Читайте только на Литрес

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 7

Yazı tipi:

– ¡Qué groseras burlas! – dijo María, algo confusa. – Según tú, yo estoy en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro… Parece que hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del mundo.

No estaba enojada; prueba de ello es que con un movimiento cariñoso pasó la mano por la barba de su marido.

– ¿Creerás que me has confundido con tu charla, queridito?… Pues has de saber que si me visto bien y voy al teatro, y alguna vez al baile, es porque tengo permiso para ello, es porque puedo hacerlo sin desmentir mi piedad. Quien sabe más que tú de tales cosas me ha tranquilizado sobre este punto, haciéndome ver que como mujer casada no puedo romper los lazos que me unen a la sociedad…

– Sí, esa, esa es la consigna, ya lo sé… – dijo León riendo. – Divertíos todo lo que queráis, con tal que…

– Tus reticencias son blasfemias… Calla, idiota… ¡Si te convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!

– ¿Sandeces? – dijo León, sonriendo y tomando entre sus dedos la barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez de gracia, de delicadeza.

– ¡Cómo me voy a reír de ti, cuando al fin, con la eficacia de mis oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor…! ¿Te ríes? Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos casos que si te los contara te pasmarían.

– Pues no me los cuentes – dijo León moviendo a un lado y otro la cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.

– Sí, hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que se han convertido… y tú no eres malvado…

– ¿Todavía no he sido declarado malvado…? Descuide usted, señora, que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allí se tiene de mí… todavía.

María se abalanzó a él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.

Tú vendrás al lado mío – le dijo, – y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas…

– ¿Yo?

– Sí, tú. Tú vendrás a mí. ¡Qué feliz seré entonces!… ¡Te quiero tanto!…

¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante a la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira al fondo para descubrir un objeto perdido. Separose de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para desarreglarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino a la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros, a eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

– ¡Qué guapa! – exclamó Roch, hundido en un sillón como un estúpido. – ¡Cada vez más guapa!

Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo o contra alguien.

– ¡Necio de mí! – exclamó con su voz más íntima. – Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.

Capítulo XV. Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi»

Pasó algún tiempo. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador. León fue corriendo a la alcoba y vio a su mujer incorporada en el lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.

– León, León – dijo con espanto. – ¿Eres tú?, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo… Abrázame… ¡Qué horrible pesadilla!

León procuró tranquilizarla, y la verdad es que se tranquilizó pronto con la apreciación de la realidad, panacea de los desvaríos de la imaginación.

– ¡Qué sueño!… ¡Figúrate… soñé que te habías muerto y que desde lo más hondo de un hoyo negro me estabas mirando, mirando, y tenías una cara…! Después aquello pasó… Estabas vivo; querías a otra… Yo no quiero que quieras a otra.

Encadenó con sus brazos el cuello de su marido.

– ¿Qué hora es? – le preguntó.

– Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.

– Y tú, ¿no duermes?

– No tengo sueño.

– Entonces vas a velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?

– Medito.

– ¿Piensas en aquello que hablamos?

– En aquello y en ti.

– Eso, eso; piensa mucho en las verdades que te he dicho, y así te irás preparando sin saberlo… Me parece que oigo campanas. Tocan a fuego.

Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios, suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos. Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía, y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj que León tenía en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.

– No es todavía hora de tocar a misa – dijo él. – Duérmete.

– No tengo sueño, no quiero dormir – replicó María echando atrás su cabeza. – Me parece que he de volver a verte en el fondo del hoyo, mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!

– ¿Te he dicho yo eso alguna vez? – manifestó León con enfado.

– No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo sé.

– ¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

– Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.

León se apartó de su mujer vivamente afectado. Dio algunos pasos para salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:

– María, voy a pronunciar la última palabra, la última… He tenido en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno…

Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo hablaba, María no supo decir nada.

– En dos palabras te expondré mi idea… ¡Proyecto feliz!… No sé cómo no me había ocurrido antes… Es lo siguiente: yo me comprometo a sacrificarte mis estudios y mis tertulias, te sacrifico la doble amistad de los libros y de los amigos. Mi biblioteca se tapiará, como la de D. Quijote, y en nuestra casa no se volverá a oír ni siquiera un concepto sospechoso, ni una observación mundana y ligera sobre las cosas más graves del espíritu, ni se hablará de ciencias ni de historia; en una palabra, no se hablará de nada.

