Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 6
Capítulo XIII. El último retrato
El hombre a quien hemos visto en la soledad de su gabinete, turbada rara vez en el espacio de algunos meses por las escenas descritas, no consagraba todo su tiempo al estudio. Engranado en la máquina social por las afecciones, por el matrimonio, por la ciencia misma, no podía ser uno de esos sabios telarañosos que los poemas nos presentan pegados a los libros y a las retortas, y tan ignorantes del mundo real como de los misterios científicos. León Roch se presentaba en todas partes, vestía bien, y aun se confundía a los ojos de muchos con las medianías del vulgo bien vestido y correcto que constituye una de las porciones más grandes, aunque menos pintorescas, de la familia social. No se eximía de la insulsez metódica que informa la vida de los ricos en esta capital, y así se le veía con su mujer en el paseo de carruajes, cuyo encanto consiste en reunirse todos a hora fija y dar unas cuantas vueltas en orden de parada, coche tras coche, paso a paso, en perezosa y militar fila, de modo que las señoras reclinadas en el asiento posterior del landó, sienten en su cara el resuello de los caballos del coche que va detrás, y aún ha habido paquidermo que ha intentado comerse, creyéndolas vivas, las flores del sombrero de la dama que va en el carruaje delantero. También iba al teatro con su mujer, observando la deliciosa disciplina de los abonos a turno, que tiene la ventaja de administrar el aburrimiento o el regocijo a plazos marcados, sin contar para nada con el estado del espíritu. Daba de comer a pocas personas en un solo día de la semana, habiendo disputado y ganado a su mujer la elección de comensales, que eran de lo mejor entre lo poquito bueno que tenemos en discreción y formalidad. Para elegir no se acordó de categorías de escuela, y sólo obedeció a las simpatías personales. De modo que su yantar semanal (horrible frase) y sus noches, como pudiéramos decir, reunían hombres listos, católicos remachados, políticos de la más pura doctrina epicúrea, aristócratas de la edición incunable, otros de las flamantes, y hombres de escasa importancia social, pero que la aparentaban por su cualidad de crónicas vivas o por la seducción de su trato, en gran manera distinguido. También iban jóvenes de la pléyade universitaria, brillantes en el profesorado y en las ardientes disputas, cuyo estruendo se oye por todas partes. Reinaba en estas reuniones armonía completa, pues nada reconcilia tanto como el buen comer, la presencia de elegantes damas y la obligación de no olvidar un momento las leyes de la cortesía. Aunque algunos quizás se despreciaban cordialmente, había en la casa cierta atmósfera de estima general; y una conversación discreta, tolerante, instructiva, extraordinariamente amena, producto feliz de aquel conjunto de opiniones diversas, engañaba las horas. Se hablaba de artes, de letras, de costumbres, de política; se murmuraba también un poco; en algún pequeño grupo se hacía crónica personal algo escandalosa; y en otro se hablaba de las cuestiones más hondas, de religión, por ejemplo, que es un tema planteado en todas partes donde quiera que hay tres o cuatro hombres, y que tiene el D. de interesar más que otra cosa alguna. Este tema, constantemente tratado en las familias, en los corrillos de estudiantes, en las más altas cátedras, en los confesionarios, en los palacios, en las cabañas, entre amigos, entre enemigos, con la palabra casi siempre, con el cañón algunas veces, en todos los idiomas humanos, en los duelos de los partidos, con el lenguaje de la frivolidad, con el de la razón, a escondidas y a las claras, con tinta, con saliva, y también con sangre, es como un hondo murmullo que llena los aires de región a región y que jamás tiene pausa ni silencio. Basta tener un poco de oído para percibir este incesante y angustioso soliloquio del siglo.
