Kitabı oku: «La Fontana de Oro», sayfa 12
CAPÍTULO XVIII
#Diálogo entre ayer y hoy#.
Elías se paró delante de su sobrino. Este balbució algunas palabras, le saludo de un modo incoherente, y le dijo al fin, después de comenzar muchas frases, que estaba seguro de tener delante á su buen tío; pero al ver que éste no le daba contestación ni desarrugaba el ceño, se calló, quedándose cabizbajo y lleno de vergüenza.
Por último, el realista habló.
–No debiera venir á verte, ni acordarme de ti. Mereces lo que te pasa. No tengo lástima de tu miseria, y vengo á conocerte, nada más que á conocerte.
–Señor, yo…
Lázaro no encontraba, la fórmula de una explicación. Coletilla sabía por el abate don Gil lo que había sucedido á su sobrino.
–Sé por qué te han puesto aquí. Un amigo que siguió tus pasos esta mañana me lo ha contado todo. Has levantado la voz en medio de una turba de charlatanes, y te han cogido preso. La justicia te ha puesto donde debieran estar todos los charlatanes.
Lázaro estaba cada vez más confuso. Aquellas palabras, dichas cuando, más que reprensiones, necesitaba consuelo, concluyeron de abatirle. Representósele el carácter de su tío como el más áspero é inflexible que existía en la Naturaleza.
–Me contaron tu hazaña—continuó el viejo con su habitual entonación cavernosa,—y cuando supe que el delincuente era hijo de mi hermana, la indignación y la vergüenza se apoderaron violentamente de mí. No creí que fueras perturbador del orden público. Si tal cosa hubiera sabido, te habrías quedado en el pueblo. Después he averiguado más. Sé que llegaste, y en vez de ir á mi casa fuistes con unos badulaques al café de la Fontana, donde te hicieron hablar y hablaste … y por cierto que lo hiciste muy mal. Todos se han reído de ti. Estuviste después alborotando toda la noche con los que apedrearon la casa de Merilleu.
–¡Ah! no, señor; yo no.
–De cualquiera manera que sea, tu conducta es imperdonable. Pero dime: ¿desde cuándo te has metido á orador? No sabía yo que en Ateca hubiera tanta elocuencia. Te habrán aplaudido los segadores en las eras, y te has creído por eso un Demóstenes.
El fanático reía con tan maligno acento de sarcasmo, que á Lázaro le parecía tener delante un grotesco demonio. Cada palabra abría en el corazón del pobre prisionero una nueva herida, y le abatía y avergonzaba más.
–Pero no extraño tus desvaríos—continuó Elías:—el desorden cunde por todas partes. ¿Qué mucho que estos pedantuelos de aldea tengan tales humos, cuando los sabios de la ciudad ofenden el sentido común con sus ridículos debates? Sin duda algún garito de Zaragoza ha sido el primer teatro de tu petulancia.
La imaginación de Lázaro midió rápidamente el abismo que en ideas y sentimientos le separaba de su tío. Pero se sentía dominado por él, y no podía contradecirle.
–Aquí—continuó el fanático con su espantosa burla, aquí puedes hablar á tus anchas: nadie te molestará. Lo que puede ocurrir es que te crean loco y te lleven á un manicomio. Allí debiera estar media España. Pero no, ¿que digo media España? una pequeña parte, porque casi todos los españoles conservamos el juicio. Sólo una porción de hombres mezquinos, mezquinos de juicio, de carácter, de todo, manifiestan con su conducta todo el extravío de que es capaz nuestra naturaleza. Pero esto concluirá; yo te juro que concluirá, ó es preciso creer que no hay Dios en el cielo, perder la fe y renegar del mundo y del alma. Mira, Lázaro—continuó con tono vehemente y apretándole el brazo con tanta fuerza, que le hizo retroceder inmutado y perplejo;—Lázaro, si tu eres de esos, olvida que por tus venas corre mi sangre, olvida que soy hermano de la que te dió el ser. Un abismo nos separa; no hay reconciliación posible. Es preciso que nos odiemos de muerte. Huye de mí; para mí no eres prójimo. Hay cosas que están por encima de los vínculos de la familia. La vida no se reconcilia con la muerte, ni la luz con la obscuridad. Adiós.
