Kitabı oku: «La Fontana de Oro», sayfa 13
Salomé movió la cabeza en señal de duda.
–Es muy buena, muy buena compañera mía—continuó la devota—Aunque el mundo trató de corromperla, ella tiene muy buen fondo, y el alma está santa: lo he conocido. Perderá la corteza de las viles pasiones que el mundo le ha enseñado. Estoy tan interesada en su salvación, que quiero unirme á ella para toda la vida y salvarla conmigo. ¡Os aseguro que así será! Amadla vosotras, que Dios manda amar á los pecadores, sobre todo cuando están arrepentidos. ¿No es verdad que estás arrepentida, hermana?
No se oyó ninguna respuesta. Clara contestó sin duda que sí con un movimiento de cabeza. El sermón de la devota dejó un eco en la sala.
–Señoras: para concluir, me permitiré una observación—dijo don Gil.—Yo no veo un escándalo en que la señora doña Clarita salga en la procesión de las vírgenes. Al contrario, bueno es que ostente la hermosura, que es obra de Dios; y la mujer que se esconde y no sale, impide que se admire una obra de Dios, cual es la hermosura. Esa joven es un ejemplar prodigioso de las hechuras de Dios, y haciendo que todos la vean es como se publican las alabanzas del autor de tantas maravillas.
–Señor don Gil—objetó María de la Paz haciendo esfuerzos para aparecer serena:—no creía yo que fuese usted tan libertino. Vamos, nosotras teníamos de usted otra idea; creíamos que….
–Yo soy, señora, un hombre como los demás. Admiro las obras bellas de la Naturaleza, y una mujer hermosa es….
–Por Dios, señor de Carrascosa: en verdad tiene usted unas cosas …—dijo Salomé pasando la mano por el fragmento de cabellera que entre su apergaminada frente y su tocado aparecía.
–¡Jesús! repórtese por Dios—dijo desde dentro la devota. Me horrorizan sus palabras.
Algo más duró el importante diálogo; pero don Gil, viendo que no sacaba partido de las tres pécoras, varió de asunto, aunque con poca fortuna, porque sus amigas le mostraron mucho despego durante toda la visita. Al fin determinó marcharse; se levantó, hizo mil cortesías, les reiteró su respeto y admiración, prometió volver pronto, y se fué.
Al llegar á la calle miró á todos los lados como buscando á alguno, y al poco rato salió del portal de una casa inmediata el joven militar que hemos conocido desde el principio de esta historia.
–¿Qué hay?—preguntó á Carrascosa con mucho interés.
–Nada, no quieren. Esas viejas son unos demonios contestó riendo de muy buena gana el abate.—Me parece que por ese camino no conseguiremos nada.
–¡Diantre de viejas!
–No la sacamos de esa casa si no ahorcamos á las tres arpías de los tres balcones, y á Coletilla del tejado.
–Estoy decidido ya á lo que te dije ayer. Si no la puedo sacar, me cuelo yo dentro.
–¡Hombre, qué empeño! … Eso ya pica en historia. Vámonos de aquí, que si Coletilla nos ve, de seguro cae de su burro; vámonos y hablemos del asunto.
–Eres lo más inútil … Verás si yo la saco.
–Quisiera verlo—contestó Gil; y los dos se alejaron en dirección á Santa Bárbara.
–Ya tú has olvidado tus antiguas mafias, diablo de abate; ya no sirves para el caso. A ver cómo puedo yo entrar ahí; discurre un medio, un ardid cualquiera: ¿para qué te sirve esa travesura? á ver.
–Hay un medio magnífico—contestó Carrascosa.
–Pues explícate pronto.
–Voy á explicarlo.
CAPÍTULO XX
#Bozmediano#.