Rasgos físicos de León Roch eran lo moreno del color, lo expresivo de la mirada, la negrura de la barba y el cabello; su rasgo moral era la rectitud y el propósito firme de no mentir jamás. La mayor parte de las personas hallaban encanto indefinible en su modo de mirar; pero de su rectitud no podía juzgarse tan fácilmente, porque la conciencia no se ve. El ponerle o no en el número de los buenos, dependía del criterio con que se le mirase. Para algunos era una persona excelente; para otros un mal sujeto. Si a la vista tenía un cuerpo airoso y seductora presencia, alguien dijo de él: «Por fuera es buen mozo, pero por dentro es un jorobado».
No tenía la gazmoñería racionalista (pues también hay gazmoñería racionalista), que consiste en escandalizarse con exceso de la credulidad de algunas personas y en ridiculizar su fervor; por el contrario, León miraba con respeto a algunos creyentes, y a otros casi con envidia. No tenía tampoco el afán de la conquista, ni quería convertir a nadie; y si el estudio le había dado grandes regocijos, también le producía horas de amargura y desaliento. No creía su estado perfecto, sino por el contrario, harto imperfecto; por lo cual no gustaba de embarcar gente en las islas frondosas de la fe para llevarlas a las solitarias estepas de la duda.
Diose primero a las ciencias naturales, hallando en su investigación los más puros goces. Después, la filosofía le produjo un mareo insoportable, y al fin volvió a los estudios experimentales, que era donde se encontraba con pie firme y en país conocido. La historia le divertía tan sólo; la fisiología le encantaba. También cultivó la astronomía, favorecido por su dominio de las matemáticas. Solía decir: «La historia nos hace enanos, la fisiología nos pone en nuestro tamaño natural, y la astronomía nos engrandece».
Había en su alma cierta aridez, ocasionada por el escaso empleo de la imaginación en su niñez y en sus estudios. Se había criado en una trastienda y allí corrió desabridamente su edad primera al lado de su madre, mujer tosca y sin delicadeza, que sentía poco y carecía de luces. Trabajaba mucho, pero no sabía leer; y tenía la vanidad de que su hijo era muy precoz, y la creencia de que llegaría a ser general, obispo o ministro. Después que murió su madre, pasó una temporada en Valencia, en la casa de un tío paterno, plebeyo enriquecido con la alfarería, y que decía: «Todo el saber es aire. Más útil es a la humanidad el hombre que hace un ladrillo que el que escribiera todos los libros que se conocen». Después vino para León una juventud sin calaveradas, sin aventuras, sin conatos de ser poeta dramático, sin proyectos de raptos y duelos, sin lágrimas, sin melancolías, sin vacilaciones en la elección de carrera, con pocos ensueños. Le metieron en un laberinto de matemáticas, diciéndole: «Sal, si puedes». Es verdad que salió; pero luego le arrojaron en un mar de guijarros, donde había que luchar con esos oleajes petrificados, testimonio palpable de las agitaciones plutónicas y neptunianas que han esculpido nuestro globo; le metieron de cabeza en las entrañas del planeta, abiertas por la inducción o representadas en los museos por las colecciones, y le dijeron: «Toda esta grava, que parece arrancada del arrecife de un camino, es un libro maravilloso: cada chinita es una letra. Es preciso que lo leas todo». Vio las aguas haciendo ruido aun antes de que hubiera orejas, y arco-iris antes de que hubiera ojos; vio la heráldica del mundo expresada en las figuras de bivalvos, de crustáceos y de ofidios que dejaron su forma impresa como el sello auténtico de las dinastías que desean hacer constar su reinado; vio plantas nacidas antes de que hubiera dientes y muelas que mascaron antes de que hubiera hombres, y al hombre mismo, huésped tardío de la creación, llegando cuando los bosques se habían resignado a ser almacenes de carbón, y cuando no había mares definitivos, y los ríos estaban nivelando hermosas llanadas, y cuando aún bufaban mil ingentes volcanes, arquitectos infatigables que daban el último golpe de cincel a la crestería de nuestras bellas montañas. Vio esto y otras muchas cosas que vienen detrás.