Iba á salir; pero Lázaro, trémulo de asombro, le detuvo, y le dijo con mucha turbación:
–Pero, señor, no me abandone usted, hábleme usted. Yo quiero que pensemos de la misma manera.
A pesar de todo, el anciano le inspiraba respeto y veneración; y al ver que reprochaba sus ideas, sintió ese impulso de subordinación tan natural en un joven da temperamento impresionable.
–Si eres de esos—continuó Elías,—vuelve á tu pueblo y no hables de mí; no digas que me has visto; no creas que existo; y es verdad: para ti he muerto.
–Pero deje usted que me explique…
–¿Qué vas á decir?
–Yo pienso … usted comprenderá que yo tengo mis ideas … he leído y tengo convicciones, sí, señor; estoy profundamente convencido….
–Tú, pobre niño, ¿qué puedes saber?… ¿qué convicciones puedes tener? No sabes otra cosa más que las falsedades leídas en cuatro libros que debieran arder en llamas alimentadas con los huesos de sus autores.
A cada palabra se hundía más Lázaro.
–¿Será posible—dijo con desconsuelo,—que usted me pueda arrancar mis creencias, que yo he alimentado con tanto cariño y que me dan la vida? No, no podrá usted: y si al fin, con la fuerza de su talento, pudiera conseguirlo, yo le ruego que no lo haga y me abandone. Que nos separe ese abismo que usted dice: y si yo estoy en el error… Pero no lo estoy, yo sé que no lo estoy…
–Iluso, fanático, vano … porque sólo vanidad es eso, vanidad de Satán—dijo Elías con severidad; y después añadió con más fuerza:—Pero yo te sacaré de esa miseria.
Estas palabras fueron pronunciadas con tan profundo acento de convicción, que el sobrino no pudo contestarlas, y se hundió más.
–¿Qué intentas hacer? ¿Qué esperas? ¿Piensas que esto va á continuar así por mucho tiempo? Te equivocas, que España está á punto de reconocer su error. Mira cómo rebulle por todas partes. El odio á la Constitución late en todos los corazones honrados. Pronto verás al Rey recobrar sus sagrados privilegios, que sólo Dios con la muerte puede quitarle.
–¡Oh, señor! ¿Y lo que este pueblo ha conquistado con tanta sangre, será perdido por el orgullo de un solo hombre? Si así fuera, yo renegaría de nuestro linaje; y si España se dejara ultrajar de ese modo, sería digna de mejor suerte.
–¡Digna de mejor suerte,—dijo Elías con la más horrible expresión de que era capaz su rostro abominable; digna de aniquilarse y desaparecer de la tierra si no lo hiciera.
–No, no lo puedo creer aunque usted me lo diga. Cuando yo no crea en la libertad, no creeré en nada, y seré el más despreciable de los hombres. Yo creo en la libertad que está en mi naturaleza, para que la manifieste en los actos particulares de mi vida. Yo, ciudadano de esta nación, tengo derecho á hacer las leyes que han de regirme; tengo derecho á reunirme con mis hermanos para elegir un legislador.
–Para darte leyes y obligarte á cumplirlas existe un hombre sagrado, ungido por Dios.
–No: yo y mis hermanos le ungimos. Es Rey porque nosotros queremos. Es sagrado para mí si cumple el pacto solemne que ha hecho con todos y cada uno. Si no, no. Pero lo cumplirá, lo ha jurado.
–Hay juramentos—contestó sobriamente Coletilla,—cuyo cumplimiento es un crimen.
Lázaro sintió frío en el corazón. El aplomo con que aquellas palabras fueron pronunciadas le anonadó más, y le hundió más.
–Y todos esos héroes—se atrevió á decir el preso después de meditar.—todos esos héroes, santificados por la Historia, que viven en el recuerdo de los buenos y serán siempre orgullo del género humano; todos esos que han vivido por la libertad, que han muerto por ella, mártires deshonrados en su último día por la mano del verdugo, pero enaltecidos después por la humanidad… ¿no quiere usted que yo les ame? Y les venero; mi pequeñez no me permite imitarlos; pero por tener ocasión de parecerme á ellos, diera toda mi vida, lo confieso. ¡Oh! si la libertad no fuera la cosa más buena, sería la cosa más bella con la memoria de tantos héroes.
