Kitabı oku: «La Fontana de Oro», sayfa 15

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CAPÍTULO XXIV

#Rosa mística.#

–Hoy no he rezado nada—decía la devota á Clara al día siguiente de la entrada de Lázaro en casa de las Porreñas.

Estaban sentadas las dos en el sitio de costumbre. Doña Paulita tenía en la mano nada menos que á San Juan Crisóstomo. Clara bordaba en un pequeño telar. Su cara expresaba la más calmosa y profunda melancolía. En cambio la otra parecía muy inquieta, contra su costumbre.

El observador hubiera visto moverse sus labios, deletreando en silencio la lectura mística, mientras dirigía con súbita mirada los ojos hacia la puerta, los tornaba en derredor, miraba á Clara sin fijeza, y, por último, se quedaba con la vista fija en el espacio, como cuando nos abandonamos á la contemplación de lo que no está junto á nosotros ni donde estamos nosotros. A veces parecía prestar atención á algo que pasaba fuera del cuarto; salía, se paraba en la puerta poniéndose en escucha, volvía á entrar, se sentaba de nuevo, cogía el libro santo, leía un poco, pasaba con la vista hojas enteras, miraba á Clara, murmuraba un rezo, cerraba el in folio, lo volvía á abrir, y así sucesivamente. Sin duda su espíritu vagaba sobre San Juan Crisóstomo, sin penetrar, como de costumbre, en las entrañas de la teología.

–Clara—dijo después de meditar un momento,—Clara, ¿sabes que me parece que el cuarto donde se ha puesto al sobrino del señor don Elías es un poco estrecho?

–¿Estrecho?—dijo Clara, afectando indiferencia.—No: para un hombre solo….

–¡Ah!—exclamó la devota.—¡Cómo se pervierte la juventud del día!

Porque un joven como ese, que parece tener buenos instintos … ¿No?

–Sí—contestó la otra sin levantar la cabeza.

–¿Usted no le conocía antes?

Clara, que quería guardar la más absoluta reserva, se decidió á decir una mentira. Se avergonzaba de una denegación; pero en aquellas circunstancias y en aquella casa, la verdad no sólo la avergonzaba, sino que le daba miedo. Así es que dijo:

–¿Yo? No….

–Es una lástima que se perviertan jóvenes así. ¡Ah! Pero no faltarán buenas almas que oren por ellos y les ayuden á salir de la miseria. ¿No?

–Es verdad—contestó Clara.

–Y cuando se tiene buen fondo como ese joven, es cosa fácil. ¡Ah! Pero usted me dijo que estuvo en el pueblo de donde es ese joven, ¿No estaba él allí entonces?

Clara, que no tenía costumbre de mentir, se vió muy apurada con aquella pregunta; pero evocando toda la poca malignidad de su carácter, se dominó y mintió otra vez diciendo:

–No, no estaba.

–Y allí, ¿qué decían de él?—preguntó la devota, abriendo á San Juan Crisóstomo.

–¿Qué decían?—contestó la huérfana, mirando la labor lo más de cerca que le era posible.—Decían que era un joven muy leal, muy generoso, muy bueno y de mucho talento.

–Sí, ya se conoce que es un joven de buenas prendas—dijo la de Porreño, abriendo á San Juan Crisóstomo.—¿Y tiene padres?

–Tiene á su madre—contestó Clara, bajándose para recoger una cosa que no se le había caído;—su madre, que es una cariñosa mujer, muy santa y muy buena.

–Pues ya … Bien se conoce que así había de ser—afirmó Paula, hojeando al santo.—Me figuro que será una mujer excelente.

–Así es.

–Bien merece ese joven que se le proteja. Cuando el alma es buena …

¿Quien no pecará alguna vez?

Al decir esto arqueó las cejas, miró el libro, hizo todos los esfuerzos imaginables para leer medio renglón, y después de emplear cinco minutos en tan importante tarea, volvió á hablar diciendo:

–¿No tiene ninguna hermana?

–No, señora.

–¡Oh!—exclamó Paulita, dejando definitivamente á San Juan Crisóstomo;—me olvidaba de mi rezo. Hermana, con la conversación de usted me he distraído. Vamos á rezar.

