Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 8
Capítulo XVII. La desbandada
El pronóstico de los médicos fue muy triste. Sin embargo, indicaron que el desenlace funesto estaba aún lejano, con lo cual hubo esperanzas y algún sosiego en la casa. Tan consolador es el tiempo que está por venir como el que ha pasado, y las desgracias aplazadas, así como las trascurridas, se pierden en ese indeterminado horizonte detrás del cual está el ancho hemisferio del olvido. En la familia de Tellería empezó a renacer la calma, y cada individuo de ella fue recobrando poco a poco su habitual fisonomía. Gustavo, era diputado y pasaba todo el día en el Congreso. La marquesa, sin dar completamente tregua a la pena real que la dominaba, había recobrado aquella dulce expresión de conformidad con el mundo terrestre, mezclada siempre de cierto pietismo quejumbroso, de lo cual resultaba una especie de resignación a gozar. Las cosas fútiles la ocupaban largas horas. Una mañana encontrola León muy indecisa enfrente de una elección de sombreros de verano, traídos de la tienda. Había allí todas las variedades creadas cada mes por la inventiva francesa. Veíanse nidos de pájaros adornados de espigas y escarabajos, esportillas hendidas con golpes de musgo, platos de paja con florecillas silvestres, casquetes abollados, pleitas informes con picos de candil, cubiletes con alas de chambergo y pechugas de colibrí, solideos rodeados de gasas, en fin, todas las formas extravagantes, atrevidas o ridículas con que la fantasía delirante de los artistas de modas emboba a las mujeres y arruina a los hombres. La marquesa los miró todos, agraciando a cada cual con una observación picante y discreta, como mujer de refinadísimo gusto. Se puso algunos, los probó ante el espejo, moviendo su cabeza para buscar mejor los efectos de línea y de color, y, al fin, los devolvió todos a la caja, diciendo:
– No compro nada… Todavía es posible que vayamos a Francia… Allí compraré, como otros años, todo lo que necesite, y lo introduciré… lo introduciré… Yo me sé entender con la Aduana. Sí, es posible que vayamos… ¿Pero no sabes, León…?
Este había presenciado con su mujer y con Luis Gonzaga la inspección de sombreros, dando su parecer cuando se le pedía. La conversación pasó de la moda al contrabando. Los dos gemelos estaban mudos y tristes, mayormente Luis, que fijaba sus ojos con insistencia en la jardinería inmediata al balcón, llena de gomeros, algún rododendron y hermosas azaleas cubiertas de flores rosadas.
– ¿No sabes, León? – prosiguió Milagros. – Esa mala cabeza de Leopoldo se nos marcha esta tarde. Va a Biarritz con esos chicos, con sus amigotes. No le he podido contener… le he demostrado que, quedándonos aquí todos por acompañar a Luis, él también debe quedarse. Dice que necesita los baños de mar, y no le falta razón… Aprovecha la marcha del duque de Cerinola y del conde de Garellano, que tienen coche-salón.
Un criado a quien se preguntó por Polito, dijo que el señorito Leopoldo había dicho que almorzaba fuera; que del palacio de sus amigos partiría para la estación, sin volver a la casa de sus padres. Su equipaje estaba ya hecho y las maletas cerradas.
Tan extraordinaria manera de despedirse, demostrando a las claras el cariño filial y fraternal de aquel benemérito mancebo, afligió un tanto a la marquesa, que en medio de sus desvaríos, no carecía de afectos ni de conciencia. Leopoldo era, según ella, un chico detestablemente educado, aunque no por culpa de su madre; un calaverilla empedernido, insensible a todo dulce afecto, y que, por montar un caballo prestado, o guiar un coche ajeno, o viajar en el wagón del amigo, o estrechar la mano de Higadillos, o poner a una carta unos cuantos duros, era capaz de volver la espalda a su familia en los momentos de mayor conflicto.
El marqués, que se acababa de presentar, vistiendo elegantísimo traje claro de verano, recibió la noticia con escepticismo mundanal, que parece en ciertas bocas la fórmula más pura del buen gusto.
– Es natural – dijo – que los muchachos se diviertan… Después viene la edad madura, los achaques, las graves preocupaciones de una posición social consagrada a la vida pública, el reuma… por ejemplo; aquí estoy yo, que a todo trance necesito un poco de carena… y no puedo menos de tomarla. El médico se ha puesto furioso cuando le dije que no podía salir este verano… «¿Cómo se entiende, señor marqués?… Un jefe de familia no debe descuidar su salud. Le condeno a usted a baños. ¡Sentencia inapelable!». En resumen, queridos, he resuelto marcharme mañana.