Más tarde, cuando terminada su carrera se vio rico, es decir, cuando comprendió que no sería esclavo de la ciencia, sino por el contrario dueño de ella, cultivó un poco la imaginación. Bien conocía que jamás sería artista, pero tomó en sus manos el fino estilete con que representan a una de las musas cuando las pintan en los techos; pero sus manos, que tan bien sopesaban la palanca de Arquímedes, eran toscas para instrumento tan delicado. «Está visto, decía, que siempre seré un bruto».
Había logrado escribir medianamente, con más claridad que elegancia; hablaba en público muy mal, atrozmente mal; pero en la conversación privada solía expresarse con elocuencia, siempre que el tema fuese alto. Había adquirido la costumbre de emplear mucho las figuras, por esa tendencia acertada que tiene hoy la ciencia a lisonjear en vez de espantar el sentido de la muchedumbre, y porque las formas parabólicas han sido siempre muy del gusto de los entendimientos superiores. Es el eterno homenaje tributado por la ciencia al arte, y al que este debe corresponder alumbrándose en su glorioso camino con la inextinguible luz de la verdad.
Aquel hombre tan preocupado de si esta piedra era más o menos siluriana que aquella, y de si otra cristalizaba en romboedros o en prismas, estaba desde su temprana juventud encariñado con un ideal para la vida, y era este una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor y del estudio, las dos alas del espíritu, como en su jerga figurada decía. Desde que pasó la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal, la suya, la placentera reunión de todos los suyos, ocupaba su pensamiento. ¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos que irían saliendo y empezarían a hacer gracias, pedirían y a piando el pan de la educación; desarrollar en ellos con derechura el ser moral y el físico; vivir por ellos y atender a las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra, ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido… ¡Oh!, para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera, no. Luego venían a su imaginación los encantos de la vida del rico ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo de él… una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por mitad a los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y más grata la soledad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible a los amigos discretos… Sí, era preciso realizar esto, y realizarlo pronto, antes de que se pasase la vida en un rodar incesante y vertiginoso; era preciso hallar pronto la que había de ser base de aquella felicidad soñada, pero realizable. La elección no era fácil; debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las mejores condiciones para hacerla bien?… Sí, la haría bien, porque era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de crítica, grandes hábitos de análisis… Y sin embargo…
Capítulo XIV. Marido y mujer
– Y sin embargo… me equivoqué.
Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella, en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios, tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después de representarse los hechos del día, que hace poco eran escenas y figuras reales y que pronto serían pesadillas.
Frente a él, dispuesta ya a acostarse, estaba la incomparable figura de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo, llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas, sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad, ni estilo, ni espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.
León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche, otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y de ásperos cencerros, y contemplaba a su mujer, cavilando sobre la espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, le había soltado un día las riendas sin conocerlo, y engañado, seducido por ella, se había dejado arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos? ¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura sorprendente? ¿Cómo no vio la pared de hielo, enorme, dura, altísima, que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal compensada por una exaltación áspera o mimosa? ¿Cómo no adivinó aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de todas, la confianza?
En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano del corazón a la frente y asentó sobre esta la palma crispada, como echando una maldición a su sabiduría. María no advirtió aquel movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.
– Me enamoré como un estúpido – pensó él, volviendo a mirarla. – ¿Y cómo no si es tan hermosa…?
Después recordó sus infructuosas tentativas para formar el carácter de María. En la primera época del matrimonio, María amaba a su marido con más ardor que ternura. Bien pronto, sin dejar de amarle del mismo modo, empezó a ver en él un ser extraviado y vitando en el orden intelectual. León le había dado libertad para practicar el culto; y ella la usó con moderación al principio. Pero a medida que León trataba de influir en el carácter de ella, no para arrancarle su fe, como algunos mal intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la libertad concedida a sus devociones, y estas llegaron a ser tantas que ocuparon pronto la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu. No se crea por esto que renunció a las vanidades del mundo, pues gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los paseos de moda, y dedicaba parte del verano a los esparcimientos y expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo, porque gustaba de agradar a su marido; de su casa, poco; de su esposo, nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas benéficas a cuyo seno había sido llevada por sus amigas o por su madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.