– ¡Qué felicidad! – dijo María, incorporándose para besar las manos de su marido. – ¿Es cierto que me lo prometes y que cumplirás lo que me prometes?

– Te lo juro por lo más sagrado. Pero no cantes victoria antes de tiempo. Ya comprenderás que no se hacen concesiones de esta clase sino a cambio de otras. Ya te he dicho mi parte; ahora falta la tuya. Yo te sacrifico lo que llamas estúpidamente mi ateísmo, cuando es cosa muy distinta, sacrifícame tú ahora lo que llamas tu piedad, muy problemática por cierto. Para que nos entendamos, has de renunciar a las devociones diarias e interminables, a confesar todas las semanas con un mismo padre, a ocuparte de los accidentes teatrales del culto. Irás a misa los domingos y fiestas, y confesarás una vez al año, sin previa elección de sacerdote.

– ¡Oh!, es mucho, es mucho – dijo María, moviendo sobre la almohada su linda cabeza, cual si se compadeciera a sí misma por la deplorable mezquindad a que sus piedades quedaban reducidas.

– ¡Mucho, te parece mucho, tonta! Bueno: aumentaré mi parte. Te concedo más; te concedo que si reduces tus visitas a la iglesia, iré a ella contigo.

– ¡Irás conmigo! – exclamó María, saltando bruscamente en el lecho como un pez recién sacado del agua. ¿Es verdad lo que dices?… Tú me engañas.

– Iré, sí; iré… los domingos.

– ¿Nada más que los domingos?

– Nada más.

– ¿Y confesarás una vez siquiera cada año, como yo?

– Eso… – murmuró León.

– ¿Vas a decir que no?

– Eso no… ¡Oh!, tú pides demasiado de una vez. Mi sacrificio es inmenso, mientras el tuyo es insignificante. Te desprendes de lo superfluo, quedándote con lo justo y razonable; te arrancas las feas tocas de mojigata para mostrarte con toda la belleza de mujer cristiana. Esto no es sacrificio: el mío sí que es grande, doloroso, pues poniendo a tus pies mis estudios y mis amigos te pongo delante lo mejor de mi vida para que lo pisotees.

– Pero no es bastante, no – dijo María con abandono. – ¿Qué te importa dejar de leer, si piensas, piensas y pensarás siempre lo mismo? Me acompañarás a la iglesia por fórmula; entrará tu cuerpo, y tu alma se quedará en la puerta; y cuando veas alzada la Hostia sagrada en las manos del sacerdote, soltarás dentro de ti una carcajada diabólica, si no es que estás pensando en los insectillos que ves en el microscopio, y que son, según tú, la causa del sentir y el pensar en nuestra divina alma.

– No me hacen efecto tus burlas… Conozco el origen de esos juicios ridículos. Y te prometo una asistencia respetuosa y una atención sincera… ¡Ah!, me olvidaba de otra particularidad. También has de sacrificarme… bien lo merezco… la residencia en Madrid. Nos iremos a vivir a otra parte. Elige tú.

– Mucho pides… ¡qué abuso! – exclamó la dama con entonación de un niño mimoso. – ¿Y qué me das tú? Una farsa de catolicismo, una máscara de fe puesta sobre tu cara de incrédulo. No, León, no puedo aceptar.

– No hay salvación para mí – exclamó León golpeando su cabeza con ambas manos. Después de un instante de agitación muda, miró fríamente a su mujer y con solemne acento le dijo:

– María, nuestra separación es inevitable. Yo no puedo vivir así. Dentro de unos días todo se arreglará definitivamente. Tú te quedarás en esta casa o irás a vivir con tus padres, según quieras; yo me marcharé al extranjero para no volver jamás, jamás.

Se levantó. La dama piadosa a la moda le tomó las manos, y estrechándolas contra su seno, rompió a llorar.

– ¡Separarnos! – murmuró, sollozando. – Tú estás tonto… ¡Ingrato!

María Egipcíaca sentía por su marido un afecto semejante al que él sentía por ella. Podría existir un abismo, un divorcio absoluto entre sus almas; pero ¡separarse!… ¡dejar de ser marido y mujer!

– Mi resolución es irrevocable – dijo con entereza León.

– Acepto, acepto todo lo que quieras.

Y más tarde, después de algunas horas de sueño, volvió a oírse el grito de espanto y la explicación de la pesadilla.