Pero en lugar de tomar el libro de oraciones, tomó un libro de Santa Teresa, y lo abrió maquinalmente. Clara tomó el rosario, mientras la devota empezó la salmodia con la vista fija en el libro y equivocándose á cada momento. En lugar de decir un Padre nuestro decía una Salve, y se trastornó de tal modo el rezo, que al cabo de un momento se encontraron perdidas en un laberinto sin saber en qué parte del rosario se hallaban.

–¡Ah, qué cabeza la mía!-dijo la santa deteniéndose;—pero ¡ay! con la conversación de usted me he distraído. Sigamos.

Pero en vez de pronunciar el Pater noster fundamental, que es lo que procedía para empezar de nuevo, clavó los ojos en el libro, y maquinalmente leyó:

–De dos maneras de amor quiero yo ahora tratar: uno es espiritual, porque ninguna cosa parece le toca la sensualidad ni la ternura de nuestra naturaleza; otro es espiritual, y que junta con él nuestra sensualidad y flaqueza …—Qué distracción!-observó después.

Y apartó el libro con desdén, miró al techo y se estuvo quieta un buen rato, sin dar señales de vivir en este mundo, permaneciendo tanto tiempo inmóvil y con tal profundidad extasiada, que Clara se alarmó, y tuvo al fin que decidirse á tirarle de la manga, con lo cual la devota bajó del cielo.

–¡Ay, hermana!—dijo vivamente.—Usted no sabe rezar el rosario; déme acá.

Y le quitó á Clara el rosario de las manos, lo tomó y empezó á contar las cuentas una por una con tanta escrupulosidad, que empleó lo menos diez minutos en tan difícil operación. Después rezó una Salve, á la que contestó Clara con un Pater noster: las dos se miraron. Clara tembló, porque creía que la devota la iba á reprender duramente, como de costumbre, por su equivocación, pero ¿cuál fué su asombro al ver que la santa desplegó suavemente los labios, se sonrió con una expansión inefable, que nadie, absolutamente nadie, había observado jamás en aquella casa, y acabó por reír con franqueza y desahogo, cosa fenomenal y nunca vista en tan ejemplar mujer?

Pero Clara, aunque se sorprendió mucho, no dió importancia al hecho. La otra se sonrojó ligeramente, y tomando de nuevo el libro de Santa Teresa, dijo:

–Voy á ver si encuentro un pasaje que hay aquí recomendando la penitencia. Hojeó el libro, y leyó.

Sostenedme con flores y acompañadme con manzanas, porque desfallezco de mal de amores. ¡Oh, qué lenguaje tan divino es éste para mi propósito! ¿Cómo, esposa santa, mataos la suavidad? Porque, según he sabido algunas veces, es tan excesiva, que deshace el alma de manera que no parece ya la hay para vivir y pedir flores.—No, no es esto; á ver esto otro—dijo hojeando más:—Es, pues, esta oración una centellica que comienza el Señor á encender en el alma del verdadero amor suyo, y quiere que el alma vaya entendiendo qué cosa es este amor con regalo.—Vamos, tampoco es esto. No he de encontrar hoy el pasaje. Sigamos, hermana, en nuestro rezo.

Empezó formalmente el rosario. Paula dijo un Dios te salve el número de veces necesario; pero al llegar al sitio del Padre nuestro, siguió diciendo Dios te salve hasta treinta veces, con tanta prisa, que no esperaba á que la otra concluyera su Santa María. Clara contestaba también muy á prisa para no quedarse atrás: así es que, por último, apresurándose una y otra, resultaba que aquello parecía una apuesta de velocidad en la pronunciación. Llegaron al fin sin aliento y muy cansadas. Paulita tuvo necesidad de respirar el aire libre, abrió el balcón y miró á la calle; hecho inusitado, cuya gravedad no comprendió Clara tampoco.

–¡Ay, que he abierto el balcón!—exclamó, comprendiendo la atrocidad que había cometido.—¡He abierto el balcón!

Y lo cerró con sobresalto, como una monja que hubiera sorprendido abierta la reja del locutorio.

–Hermana—dijo después,—¿sabe usted que he decidido no ayunar mañana?

–Hará usted bien: es usted una santa; pero no ayune usted tanto, señora: eso no es bueno.

–Tienes razón, Clarita, y yo creo que esto que tengo es causado por el excesivo celo. Bien me decía el padre Silvestre que la piedad en demasía es perjudicial, porque mata el cuerpo, sin el cual el alma no puede tener fortaleza.

