Kitabı oku: «La Fontana de Oro», sayfa 16

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CAPÍTULO XXVI

#Los disidentes de la Fontana#.

Aquella mañana no ocurrió más incidente que el que hemos descrito. Lázaro subió y bajó varias veces furtivamente y con pasos de ladrón, tratando de ver á Clara; pero le fué imposible. Esperaba verla en la comida; mas también, como el día anterior, se frustraron sus deseos.

Pusiéronse á las dos los manteles, y cada cual ocupó su sitio. La mesa era para doce cubiertos: ocupó un extremo María de la Paz, teniendo á su derecha á Salomé y á su izquierda á Elías, mientras la devota estaba erigida á la derecha de su prima. Al joven le pusieron enfrente, á tanta distancia del grupo principal, que para alcanzar su ración tenía que descoyuntarse los brazos. Sirvióse primero una sopa que, por lo flaca y aguda, parecía de Seminario; después siguió un macilento cocido, del cual tocaron á Lázaro hasta tres docenas de garbanzos, una hoja de col y media patata; después se repartieron unas seis onzas de carne que, en honor do la verdad, no era tan mala como escasa, y, por último, unas uvas tan arrugadas y amarillas, que era fácil creer en la existencia de un estrecho parentesco entre aquellas nobles frutas y la piel del rostro de Salomé. Terminó con esto el festín, durante el cual reinó en el comedor un silencio de refectorio, excepto cuando Elías dijo que tanta esplendidez le parecía dispendiosa, y elogió la sobriedad como fundamento de todas las virtudes.

Después se rezó un poco, y las señoras se retiraron. María de la Paz había adquirido en el período de la decadencia el hábito de dormir la siesta, y ya durante los últimos Agnus Dei del rezo estaba haciendo cortesías con los ojos cerrados. Lázaro subió con el mayor desconsuelo, por no haber logrado tampoco aquella vez el objeto de su constante afán. Aventuróse á bajar sin ser visto de su tío, recorrió lleno de zozobra y ansiedad el pasillo; pero nada consiguió. Todo estaba cerrado y en silencio, y sin duda los habitantes de la casa estaban sumergidos en el agradable sopor de la siesta ó en el letargo espiritual de la contemplación religiosa. Solamente Batilo, el melancólico perro, que había perdido los hábitos de su raza y no sabía ni ladrar, estaba paseando su hastío por el comedor, rasguñando de vez en cuando la puerta de un armario, donde probablemente yacían los exiguos despojos de la carne servida en la mesa aquella tarde.

Subió Lázaro desesperado, pero al ver á su tío medio dormido en un sillón, no pudo resistir á la influencia letal que en todos sus habitantes ejercía aquella región del fastidio; preparóse también á dormir, y se tendió en su cama. No habían pasado diez minutos, cuando sintió fuertes campanillazos en el piso de abajo, y después la voz de Salomé unida á otras voces de hombre, entre las cuales creyó reconocer alguna. Levantóse y se asomó á la escalera.

Eran cuatro personas que le buscaban, y la dama las dirigía al piso alto con muy mal humor. El joven reconoció entre aquéllos á su amigo Alfonso y al Doctrino. Estos y otros dos, que Lázaro no había visto nunca, subieron. Coletilla les había sentido en su sueño de lechuzo, y despertando súbitamente se adelantó hacia la puerta.

–¡Hola, ustedes!…—exclamó de repente; pero mudando de tono en un instante brevísimo, dijo con afectada frialdad ó indiferencia:—¿Qué se les ofrecía á ustedes?

Como Lázaro estaba puesto de espaldas á su tío, no vió que éste; puso el dedo en la boca é hizo una imperceptible seña al Doctrino. Después dijo haciendo un esfuerzo para aparecer complaciente:

–Ya comprendo: ustedes venían en busca de mi sobrino.

El joven estudiante tembló al pensar cuánto irritaría á su protector verla en compañía de aquellos exaltados.

–¿Por mi?—preguntó, estrechando la mano de su amigo.

–Sí—contestó el Doctrino, que comprendía lo que debía hacer.

–Sí: veníamos por ti—dijo Alfonso.—Tenemos una reunión esta tarde, y queremos que vengas á ella. Es la reunión de los disidentes de la Fontana.