– ¿Pero no soy yo el rebelde? – decía León con desaliento. – ¿De qué la acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué no la tengo?».
Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual como al principio. En dicho período, María revolviéndose contra su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística, sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante, perfumado con inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado con bonitos sermones y acompañado de damas hermosas. La aspiración de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle a la iglesia era su afanoso empeño.
– Déjame solo – le decía León inundado de pena. – Vete y ruega a Dios por mí.
– Sin ti me falta la mitad de mi vida, y parece que no soy toda buena, como deseo serlo.
Luego se abalanzaba hacia él, le estrechaba en sus brazos, y reclinando su frente sobre el pecho del hombre aburrido, decía con gemido perezoso:
– ¡Te quiero tanto…!
La resistencia de León a tomar parte en las prácticas piadosas estableció al fin aquella desavenencia, o mejor dicho, completo divorcio moral en que les hallamos a los dos años de su matrimonio. Ni se comunicaban un pensamiento, ni se consultaban una idea o plan, ni partían entre los dos una alegría o un pesar, que es el comercio natural de las almas, ni se entristecían juntamente, ni mutuamente se alegraban, ni siquiera reñían. Eran como esas estrellas que a la vista están juntas y en realidad a muchos millones de leguas una de otra.
Fácil era a los amigos conocer que León sufría en silencio un gran dolor.
– Se empeña – decían – en que su mujer sea racionalista, y esto es tan ridículo como un hombre beato.
– Eso digo yo – añadía otro. – El creer o no es cuestión de sexo.
– Es que está enamorado de su mujer.
Esto último era exacto en el sentido de que León vivía aún fascinado aún por la hermosura cada día más sorprendente de María Egipcíaca, hermosura que ella, sin dar tregua a la devoción, sabía realzar con el lujo, con la elegancia del vestir y el delicadísimo cuidado de su persona.
De María podía decirse lo mismo que de León, en lo relativo al enamoramiento; ella también no cambiara por cosa alguna al hombre que le habían dado la sociedad y la Iglesia. En cuanto a él, llenaba el vacío de su corazón con aquel apasionamiento temporal producido por una pasmosa belleza. No le era indiferente, antes bien le enorgullecía, el beati possidentes con que la multitud obsequia al dueño de una mujer fiel y hermosa, y la idea de que María pudiese pertenecer a otro hombre, siquiera en intención o pensamiento, le enfurecía. En resumen: eran dos seres divorciados por la idea en la esfera de los sentimientos puros y unidos por la hermosura en el campo turbulento de la fantasía.
Sobre esto reflexionaba León en aquella hora de la noche. Últimamente hizo esta observación amarguísima:
– El mundo está gobernado por palabras, no por ideas. Véase aquí cómo el matrimonio puede también llegar a ser un concubinato.
– ¿Has concluido? – dijo a su esposa, viéndola que dejaba el libro para rezar un momento en silencio y con los ojos cerrados.
– ¿Has acabado tú el periódico?… Déjamelo, quiero ver una cosa. La duquesa de Ojos del Guadiana no quiso costear sola la función de mañana… A ver si se anuncia en la sección de cultos.
León leyó en voz alta toda la sección de cultos.
– ¿Sermón del padre Barrios?… – interrumpió María demostrando admiración. – Si le hemos mandado retirar porque está asmático y no se le puede oír… ¡Qué abuso! San Prudencio va tomando fama de ser el refugio de los malos predicadores, y allí van los descreídos a reírse de la tartamudez del capellán y del acento italiano del padre Paoletti. Todo consiste en que hay personas que parece que dirigen las funciones y no dirigen nada. Pero no faltará quien ponga orden en aquella casa. No, no sueltes el periódico; lee los espectáculos. ¿Qué ópera nos dan mañana?
– La misma – dijo León arrojando de sí el papel, y deteniendo por el brazo a su mujer que se levantaba. – Aguarda, tengo que hablarte.