–Pero, ¿qué tiene usted?—preguntó Clara un poco alarmada.

–No estoy buena—dijo la mujer mística restregándose entrambos ojos, como si los tuviera doloridos por la vigilia ó cansados de mirar.—Siento un calor aquí dentro … y una agitación … Pero es del ayuno, hermana; es del ayuno.

–Pues debe usted moderarse. Descanse unos días.

–Sí, lo haré, y esta semana no rezaré oración doble, como hasta aquí, y suprimiré horas por la noche.

–Ya lo creo. ¿No es bastante rezar una vez? Si es usted una perfecta santa.

–¿No le parece á usted que es bastante una vez?—preguntó Paula con mucha, ansiedad.

–Sí; y debe usted tratar de reponerse.

–¿Cómo ha dicho usted, Clarita? ¿Reponerme? Veo que sabe usted dar muy buenos consejos.

–Reponerse, sí … Distraerse un poco…. Salir….

–¡Salir!—exclamó la mística tan asustada, que Clara se arrepintió del consejo—¡Salir! y ¿á dónde?

–Pues … quiero decir … que usted debe procurar … pues…. Cuando se está mucho tiempo encerrada en la casa, la salud se quebranta … así es que … siempre es bueno … salir un poco….

–¡Clara!—dijo doña Paulita con la expresión de estupor y gravedad del que hace un gran descubrimiento.—¿Sabe usted que su consejo es muy sabio? No creí yo … Es verdad. Eso ¿por qué ha de ser malo? Yo siento ahora que tengo necesidad de … salir, de andar, de respirar…. Sí, es preciso.

Estaba inmutada. Parecía que en su espíritu y en su organismo se verificaba una crisis muy transcendental. Toda ella se dilataba, como si aquel día hubiera perdido de una vez la fuerza de concentración, la ligadura interna que la comprimía desde el nacer. No podemos explicarnos todavía nada de lo que por ella pasaba.

–Debe usted cuidarse, debe usted vivir—dijo Clara.

–Sí: debo cuidarme, debo vivir—repitió Paula en el tono de estupefacción que emplea el que oye por vez primera la solución concisa de un problema en que ha estado trabajando infructuosamente toda la vida.—¡Debo vivir!

En aquel momento sus ojos miraban en derredor, asombrados, asustados, con melancolía y vaguedad, como el que no ha visto nunca un horizonte y lo ve por primera vez.

Pero de repente la dama se levantó agitada, se dirigió á su reclinatorio, se arrodilló, abrió el libro de horas, inclinó el rostro hacia él, ocultándolo entre las manos, y allí quedó sumergida en profunda y concentrada meditación. Reposaba sin duda en el seno de Dios, que tenía reservado á su santa el goce inefable de vagorosos y celestiales deliquios.

Durante el éxtasis, ¿quién podrá saber lo que pasó en aquella cabeza?

Dios tan solo.

CAPÍTULO XXV

#Virgo prudentísima.#

Visitemos á los dos huéspedes del cuarto segundo en la noche siguiente á la de su instalación. Prodigioso esfuerzo del genio doméstico de María de la Paz Jesús había podido acomodar dos camas en la habitación alta.

Lázaro acababa de acostarse en la suya, tratando de reparar las fuerzas perdidas; su tío velaba sentado en el sillón de vaqueta que junto á la cama tenía, y se ocupaba en hojear unos papeles, leyendo á ratos y escribiendo un poco algunas veces.

De repente el viejo se volvía; miraba á su sobrino, que no podía librarse de cierto temor cuando veía, dirigidos hacia él aquellos dos ojos de lechuzo. Parecía querer hablar al joven de alguna cosa importante, y no atreverse por no tener confianza en su discreción. Después de la llegada de Lázaro á la casa, tío y sobrino no habían hablado nada de política. El fanático creyó que su protegido no era capaz de tener entereza y tesón para sostenerse en sus creencias. En tanto, el exaltado liberal tuvo tanto que pensar en otras cosas, que relegó á segundo término aquella cuestión, y se acordaba poco de la apostasía que su tío le había exigido.

Lázaro cedía á la fatiga, se dormía lentamente, cuando el viejo dijo con voz fuerte:

–Lázaro, ¿duermes?