Lázaro creyó que su tío se iba á poner hecho una furia al oír hablar de las reuniones de fontanistas. Pero contra lo que esperaba, le vió tan sereno como si oyera hablar de un concilio ecuménico. Tampoco tuvo la suficiente perspicacia ni la suficiente memoria para hacerse cargo de que podía haber alguna relación entre las preguntas que el fanático le había hecho la noche anterior, y la visita de aquellos amigos.

–Sí, que vaya; ve—dijo Elías.

La confusión de Lázaro aumentó; pero antes que saliera de su estupor, Alfonso le tomó del brazo, le condujo á la escalera, y poco después estaban en la calle.

Los otros dos jóvenes, nos son hasta ahora desconocidos, si bien es probable que les hayamos visto en el departamento bullicioso de la Fontana, precisamente en la noche fatal en que Lázaro fué arrojado del club. El uno de ellos, nacido en Algodonales, era de los contertulios más asiduos del barbero Calleja; y no es aventurado afirmar que intervino en la cuasi-trágica escena que en el primer capítulo referimos. Se llamaba Francisco Aldama, y por ser andaluz y bastante aficionado al trato de los lidiadoras de toros, se le llamaba Curro Aldama, ó el Curro. Doña Teresa Burguillos, feliz consorte del barbero, era un poco torpe para la pronunciación de los nombres propios, y solía llamar Aldaba al amigo y comilitón de su esposo. Era Curro Aldama ó Aldaba exaltado fontanista, de crasa ignorancia, y con aquella osadía que acompaña siempre á los necios. Se la echaba de gran patriota, y no sonaba cencerro en Madrid sin que él tomara parte en la danza.

El otro era de muy diversa condición y figura. Sus aficiones literarias le habían hecho amigo del poeta clásico que hemos conocido habitando en el olimpo de doña Leoncia, la semidiosa de la calle de la Gorguera. Allí conoció á Alfonso Núñez, con quien trabó amistad; v bien pronto, aunque las musas le fueron propicias (se estrenó en la cruz, con buen éxito, un sainete pastoril suyo, titulado Anfriso y Cenobio), dejó las musas por la política, escribió en El Universal y en El Labriego, charló en los clubs, y se decidió por el partido exaltado.

Tenía mucho ingenio, dotes de orador y periodista, pero muy poca instrucción y una ligereza invencible. Frecuentaba la tienda de Calleja y el club de la Cruz de Malta; pero últimamente se aseguraba que pertenecía á la tenebrosa sociedad de los Comuneros, aunque él lo negaba. Lo cierto es que en la Fontana sospechaban de él, no sabemos si con fundamento. Se decía que era de los alborotadores pagados por la reacción; hasta que una noche, viendo que se le miraba con desconfianza, y aun se le hicieron alusiones picantes, desertó para no volver. Este era Cabanillas, joven de educación y talento, á quien no se podía ver sin repugnancia alternando con hombres desalmados como Tres Pesetas, Chaleco y el Matutero, que hemos tenido el gusto de conocer al principio de esta puntual narración.

–Chico—decía Núñez,—¿sabes que hemos reñido con los de la Fontana? El lance de la otra noche nos ha obligado á romper con esa canalla. Estamos agraviados: también á nosotros nos han querido acusar como á ti; pero hemos alzado el vuelo y estamos fuera. Vamos á formar otro club.

–Me calumniaron—exclamó Lázaro:—yo no sé qué demonio me tentó á mí para hablar aquella noche.

–Si son unos mentecatos. Nada: allí se han figurado que no hay más liberales que ellos—afirmó Núñez;—y á los que defendemos la libertad verdadera y completa, nos llaman exaltados, alborotadores, y dicen que estamos vendidos.

–Ya les arreglaremos las cuentas—dijo el Doctrino.

–Pues oye—continuó Alfonso,—nosotros vamos á fundar otro club, el verdadero club revolucionario. A esos necios de la Fontana les ha dado ahora por predicar el orden. ¡Qué orden ni qué ocho cuartos! Nosotros predicaremos la violencia, porque sin violencia no hay revolución; sin extirpar los obstáculos y arrancarlos de raíz, no se puede transformar este pueblo. Nosotros vamos á predicar la democracia; vamos á proclamar la soberanía suprema, absoluta del pueblo, á combatir el trono y á señalar los que en la gran purificación que se prepara deben ser arrancados de raíz, exterminados y concluidos. Tu vendrás á nuestro club, ¿no es verdad?