Antes de dar á conocer en toda su extensión el coloquio de estos personajes, conviene dar noticias de uno de ellos, ya harto conocido por el lector. El militar que en el segundo capítulo de esta historia vimos prestando auxilio á Coletilla y después introduciéndose furtivamente en su casa, se llamaba don Claudio Bozmediano y Coello. Ya era tiempo de decir su nombre. Tenía treinta y dos años, y servía en el ejército con el grado de comandante. Su padre fué uno de los venerables legisladores de Cádiz. Hombre de talento, de notoria probidad, de elevada cuna y agradable presencia, había sido siempre muy amado de sus compatriotas. A la vuelta del Rey fué perseguido como todos, y tuvo que emigrar. Pero restablecido el sistema constitucional, el viejo Bozmediano volvió á España y ocupó uno de los más elevados puestos en la política.
(Con el nombre de Bozmediano conoceremos en esta historia al hijo de aquel varón ilustre, cuyo verdadero nombre no podemos usar en nuestro relato por ser un personaje contemporáneo de memoria muy reciente.)
Bozmediano, padre, era liberal de corazón. Trataba al Rey, y es seguro que hizo todo cuanto cabe en fuerza humana para dirigir por camino recto la torcida voluntad de aquel soberano falaz y perverso. Era rico, y jamás le movió el interés en asuntos políticos. El amor á su hijo y el patriotismo eran dos sentimientos profundos que, enlazados y confundidos, ocupaban todo su corazón.
Bozmediano, hijo, que es el que más conocemos, era un joven de excelentes prendas; pero tenía un defecto que la edad disculpaba. Era tan aficionado á las muchachas, que el galantearlas entretenía la mayor parte de su vida, robando tal vez á la patria grandes servicios. No era un libertino: las quería con toda la buena fe que el naciente siglo XIX permitía; y aunque él aseguraba no haber encontrado la suya, entreteníase con las demás esperando. Pero al fin, ó la había encontrado, ó había hallado una que de fijo le entretendría más que las otras.
Después que conoció á Clara, había perdido el reposo. No sólo la joven aquélla, por sus cualidades y encantos personales, le interesaba mucho, sino que en su vida había encontrado un misterio, para él interesantísimo, por ofrecerle lo que siempre buscaba con más afán: una aventura.
La aventura se presentaba singularmente dramática, excitando al mismo tiempo el amor y la curiosidad de Claudio. La soledad de aquella huérfana que vivía en compañía de un viejo excéntrico, la tristeza y necesidad de desahogo que en ella había notado, eran causas bastantes para estimular un espíritu menos impresionable y caballeresco. Su intento, su gran aspiración, era descifrar el misterio de aquella casa, y después salvar la encantadora y desdichada muchacha de la odiosa tutela de su guardián.
–Hay varios medios de entrar en la casa—decía Carrascosa tomando el brazo del militar:—paro hay uno que es excelente. Esas viejas tienen un arrendatario que ahora debe venir á pagarles sus rentas, lo poco que tienen. Lo sé por Elías. Estamos al aviso, le compramos, le hacemos escribir una carta diciendo que está enfermo y que envía á su hijo con el dinero; usted se disfrazará de labriego, entra en la casa, y una vez allí, ¡cataplum! le ha dado un desmayo, un accidente terrible. No tienen más remedio que dejarlo en la casa … le meterán en un desván, y durante la noche, cuando ellas duerman, se apoderará de la chica, y … á la calle.
–Calla, imbécil: eso no puede ser. No sé en qué comedia he visto eso, que es muy bonito en el teatro; pero en la vida…. Yo quiero entrar en mi traje habitual, con mi nombre … pero es preciso un pretexto, porque supongo que esas viejas serán la misma desconfianza.
–Armarán un escándalo y será tal el vocerío que se oirá en Jetafe. Es preciso ir con tiento.
–Pero, hombre—dijo Bozmediano, que no tenía noticia de que semejantes tipos existieran en el mundo,—¿qué gente es esa?… ¿Cuál es su carácter, su vida, sus hábitos, qué hacen y por qué está ahí esa pobre muchacha?