La estupefacción de la marquesa parecía despecho y enojo. ¡Todos libres y ella esclava, amarrada al nefando potro del veraneo en Madrid, a ese potro no tan ignominioso por lo molesto como por lo cursi!
– Nuestro querido Luis – añadió D. Agustín acariciando la barba de su hijo – mejora de día en día. No hay cuidado por él. Le conviene el reposo. Un verano en Madrid, al lado de su madre… Con cuánto gusto os acompañaría; pero estoy fatal. Varios amigos me han comprometido a tomar con ellos el tren de mañana.
Al decir esto se había quedado solo con León, porque Milagros con sus dos hijos gemelos pasó al comedor.
– Yo no hago aquí falta – prosiguió el marqués, paseando en compañía de su hijo por la hermosa sala adornada de los mil preciosos cachivaches de exportación francesa en tapicería, cerámica y mueblaje que han venido a llenar en las casas aristocráticas el vacío de las verdaderas obras de arte, arrancadas de su esfera natural por las quiebras y llevadas a los museos por el dilettantismo del Estado – yo no hago falta aquí. Ya debes suponer que no me voy tranquilo. Por cierto que me enfada la ligereza de mis hijos, huyendo a la desbandada de la casa paterna, cuando la pobre Milagros necesita de su compañía para sobrellevar la enfermedad de Luis… porque Luis está grave, no nos hagamos ilusiones. Yo creo que tirará; puede ser que rebase este otoño; pero el invierno… de todos modos, los chicos han hecho mal, muy mal. Leopoldo se va esta tarde, y Gustavo, mañana. No lo hubiera creído en Gustavo; pero ya se ve… está enamorado, perdidamente enamorado. La marquesa de San Salomó parte mañana para Arcachón, París y El Havre. Gustavo sale también para el extranjero, y ya sabemos que las cartas se le han de dirigir sucesivamente a Arcachón, París y El Havre. Bonito viaje, ¿no es verdad? La marquesa de San Salomó es linda y elegante; mi hijo tiene grandes atractivos…; pero ¡quién sabe si será verdad lo que dicen! Yo no lo creo. No hay duda de que la oratoria ardiente de Gustavo, sus defensas briosas del catolicismo, hicieron estragos en las tertulias elegantes. Desde muy temprano era de ver la tribuna llena de preciosas cabezas, adornadas de los más lindos sombreros, y allí se oía un murmullo delicioso de disputas y alabanzas. Porque eso sí: tenéis que confesar que la mujer es entre nosotros salvaguardia de las venerandas creencias de nuestros padres. ¿Queréis hacer la transformación de las conciencias, señores ateos?, pues empezad por suprimir esa encantadora mitad del linaje humano… La verdad es que Gustavo habla maravillosamente: sus palabras de fuego conmueven la Cámara y alborotan las tribunas. Luego ha escogido un tema tan simpático, tan elocuente de por sí, un tema que habla al sentimiento, al alma, a la fe, a lo que hay más sagrado, de más divino en nuestra alma, y que se conforma admirablemente con la hidalguía castellana. El marqués de Fúcar me dijo ayer guiñando el ojo: «Tellería, este chico sabe el camino…». Yo también lo digo: Gustavo sabe a dónde va… y por dónde se va. Reúne tantas buenas cualidades, que es, como me decía en la tribuna del Senado D. Cayetano Polentinos, «un verdadero archivo de esperanzas». Talento, buena figura, ese ardor parlamentario… No obstante, me hubiera gustado ver en él un poco más de apego a la familia… Que emigre yo, tan necesitado de reposo y salud; pero Gustavo… Comprendo la atracción invencible de una mujer como la San Salomó… Ya, ya vamos. (Se había presentado un lacayo, diciendo que el almuerzo se enfriaba). ¿Tienes ganas de almorzar, León? A ti también te sentaría levantar el vuelo.
Al día siguiente, León despedía en el embarcadero del Norte al marqués y a Gustavo que iban en el mismo tren, pero en coche distinto, en compañía distinta, aunque ambos con billetes de favor, debido a la amistad con los consejeros de Administración.