–Veremos—contestó Lázaro muy preocupado.

–Nuestra idea—continuó Alfonso,—es combatir á esos republicanos tibios que van á las Cortes y á los clubs para sermonear sobre el orden y la moderación. Exterminio á esa canalla, á esos hipócritas.

–Sí—dijo el Curro,—porque si uno se deja dominar por esos tibios, se queda uno atrás; y no están los tiempos para quedarse uno atrás. Mucho tino, que el que ahora no saca algo….

Con esta conversación llegaron á la calle de la Gorguera y á la casa de doña Leoncia; subieron al cuarto del poeta, que era el punto designado para las reuniones preparatorias del naciente club. Conoceremos el cuarto del poeta con el nombre de La Fontanilla, calificación oficial con que le designaron aquellos jóvenes.

Acomodáronse como pudieron en las tres sillas y en la cama del poeta, mientras éste se hallaba en el interior de la casa, al lado de doña Leoncia, poco atento á la política. El Curro se sentó junto á la mesa y mostró desde el principio gran deferencia hacia una botella que allí había, puesta sin duda por la previsora mano del poeta clásico.

–Vamos á ver—dijo Alfonso desde la presidencia, que era la cama:—á ver qué hacemos con esos liberales que nos calumnian y dicen que somos ebrios y agentes ocultos de la reacción.

–Combatirles con razones—observó Lázaro;—demostrar que no somos agentes de la reacción. ¿Pero en qué se diferencian sus ideas de las nuestras? ¿No son ellos liberales? ¿No aman la Constitución?

–Pero la aman á medias—dijo el Doctrino,—porque no aman el verdadero sacerdocio de la revolución, que es destruir.

–Ya se ha destruido bastante—indicó Lázaro:—hagamos lo posible por llevar aunque no sea más que una piedra cada uno al gran edificio que se ha de levantar.

–Nada de eso: sin destruir es inútil pensar en edificar. Debemos señalar al pueblo cuáles son sus enemigos, sus enemigos de siempre—dijo el Doctrino.

–Pues eso es lo que yo decía—afirmó Aldama, decidiéndose, después de grandes vacilaciones, á probar el contenido de la botella.

–Digo lo mismo—repitió Cabanillas.—Hoy estamos peor que antes: no hay otra diferencia sino algunas palabras más en nuestras bocas. Los ministros hablan de libertad, los diputados hablan de libertad, los de los clubs hablan de libertad; pero la libertad no se ve, no existe: es una farsa. Digo, señores, que prefiero á esta farsa los frailes de antes y el rey absoluto de antes.

–¿Pues eso qué duda tiene?—dijo Núñez.—No hemos conquistado más que unas cuantas fórmulas. ¿Y de eso quién tiene la culpa sino los liberales, que nos hablan del orden y vuelta con el orden?…

–¡Eso mismo decía yo!—exclamó el Curro, probando de nuevo la botella, que sin duda le había gustado.

–Enseñar al pueblo á pedir justicia; y si no se la dan, á hacerse justicia por sí mismo es lo que conviene—dijo el Doctrino.

–¡Cuánto han hablado esos hipócritas del hecho del cura de Tamajón, acusando al pueblo de que se hacía justicia por sí solo! ¿Pues qué había de hacer el pueblo, si veía que el Gobierno permitía la conspiración constante del Palacio real, y encarcelaba á los buenos liberales porque cantaban el Trágala?

–Es claro: lo que quieren es engañar al pueblo, infundirle miedo con su orden, y siempre con su orden….

–Mientras vivan ciertos hombres—dijo el Doctrino sombríamente,—nada adelantaremos. No conviene ahora decir quiénes son esos hombres que deban desaparecer; pero á su tiempo se nombrarán.

El Doctrino tenía algo de lúgubre, hablaba poco, y siempre con una lentitud melancólica que anunciaba en él pensamientos ocultos y un frío y siniestro cálculo que no quería dejar traslucir.

–Eso mismo digo yo—repitió Aldama, que estaba resuelto á no desairar la botella mientras tuviera dentro alguna cosa.