–¿Qué?—contestó el muchacho, despertando sobresaltado.

–Voy á preguntarte una cosa. ¿Conoces en Zaragoza á un liberal que se llamaba Bernabé del Arco?

–Sí, señor—contestó Lázaro, que conocía y apreciaba mucho á aquella persona, orador y escritor de nota.

–Era de los exaltados, ¿eh?—indicó el fanático con mordaz ironía.

–Sí, señor: es de los que sostienen las ideas más avanzadas—contestó el sobrino, temeroso de pronunciar una palabra que ofendiera á su tío.

–Es … no: era, debes decir, porque pasó á mejor vida.

–Cómo, ¿ha muerto?

–Le han matado—dijo Elías con glacial indiferencia.—Mira la suerte que aguarda á los locos, depravados, ilusos y perversos. ¿Ves? ¡Así castiga el pueblo á los que le engañan! ¡Oh! Así deberían perecer los habladores.

El sobrino se calló; volvió el tío á su lectura, y no había pasado un cuarto de hora, cuando se dirigió de nuevo al lecho del joven que, vencido por el sueño, dormía ya profundamente, y gritó:

–¡Despierta, Lázaro!

Y despertó dando un salto, aterrado y convulso, como debemos despertar el último día, cuando suene la trompeta del Juicio. Aquel viejo le había de quitar también los únicos momentos de reposo que sus desventuras le permitían.

–¿Conoces aquí á un jovencito que se llama Alfonso Núñez, y á otro que se llama Roberto, conocido generalmente por el Doctrino?

–Sí, señor—contestó Lázaro atemorizado, por creer que también le iba á participar la muerte de sus dos amigos.

–Buenos chicos, ¿eh?—dijo Elías, riéndose como deben reír los brujos en el aquelarre.

El sobrino no contestó, contentándose con encomendar mentalmente á Dios á su buen amigo Alfonso Núñez.

–¡Tengo un plan!…—añadió el fanático con cierta satisfacción de sí mismo,—plan soberbio. Si supieras, Lázaro. Pero tú eres muy tonto y no puedes comprender esto. Son buenos chicos esos que te he dicho, ¿no? Así … muy exaltados, muy amigos de embaucar al pueblo y pronunciar discursos … pues, así como tú.

Lázaro su asustó más y comprendió menos.

–Esos chicos valen mucho. ¡Si supieras qué útiles son! Amantes de la libertad, habladores, impetuosos, entusiastas. ¡Ah! No temo yo á éstos … Lo harán bien. ¡Plan magnífico!

Después, como si se arrepintiera de haber dicho demasiado, apartó la vista de su sobrino, murmuró algunas voces incoherentes, y volvió á hojear sus papelotes, escribiendo algo y gruñendo siempre, sin dejar de gesticular como si hablara con alguien.

Lázaro miró un buen rato la lívida faz del viejo realista, que, iluminada de lleno por la luz, ofrecía fantástico é infernal aspecto. Las orejas se le transparentaban, los ojos parecían dos ascuas, y el cráneo le lucía como un espejo convexo. Los singulares objetos que le rodeaban, ó los que cubrían las paredes de la habitación, aumentaban el terror del estudiante. Aquel sillín de vaqueta, testigo mudo del paso de cien generaciones; aquellos cuadros viejos; los muebles de talla, exornados con figuras grotescas y de rarísima forma, daban á la decoración el aspecto do uno de esos destartalados laboratorios en que un alquimista se consumía devorado por la ciencia y las telarañas.

Después de cerrar los ojos, entregado por fin al sueño, el joven Lázaro continuó viendo á su tío con los objetos que le rodeaban. Representáronsele además las siniestras figuras de las señoras de Porreño; y en su soñar disparatado, lo parecía que aquellas tres figuras crecían, crecían hasta tocar las nubes y ocupaban todo el espacio: Salomé como una columna que sustentaba el cielo; Paz, como nube gigantesca que unía el Oriente con el Ocaso. Después le parecía que menguaban, que disminuían hasta ser tamañitas: Paz como una nuez, Salomé como un piñón, Paula como una lenteja. Oía la frailuna voz de la devota; veía extraños y complicados resplandores, partidos de la lámpara del viejo; veía la rojiza diafanidad de sus orejas como dos lonjas de carne incandescente; veía la enormidad de su calva iluminada como un planeta; y por último, todos estos confusos y desfigurados objetos se desviaban, dejando todo el fondo obscuro de las visiones para la imagen de Clara que, no desfigurada, sino en exacto retrato, se le representaba, alzando la vista de una labor interrumpida para mirarle. En tanto le parecía escuchar siempre una voz subterránea que clamaba: "Lázaro, ¿duermes? Despierta, Lázaro."