– No he podido prescindir de este viaje – le dijo Gustavo, tomándole del brazo y llevándole a dar un paseo por la parte del andén donde había menos gente. – Si algo ocurriese en casa, me pones inmediatamente un parte telegráfico… ¿Ves?, ahí está ya esa mujer: me lo figuré desde que vi a papá preparando su viaje: ¿la ves?
– ¿A quién?
– La Paca… a la Paquira… esa.
Entre la compacta muchedumbre, sobre la cual parecían sobrenadar cantidad de sombrerillos empenachados de rústicas flores contrahechas, de plumajes sutiles y de velos verdosos y azules como jirones de nubes que empañaban las caras, León vio una muchacha de gracioso rostro y elegante figura, que disputaba con el vigilante por dos asientos de berlina.
– Allá está papá con dos de sus amigos que salen también… Y yo pregunto: «¿a dónde conduce esta absurda ligereza de un hombre que debía considerar su edad, sus deberes, el estado de nuestra casa, su posición social…?». El afán de ser siempre joven mata a la sociedad presente… Si tú no sales, acompaña a mamá y a Luis todo lo que puedas. Mamá está muy afectada: esta desgracia ha sido para ella como un aviso del Cielo, como una advertencia para que deje de ver en la vida una sucesión perpetua de goces. ¿Será aprovechada la lección? Me temo que no. Su corazón es bueno; pero su carácter está lleno de debilidad. Me indigna el ver cómo la enternece el pillete de Leopoldo para sacarle dinero. Mamá es así: todo el que pide para divertirse la encuentra propicia… Pero el tren se va… Papá no ha entrado en el departamento donde va la Paca; pero está en el inmediato con sus amigos. Al menos, que evite el escándalo… Yo me entro en este salón. Nos hemos reunido varios amigos del marqués de San Salomó, que ha tenido la bondad de invitarme. Adiós. Que me escribas, que me pongas un parte si ocurre algo. Arcachón, Hotel Brisset… Más tarde, en París, poste restante.
Capítulo XVIII. El asceta
León observó que Luis Gonzaga estaba en la casa paterna fuera de su centro. Aquella figura rígida y macilenta, enfundada en negro sayal con faja del mismo color que amenguaba su mezquina cintura, con la cabeza descubierta, el semblante inclinado, la vista en el suelo clavada, la tez glutinosa, el cuello flaco y vacilante, cual si no pudiera resistir el peso de la cabeza; las manos largas, amarillas, trasparentes, como haces filamentosos y sin más fuerza que la necesaria para cruzarse orando, discurría como una sombra maldecida por las salas revestidas del abigarrado papel o de las chillonas tapicerías. Era una mancha oscura y triste caída sobre el mueblaje de colorines y oro, sobre los exóticos objetos de estilo japonés, cuyas aisladas figuras de pesadilla parecían armonizar con la personal del escuálido colegial.
Se le veía errante, agitado como un pájaro prisionero, que busca salida, y cuando sus ojos recorrían la varia colección de muebles y objetos bonitos, era para escoger la silla más incómoda y sentarse en ella. Buscaba los rincones oscuros para nido de sus meditaciones. A veces, los criados, al arreglar una pieza, encontraban aquel negro cuerpo fajado, y ante él detenían el plumero, pronunciando glacial fórmula de respeto. Entonces Luis huía de allí para buscar otra choza en aquella Tebaida de papel pintado y estampas profanas, de seda y cretona, de damasco y palo-santo. El pobre anacoreta moribundo, al correr de un rincón a otro, espoleado por su febril misticismo, tropezaba con un piano, con un biombo chinesco, con un velador que sostenía redoma de peces, con un blando sofá vestido de hilo gris, o con una desnuda Venus de bronce. Él no comprendía que se vistiese a los muebles y se desnudase a las estatuas.
Los criados le miraban con indiferencia, quizás porque él no les dirigía nunca la palabra ni les pedía nada; tanta era su humildad. Era hombre que resistía el hambre y la sed hasta un extremo incalculable, y no conocía las molestias, porque las trocaba en placeres su alma codiciosa de mortificación. Un lacayín con pechera estrecha de botones, la carilla alegre y vivaracha, la cabeza trasquilada, los pies ágiles y las manos rojas llenas de verrugas, era el único que le prestaba algunos servicios, aun a despecho del mismo joven. Este solía hacerle preguntas:
– ¿Cómo te llamas?
– Felipe Centeno.
– ¿De dónde eres?