– Y de cosas serias, según parece – manifestó sonriéndose María. – ¿Estás enojado? ¡Ah!, ya sé… me vas a reñir. Sí, sí – añadió, arrojándose en un sofá próximo a la butaca en que estaba sentado él. – Me vas a reñir porque he gastado mucho dinero este mes.
– No.
– Reconozco que he sido algo pródiga; pero con la economía de otro mes te indemnizaré… Sí, queridito, he gastado más de la cuenta. ¿A ver?… Los tres vestidos, diez y siete mil, el triduo, cuatro mil; la novena que me correspondió, diez mil… La tapicería nueva de mi alcoba… de eso has tenido tú la culpa por burlarte de los angelitos blancos jugando con espigas azules… Además, tengo que poner los regalos hechos a los actores, por no haber querido cobrar nada en la función de Beneficencia… tres relojes, dos petacas, dos alfileres… Además… Mañana sacaré la cuenta.
– No es eso, te digo que no es eso. Puedes gastarme todo lo que quieras, puedes arruinarme, instituyendo herederos de mi fortuna a las modistas, a los curas y a los cómicos. De otra cosa más grave que tus gastos quiero hablarte, María; quiero preguntarte si no es tiempo ya de que cese la aridez y la tristeza de este matrimonio nuestro; si no es tiempo ya de que reconozcas que tu atención excesiva a los asuntos de iglesia es como una especie de infidelidad, y que para dar tanto a las devociones, forzosamente has de quitar algo a nuestra casa y a mí.
– Ya te he dicho – repuso María seriamente – que de mis devociones, buenas o malas, daré cuenta a Dios, no a ti, que no las entiendes. Haz por entenderlas, ten fe y hablaremos.
– ¡Ten fe!… De eso sí que no entiendes tú. Yo no la tengo, no puedo tenerla según tu idea, Además, tu conducta y tu modo especial de cumplir los deberes religiosos me la arrancarían, si la tuviese como tú deseas. Te lo diré de una vez. No veo en tus actos ni en tu febril afán por las cosas santas ninguno de los preciosos atributos de la esposa cristiana. Mi casa me parece una fonda, y mi mujer, un sueño hermoso, una imagen tan seductora como fría. Te juro que ni esto es matrimonio, ni eres tú mi mujer, ni yo soy tu marido.
– ¿Y quién es aquí el culpable sino tú? – replicó la dama con brío-; ¿quién sino tú? Si no hay armonía, si no hay confianza, ¿a qué se debe sino a tu descreimiento, a tu ateísmo, a tu separación de la Santa Iglesia? Yo estoy firme en el terreno del matrimonio; tú eres el que está fuera. Te llamo, te aguardo con los brazos abiertos y no quieres venir, menguado.
Y los abrió; pero León no tuvo ni siquiera la idea de arrojarse en ellos.
– Y yo iría, sí, iría con el corazón lleno de gozo, si encontrara en ti a la verdadera mujer creyente para quien la piedad es la forma más pura del amor; yo iría respetando y admirando tu fe, y aun deseando participar de ella; pero así tal cual eres, no quiero, no quiero ir.