A la madrugada su sueño fué más profundo. Despertó á las ocho, y en los primeros momentos tuvo que recoger sus ideas y meditar un poco para saber dónde estaba y qué cosas le habían sucedido. Su tío había salido. Levantóse y se vistió. No sabía qué hora era; pero el hambre le hizo comprender que era hora de almorzar. Abrió la puerta, dirigiendo una mirada á lo largo del pasillo y á lo profundo de la escalera, y el primer objeto que encontraron sus ojos fué la figura de doña Paulita que subía lentamente.

–¿Ha descansado usted?—le preguntó con voz menos nasal é impertinente que de ordinario.

–Sí, señora: muchas gracias.

–¿No le falta á usted algo?

–Nada, señora.

–Pero querrá usted comer alguna cosa. Aquí acostumbramos desayunarnos á las siete. Es lo mejor. Pero son las ocho; mi tía es muy rigorista, y ha dicho que, puesto que usted no estuvo á las siete en la mesa, no puede almorzar. Esto es una disciplina necesaria. Bien sabe usted que sin disciplina no puede haber orden. Ahora no puede usted tomar cosa alguna hasta las dos de la tarde.

–Señora, no importa: yo …—dijo Lázaro, que era cortés, aunque estaba muerto de hambre en aquel momento.

–Pero no tema usted—continuó la devota, bajando la voz y mirando á todos lados.—Yo conozco que está usted desfallecido, y es preciso darle de comer. No salga usted de su cuarto.

Dicho esto, bajó muy ligera, procurando no ser vista. El joven sintió más encendida su gratitud hacia aquella señora, que ya había hablado en su defensa la noche anterior.

Al poco rato volvió la devota trayendo un desayuno que, aunque escaso, bastó para reponer al hambriento.

–Mi hermana no lo llevará á mal—dijo;—pero no se lo diga usted. Yo hago esto por usted, porque comprendo que en un cuerpo débil no tiene fuerzas el espíritu.

–Señora, no sé cómo pagarle tantos favores—contestó el mancebo sin mirarla.

A las siete de aquella mañana, mientras Lázaro dormía rendido de cansancio, se suscitó una gran cuestión en el comedor, sobre si sería conveniente y disciplinario llamarle para almorzar. María de la Paz decía que no; Salomé dudaba, y la santa opinaba que sí. Las razones de la primera eran: que puesto que prefería el sueño á la comida, era preciso hacerle el gusto, con lo cual se iría acostumbrando á la disciplina. En vano quiso oponerse Paulita con gran copia de razones teológicas y morales, fundadas en el principio de mens sana in corpore sano: todo fué inútil. Sus palabras, oídas con respeto, no produjeron efecto. Elías decidió la cuestión, diciendo que su sobrino, además de liberal, era holgazán, y que había de renunciar á hacer de él nada bueno. Todos callaron y comieron. Clara no era admitida á la mesa común.

Volvamos arriba. Lázaro se comía la ración con gran apetito. La dama le hacía mil preguntas, y él le contestaba procurando ser lo más cortés que el hambre le permitiera. Las preguntas eran de esta clase:

–¿Creyó usted que no almorzaría hoy?

–¡Ah, señora! no….

–Porque yo no me olvidaba de que usted estaba sin comer.

–Yo le doy á usted las gracias.

–Pero usted no se lo figuraba—decía Paulita, ansiosa de apurar aquella cuestión hasta el fin.

–No, señora; de ningún modo … yo … sí…. Pero … ya.

–Y su tío se opuso á que almorzara.

–¡Ah! mi tío—dijo Lázaro, dejando de comer,—es un…. No: es un excelente hombre.

–¡Oh, sí—dijo la devota mirando al cielo,—es un hombre ejemplar, un santo.

–Si, sí: un santo.