– De Socartes.
Pero no hablaban largo. El anacoreta bajaba los ojos y el lacayito se alejaba. Los demás servidores de aquella casa tenían todos una expresión displicente y avinagrada, como hombres que, contra su voluntad, hacen penitencia, viéndose condenados a pobreza absoluta en medio del lujo y de la pompa.
La marquesa y María acompañaban largas horas a Luis, procurando reanimarle con triviales palabras.
– Yo no temo la muerte – les decía él sinceramente. – Por el contrario, la deseo con todo el ardor de mi alma, como un cautivo sano desea la libertad. Vosotros no me comprendéis porque estáis apegados al mundo, porque no vivís la vida interior, porque no habéis roto, como yo, todos los lazos de la tierra.
La marquesa acogía con suspiros estas seráficas declaraciones, que producían tristeza y admiración, por considerar cuán lejos se hallaba ella de tales alturas. Su reclusión y el calor daban a la señora melancolía y aburrimiento.
Una noche, cuando León se retiraba a su casa, dijo a su mujer:
– Sólo por dignidad, o, mejor dicho, por miedo al qué dirán, no ha seguido tu mamá a los demás en esta deserción infame. ¡En qué horrible mundo vivimos! Pues que todos se van o se quieren ir, nosotros nos quedaremos. Tu hermano está muy grave; puede resistir todo el verano, y puede acabarse cuando menos se piense.
Al día siguiente, el médico dijo que la casa de Tellería, situada en un barrio populoso, sombrío y mal ventilado, era lugar muy impropio para el enfermo. Se acordó trasladarle al hotel de León, situado en los bordes de la villa, bañado de aires saludables y protegido por un plácido silencio que lo hacía muy agradable. El enfermo no opuso resistencia a esto, como no la ponía a cosa alguna, y fue trasladado a la morada de su hermana.
Le instalaron en el piso bajo para evitarle subir escaleras, dándole por alcoba una pieza inmediata al despacho de León, y por sala para residir constantemente, el despacho mismo, vasto, claro, alegre. Ninguna de estas ventajas llamó su atención, porque lo mismo era para él un real palacio que la mazmorra más oscura. El primer día diéronle fuertísimas congojas, y tan continuadas que madre e hija se alarmaron mucho; mas él, luego que fue serenándose, sonreía con afabilidad y dulzura, diciéndoles:
– ¿Por qué os asustáis? ¿Por qué lloráis? Yo no me asusto, ni lloro, sino que estoy alegre, más alegre cuanto más acerbo es mi padecer. De veras os digo que, al considerarme tan cerca de la muerte, contengo mi alegría, no sea que el gozo de verme libre de esta hedionda vestidura carnal despierte alguna vanidad en mi alma, u otro sentimiento desagradable a los ojos del Señor. Si me envanezco demasiado de morir, queridas de mi alma, puede que Dios me castigue, condenándome a vivir algún tiempo más.
Con León hablaba poco, casi nada, pues siempre que este iba a preguntarle por su salud o a acompañarle, hallábale entregado a sus prolijas devociones, cuyo plan no alteró jamás, ni aun en los días de mayor gravedad. Le llevaban de comer lo más escogido y lo más propio para su estómago; pero él tomaba siempre lo peor.
– No como esto – decía – porque me gusta.
Rogábanle que tomase tal o cual cosa de gran provecho para su salud; pero siempre a ello se negaba.
– Puesto que tu gusto es no tomarlo – le decía su hermana con admirable lógica, – mortifícate tomándolo.
Entonces sonreía y lo tomaba.
Iban a visitarle algunos sacerdotes, principalmente franceses, de esos de melena ahuecada y gracioso sombrero de tres candiles, corteses, finos, mundanos, limpios, y platicaban acerca de la casa de Puyoo. Había en tal tertulia un barniz elegante y ese tonillo relamido de ciertas sociedades. Rara vez se veía allí a los graves curas españoles, que, cuando son buenos, son los clérigos más clérigos, digámoslo así, de la cristiandad, verdaderos ministros de Dios por la seriedad real, la mansedumbre sin afectación y la sana sabiduría. Luis Gonzaga gustaba de la tertulia, pero más de la soledad; en aquella mostraba su agudo juicio, no exento de sal y gracejo; su piedad profunda, que era la admiración de todos, y su dicción grave, tiernamente apasionada. Todas las mañanas le llevaban en coche y con grandes precauciones a la iglesia, de donde venía tarde. Al regresar, meditaba a solas y de rodillas; no tomaba alimento sino cuando ya no podía sostener su cuerpo extenuado, y en mitad de la sobria comida solían sobrevenirle las congojas, que parecían rematar su trabajada vida en un suspiro.
No permitía que nadie le ayudase a vestirse y desnudarse, ni que le acompañaran de noche. María hizo notar a su esposo que algunas mañanas estaba el lecho intacto, señal de que había dormido en el suelo. Los blandos sillones y sofás que las industrias suntuarias han puesto hoy al alcance de todas las fortunas no conocían el contacto de sus huesos. Sentábase ordinariamente en una banqueta de rejilla sin respaldo, y allí estaba horas y horas rígido, sudoroso, fatigado. Cuando su cuerpo no podía tenerse derecho, arrimaba la banqueta a la pared y apoyaba la fatigada espalda, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y cruzando las manos. Parecía un reo a quien acababan de dar garrote.
No hablaba nunca de sus hermanos, ni de su padre ausente. La persona a quien mostraba más apego y algo de confianza era María. A León ni siquiera le miraba.
Frecuentemente era mortificado por escrúpulos, algunos de los cuales solía manifestar. Si por espacio de un cuarto de hora estaba su pensamiento ausente de las meditaciones sobre la muerte, al caer en la cuenta de su distracción sentía inquietudes y un vivo enojo contra sí mismo. Quería imitar en todo o al menos en lo posible al glorioso niño de quien tomó el nombre, aquella alma angelical y purísima que voló del mundo a los veintitrés años, abrasada por el fuego de la pasión mística, y que en su breve existencia fue mártir voluntario de la mortificación, un verdugo implacable de los propios sentidos, cultivador inmenso de la vida interna y que mutiló en su pensamiento y en su sentir todo lo que no fuera el ardiente prurito de salvarse.
Como el santo niño jesuita, Luis Tellería padecía horriblemente de la cabeza; repetíanle en la casa de Madrid las tremendas jaquecas que en Puyoo le daban con frecuencia, abrasándole el cerebro y conmoviendo su máquina toda, cual si, convertidos en molde sus sesos, cayese en ellos un metal derretido. Durante estos ratos de espantosa mortificación, su alma, replegada en sí misma, gozaba con el martirio; los dolores físicos eran recibidos allá dentro con un júbilo delirante que tenía su vanidad y su sibaritismo. No exhalaba una queja, y cuando sentía revolverse dentro de su cráneo las serpientes de fuego, su boca se le contraía para sonreír. A aquel San Luis mandole el prelado que no pensase tanto, para evitar un mal tan penoso. A este le decían lo mismo, y, gozoso de parecerse al santo, contestaba: «Mándanme que no piense tanto para que no me duela la cabeza, y más me duele de hacer esfuerzos para no pensar nada».
El médico le ordenaba diariamente calmantes y otras medicinas. Las tomaba por fórmula, cuando a ello le apremiaba su madre con ruegos y sollozos. La medicina que a él le gustaba era una correa erizada de picos de hierro que constantemente llevaba enroscada en su cintura, no más ancha que la de una niña de doce años. Su hermana se acercaba de noche a su cuarto, andando de puntillas para no ser observada, y en vez de hallarle descansando, le veía de hinojos ante el crucifijo que le habían puesto junto a la cama.
En la casa de Puyoo había hombres muy buenos, otros muy sabios, algunos listos y traviesos, y todos se hacían lenguas de la virtud de Luis y de aquel santo odio de sí mismo, que parece, a pesar de todas las declamaciones, forma algo anticuada de la religiosidad. Sin embargo, la misma tendencia de la devoción moderna a reconciliarse con el buen comer y el mejor dormir hacía más admirables las abstinencias y el voluntario martirio del hijo del marqués. Su fama era grande en toda la Congregación: se hablaba de él en Roma.