– Pues entonces, loco, mil veces loco, ¿qué quieres? ¡Ah! ¿Quieres que yo reniegue de Dios y de la Iglesia, que me haga racionalista como tú; que lea en tus perversos libros llenos de mentiras; que crea en eso de los monos, en eso de la materia, en eso de la Naturaleza-Dios, en eso de la Nada-Dios, en esas tus herejías horribles? Felizmente he podido salvarme de caer en tales abismos. Soy piadosa, creo todo lo que debo creer y practico el culto con asiduidad, con prolijidad, porque es el medio mejor para sostener viva la fe y no dar entrada en el entendimiento a ninguna falsa doctrina. ¡Que frecuento demasiado la iglesia!… ¡que cumplo muy a menudo los preceptos más santos!… ¡que celebro funciones espléndidas! ¡que oigo todos los días la palabra de Dios!… ¡que rezo de noche y de día!… Esta es la cantilena, ¿no es verdad? Ya sé que paso por beata. Pues bien: todo tiene su razón en el mundo. ¿Crees tú que yo me abrazaría tan fuertemente a la cruz si no estuviera casada contigo, es decir, con un ateo, si no estuviera como estoy en peligro de ser contaminada de tu doctrina por el trato diario contigo y por el mucho amor que te tengo? No; si tú no fueras tan poco, yo no sería tanto. Si tú fueras católico sincero, aunque descuidado en tus deberes, yo no sería beata, cumpliría los preceptos esenciales y nada más. Ten presente una cosa, León: imagínate dos navegantes que cruzan en una pequeña barca un mar tempestuoso. Si los dos remaran con igual fuerza, llegarían sin dificultad a la orilla; pero he aquí que el uno suelta el remo y se tiende. ¿No es indispensable que el otro redoble sus fuerzas hasta morir? Fíjate bien, querido mío: uno solo rema y han de salvarse los dos.
– Esa figura no es de tu invención – dijo el esposo, que sabía muy bien hasta dónde alcanzaba el ingenio retórico de su mujer. – ¿De quién es?
– Si es mía o no, no te importa – replicó María con desabrimiento y menosprecio. – Lo principal es que contiene una verdad innegable. ¿Quieres que vaya a aprender la verdad en tus monísimos libros?
– No, no pretendo eso – dijo León, lleno de pesadumbre. – Pero por torpe que yo sea, por extraviado que me supongas, ¿lo seré tanto que no merezca de ti el favor de que aceptes una idea mía, una sola, siquiera una vez, sino que siempre has de ir a buscar tus ideas fuera y lejos de mí?
– De ti acepto tu afecto, que creo sincero; tu respeto a mis creencias siempre que sea verdad; tu apoyo material; pero tus ideas, tus consejos…
Dijo esto María, con tal vigor de expresión y tal brillo de desdén en sus deslumbradores ojos gatunos, que León sintió el frío de una espada en su corazón oprimido.
– ¡Nada mío! – murmuró, dejando caer sus miradas al suelo como quien desea morir.
– Nada que venga de tu razón soberbia y extraviada; nada que pueda contaminarse de tu filosofía diabólica – añadió María, hundiendo su espada hasta la empuñadura.
Después de una pausa, León, exhalando un suspiro tan grande como su paciencia, la miró pálido y alterado.
– ¿Quién te ha dicho eso? – le preguntó.
– Eso no te importa – replicó María, palideciendo también, mas sin perder su valor. – Ya te he dicho que como sincera católica no me creo obligada a dar cuenta a un ateo de los secretos de mi conciencia religiosa, en lo que se refiere a mis prácticas de piedad. Sabe que te soy fiel; que ni con hecho, ni con intención, ni con pensamiento he faltado al juramento que junto al altar te hice. Basta: con esto acaba mi sinceridad de esposa; es toda la confianza que puedes esperar de mí. Aquella parte de la conciencia que pertenece a Dios, no pretendas explorarla; es un reino sagrado en el que te está prohibido entrar… No me hagas la necia pregunta «¿quién te ha dicho eso?» porque no tienes derecho a recibir contestación.
– Ni la necesito – dijo él. – No tuve jamás la idea de alarmarme porque mi mujer se acercase al confesonario una o dos o tres veces al año para decir sus pecados y pedir perdón de ellos conforme a su creencia; pero esto tiene su corruptela, y la corruptela de esto consiste en llevar la dirección espiritual por tortuosos caminos, con cátedra diaria, consultas asiduas y constante secreteo sostenido de una parte por los escrúpulos de la candidez y de otra por la curiosidad imprudente de quien no tiene familia.