–¿Y esos son tus héroes? ¿Eso es lo que admiras? dijo Elías.
–¿Pues á quién he de admirar? ¿á quién he de admirar? ¿A los tiranos? ¿A Nerón, matando á Séneca; á Felipe II, asesinando á Egmont y á Lanuza; á Luis XV, descoyuntando á Damiens?
–Era preciso enseñar á los franceses que no debía haber otro Ravaillac.
–Pues la lección no hizo efecto, porque hace treinta años que un Rey murió en un patíbulo.
–¡Esos son tus semidioses, esos!—exclamó Elías con furia.
–No: mis semidioses no son el exterminio, el terror ni el asesinato. Lamento los desvaríos de todos; mas no extraño que, al huir da las violencias de un extremo, se toque en las violencias de otro, pagando los crímenes de siglos enteros con el crimen de un día.
–No me hables más—dijo Coletilla con voz reposada y lúgubre:—ya sé que eres de esos, de esos á quienes no tengo palabras bastante duras con que calificar. Tu Dios es un ciego espíritu de libertinaje; la norma de tu conducta es el escándalo. Dime, insensato, ¿cuál es tu fin? ¿Qué ves tú en ese porvenir? Supón que fueras un hombre notable entre los de tu calaña, el más ciego de los ciegos, el más loco de los locos: ¿qué harías, cuál sería tu aspiración?
–Yo no tengo aspiraciones bastardas; no quiero medrar á la sombra de un tirano que pague la adulación con dinero; yo no aspiro más que á la gratitud del género humano, á la gloria.
–¿Gloria por ese camino? La gloria no se consigue sino por el camino de la lealtad, sirviendo á Dios y al Rey. No hay más gloria que la que Dios da en su Paraíso, de la cual es simulacro é imperfecto remedo el culto que da en los altares el linaje humano á los escogidos de Dios. Además, la gloria en la tierra consiste en ser súbdito sumiso y obediente, no en vociferar por calles y plazuelas. De esa gloria que tú has soñado no pueden salir héroes, sino charlatanes y bandoleros. La gloria consiste en cumplir el deber.
–Pues yo cumplo mi deber tratando de emancipar á mis hermanos de una odiosa tiranía, diciéndoles y probándoles que son libres, iguales ante Dios y ante la ley.
–El primero de los deberes es obedecer lo que la ley te mande.
–¿Ciegamente?
–Ciegamente.
–Yo obedezco la ley que es tal ley, la que han hecho los que pueden hacerla, elegidos por mí y mis hermanos, elegidos por todos.
–A ti no te toca examinar la ley, sino obedecerla.
–¿Y si me mandan una infamia?
–No te la mandarán.
–¿Y si me la mandan?
–Te digo que no te la mandarán. Y si acaso Dios permitiera que tu Rey te mandara alguna cosa contraria á la justicia, hazla, que Dios le castigará á él y te premiará á ti en la otra vida. Serás mártir. ¿Qué mayor gloria? El martirio del deber es grande y sublime.
Lázaro se hundió más.
–Observa—continuó Elías,—el espectáculo de esa nación. Unos cuantos desalmados le dan leyes en nombre de un principio absurdo, contrario á la Naturaleza. Sólo al Rey ha dado Dios soberanía. ¡Qué desorden! ¡El Rey obligado por una turba de soldados rebeldes á jurar aquel Código abominable! Lo juró; pero en el fondo de su alma lo detesta. No podía ser de otra manera. Está prisionero, prisionero de sus vasallos que juegan con él. El Rey se ve obligado á representar la más horrible farsa. Jamás la dignidad real ha descendido tanto. Pero él se librará de esta horrible tutela, porque Europa, si es preciso, se coaligará para salvar á España. Ya España ha salvado á Europa.
–No, no puedo creer—contestó Lázaro,—semejante iniquidad. Esta invasión sería más odiosa que la de 1808, y también mejor castigada.