–Dichoso usted que no conoce á esas diablas de Porreño. Son los pájaros más raros que hay en el mundo. Cuando tengo mal humor voy á reírme con ellas, oyéndolas disparatar. Fueron ricas, pero han venido á menos; creo que el día menos pensado se comerán unas á otras.
–¿Y en qué se ocupan?
En nada, mejor dicho, en rezar. Una de ellas es santa, y le aseguro á usted que cuando se pone á hablar de sus santidades es cosa de morirse de risa. ¡Y qué impertinentes son! Cuando les propuse lo de la procesión, con objeto de sacar de allí á Clarita, se pusieron hechas unos grifos. Ya me figuré yo que no consentirían; y en verdad, amigo, que el proyecto que acaba de fracasar era atrevidillo.
–¿Y cómo ha venido aquí esa Clarita?
–Yo no sé: cosas de Elías.
–Hombre, hábleme usted de ese Elías. El día en que le conocí por primera vez me parecía lo más raro del mundo. Ya había yo oído hablar de Coletilla.
–Elías es un loco rematado, es realista; pero con un fanatismo que le llevará hasta el martirio.
–¿Y quiere á esa joven?
–No sé: yo lo dudo. Coletilla no ama más que al Rey, mejor dicho, al Príncipe real.
–Pues bien: á ver como me introduces en esa madriguera.
–Es preciso entrar de ocultis—dijo con la más maliciosa sonrisa el abate.
–Y qué sacamos de eso?—contestó en el colmo de la confusión Bozmediano.—Entro, por ejemplo, de noche: si alguna me ve, me creerá ladrón, chillara, y entonces … ¡bonita aventura! Además, Clara no está prevenida, no tiene relaciones conmigo. ¿Qué voy yo á hacer allí? Yo quiero introducirme sin que se sospeche nada, entablar amistad con ella.
–Tengo una idea—exclamó Gil golpeándose la frente.
–¿A ver?
–Usted va á entrar en un momento en que Clarita esté sola.
–¿Sola? Pues esos demonios, si salen alguna vez, ¿la dejarán allí?
–Sí.
–¿Y cuándo salen?
–Yo me encargo de averiguarlo y de arreglar eso.
–Explícate mejor.
–Lo primero que usted debe hacer, señor don Claudio es escribir una carta á la niña. Yo también me encargo de eso.
–Bien: ellas salen; probablemente la dejarán encerrada, ¿Cómo entro yo?
¿Voy á estar descerrajando puertas?
–No, señor: usted entrará cómodamente y sin ruido.
–A ver como es eso, diablo de abate.
–¿Recuerda usted aquel vestido de abate que yo tenía allá por los años 10 y 12?
–¿Qué he de recordar yo?—dijo Claudio, picado y curioso.
–Calma, amiguito—contestó don Gil, poniéndole la mano en el pecho:—¿recuerda usted mi gorro y mis calcetas, un primor de costura y de corte?
–¿Y qué tiene eso que ver con la…?
–Vamos allá. Pues ese traje, ese gorro, esas calcetas, me las hicieron doña Nicolasa y doña Bibiana Remolinos, personas eminentes en el arte de coser, á quienes tendré el gusto hoy mismo de presentar á usted.
–¿Pero qué jerga es esa? ¿Qué demonios tiene eso que ver con lo que te pregunto?
–Usted no cae en la cuenta—contestó el socarrón del abate,—porque no sabe que esas dos señoras viven en la misma buhardilla en que hace diez años vivió la hija del herrero, Josefita Pandero, de quien anduvo tan enamorado el conde de Valdés de la Plata: es decir, en el número 6 de la calle de Belén. Yo anduve en el asunto.
–Ya recuerdo haberte oído contar algo de eso. ¿Pero qué tengo yo que ver con Josefita Pandero ni con esas señoras Remolino…?
–Usted no comprende lo que quiero decir, porque no recuerda que el conde de Valdés de la Plata, no pudiendo sonsacarle la niña al herrero, que la guardaba como si no fuera mujer, alquiló la casa inmediata, y no paró hasta abrir una comunicación que le permitió profanar el hogar de aquel testarudo Vulcano.