– ¡Qué horrible visión! Ahora me he visto a mí misma muerta, y mirándote desde el fondo del hoyo negro y profundo… Estabas abrazado a otra, besando a otra… ¿Pero es ya de día? Ahora sí que suenan campanas.

En efecto, oíanse chillonas y discordes las esquilas colgadas en las torres de esa multitud de barracas enyesadas que en Madrid llevan el nombre de iglesias, dando testimonio así de la religiosidad de este pueblo.

– Llaman a las primeras misas – pensó María. – Me muero de sueño… ¡a dormir!… Dan las ocho y siguen tocando, siguen llamándome… No, no puedo ir; he dado mi palabra… ¡Jesús, las nueve! Perdón, perdón, campanitas de mi alma; no puedo ir hasta el domingo.

Capítulo XVI. De Crematística

Vinieron los días de la dispersión de las gentes. Hostigado por el calor, Madrid era un hormiguero de impaciencias buscando dinero. El oro subía como cuando hay guerra, y menudeaban en la Bolsa las pequeñas operaciones, lo mismo que si hubiera aumento de negocios. No pocas familias apretaban el dogal atado a su cuello por las dilapidaciones del pasado invierno; y otras, no teniendo ni siquiera dogal, se consolaban encareciendo las ventajas y encantos del verano de Madrid, que supera, con sus paseos y embelesadoras noches, al verano triste y eremítico de los pueblos circunvecinos. Veranear en Pinto o Getafe es como invernar en el Escudo o en Pajares.

Los Tellerías eran de esos que por nada se quedan. También ellos se iban, contra todo fuero y razón de la aritmética, y dando al traste con toda ley económica. Pero obligada a estirar hasta lo imposible la primavera, la marquesa decía que el tiempo era aún tolerable, que en el Norte llovía mucho y hacía frío. No teniendo motivos para prorrogar su viaje, sino antes bien razones poderosas para acelerarlo, León fijó día en la primera semana de Julio. Pero la víspera del día marcado un suceso trastornó los planes de todos. Ya sabían los hijos del marqués que su hermano Luis Gonzaga estaba enfermo. Gustavo y León sabían algo más; sabían que estaba atacado de un mal muy terrible, perseguidor y verdugo de la juventud contemporánea; mal que se aviene con las naturalezas débiles y extenuadas por las pasiones y el estudio. Como, según los informes de los padres de Puyoo, la enfermedad de Luis hallábase en grado incipiente, no habían dicho nada a la marquesa, esperando que esta sabría la verdad por sí misma, al hacer la visita acostumbrada al establecimiento durante la temporada de verano. Pero inopinadamente cayó sobre la casa, como rayo de la ira celeste, un aviso del rector anunciando que Luis Gonzaga había entrado de súbito en un período alarmante, y que… «deseando el joven ver a su familia, saldría al siguiente día para Madrid en el tren expreso».

Absortos y afligidos se quedaron todos, y más aún cuando al otro día vieron entrar al infeliz joven, que tan claro tenía en su persona el sello de la traidora dolencia y que semejaba un espectro en sotana. Su cara ofrecía, a pesar de estar ya como agostada por el frío beso de la muerte, gran semejanza con el rostro hermoso y vivífico de María. Ya se sabe que eran gemelos, y que se parecían todo lo que puede parecerse un hombre a una mujer, sólo que la joven, llena de aparente lozanía, aventajó siempre en vigor y representación física a su hermano, harto afeminado desde la infancia.

Barbilampiño y endeble, se creería nacido para el sacerdocio y para la contemplación de las cosas espirituales. Sus ojos, que por lo verdes y expresivos parecían espejos en que se reflejaba la propia mirada de María Egipcíaca, estaban rodeados ya de un cerco oscuro. Durante su niñez y juventud había vivido siempre abrasado por una fiebre constitucional con la cual iba tirando como si fuera un estado fisiológico. Ahora, cuando la solución se aproximaba, su fiebre era como un rescoldo interior que le consumía. La holgada sotana negra y floja marcaba, al sentarse y al andar, los duros ángulos del esqueleto; su voz parecía el eco de quien está hablando en algún rincón invisible y profundo, donde las corrientes de aire suspenden, entrecortan y apagan el sonido, haciéndolo oscilar como el chorrillo de una gotera.

Sentado en un sillón, a las demostraciones cariñosas de la familia respondía con escasas frases en que la intensidad del afecto compensaba el laconismo, con apretones de manos, con miradas ardientes y amorosas.