–Pues lo primero, señores—dijo Alfonso,—es constituirnos de cualquier modo que sea. Veremos si se encuentra un buen local donde podamos reunimos en mayor número.

–Nos reuniremos al aire libre si es preciso. Lo que nos importa es buscar gente, y de eso yo respondo. Pasado mañana nos congregaremos aquí, y yo traeré dos ó tres amigos, que es como si trajera medio Madrid. ¡Verán ustedes qué mozos!

–Pues bien, hasta pasado mañana, tú vendrás, Lázaro—dijo Alfonso.—Yo mismo iré á buscarte. Quiero que no te desanimes ni te aburras. El porvenir es para nosotros, chico. Hay que hacerse lugar, porque esto está perdido. Las ideas van en baja, y fuerza es que la juventud sea lo que debe ser: la iniciadora y la reveladora de los grandes principios.

–Vendré—dijo Lázaro con poca determinación. Levantáronse Alfonso y Cabanillas, y se despidieron.

Lázaro hizo lo mismo, y los tres se marcharon. El Doctrino y el Curro quedaban allí. No es aventurado conjeturar que, al quedarse solos, la botella, á que tanta afición había mostrado Aldama, estaba completamente vacía.

Cuando se vieron solos y sintieron bajar la escalera á los otros, el de la botella dijo:

–¿Cuánto te ha dado ayer el tío Coletilla?

–Mira—dijo el otro sacando cuatro onzas y algunos doblones de un bolsillo grasiento.

–¡Ah, marrajo!—exclamó Aldama, mirando con brillantes y ávidos ojos el oro:—dame siquiera una. Debo cuatro meses de casa y más de seis duros de prestado.

–Poco á poco: no hay que despilfarrar el tesoro del Rey—dijo el Doctrino, guardándose majestuosamente en el bolsillo el erario revolucionario.

–Vamos, Doctrinillo, dámela. Ya sabes que tengo apalabrado á Perico Tinieblas, el del Portillo de Gilimón, que es hombre pintado para estas cosas. Y lo que es en la Plaza de la Cebada, no hay chalán que no sea capaz de comerse al Gobierno á una orden mía.

–No: las cosas han da ir en regla. No puedo pagar sino á su tiempo: tengo esa orden. Pero no tengas cuidado, que cuando esta asamblea principie á dar frutos…

–Dime: ¿y Alfonso Núñez, está en autos?…

–No, no sospecha nada. Es un inocente y un visionario. Es de los que se dejan matar por las ideas. Estos son los hombres que nos hacen falta: muchachos de talento y de buena fe que hablen al pueblo y le llenen de agitación.

–¿Y ese otro bobalicón que hemos ido á buscar hoy?

–Ese es chico listo también, pero de una inocencia angelical. Tenemos muchos de éstos que son los que han de hacer la mejor parte sin costar nada. Cabanillas vale; pero ese no es tan barato: está el pobre muy mal, y hay que favorecerle. Ayer le encontré llorando en la casa; me dió mucha lástima. El trabaja con repugnancia en nuestro asunto; pero no tiene otro remedio, porque está sin un cuarto.

–Pues mira que yo estoy también….

–Verás qué bien va á salir esto—dijo el Doctrino bajando la voz.—Y para entonces ya podemos contar con fondos. Los tiempos están malos, Carrillo; y si uno no se agarra á los buenos faldones…

–Eso mismo digo yo. Pero ¿me das ó no esa oncilla?

–Espérate á pasado mañana. Tengo orden de no repartir todavía.

El Curro y el Doctrino bajaron después de haberse despedido desde la puerta y á gritos del poeta clásico.

La Fontana de Oro sirvió al Rey y á la reacción más que los frailes y los facciosos, porque en ella había un cáncer que en vano trataban de cortar algunos hombres prudentes, expulsando á quien no era culpable. El cáncer de la venalidad continuó corrompiendo aquella asamblea, que no tenía un rival, sino una sucursal en la Fontanilla.

CAPÍTULO XXVII

#Se queda sola#.

Cuando Lázaro volvió á su casa, tembló en presencia de Coletilla. Pero bien pronto su terror se trocó en sorpresa al ver que, lejos de mostrarse indignado el viejo por haberle visto en compañía de los frenéticos de la Fontana, estaba un poco menos adusto que de ordinario, y hasta llegó á manifestar cierta benevolencia, que era en él cosa muy rara.

Aquella noche y á la mañana siguiente volvió Lázaro á intentar la difícil empresa de ver á Clara. Era cosa imposible, porque el sistema de clausura empleado en la joven por sus tres carceleras, por aquel Cerbero femenino de tres cabezas y tres cuerpos, era inexorable. Clara vivía peor que un cenobita, peor que esos prisioneros de que hablan las historias antiguas, sepultados en vida, cuerpos vivos para el dolor y los horrores de la soledad. ¡Dios tenga piedad de esta infeliz!

Pero si Lázaro no podía verla, el abate Carrascosa pudo aquel día, con permiso de la devota, entrar á enterarse de la salud de su señora doña Clarita; y al hallarse con ella, sacó un papel del bolsillo, y haciéndole señas de que callase, se lo dió á la joven furtivamente. Sin decirle una palabra, salió.

Clara se puso como la grana; su primer pensamiento fué romper la carta; pero le ocurrió que podía ser de Lázaro. Tal vez el pobre muchacho se había decidido á escribirle, no pudiendo verla, y se valió del abate, que era sin duda su amigo. Guardó en el seno la carta, y esperó.

La devota no tardó en venir, y se sentó junto á ella.

–¿No sabe usted—dijo—que vamos esta tarde á la procesión del Divino Pastor?

–¿Sí?—contestó Clara maquinalmente.

–Sí; pero usted no va. Han resuelto que se quede usted aquí, porque las jóvenes que están en penitencia no deben salir nunca de casa. ¿No piensa usted lo mismo?

–Lo mismo—dijo Clara, temblando por miedo de que le conocieran en el semblante que tenía una carta escondida.

–Vamos al balcón do una amiga nuestra, desde donde se ve todo perfectamente. Estará muy vistoso. De San Antón salen tres imágenes, y dicen que es también muy probable que salga el Cristo de las Llagas de la capilla de Santa María del Arco. Todo esto pasa por la calle de San Mateo, á donde vamos nosotras.

No dijo más. Ya estaba arreglada para salir. Su vestido era el de las grandes solemnidades, el mismo de otras veces; pero ¡cosa singular! su toca estaba plegada en la frente con cierta presunción de monja novicia, presunción que no carecía de gracia. Su mantón, cuyo velo impenetrable le cubría otras veces completamente el rostro, aparecía ahora echado hacia atrás con una franqueza que el rígido dominico de la antigua casa de los Porreños habría calificado de desenvoltura.

Si Clara hubiera estado menos preocupada en aquel momento y tenido un carácter más observador, sin duda se habría de admirar al ver á doña Paulita afectada de distracciones intermitentes; habría notado que se sonreía con frecuencia, moviéndose sin cesar; que después se ponía muy triste, permaneciendo quieta y como abstraída; que luego le daba una especie de acceso de despecho, crispaba los nervios y cerraba los ojos, erguía el cuello y parecía atenta á ruidos lejanos, no escuchados de otro alguno. Aún hay más: si Clara no hubiera tenido el rostro tan inclinado sobre la costura como de ordinario, habría reparado que la devota se levantó, y acercándose á un pequeño espejo de cristal de roca (obra admirable del siglo XVII, adquirido en Venecia por el undécimo Porreño), se estuvo mirando por espacio de tres minutos con singular atención. Hay pruebas irrecusables de que jamás en ningún tiempo había reflejado la histórica superficie de aquel espejo la faz de la dama. También sabemos que aquella no era la primera vez que se miraba; que la noche anterior y el día anterior se había mirado también, observándose, sobre todo por la noche, con gusto y calma. Es indudable que medio cerró los ojos para verse no sabemos con qué grado de luz, y que recogió después los labios, mostrando á la curiosidad insaciable del cristal lisonjero las dos blancas y nacaradas filas de sus hermosos dientes. Este fenómeno nos ha obligado á trabajar mucho para descifrar ciertos misterios, cuyo conocimiento es necesario para la continuación de esta historia.

En el otro cuarto, María de la Paz y Salomé habían exhumado de las profanas gavetas unas vetustas vestiduras de seda valenciana, que habían sido en mejores tiempos elegante ornato de sus personas. Suspendieron en sus cabezas sobre solidísimas peinetas la mantilla negra de pesados encajes, y Paz abrió una pequeña caja de cartón en figura de ataúd, que aun conservaba el perfume fiambre de las guanterías de 1790, y de esta caja sacó un abanico de doscientas varillas que, al desplegarse como la cola de un pavo real, hacía más ruido que una perdigonada. Salomé se colgó en la muñeca de la mano izquierda un ridículo, donde puso, además de sus espejuelos, un frasquito de esencia y otras baratijas.

–¿Y dejamos aquí á ese joven?—dijo Paz, mirando á su hermana con estupor.

–¿Cómo? No es posible—contestó la del ridículo con espanto.—Si queda Clarita en casa….

–¡Qué horror! Hay que llevar con nosotras á ese joven….—Pero ¿qué dirán?…

En esto entró la devota. Elías andaba por allí cerca.

–¡Qué dirán si llevamos con nosotras á ese joven!…—continuó Paz.

–¿A ese joven? …—repitió Paulita.

–Sí: ¿qué dirán? ¡Jesús!—exclamó Salomé.

–Nada dirán—manifestó la devota, mirando para otro lado.—Es un servidor, un caballero que nos acompaña. Y, sobre todo, el mal está en las intenciones, no en las apariencias. ¿Qué pueden decir? Nosotras, es verdad que no necesitamos caballeros; pero no es indecoroso que ese joven nos acompañe. ¡Oh! No atendamos tanto á las preocupaciones del mundo.

–Pero si á ese joven le conocen por libertino—dijo Paz—y le ven con nosotras….

Ante este argumento vaciló un momento la mujer mística, y casi no supo qué contestar. Pero no era persona que se dejaba vencer fácilmente en una disputa, y tomando fuerzas, prosiguió:

–¡Oh fragilidad de las cosas mundanas!…No temamos al qué dirán. Sobre todo, yo no creo que ese hombre sea un libertino. (Elías había entrado, y escuchaba con mucha atención á la devota.) Tiene buen corazón, y si ha cometido algún error es por falta de experiencia y de guía. Pero yo le he comprendido bien, y sé que se enmendará, si ya no se ha enmendado, y está derramando lágrimas ocultamente por sus yerros pasados. Que venga.

Elías no la dejó concluir. Arrebatado de entusiasmo, alzó los brazos y gritó:

–¡Lázaro, Lázaro!

Antes que Lázaro llegara, el realista se lanzó fuera, y le trajo ó, más bien, le arrastró.

–Arrodíllate ahí—le dijo con voz fuerte, presentándolo ante la devota.—Arrodíllate delante de esa santa. Ha dicho que tienes buen corazón.

Lázaro estaba perplejo, las dos viejas absortas, la devota satisfecha y Elías entusiasmado. Que quieras, que no, el joven tuvo que hincarse.

–Híncate, hombre, híncate—dijo el tío.—Ahora bésale la mano.

Lázaro, que sin darse cuenta obedecía las órdenes violentas de su tío, besó respetuosamente la mano de la santa, y la tuvo estrechada un momento entre las suyas.

–Prostérnate ante la virtud—decía Elías;—tú, pecador indigno de ser perdonado. Ha dicho que tenías buen corazón. No, señoras: no lo tiene.

Doña Paulita hizo esfuerzos heroicos para aparecer con cierta dignidad arquiepiscopal en el momento en que Lázaro le besaba la mano, arrodillado ante ella; pero su decoro de santa fué vencido por lo mucho que empezaba á tener de mujer. Cuando sintió los labios del joven posados sobre la piel de su mano, tembló toda, se puso pálida y roja con intermitencias casi instantáneas, y una corriente de calor ardientísimo y una ráfaga de frío nervioso circularon alternativamente por su santo cuerpo, no acostumbrado al contacto de labios humanos.

Después de una pausa, principió á recobrar su aplomo y dijo:

–¡Qué locura! ¡Santa yo! Levántese usted, caballerito (no se atrevió á decir joven.) No he dicho más sino que confío en que tendrá buen juicio y se enmendará.

–¿Pues no ha dicho que te perdona las faltas que has cometido? ¡Qué virtud! ¡Qué heroísmo cristiano!—exclamó Elías.—¿No te anonadas? Pero, hombre, levántate: ¿qué haces ahí de rodillas?

El joven se levantó, mientras Paz ponía fin á esta vehemente y conmovedora escena, diciendo fríamente y con desdén: "Vámonos".

–Prepárate á acompañar á estas señoras—dijo Coletilla.

Al estudiante le contrarió mucho este mandato. El había oído decir en la mesa aquella mañana que Clara no iría á la procesión, y había formado sus proyectos para verla aquel día. La obligación de acompañar á las tres señoras le pareció la mayor desgracia que podía ocurrirle aquel día. ¿Pero cómo era posible resistir á las órdenes de aquel tirano? Lleno de despecho tomó su sombrero y bajó con las tres ilustres ruinas, que se llevaron una de las llaves de la casa, dejando á Clara la consigna de no salir del cuarto. Elías, que quedaba también en la casa, tenía la otra llave.

No hacía cinco minutos que las Porreñas navegaban hacia la calle de San Mateo, cuando llegó el abate Carrascosa muy presuroso y tocó á la puerta.

Elías bajó á abrirle.

–Venga usted, amigo; venga usted al momento—le dijo con agitación.

–¿Pero á donde, hombre, á donde? Está la casa sola. No puedo salir.

–¿Que no puede usted salir?-dijo el abate asombrado.—Pues buena la hace usted si no sale al momento y viene conmigo á donde yo le lleve.

–¿Pues qué hay, Carrascosa?

–Venga usted, y hablaremos por el camino.

–Hombre, la casa….

–Qué casa ni qué ocho cuartos. Cierre usted y vámonos.

–Queda aquí esa muchacha.

–Pues déjela usted encerrada y venga, porque esto no es cosa para andarse con peros….

–¿Pero qué hay? Sepámoslo.

–Hay que si usted no viene ahora mismo conmigo á la Fontanilla … ya sabe usted … el club de esos muchachuelos…. Si usted no viene conmigo, va á haber un conflicto.

–¿Pero qué es ello, hombre?

El abate no había inventado de antemano la mentira que necesitaba emplear para salir de la casa de Elías: así es que se vió aturdido por un momento; pero su astucia frailesca no le faltó.

–Pues parece que esos chicos están alborotados, y dicen que usted les ha engañado: que usted no tiene poderes de … de aquella persona; que usted….

–¿Que no tengo poderes?—dijo Elías.—Cuidado con los niños.

¡Liberalitos al fin!

–Y parece que quieren armar un alboroto esta noche—dijo Carrascosa, seguro ya de la mentira que había de encajarle.

–¡Esta noche!—exclamó Elías, llevándose las manos á la cabeza. ¡Esos chicos están locos! Lo van á echar todo á perder…. Pero quién les ha dicho que esta noche. ¡Vaya con los niños! Pero voy allá al momento.

–Venga usted, porque si tarda….

–Voy, voy al momento. Cerraré la puerta y me llevaré la llave. No importa. Las señoras tienen otra.

–Vamos.

El abate había conseguido su objeto, que era alejar á Coletilla de la casa aquella tarde, para que Clara se quedase sola. En tanto las esfinges se acercaban al término de su viaje, y Lázaro las seguía, revolviendo en su mente el plan que en un momento de colérica inspiración había concebido. Consistía este plan en dejar á las tres ruinas en medio de la calle, cuando ellas estuvieran más distraídas con la procesión, y volver atrás. Pero esto tenía sus inconvenientes. ¿Cómo entraba en la casa? ¿Rompiendo la puerta? ¿Y su tío que estaba dentro? Terrible era aquella situación. ¡Vivir con ella y no verla! Oir que continuamente imputaban á aquella infeliz faltas y crímenes inauditos, y no poder acercarse á ella y preguntarle. "¿Qué has hecho?".

Las tres Porreñas marchaban acompasada y pomposamente, sin proferir una palabra. Así llegaron á la casa desde donde habían de ver pasar la procesión, que era la casa de un clérigo llamado don Silvestre Entrambasaguas y de su hermana doña Petronila Entrambasaguas.

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30 eylül 2018
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