–Ya….
–Pues … mis amigas las costureras viven en el número 6, donde vivió la hija del herrero, y mis amigas las Porreños viven en el 4, donde vivió el conde de Valdés de la Plata; y en resumen, si una puerta, hábilmente hecha, permitió á un caballero pasar del 4 al 6, también abrirá paso del 6 al 4 untándoles las uñas á esas costurerillas, que, dicho sea da paso y en honor de la verdad, tienen para el pespunte unas manos que son una gloria.
–Ya comprendo. ¿Y esa puerta existe?
–¡Pues no ha de existir! Yo la he visto, yo respondo de todo: me encargo de averiguar cuándo salen las arpías, de llevar la cartita y de facilitar el paso….
–No es mala idea—dijo el militar—y, sobre todo, mala ó buena, yo la he de llevar á cabo. ¿Y qué haremos para que esa lechuza de Coletilla no nos estorbe?
–Coletilla no nos estorbará. De lo menos que él se ocupa es de la muchacha, cuyo porvenir no le importa un comino. El no se ocupa más que de….
–¿De conspirar, eh?
–Pues ya. Amigo don Claudio, Elías es hombre fuerte y tiene amistades muy altas. Puede mucho, y así con su humildad y su melancolía es persona que maneja los títeres. Le digo á usted que se va á armar una….
–¿Con que conspiran? Si conspiran los realistas, es seguro que tú estarás con ellos, ¿no?
–Hombre, yo …—contestó Gil maliciosamente—yo soy hombre de orden, y nada más. Si ando con Elías y me trato con los suyos, es sólo por enterarme de sus manejos, pues….
–Siempre el mismo truhán redomado: nadie como tú ha sabido navegar á todos los vientos.
–Ya sabe usted, señor don Claudio—contestó Carrascosa—que me acusaron de realista y me quitaron mi destino. ¿Yo qué iba á hacer? ¿Iba á morirme de hambre?
Las ideas no dan de comer, amigo. Usted, que es rico, puede ser liberal. Yo soy muy pobre para permitirme ese lujo.
–¡Solemne tunante!
–Lo que hago es estar al cabo de todo. ¿Quiere usted que acabe de ser franco? Usted es buen amigo y buen caballero. Voy á ser franco. Pues sepa usted que esto se lo va á llevar la trampa. Esto se viene al suelo, y no tardará mucho. Se lo digo yo y bien puede creerme. Dice usted que soy un solemne tunante. Bien: pues yo le digo á usted que es un tonto rematado. Usted es de los que creen que esto va á seguir, y que va á haber libertad, y Constitución, y todas esas majaderías. ¡Qué chasco se van á llevar! Le repito que esto se lo lleva Barrabás, y si no, acuérdese de mí.
–¿Ya empiezan las facciones, eh? Pues es cierto que les darán que hacer, porque los liberales no se maman el dedo, amigo Carrascosa.
–¡Ah!—contestó el otro, riendo como un diablillo.—¿Que no se maman el dedo? Ya verá usted lo que va á salir de aquí. Usted, Bozmediano, arrímese á buen árbol…. Mire que se lo aconseja quien sabe lo que son estas cosas…. Pero volvamos al otro asunto. En lo concerniente á Clarita, voy á darle á usted un dato muy importante.
–A ver.
–Este Elías tenía un sobrino en Ateca. Clara estuvo allá hace unos meses. El sobrino es joven, decidorcillo, medio galanteador…. ¿Necesito decir más?
–Vamos, ya pareció aquello—dijo Bozmediano con mucho interés.—Apuesto á que es su novio.
–Pues ganará usted. Yo estuve en Ateca en aquellos días, y supe que los dos chicos se querían. Me parece que se quieren todavía.
–¡Hola, hola! ¿esas tenemos?—dijo Bozmediano amostazado—¿Y cómo hasta ahora no me habías dado esa noticia?