Desolada y suspirante, la marquesa no sabía contener la expresión de su dolor, y sus quejas concluían siempre con proyectos de administrar a su hijo aires puros, aires campesinos, aires de establo, y de llevarle a beber aguas salutíferas. Lo primero que se decidió fue celebrar junta de médicos, convocando a lo más selecto. El enfermo sonreía con expresión de incredulidad, pero sin oponer resistencia a nada, porque el hábito de la obediencia, tan arraigado en él, dábale fuerzas para dejarse zarandear en su agonía.

León no le había visto nunca. Cuando entró a verle, la marquesa le dijo: – Aquí tienes a tu hermano que no conoces.

– Le conozco – contestó Luis Gonzaga, dejándose estrechar su mano flaca, ardiente y húmeda por la de León.

Y, diciéndolo, clavó en él la mirada atenta, penetrante, por tanto tiempo que la marquesa, alarmada de aquel largo discurso de asombro mudo, dijo así:

– Ya sabes que es muy bueno.

– Ya, ya sé – repuso Luis, mirando a su hermana. – ¿Y os marcháis de Madrid?

– ¿Cómo quieres que nos vayamos dejándote así? – replicó María, derramando abundantes lágrimas.

– Pero tu esposo no querrá detenerse.

– Nos quedaremos – afirmó León, sentándose en el grupo que rodeaba al joven. – Ni María quiere separarse de su hermano, a quien no ha visto en tanto tiempo, ni yo quiero que se separe.

– Ni tampoco quieres tú separarte de ella – añadió la marquesa. – Eres un modelo de maridos complacientes y bondadosos… Quizás nos vayamos todos juntos.

– Luis mejorará – dijo León, – y entonces emprenderemos nuestro viaje.

No sabemos si era aquel mismo día o el siguiente cuando León se hallaba a solas con su suegra, presenciando uno de los más fuertes accesos de tristeza que en ella había visto, y que se determinaban en suspiros, en lamentaciones de su desgraciada suerte y en protestas de poner las cosas en un pie conveniente de orden y economía. La excelente señora derramaba copiosas lágrimas, y estrechaba la mano de su yerno, prodigándole los nombres más dulces de que se vale el cariño materno.

Hallábase, según ella, la familia uno de los más grandes conflictos que podrían ocurrir a familia alguna. La enfermedad de Luis Gonzaga exigía dispendios inmediatos. La ilustre dama no tenía carácter para tratar a la junta de médicos como trataba a sus acreedores de escalera abajo el marqués, cuyos despilfarros habían llegado a un extremo escandaloso. Ella estaba fatigada, consumida de aquel género de vida aparatosa y de relumbrón en que la sostenía, mal de su grado, el orgullo de su marido y de sus hijos. Ella se consumía en el tedio de los saraos, y devoraba en silencio las ansias de aquella hambre disimulada y de aquel malestar continuo que hacía de su casa un infierno. ¡Oh!, su educación, su clase, sus principios, sus nobles sentimientos pugnaban con la farsa; mas era débil, amaba entrañablemente, aunque sin premio, a los mismos autores de aquel malestar, y no podía desprenderse de los hábitos que se le habían impuesto. Pero estaba decidida a ser enérgica, implacable; a cortar para siempre las malas costumbres introducidas en su casa; a enfrenar al marqués; a hablar claro, muy claro, a sus hijos; a establecer un orden riguroso, excesivamente, ferozmente riguroso; a vivir de sus recursos propios y naturales, renunciando al brillo engañoso y a la competencia ridícula con fortunas saneadas y enteras. Ella lloraba en silencio y pedía a Dios que apartase de la casa de su hija las calamidades que pesaban sobre el hogar paterno, favor que Dios parecía resuelto a conceder desde que adjudicó a aquella bienaventurada joven un marido ejemplar, un marido juicioso, un marido modelo, un marido de elección, un marido canonizable, dicho sea con perdón de la Iglesia.