Vivía en estado de taciturna tranquilidad, y a pesar del gran cariño que tenía a sus padres, había logrado a fuerza de horribles luchas con su memoria, no pensar en ellos, para que cosa ninguna le pudiera apartar de la presencia continua de Dios, fin perpetuo de sus ansias y martirios. Al par que su santidad, descollaba su ingenio en el estudio, siendo tan peregrino y agudo, que en poco tiempo dominó la filosofía y teología, y supo defender conclusiones con tanto despejo, que los ergotistas más hábiles se quedaron pasmados. Pero esto mismo fue ocasión de gran desasosiego para su alma, porque el verse elogiado mortificaba su humildad, hasta que, temeroso de que su amor propio se despertara con las alabanzas, se fingió torpe. Su anhelo era que en la cátedra se le considerase como el último de los escolares. Sólo ante el riguroso mandato del superior renunció a hacer escrúpulos de sus talentos. Entre estos decollaba su razonar persuasivo y su elocuencia arrebatora, que arrastraba a la multitud y hacía llorar a los más empedernidos.
Obedecía a los superiores y observaba las reglas con prolijidad extremada: llegó a dominar de tal modo sus sentidos que al fin parecía no poseerlos, y su oído torpe y sus ojos, siempre fijos en el suelo, no se enteraban de nada. Pasaban las personas a su lado sin que las viera. Recorría a veces con sus compañeros un paseo, un camino cualquiera, sin darse cuenta de nada. Había hecho voto de no mirar jamás a la cara a ninguna mujer, como no fueran su madre y su hermana, y lo cumplía con todo rigor. Con tal sistema su alma debía ser de una pureza ejemplar, casi, casi, como la pureza del ser que no ha nacido.
Cuando los médicos anunciaron la terrible enfermedad, aseguró sentir una alegría inmensa, y se alegró tanto con la idea de padecer mucho y morir padeciendo, que hizo escrúpulo de aquella alegría, y preguntó al padre director si habría pecado en regocijarse tanto con la certeza de morir, y si esto sería un artificio de la vanidad. Tranquilizado sobre punto tan difícil, observaba su mal y aumentábalo a escondidas de los superiores con privaciones y una guerra oculta declarada a toda medicina.
La resolución de enviarle a su casa, cuando la muerte parecía segura, le afligió al principio; pero después tuvo una idea, un proyecto, y se dejó conducir a Madrid y enjaular en las lujosas salas abigarradas que le parecían la proyección externa de su propio mal, horrible, demoníaco, nauseabundo.
Y no obstante, él, contraviniendo las leyes naturales, cuidaba su enfermedad como se cuida una flor para que crezca; alimentaba aquella bestia inmunda que se lo comía, y gozaba al sentir chupado y mascullado su miserable cuerpo, que no era para él más que un estorbo. Solía decir: «El mundo no es más que un fétido callejón, donde la sociedad se agita con delirio carnavalesco. Estamos condenados a pasarlo vestidos con la repugnante máscara de nuestro cuerpo. Bienaventurados los que lo pasan pronto y pueden arrojar al fin la máscara para presentarse limpios ante Dios».
Este era el varón angelical, esta el alma inflamada, loca en que todo era fe y desprecio del mundo, de tal modo que ella sola bastara a dar a nuestro siglo lo que aún le falta, un santo, si el siglo no pareciese dispuesto a romper la turquesa de las canonizaciones. Verdad es que a Luis le faltaba el milagro, pero ¿quién sabe si los había hecho y los callaba, siguiendo su santa costumbre de escrupulizar su amor propio?
Alguien dijo que aquella santidad no era más que un papel bien representado; pero esto carecía de fundamento. Más cerca de lo cierto andaba quien dijo que la santidad, como la caballería, tiene sus Quijotes. En Luis todo era buena fe. Si engañaba a alguien, era a sí mismo. No puede negarse que era grande y heroico. Ninguno de los muchachos seminaristas que en todo tiempo han tratado de imitar a San Luis Gonzaga (porque esto ha sido una verdadera monomanía entre la juventud clerical) adelantó a Tellería en el esmero de la copia. Pero no se puede imitar lo inimitable y ¿de qué vale un remedo puntual de las acciones y de las palabras, descuidando quizás la asimilación de lo esencial?
Alguien dirá que este joven es una figura de otros tiempos. Pues no es de otros, sino de estos. Mas para verla es preciso ir a buscarla donde está, pues este no es un tipo de la Puerta del Sol. Existen, sí, estos niños seráficos para gloria de una ilustre congregación. El siglo XIX, el más rico de todos los siglos, el siglo enciclopédico por excelencia, tiene de esto, como tiene de todo. ¡Monstruosa síntesis de los tiempos, no se sabe a dónde irá a parar, barajando con sus propias invenciones y prodigios nuevos las reliquias y curiosidades que ha conservado de aquel atrás remoto!