–Porque hasta hoy no había sabido que ese chico llegó y está en Madrid.
–¿En Madrid?
–Sí; pero se las compuso de tal modo, que llegar aquí y ser metido en la cárcel, fué todo uno.
–¿Pues qué hizo?
–Es muy aficionado á la política. Allá en Zaragoza hablaba mucho en los clubs. El chico estaba envanecido; llegó á Madrid; sus amigotes le llevaron á la Fontana; habló; á la mañana siguiente se mezcló en el tumulto de la procesión del retrato de Riego: chilló en la calle, alborotó, vino la policía, le echó mano y le llevó á la cárcel, donde está.
–¿Y su tío no procura sacarlo?
–Usted no conoce á esa fiera. Su tío, al saber que el muchacho era exaltado y que la echaba de orador, se puso hecho un veneno, fué á la cárcel, le riñó de lo lindo, y ha roto con él, diciéndole que mientras tenga aquellas ideas no parezca por su casa.
–Ese hombre es lo más excéntrico …
–Sí, señor. Pero la pobre muchacha está seguramente pasando las mayores amarguras, y tendrá el corazón tamañito al ver lo que le pasa á su pobre amigo.
Bozmediano permaneció meditabundo algunos instantes. Después dijo con mucha calma:
–Ya sé lo que tengo que hacer.
–¿Qué va usted á hacer?
–Todo lo posible para que pongan en libertad á ese joven. Estoy seguro de que lo conseguiré.
–¡Hombre, pues es usted lo más raro! … No se comprende dijo sonriendo y con asombro don Gil.—¿Con que está usted haciendo el amor á la chica, y le va á poner en libertad al novio? Si digo yo que usted es tonto, don Claudio.
–No tengo duda alguna: le pongo en libertad. Veremos cómo ella lo toma.
Haremos que sepa que yo le he puesto en libertad, yo.
–Buena la va usted á hacer. Estos entes caballerescos son incomprensibles. Ese muchacho será un estorbo más para nuestro plan, para el escalamiento y …
–No importa: allá veremos. Sobre lo demás, lo dicho, dicho … La carta, alejamiento de las arpías, la puerta del desván….
–Todo presto, todo arreglado. No hay más que hablar. Dios se la depare buena.
Después de estas palabras se separaron. El ex-abate, al partir, se reía con muy buenas ganas del joven militar, á quien quería servir llevado de miras ulteriores, esperando un ventajoso arrimo en aquella situación política. El otro se dirigió á su casa, pensando á la vez en la repugnante astucia de don Gil y en los peligros de su aventura.
El ardid amoroso que pensaba emplear Bozmediano era cosa muy común á principios del presente siglo, en que se conservaba aún la rigidez de los principios domésticos que habían hecho en tiempos anteriores una fortaleza de cada hogar.
En el siglo XVII, cuando nuestra nacionalidad vigorosa, original y profundamente característica, no había recibido influjo extranjero, los españoles se componían de otro modo: iban á su objeto por medios más violentos, más decididos, más románticos, que indicaban antes la pasión que la intriga; más bien la resuelta actitud del valor que el ingenioso intento de la astucia. Aquél fué el siglo de los raptos del convento, de las escaladas por el jardín, de las fugas, de los atropellos, de los sublimes atrevimientos. Entonces hubo un galán, según dicen (el Conde da Villamediana), que quemó su casa sólo por el placer de sacar en brazos á una dama.
La irrupción de costumbres francesas, verificada con la venida de la dinastía nueva á principios del siglo XVIII, modificó ésta como otras cosas. La sociedad que se imponía á la nuestra era menos grande, menos valerosa, menos apasionada; pero más culta, más refinada, más hipócrita. Con ella vinieron los abates, y vino la literatura clásica, fría, ceremoniosa, falsa, hipócrita también. La poesía pastoril, último grado de la hipocresía literaria, tuvo un renacimiento funesto en el siglo pasado. Al compás de los madrigales, los abates hacían el amor callandito en los salones. Los amantes, que componían versos de casto é insípido pastorileo, no podían entrar en las casas como aquéllos á quienes encubría su dignidad, y entraban disfrazados ó empleando los más extravagantes y rebuscados medios.
Con la sociedad nueva vino la moda nueva. Esta trajo las pelucas blancas, los peinados complicados é hiperbólicos; y con el artificio de estos peinados se creó el peluquero de las damas, hombre gracioso que entraba en todos los tocadores, y era tercero en toda intriguilla de amor.
Ningún siglo ha visto, como el décimoctavo, la astucia sirviendo al amor. Veíase á los amantes arrostrando la ridiculez de situaciones muy raras para poder hablar con sus damas. La casa era invadida; pero no como la invadían nuestros caballeros del siglo anterior, espada en mano, batiéndose con una turba de criados y dos docenas de alguaciles, sino astuta y solapadamente, engañando á las familias, abusando de la confianza ó encubriéndose con un disfraz ingenioso y á veces grosero.
En 1821 estos procedimientos estaban aún en boga, y Bozmediano era maestro consumado en el asunto. Conocía el resorte de los barberos, de las terceras, de los abates, siendo muy diestro en el uso de disfraces, engaños y supercherías amables, como entonces se llamaba á estas cosas. Si no pudo emplearlos en la aventura que le vemos emprender, á causa de las singulares, costumbres de las tres señoras, no fué culpa suya; y sólo á los obstáculos y dificultades que presentaba el terreno, se debió, como él decía, que empleara medios un poco más violentos.
CAPÍTULO XXI
#¡Libre!#
Ante todo, Bozmediano, guiado por un sentimiento fácil de comprender, resolvió firmemente hacer cuanto en su mano estuviera para poner en libertad al pobre Lázaro. Servir al que podía considerar como su rival, le parecía un acto que podía asegurarle la benevolencia de Clara; y esta benevolencia, bien y astutamente dirigida, podía convertirse en amor. No procedía éste como los amantes vulgares, en quienes la pasión no es más que un egoísmo un poco espiritualizado. En Bozmediano los movimientos de delicadeza y generosidad eran espontáneos y vehementes.
No le fué difícil conseguir lo que apetecía. El secretario del jefe político, informado por la policía, le dijo que el preso era un agitador, pagado por los amigos de la reacción; pero Claudio lo disculpó cuanto pudo, diciendo que era un joven sin experiencia ni juicio; y al fin, después de muchos empeños y recomendaciones, se dió la orden para ponerle en libertad.
Bozmediano se dirigió á la Cárcel de Villa. Lázaro, después de la visita de su tío, había caído en lúgubre abatimiento. Aquella fiebre angustiosa que llenaba la imaginación de alucinaciones terribles, haciéndole sufrir tan grandes tormentos, había degenerado en lento marasmo, en un letargo moral que le embrutecía. Su inteligencia, tan viva y brillante en otras ocasiones, estaba adormecida; y recostado en un rincón, con la vista fija en el ángulo opuesto, sus ojos buscaban la obscuridad como único descanso. El descuido, el abandono, la atonía y un sopor estúpido se pintaban en su actitud.
Cuando le notificaron que estaba libre, tardó mucho en adquirir la completa noción de aquel cambio. Rehaciéndose un poco, creyó que á su tío debía semejante favor, con lo cual la persona de Elías ganó momentáneamente su afecto. Pero al salir encontró á Bozmediano que le saludó con mucha cortesía, repitiéndole que estaba libre y podía retirarse á su casa.
Sintióse conmovido ante la generosidad desinteresada de aquella persona; pero pronto empezaron las dudas y la confusión. ¿Quién era aquel joven? ¿Le había favorecido por generosidad ó por miras ocultas? No le conocía. ¿Por dónde sabía su nombre y que estaba preso?