Y no sabemos tampoco si fue aquel día o el siguiente cuando el marqués se encerró con León en su despacho, y con acento patético y desembarazado, desarrolló ante los ojos de este el panorama desconsolador de su propia situación, dando en él toques de grandísimo efecto, agrupando sabiamente las sombras y dibujando con energía la figura más convincente, que era la enfermedad del mejor, del más querido de sus hijos. Esta desgracia venía a acercar la mecha a la casa de Tellería, toda desvencijada y llena de puntales, atestada de oropeles, de guiñapos dorados, de bambolla inútil… Veíase el insigne cuanto desventurado señor enfrente de un problema terrible, y su decoro de hombre público y su dignidad de padre de familia estaban como reos de muerte a quienes ya se ha subido en el fatal tablado. Lo peor es que no tenía él la culpa, sino la marquesa, autora indirecta de las filtraciones (gustaba mucho de emplear este término, tomado por la Hacienda al arte de la fontanería) que disminuían el caudal de su casa, mostrando el horrible cauce vacío… Él, por su parte, se reconocía también algo culpable, porque había querido sostener una posición exageradamente decorosa como hombre que se debe a su nombre, a su partido, a su patria; había contado con el éxito de operaciones bien preparadas, y con las posiciones que adquirieran sus hijos. ¡Desengaño, ilusión!… Él, verdaderamente, no se reconocía impecable; él no dejaba de comprender que había sido débil, excesivamente débil, ante el desenfrenado lujo implantado en su casa por la marquesa; él no debía haber autorizado con su presencia las comilonas, los tes, los raouts, los saraos que llenaban de ruido, de murmuración, de equívocos y de humo su casa en determinados días de la semana; él debió resistirse, debió protestar, ¿quién lo duda?, pero no protestó; fue cómplice, faltó a los sanos principios conservadores y preventivos que eran norte y fanal de su conducta. Pero estaba decidido a cortar abusos, a reformar radicalmente la administración, a hacer economías, a sostener el orden doméstico, base de las virtudes privadas y públicas. Y no hablaba, ciertamente, a su yerno de este desagradable asunto con objeto de pedir su amparo para salir de los compromisos del día, no; esto no era compatible con el decoro del suegro, ni con sus ideas extremadas en materia de dignidad; hablábale sin otra mira ulterior que darle a conocer la abrumadora realidad, para que usando de su prestigio cerca de la familia, tratase de señalar a Milagros el abismo que a sus pies se abría. El pobre marqués se sacrificaba por todos, no quería nada para sí. La enfermedad de su hijo más querido le afectaba en extremo; no tenía gusto para nada, y se sentía víctima de la fatalidad, de las pésimas condiciones de este país ingobernable, pobre, a pesar de la fertilidad del suelo. ¿Cómo hacer frente a las inmensas dificultades de tal situación? ¡Ay!, el mismo marqués necesitaba urgentísimamente tomar baños alcalinos para su reuma, y no podía, no quería emprender el viaje. Su deber le retenía en Madrid al lado de su hijo enfermo; su deber le prohibía gastar en su persona lo que reclamaba la vida amenazada de Luis Gonzaga, un joven sin igual, casi un sacerdote, un santo bajado del Cielo… El marqués conocía los deberes que le imponía su situación, y estaba decidido a cumplirlos. Sí, su hidalguía, genuinamente española, se lo ordenaba así; pero necesitaba los consejos de un amigo cariñoso y desinteresado; necesitaba que alguien le animase con palabras varoniles y le alentase con ejemplos eficaces; necesitaba de un hombre recto, juicioso, franco, enemigo de farsas; necesitaba, en fin, un apoyo moral, puramente moral…

– Repito que un apoyo moral nada más – dijo terminando la frase con un suspiro y estrujando entre sus manos la de León.

Si este fuera capaz de envanecerse con las alabanzas, aun siendo merecidas, se habría hinchado de satisfacción cuando Milagros, dos o tres días después, le dijo con tono de verdad sincera:

– ¡Cuán cierto es, querido hijo, que un buen corazón puede existir debajo de una cabeza vacía de ideas religiosas!

Y cuando el marqués le dijo:

– Ya te tenía por el hombre mejor del mundo. Es tan grande tu bondad, que me hará creer en una utopía; ya sabes que yo no creo en utopías; pero ahora… En fin, no puedo expresarte lo que siento al ver el interés que tomas por el decoro de tu familia. Bien conoces tú que en el Diluvio de las pasiones es necesario que la familia se salve. ¡Sí, la sociedad se hunde; pero sobrenadará la familia, el arca…!

Dicho sea en honor de la verdad, León, más que la salvación de su familia política, comparada, no sin gracejo, por el marqués con el arca de Noé, había tenido presente la enfermedad del gemelo de su esposa y la pena que esta sentía al ver la mala disposición de sus padres para las horas aflictivas y los dispendios que tan cerca andaban.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Ses
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Ses
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок