, tabla del Sinaí donde se creería estaban escritos el Decálogo y la Novísima Recopilación.

– No, no, palabras, tonterías – indicó precipitadamente Milagros, que pensaba siempre en la reconciliación, siendo aquel pensamiento en ella una singular variante del deseo.

– Convertido en un salvaje al oír mis acusaciones – afirmó Gustavo, – tu señor marido amenaza a sus semejantes con tirarles por los balcones, como si fueran puntas de cigarro.

Después de esto trató de reír, creyendo que con un poco de risa volvería su sistema nervioso al estado normal.

– ¿Dónde disputabais?

– Ahí en la sala del Himeneo.

– ¿Qué sala es esa?

– No hagas caso, hija de mi corazón.

– Querida de mi alma – dijo el marqués acariciándola – es preciso que te vayas acostumbrando a presenciar con calma las acciones de tu marido, y a que no te importe un ardite lo que él haga o deje de hacer. Es de lamentar que no puedas sobreponerte a ciertos sentimientos arraigados en ti, y que te empeñes en ser mártir, siempre mártir contra viento y marea.

– ¿Qué dices, papá? – preguntó María con aturdimiento.

– Que yo – prosiguió D. Agustín, poniéndose la honrada mano sobre el pecho nobilísimo – estoy decidido a desplegar toda la energía de mi carácter para evitar un escándalo que nos deshonra a todos y a ti te pone en la situación más ridícula que puede imaginarse.

– Agustín – dijo la marquesa sin poder disimular su ira, – harás bien en irte a dar una vuelta por el museo reservado. No haces falta aquí.

Al decir esto completaba su pensamiento tocando a su marido con el codo para advertirle que no era llegada la ocasión de desplegar energías ni de evitar escándalos. Como mujer y madre, habíase penetrado mejor que los demás de la situación ilusoria en que León tenía a su mujer y, aplaudiéndola en el fondo de su alma, daba pruebas de recto sentir.

– ¿Qué museo reservado es ese? – dijo María cada vez más confundida y apoderándose con presteza de toda idea que pudiera servir de leña a la naciente hoguera de su sospecha.

– Ahí cerca, hija mía – balbució el marqués, comprendiendo la idea de su esposa y admitiéndola tácitamente, porque también él, si pecaba por débil, torpe y corrompido, quería bien a su hija. – Es que hace poco estuve en Suertebella…

María les miró a todos detenida y asombradamente. Interrogaba con la morbosa estupefacción de sus ojos, mientras las palabras rebeldes se negaban a acudir a sus labios.

– ¿Suertebella… ahí cerca?… – murmuró. – Explicadme una cosa…

– ¿Qué?

– ¿Qué dices, hija mía?

– Explicadme por qué siento yo los cimientos de ese palacio aquí… dentro de mis entrañas; por qué siento sus muros…

– ¿Qué dices, paloma?

– Sus muros pesando sobre mí…

– Por Dios, no delires.

– ¡Qué fantasmagorías tan tontas!… Es de lamentar que tu buen juicio…

– Esta casa…

– Es esta casa… ya sabes… un edificio…

A escape y con los brazos abiertos, entró de repente Polito y abrazó y besó a su hermana, diciéndole:

– Mariquilla, al fin tu dichoso marido nos deja verte… ¡Secuestrador, bandido, lazzarone!… Yo estaba en la cuadra divirtiéndome con una lucha entre dos perros y catorce ratas feroces, cuando me dijeron que se te podía ver. Subí corriendo… Ahí fuera está tu marido, que parece una estatua, una figura más del grupo del Himeneo… Hermanita, ya estás bien, ¿no es verdad?, te levantarás pronto y saldrás de aquí.

Milagros se rompió el codo contra el cuerpo de su hijo sin conseguir poner dique a aquel torrente de indiscreción.

– No sé qué horrible miedo leo en vuestras caras – dijo la enferma, mirando uno por uno a todos los individuos de su familia. – Parece que al mismo tiempo se me quiere decir y se me quiere ocultar algo muy malo.

– Hija de mi alma, estás aún bastante delicada – dijo el marqués, pasándole la mano por la frente. – Cuando te restablezcas, cuando podamos llevarte con nosotros…

– La pobre se figura lo que no es – dijo Milagros con emoción. – Mejor es que se salgan todos y nos dejen solitas a las dos.

– Me engañáis, me engañáis todos – exclamó María con arrebato.

Y tomando el crucifijo que bajo la almohada tenía, lo presentó a su familia diciendo:

– Atreveos a engañarme delante de este.

Todos callaron. Sólo Gustavo extendió su mano forense y deuteronómica hacia la sagrada imagen, y dijo con voz oratoria:

– Aborrezco la mentira, y creo que en ningún caso puede ser inconveniente ni peligrosa la verdad.

Milagros le empujó como para echarle fuera. Pero él se acerco más a su hermana, le pasó la mano por las mejillas y mirándola muy de cerca le dijo:

– Veo que te afanas demasiado por lo que poco vale. Tu santidad y tu virtud te ponen en una situación eminente, altísima, desde la cual podrás abrumar con tu desprecio a quien no merece de ti otra cosa. Estás mejor, y pronto te llevaremos a casa, a nuestra casa, donde te cuidaremos mejor que nadie y te apreciaremos en lo mucho que vales, y te adoraremos como mereces tú que te adoren… Lejos de afligirte, alégrate y bendice tu libertad… ¡Pobre mártir!