Lázaro no pensó mucho en esto. Hablaron al salir, y le pareció que Bozmediano era bueno y honrado, dispuesto á la amistad y á las buenas acciones. Cuando marchaban juntos por la calle de Atocha, el aragonés escuchaba las palabras de su desconocido favorecedor con la tranquila atención de la inferioridad; admiraba sus maneras, su entendimiento, su fisonomía, su modo de expresarse, y en aquel momento le pareció el más cumplido caballero que había visto. Comprendió también que era un joven distinguido, rico é influyente, y su admiración tuvo mucho de respeto.
–¿Pero á qué circunstancias debo este gran favor que usted me ha hecho?—decía Lázaro.—Quiero saber cómo podré pagar….
Claudio, que quería eludir el verdadero motivo de aquel acto, divagó, dando á Lázaro una porción de señas que aumentaron su confusión: le habló de don Elías, de su pueblo, del club de Zaragoza, de la Fontana.
–En fin—dijo, decidido á salir del atolladero:—no quiero llevarme el mérito de una acción que no debe usted agradecerme. Cada cosa en su lugar. Yo le he puesto á usted en libertad, pero no he sido más que un intermediario.
Lázaro comenzó á ver obscura la situación. Paráronse, y se miraron. La sonrisa que en aquel momento se dibujó en los labios de Claudio, le pareció al otro cosa de muy mal agüero, y empezó á bajar á su favorecedor del alto pedestal en que le había puesto.
–Sí—continuó el militar:—no es á mí á quien debe usted este favor; es á una persona que debe de querer á usted mucho, según las apariencias.
Lázaro iba á pronunciar el nombre de Clara; pero se contuvo, porque multitud de pensamientos que se le agolparon á la imaginación, le hicieron detener un buen rato fija la vista en el militar. Aquel tropel de pensamientos fué una serie de rapidísimas nociones que se borraban unas á otras, sucediéndose con precipitado vértigo. Ella le conocía, le había visto; Bozmediano era una agradable persona: éste le había puesto en libertad; ella se lo rogó tal vez; ella le tenía lástima; él quiso complacerla. ¿A qué precio? ¿Con qué fin? ¿Desde cuando?…
Por fin el aragonés se atrevió á preguntar quién era la persona á quién debía su libertad.
–Vamos—dijo Bozmediano con cierta vocecilla impertinente.—Bien sabe usted lo que quiero decir. No es necesario pronunciar fu nombre. Es natural que se haga usted el desentendido. Como halaga tanto su amor propio el ser querido por persona de tanto mérito…. No sea usted ingrato, joven, que ella no lo merece.
–No sé lo que quiere usted decir—manifestó Lázaro en el tono de un examinado desaplicado que se hace repetir la pregunta por retardar la contestación que no sabe.
Bozmediano habló más; pero vino á decir lo mismo. A Lázaro le parecía un agravio inferido á Clara el publicar su afecto, el depositar tan honesta y delicada confidencia en el conocimiento de un intruso, sí, porque Bozmediano era un intruso, que se había metido á darle libertad sin que nadie se lo pidiese.
–Bien sabe usted á quien aludo—dijo Claudio, dándole una palmada en el hombro con llaneza y confianza;—pero como usted está tan orgulloso con ser novio de esa joven, se da usted ese tono.
–¡Oh! no—replicó el sobrino de Coletilla avergonzado.—La verdad es que no sé quién es esa persona que usted dice.
Bozmediano estrechó la mano del joven aragonés y le hizo muchos ofrecimientos y protestas de amistad. El otro estaba tan aturdido, que lo contestó mal y con poca cortesía.
–Sé dónde usted vive—dijo Claudio retirándose:—nos veremos. Y si no en la Fontana, á donde voy con frecuencia.
Y se separó. Cuando estuvo á alguna distancia, Lázaro sintió impulsos de correr hacia él para darle las gracias con mayor respeto; pero en él luchaban el orgullo y los celos. Le dejó marchar sin decir nada.
Bozmediano iba diciendo entre sí con mucha satisfacción:
–Muy vulgar, muy vulgar….