Lázaro, nuevo en aquella casa, no había tenido ocasión de penetrar el carácter de la persona que tenía delante en el momento de su desayuno. Por este motivo nada le llamó la atención; por eso no supo que nunca sus bellos ojos habían tenido un resplandor tan vivo, ni que jamás voz de monja alguna entonó salmodias con tan melodioso timbre como el de la voz de Paula al decir: "¿Usted creyó que no almorzaría hoy?" En ella, sin embargo, había gran naturalidad; y no es aventurado afirmar que en ningún tiempo se cruzaron sus manos blancas y finas con menos afectación, á diferencia de aquellos crispamientos de dedos que usaba tanto para acompañar y adornar sus peroraciones.

–Aquí no será permitido que le hagan á usted daño alguno—dijo en el tono de quien hace una importante revelación.—No tema usted. Si ha cometido alguna falta…

–¿Falta?—dijo el joven con tristeza.

–¿Pues no decían que era usted un gran pecador?

–¡Yo un gran pecador, señora!

–No será tanto como dicen…—continuó doña Paulita, con una sonrisa tan mundana, que no parecía puesta en boca de una santa.

–-No—replicó el joven con efusión;—no es tanto como dicen, es verdad.

Y si he de decirlo todo….

–Acabe usted—dijo la otra con mucho interés.

–Yo no sé qué falta he cometido—añadió Lázaro con melancolía.—Pero sí, faltas he cometido, no lo puedo negar….

–¿A ver, á ver, qué faltas?—preguntó con mucha ansiedad la favorita de Dios.

–Le diré á usted…—repuso él, preparándose á confesar.

–Comprendo: algún extravío de joven. La juventud está llena de peligros, y los jóvenes, si se les deja solos….

–Es verdad.

–Cuénteme usted. Yo quiero que usted se corrija. Tal vez la falta es mucho menos grave de lo que usted mismo piensa. Tal vez no pasa de ser una ligereza trivial dijo con más ansiedad é interés Paula.—Dígame usted; yo le daré consejos…. Cuénteme usted.

Lázaro permaneció pensativo un instante, y ya abría la boca para formular una contestación ó una excusa, cuando Elías se presentó en la puerta. La devota se turbó un poco; pero un momento le bastó para reponerse. El realista se quedó muy sorprendido al ver á la dama y al observar los restos del almuerzo, mientras su sobrino se avergonzaba de haberlo probado.

–Pase usted, señor don Elías—exclamó ella con su unción acostumbrada;—pase usted: aquí estoy suplicando por amor de Dios á su sobrino que no le dé más disgustos. ¡Oh! Pero él se va arrepintiendo ya de los errores de su juventud. ¿Qué extraño es que la juventud peque, entregada á sí misma, sola por espinosos caminos? Le estoy recomendando la moderación, la cortesía, la prudencia. Pero veo que usted se admira de que le haya traído de comer. ¡Ah! confieso mi falta. Pero no he podido resistir los impulsos de la compasión. He sido débil; no he nacido para el rigor, y confieso que no tengo carácter, como debiera, para sostener la rigidez de la disciplina. Si he cometido una falta, perdóneme usted.

Elías estuvo un rato sin saber qué contestar; pero tenía muy alta idea de la cristiandad de aquella señora para vacilar en probar cuanto hacía. Aquel acto le pareció una sublime prueba de caridad.

–¡Señora, qué buena es usted!—dijo.

–No es bondad, es debilidad. Conozco que hice mal.

–¡Señora, usted es una santa! Aunque él no merece lo que usted ha hecho, esto sirve para hacer resaltar más las virtudes de usted.

–¡Oh!—exclamó la elegida del Señor,—confieso que mi deber era seguir el dictamen de usted; pero no he podido resistir á un poderoso impulso de indulgencia. ¡Oh! si siempre pudiera una salir victoriosa de sí misma….

–Mira, aprende—dijo Elías, volviéndose hacia Lázaro;—mira á esa santa; aprenda lo que es nobleza, generosidad, virtud.

–No—dijo ella bajando los ojos.—Que no tome por modelo á esta pecadora.

–Aprende, Lázaro—exclamó con exaltación el fanático.—Aquí tienes á la misma virtud.

La santa hizo una gran reverencia y se marchó, dejando solos al tío y al sobrino.

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12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 eylül 2018
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460 s. 1 illüstrasyon
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