–No lo creas: el Rey será restituido á su trono. Además, España no se levantará; y si lo hace, será en favor de la intervención. ¿No ves cómo manifiesta su voluntad? ¿No ves las facciones que aparecen por todas partes? Todas las provincias se arman para proclamar al Soberano absoluto, y aún no han aparecido las principales facciones. España se alzará contra ese absurdo sistema, y Fernando volverá á ser nuestro Rey amado.
–¿Será posible?—dijo Lázaro con desaliento; y entonces se hundió más.
–Tan posible, que no pasará mucho tiempo sin que lo veas. Ahora se va á conocer el temple de las almas. Todos esos charlatanes que te han llenado la cabeza de desatinos huirán avergonzados, yendo á esconder su ignominia en tierra extranjera. Entonces se cubrirán de gloria los hombres de corazón recto; los leales y patriotas lucharán contra una plebe desenfrenada; lucharán por el derecho, por Dios y por el Rey; vivirán eternamente en la memoria de todos, y sus nombres serán en lo venidero un emblema de justicia y de honradez. Estos son los héroes, Lázaro; éstos.
Lázaro se acabó de hundir. Las palabras de su tío le impresionaban de tal modo, que no tuvo aliento más que para decir tímidamente:
–¿Esos nada más?
–Nada más. La gloria es muy divina para que pueda coronar otra cosa que la justicia y el deber. No esperes nada fuera de esto. El torbellino de esa turba ciega te arrastra: ve con él. No te digo más. Camina á la deshonra y la muerte. Adiós. Algún día te acordarás de mí.
–No—exclamó Lázaro deteniéndole:—yo quiero que usted me aconseje y me guíe…. Yo … aunque tengo bastante fuerza de convicciones….
–¿Fuerza de convicciones?—dijo el fanático, deteniéndose y mirando á su sobrino con desprecio.
–Sí—contestó éste,—y no puedo perderlas, no quiero perderlas.
–Bien: sigue por ese camino. Lejos de mí no esperes otra cosa que deshonra, obscuridad. Yo te abandono á tu suerte. Hágame la cuenta de que no te conozco. Te pondrán tal vez en libertad, irás con ellos, serás vencido, y entonces … ó huirás con ignominia, ó te entregarás á la venganza de tus enemigos, que no tendrán perdón para ti, y harán bien.
–¿Pero usted me abandona?
–Sí: ya te he conocido. Vine sólo por conocerte. Ya sé quién eres. En mi casa te espero; pero no vayas á ella sino convertido.
–¡Ah, imposible! No iré.
–Pues adiós—dijo Elías con decisión.
–Adiós—repitió Lázaro con angustia.
Coletilla salió. El joven no se atrevió á detenerle. No creyó que se marchaba hasta que le vió fuera, y sintió que el carcelero cerraba la puerta. Entonces tuvo impulsos de llamarle; gritó; no fué oído; lloró lágrimas de desesperación; golpeó violentamente con sus manos la puerta y el cerrojo, y al fin, cediendo á la fatiga y al trastorno mental, cayó de nuevo en aquel letargo extraviado y doloroso de que le sacara momentos antes la llegada de su tío.
CAPÍTULO XIX
#El abate#.
Al día siguiente, la casa de las tres ruinas contenía en su estrecha capacidad seis personas: las tres Porreñas, Clara y dos visitas.
Clara y la devota estaban encerradas en la habitación interior, destinada á las prácticas ascéticas. La santa, concluida la oración mental, se había sentado en un taburete, y poniendo un gran libro sobre sus rodillas, leía con la cabeza inclinada á un lado, arqueadas las cejas, bajos los párpados, y cruzadas las manos en ademán muy humilde. Clara estaba á su lado, y como no debía llegar, en su flaca naturaleza, á aquel alto grado de perfección, cosía como una pecadora, como una infeliz mujer no acrisolada por las inflamaciones de amor divino. La devota no se permitió otra expansión que referir á su compañero los gozos y visiones que aquella noche había tenido. Después empezó un examen de doctrina, y le hizo varias preguntas morales y teológicas, á que contestó Clara con sencillez, guiándose por lo poco que sabía positivamente y por lo que su buen sentido le sugería. Pero es el caso que á doña Paulita siempre le parecían mal las respuestas de su discípula. La reprendía, le explicaba con escolásticos giros y frases nada comunes, y, por último, la llamaba ignorante y hereje, causándole gran turbación y susto.