Tampoco Gustavo era perverso, pero tenía el fanatismo de lo que llamaremos virtud pública.

– ¡Pobre mártir! – repitió lúgubremente María, clavando sus ojos en un lugar vacío de la atmósfera, en un punto donde no había objeto ni forma alguna, sino la vaga indeterminable proyección de un pensamiento.

Después de un momento de silencio, su voz débil, más débil a cada sílaba, murmuró estas:

– Yo lo soñaba. Soñaba la verdad, y el error me engañaba despierta…

Saltando bruscamente de su lecho, gritó:

– ¿En dónde está mi marido?

– Ahora vendrá, paloma – repuso la madre, besándola cariñosamente. – Sosiégate; mira que puedes recaer.

– ¿No fuiste tú quien me llenó el corazón de celos? – preguntó la mártir, dirigiendo a su madre una mirada de ira. – ¿Pues por qué quieres calmarme ahora?… Que venga mi marido, que venga el Padre Paoletti… Que se vayan los demás. Quiero estar sola con los dos.

Lanzó un grito agudo, llevándose la mano a la frente.

– ¿Qué tienes, cielo?

– Me duele la cabeza – murmuró, cerrando los ojos. – Es un dolor que punza, quema y entra hasta el pensamiento… Esa mujer, ¿no la ves, mamá?, esa mujer me ha agujereado la cabeza con un clavo ardiendo.

Todos se quedaron mudos y espantados.

– ¡Socorro! – gritó la Egipcíaca, ya en completo estado de delirio. – ¿No la veis que vuelve hacia mí? ¿No habrá una mano caritativa que la aparte, que la ahogue? ¡Jesús mío, Redentor de mi alma, defiéndeme!

A estas palabras siguió un silencio de miedo y pesadumbre. Sólo el marqués, imposibilitado de mandar en su garganta, lo turbó con ahogadas toses. Milagros lloraba. Besando a su hija, la llamó con tiernas palabras. Pero su hija no respondía. Con los ojos fuertemente cerrados, su torvo silencio parecía el grave callar de la muerte.

Ya iban a llamar al médico cuando este vino. Al punto declaró muy crítico el estado de la enferma, se puso furioso, dijo que declinaba toda responsabilidad porque no se habían cumplido sus prescripciones, y, amostazado y lleno de aspereza, mandó despejar la alcoba. El momento de los remedios heroicos había llegado. La batalla que poco antes parecía ganada se perdía ya si Dios no lo remediaba. Era preciso desplegar toda la fuerza contra aquella traición súbita de la Naturaleza, la cual, pasándose al campo de la enfermedad, dejaba a la ciencia inerme, desesperada y sola.

Después de la disputa con Gustavo, León estuvo solo un mediano rato. Entonces sintió la necesidad de andar mucho, porque hay situaciones de espíritu que piden marcha rápida, como si un hilo de dolor estuviera devanado en nosotros y necesitáramos irlo soltando en un largo camino. Paseó por el parque durante una hora. Al volver, y cuando entraba en la sala de Himeneo, vio sobre una silla un sombrero negro de teja. Sentadita en el diván que rodeaba el grupo marmóreo, y empequeñecida por su postura de ovillo, estaba la persona minúscula del Padre Paoletti. De aquel montoncillo negro vio León salir la cara agraciada y los dos ojos que parecían doscientos, como sale el caracol de su concha estirando las antenas. ¡Cosa extraña! En el estado de ánimo de León, la presencia del buen clérigo le parecía consoladora.

– Me han dicho al entrar – manifestó Paoletti muy afligido – que la señora Doña María se ha agravado repentinamente. Vea usted la inutilidad de nuestras piadosas mentiras. ¿Habrá llegado la hora de la verdad?

– Es posible – dijo León, indicando al padre la puerta para que entrara primero.

Ambos llegaron cuando Moreno empezaba a aplicar los remedios heroicos. Paoletti se retiró después a rezar en la capilla, cuyos altares se llenaron de luces. En la alcoba, el médico y el marido asistieron solos, llenos de zozobra y compasión, a aquel drama cuyos elementos, idea o fluido, vida orgánica o esencia misteriosa se arremolinaban en el cerebro y en los centros nerviosos, precipitando, con su tenebroso combate, el divorcio que se llama muerte. Se hizo cuanto en lo humano cabía para conjurar el peligro inminente, solicitando el mal desde las extremidades, para apartarlo de los centros. Pero ningún agente terapéutico lograba despertar las energías orgánicas que expulsan el mal. Este seguía su marcha invasora, como el atrevido conquistador que ha quemado sus naves. Se apeló a todos los medios, y todos los medios aumentaban la desesperación.

La paciente estuvo todo el día fluctuando entre el delirio y la postración. Los entreactos de sus crisis espasmódicas anunciaban un aplanamiento más peligroso que las crisis mismas. El médico anunció con sepulcral entereza la próxima conclusión de la lucha.

– Lo que resta – dijo – corresponde al médico del alma.

Por la tarde, María Egipcíaca pareció que despertaba, y sus facultades se mostraron claras. Estaba en posesión de sí misma, en aquel breve período de lucidez que la Naturaleza concede casi siempre a las criaturas, antes de pasar a otro mundo, para que puedan echar la última ojeada sobre el que abandonan.

– Pido… – murmuró María – que me dejen sola con mi Padre espiritual.

El marido y el médico salieron. Ni ciencia ni afectos de la tierra hacían falta ya.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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