– No, tonto – dijo María irónicamente – mejor será que yo busque reglas y buenas ideas para mi conciencia en la dirección espiritual de tus tertulias ateas… Por cierto que ya causa enfado la ligereza con que algunos de tus amigos hablan aquí de asuntos religiosos. Te he dicho hace tiempo que nuestras reuniones me iban pareciendo una ostentación escandalosa de malos principios, y al fin llegará un día en que me resista resueltamente a concurrir a ellas. No niego que sean muy respetables algunos de los que vienen a casa; pero otros no lo son: conozco las ideas de algunos.
– ¿Quién te las ha dicho? – preguntó León vivamente.
– No sé… Lo que digo es que me he cansado de ser complaciente, de disimular mi disgusto en presencia de hombres que han escrito ciertas cosas, de otros que las han dicho públicamente, de otros, en fin, que no las han dicho ni las han escrito… pero yo sé que las piensan, yo lo sé.
– Mucho sabes tú… Veo que ya se ha fulminado la sentencia contra nuestras tertulias. Detrás de esa sentencia vendrán otras.
Y por una aberración natural del dolor que suele quebrarse en su curso sombrío, estallando e iluminándose con el brillo engañoso de una alegría apócrifa, León rompió a reír.
– Pues sí; tus tertulias son muy cargantes – dijo María, algo turbada. – Son muy perjudiciales, porque entre una frase política, otra de música, otra sobre inventos y alguna sobre historia, ello es que nuestro salón es una cátedra de ateísmo.
– Sería una cátedra de buenas costumbres si se bailara y se murmurara. En mi salón no se ha hablado nunca de ateísmo ni cosa que lo valga. ¡Reposa en paz, oh conciencia pura, conciencia infantil! ¡Feliz criatura, que piensas cumplir tus deberes con la práctica externa llevada hasta el desenfreno y adorando con fervor supersticioso las palabras, la forma, el objeto, la rutina, mientras tu alma sola, fría, inactiva, sin dolores ni alegrías, sin lucha y sin victoria, se adormece en sí misma en medio de ese murmullo de sermones, de toques de órgano y del roce de vestidos de seda que entran y salen!… ¡Te crees perfecta y ni aun tienes el mérito de la vacilación contenida, de la duda sofocada, de la tentación vencida, del placer sacrificado! ¡Qué fácil y cómoda santidad la de estos tiempos!… Antes el lanzarse a la devoción significaba renuncia pronta y radical de todos los goces, abdicación completa de la personalidad, odio a las glorias vanas del mundo, desprecio de la riqueza, del lujo, de las comodidades, para quedarse en los puros huesos y espiritualizarse y poder pensar mejor en las cosas del Cielo; significaba el vivir absolutamente la vida del espíritu hasta el delirio, hasta la embriaguez, y el rico envidiaba al pobre y el sano pedía a Dios que le enfermase y el limpio quería cubrirse de asquerosas llagas. Esto era una aberración si se quiere, pero esto era grande y sublime, porque la abnegación y la humildad son las virtudes que menos se desvirtúan por la exageración; esto era como un suicidio, pero el único suicidio disculpable porque no era más que el delirio del sacrificio; pero ahora…
León dirigió a su mujer una mirada abrumadora de elocuencia y desdén.
– Pero ahora… las reglas de la beatitud exigen óbolos abundantes, eso sí; exigen concurrencia metódica a los templos, ceremonias ostentosas; pero se trata a las personas según su rango: al pobre como pobre, al rico como rico, es decir, permitiéndole que lo sea, siempre que no niegue su ayuda a ciertos intereses. Sí, las devotas de hoy asisten al culto, se mortifican en cómodas sillas-reclinatorios, rezan sobre cojines y limpian con sus colas el polvo de las iglesias. No se les pide más que la mañana; y las noches son libres para bailar, ir al teatro, cubrirse de piedras y de raso, asistir a las tertulias y banquetes de los ricos, aunque sean judíos o protestantes; ostentarse en los paseos, acicalar y perfeccionar con el arte su belleza para perder a los hombres… pero ¿qué importa? Satanás se ha vuelto tonto… ha transigido, está viejo ya, y no sabe lo que hace.