De repente interrumpe sus lecturas y sus reprimendas, y exclama:
–¡Ah! se me olvidaba una parte de mi rezo. Ya se ve, me he distraído con los errores de usted, hija. Es preciso que usted piense de otro modo y deseche esas ideas…. Pero digo que me olvidé de rezar … por…. —¿Qué ha olvidado usted?—le dijo Clara.—Me olvidé de rezar dos Padre nuestros por el sobrino de nuestro buen amigo don Elías.
–Jesús; ¿Qué le ha pasado? ¿Qué es de él?—exclamó vivamente Clara sin poderse contener.
–No se asuste, hermana, que no ha muerto—contestó fríamente la devota.
–¿Pues qué le ha pasado?—continuó Clara, que se había puesto pálida y temblorosa.
–Que está preso en la cárcel, y bien merecido.—¿Pues qué ha hecho?
–Alborotar por esas calles y hablar en los clubs una serie de cosas tan pérfidas ó infernales, que horroriza el recordarlas. Anoche nos contó don Elías todo lo que ese desalmado joven ha hecho, y pasé un mal rato.
Clara estuvo un momento sin poder articular palabra. La repentina noticia la turbó tanto, que no se atrevió á preguntar más.
–Hermana—prosiguió la devota,—¡qué muchachos los del dial! ¡Qué horrible corrupción! Ese joven debe ser un monstruo. Pero ¡ay! debemos tener compasión con los delincuentes que yerran. No es que crea yo, como Orígenes, que hasta el diablo se ha de salvar. Pero debemos compadecer y amar á los pecadores, aunque éstos sean de los más empedernidos y rebeldes.
–¿Pero qué ha hecho?—repitió Clara, haciendo un gran esfuerzo para disimular su turbación.
–No lo sé punto por punto; pero son cosas tan horribles…. Ha hecho lo que otros tantos desvergonzados que andan por ahí. Esta sociedad está perdida. A ver, hermana, si aprende usted pronto eso que le he dicho sobre la gracia eficaz.
–¿Pero está preso?—añadió Clara con más miedo.—Preso, sí, y no lo soltarán tan pronto. Pero está usted inmutada … Ya, le tiene compasión, y es natural. La compasión á los semejantes es una de las virtudes que más recomienda Tertuliano. Usted está pálida, hermana. Pero, ya: es efecto de la compasión. Voy á rezar. Y dejando el libro, tomó el rosario y rezó. Clara bajó la cabeza y siguió cosiendo. Era tal su congoja, que no daba un punto á derechas; picóse los dedos muchas veces, y la costura salió tan mal que pronto fué preciso desbaratarla y coserla de nuevo.
Dejémoslas y acudamos á las visitas. En la sala estaban María de la Paz, Salomé, y delante de ellas, en pie y respetuosamente, Elías Orejón y el ex-abate don Gil Carrascosa.
Nada hemos hablado hasta ahora de la amistad de este singular personaje con las venerables viejas. Carrascosa, en su calidad de abate entrometido, frecuentaba la casa de Porreño, lo mismo que otras de la más elevada jerarquía. Aún hemos oído contar á personas de toda veracidad que el intruso y audaz hombrecillo había tenido una parte principal en las misteriosas relaciones de Salomé con aquel joven militar, á quien enviaron al Perú después del rompimiento de la dama con el imberbe duque de X….
Carrascosa era hombre de mucha travesura y socaliña, sutil como el aire, capaz de urdir en el seno de las familias las más hábiles marañas; iba y venía sigilosamente su color de preparar fiestas, de arreglar procesiones, y era, en resumen, un pícaro tercero. Así le llamamos por no darle otro nombre un poco soez, que alguien le aplicó oportunamente y conservó entre muchos con justicia.
La amistad de las tres viejas se interrumpió con la desgracia, y sólo de vez en cuando las visitaba, recordándoles los tiempos pasados con una elocuencia y un calor que no agradaban á doña Paz. Últimamente, sus visitas eran más frecuentes y mucho más afectuosas sus demostraciones de amistad. El día en que los encontramos aquí había ido con Elías; y por algo extraordinario iba sin duda, porque su vestido era el más escogido y su cara estaba más lavada que de costumbre. Los puntiagudos faldones de la mejor de sus tres casacas se balanceaban al compás de las piernas en la parte posterior del cuerpo; el tupé había recibido doble ración de pomada, y la corbata, aumentada con nuevos pliegues, formaba un blanco follaje, una pechuga escarolada debajo de la barba. Cuando el abate se ponía este traje, había pronunciado ya la última ratio de su peculiar elegancia.
Coletilla se despedía ya después de haber saludado á las damas. No venía sino á ratificar un tratado que últimamente ajustó con Paz. Ya sabemos que las señoras tenían el segundo piso de la casa simplemente ocupado con los muebles de familia de que no habían querido deshacerse. Este piso era muy pequeño y abuhardillado, comunicándose con el principal por una escalera interior.
Las damas habían propuesto á Elías que se fuese á vivir á aquel sitio, comiendo con ellas en calidad de huésped, y al buen viejo le vino este arreglo como de molde, porque le producía un ahorro, y además le ponía en estrecho contacto con sus antiguas amas, que tenía siempre en tanto aprecio. Economía, comodidad, seguridad: estas tres ventajas vió en la proposición, y aceptó. Aquel día vino á darles la respuesta definitiva: sobre el precio no hubo disputas.
Cuando Coletilla se marchó el abate se preparó á tomar la palabra: hizo mil muecas, sacando á la superficie de su cara todo su repertorio de sonrisas. No seremos indiscretos en decir, anticipándonos á la declaración expresa del mismo don Gil, que iba á invitar á las tres damas para una fiesta religiosa. También nos atrevemos á indicar, con todas las reservas imaginables, que aquello no era más que un pretexto que ocultaba otros fines.
Cuando rompió á hablar, lo primero que hizo fué preguntar por doña Paulita, y también por Clara, empleando algunas discretas reticencias. Después dijo:
–Pues yo venía á decir á ustedes si quieren honrar con su presencia la función que la Hermandad de la Pasión y Muerte celebra mañana en la iglesia de Maravillas. Yo soy el secretario de la Cofradía, y gracias á mí se ha arreglado la fiesta. Yo les aseguro á ustedes que será de lo más lucido que se ha visto en la Corte.
–No será nunca como la que hicimos el año 98 en las Niñas de Loreto, cuando se trasladó la Virgen de los Dolores del oratorio del Olivar—dijo Salomé.
–No fué el 98, sino el 3; que me acuerdo cómo si hubiera sido ayer—dijo Paz.
–Te digo que fué el 98—insistió la otra.
–Estoy segura que fué el año 3—dijo Paz,—cuando el primo vino de la guerra de Francia.
–Que el 98, Paz—afirmó Salomé,—el 98. Hace ya veinticinco años.
–Jesús, mujer: te aseguro que fué el año 3; me acuerdo bien. Yo tenía entonces … quince años.
–Señoras, no hace al caso la fecha—dijo Carrascosa, cortando aquella peligrosa cuestión.
Y después continuó:
–Gracias al petitorio que yo dirijo, se han reducido dos mil y pico de reales. Tenemos misa con orquesta de capilla, y nos predica el padre Lorenzo de Soto, que es un orador que vale un Perú.
–¡Oh! no me le nombre usted—dijo Salomé, apartando la cara y poniéndole delante de ella la mano abierta á guisa de pantalla:—es un clérigo pervertido, contaminado con las ideas del día. Después que los liberales le hicieron Provisor da Astorga, está en poder del demonio. Hube de caerme muerta cuando el día de la fiesta de la Virgen de la Leche y Buen Parto le oí decir en San Luis que era preciso reconciliarnos con los que habían trastornado á nuestra patria. ¿Cómo puede haber llegado á ese extremo de perversión una persona ten docta como el padre Lorenzo de Soto?
–Señora, yo tengo para mí que es un gran predicador—dijo Carrascosa.—El año 12 fué, como ustedes saben, Diputado en aquellas Cortes; el 14 firmó la exposición de los persas.¡Noble carácter! Después, la amistad del Rey le ha elevado á puestos muy altos; y para probar su mérito, baste decir que él fué quien descubrió la conspiración de Porlier. Después del 20 se ha hecho enemigo de la Constitución, lo cual es digno de alabanza, porque de otro modo hubiera perdido su prebenda. Pero nada de esto hace al caso, sino que predica mañana, y que esta tarde tenemos Completas, en que cantan los tiples de Avila y el padre Melchor, franciscano de Segovia. Mañana oficiará el reverendo obispo do Mechoacán, y por la tarde habrá procesión, á que asistirá la Cofradía del Paso, la del Santo Sudario, y también irán los niños del Hospicio.
–¡Ay, don Gil!—exclamó con acento de profundísimo desconsuelo María de la Paz,—¿Cómo se atreven á sacar los santos á la calle con estas cosas? Más querrán ellos estarse en sus casas que no salir á ver todas las iniquidades que cometen los hombres.
–Puedo asegurar á usted—dijo el abate con sonrisa diabólicamente irónica—que no se han quejado, ni se quejarán por el paseo. Lo mejor de la procesión es la comitiva que tenemos organizada. Irán catorce vírgenes vestidas de blanco, con coronas de rosas, velos, escapularios, y cirios en las manos.
–Esas comitivas—dijo con muy mal humor María de la Paz—no me hacen gracia. ¡Es una cosa tan mundana! Allí van los hombres sólo por ver á las muchachas; y las muchachas que hacen de vírgenes, van sólo á que las vean, y en lo menos que piensan es en los santos y en Dios. Esas son cosas de Francia, señor don Gil. Antes no se usaban aquí semejantes inmoralidades, y día vendrá en que se acaben costumbres tan escandalosas.
El timbre nasal de la voz de doña Paulita, que se hallaba en la habitación inmediata, resonó en la tala, trayendo la opinión de la santa, que no por estar rezando dejaba de prestar atención á cuanto en la sala se decía.
–¡Ah!—exclamó, alzando la voz para poder ser oída por don Gil—no me nombren esas procesiones de vírgenes mundanas. ¡Qué vírgenes serán esas que salen con coronas de rosas y cirios en las manos! Una vez vi eso, y me entró tal grima, que tuve que confesarme en seguida de la cólera que me había dado. No me nombren eso. ¡Qué escándalo, Dios mío! ¡A dónde iremos á parar así!
–Pues, señoras—manifestó don Gil, respirando fuerte, como si con el aliento adquiriera la fuerza que contra tantos y tales enemigos necesitaba:—yo, señoras, respetando la opinión de ustedes, encuentro que esas procesiones son muy patéticas, muy expresivas, muy religiosas. De todos modos, ya la procesión está arreglada, y hay que llevarla acabo. Hemos estado buscando jóvenes, y ya hemos encontrado algunas; pero aún nos faltan cinco. La fiesta es mañana: y si no encontramos hoy esas que faltan, se va á deslucir la función. ¡Qué contratiempo! No saben ustedes cuánto he trabajado para buscarlas. Son muy guapas las que tengo ya.
–Señor don Gil, por Dios—chilló Salomé en el tono de una honesta dama que reprende el atrevimiento de su galán.
–Señoras, ¿qué tiene eso de particular? Si Dios las ha hecho guapas, ¿qué vamos nosotros á hacer? Pero ¡ay! me faltan cinco. Por eso he venido aquí. Y se detuvo como cortado.
–¡Ha venido usted aquí!—exclamó Paz abriendo mucho los ojos.
–¡Ha venido usted aquí!—murmuró Salomé con súbito cambio de color.
Las dos ruinas se miraron Aquella mirada fugaz fué terrible. Un observador oculto é inteligente hubiera advertido tal vez que en aquel mutuo rayo por una y otra lanzado, se examinaron, se despreciaron, cambiando como una expresión de rencor que cada una lanzó para la otra. Pero Carrascosa, aunque era buen observador, no pudo advertir al breve resplandor de aquella mirada fugaz como un relámpago, los dos abismos que, abierto el uno frente al otro, se contemplaron un instante, mostrándose todo su horror. No se crea por esto que tía y sobrina no se querían bien, no: se amaban, si cabe expresarlo así; se amaban como pueden amarse dos personas que se fastidian juntas. Sigamos.
Un profundo y lejano suspiro anunció la admiración de doña Paulita.
–Sí, he venido aquí á ver si ustedes consienten …—continuó el abate.
El retablo que en la persona de Paz hacía veces de rostro, se puso de color de remolacha, y los ojos de Salomé miraron al cielo, no sabemos si por un movimiento natural ó por una calculada combinación de ademanes.
–Eso no tiene nada de particular, señoras, nada de particular; al contrario….
–¡Señor don Gil!—dijo Salomé con una cosa parecida al rubor.
–¡Señor don Gil!—exclamó Paz con toda la majestad de su carácter reunida en un solo gesto.
El que había sido abate y covachuelista comprendió que le habían entendido mal.
–Voy á rectificar—exclamó.
–A rectificar, como dicen en las Cortes—indicó Salomé en un arrebato de amabilidad repentina é inexplicable que no pudo contener; amabilidad rarísima en ella y que era sin duda signo de una gran agitación.
El buen humor de la segunda ruina era siniestro.
–Quiero decir—continuó el abate, después de toser dos ó tres veces—que venía á ver si consentían ustedes en que esa joven … esa joven que ustedes protegen….
A Salomé le entró una tos convulsiva, no sabemos si originada por una causa física ó por la necesidad de disimular y no ofrecer á la contemplación de don Gil las arrugas triangulares y el color cárdeno que aparecieron en su cara al oír aquella proposición. María de la Paz se restregó un ojo como si le escociera. Oyóse la voz de doña Paulita que rezaba un latinajo incomprensible.
–Esa joven—continuó Carrascosa,—que se llama … ya no me acuerdo de su nombre. Pues … esa que es tan guapita y tan modesta. De seguro no habrá en la procesión ninguna que la iguale.
–¡Señor don Gil!—exclamó María de la Paz Jesús con explosión de cólera repentina.—¿Cómo se ha figurado usted que yo podía consentir en semejante cosa? Ya le he dicho á usted que esas comitivas me parecen muy indecentes, y si esa niña quisiera prestarse á ser escándalo de la Corte, no entraría más en esta casa. Por parte suya, no dudo que consintiera, porque es tan aficionada á coquetear por ahí, que si la dejaran había de estar todo el día en la calle detrás de los hombres. Pero no … no me hable usted de eso.
–Yo sospechaba desde el principio á dónde iba usted á parar, señor Carrascosa: pero quise aguardar á que se explicase—dijo Salomé con mucho desdén.
–Señoras, veo que son ustedes inflexibles. Conozco mucho la noble entereza del carácter de ustedes y el tesón de sus principios para insistir más sobre este punto.
En aquel momento doña Paulita, que, sin salir de la habitación interior, no perdía sílaba de lo que allí se decía, tomó parte en la conversación, variando de sitio para que la oyeran mejor.
–¡Oh, Dios mío¡—dijo.—No consentiré yo tal cosa. ¡Hasta las personas más perfectas caen alguna vez! ¡Hasta de los hombres más de bien y de mejor conducta se vale el demonio para sus perversos fines! ¡Quién diría que usted, señor don Gil Carrascosa, había de ser instrumento de perdición para esta pobre muchacha!
–¡Yo, señora mía!
–No: ya sé que es sin querer, que á veces Dios permite que una persona buena sea, sin saberlo, causa de la perdición de otra. No le echo á usted la culpa. Pero esta pobre niña tiene quien vele por ella. No caerá otra vez; que gracias á un buen ángel ha salido ya del abismo la pobrecita, y se ha salvado. Ya está hecho lo principal; de modo que ahora, con una vida ejemplar consagrada enteramente á la oración, su alma se purificará por completo. No temas, niña—añadió, volviéndose del lado en que estaba Clara;—no temas, que no volverás á caer, y si saliste del pantano del mundo, ha sido para continuar pura y sin mancha lejos de él. Y no desconfíes de ella—prosiguió mirando á la sala y dirigiéndose á las dos esfinges: no desconfíes de ella, porque es muy buena.