Kitabı oku: «Tormento», sayfa 18

Yazı tipi:

XXXVII

Cuatro días después, según datos seguros, suministrados por la diligente observación de Centeno, estaba D. Agustín Caballero en el propio ser y estado que un convaleciente de enfermedad grave. Su mal color anunciaba insomnios y dietas, y su mal genio trastorno del ánimo, una manifestación hepática tal vez, complicada con melancolías o sentimientos depresivos. Y es muy de notar que pocas veces había estado nuestro buen amigo tan locuaz, sólo que las cosas estupendas que hablaba se las decía a sí mismo. En el reparto de aquella comedia habíale tocado un monólogo o parlamento largo, que llevaba ya cuatro días de tirada, y no tenía visos de concluir; de modo que si el tal monólogo se oyera, el público estaría, como quien dice, tirando piedras. Por la repetición febril de ideas y conceptos era el tal soliloquio indigno de la reproducción. De tiempo en tiempo una idea desprendida de aquel íntimo discurso brotaba fuera, condensándose en frase pronunciada. Esta frase, al resonar en el gabinete, tenía un eco, el cual era emitido por los autorizados labios de Rosalía Bringas:

«Tienes razón; me parece muy bien pensado. Lo de marcharte a América es un rasgo de tontería pueril. Vete unos días a Burdeos, y allí te distraerás. Después vuelves aquí, donde tienes tantos amigos, donde eres tan querido y respetado… y ya cuidaremos de que no des más tropezones».

Estaban en el gabinete de los pájaros cantores, los cuales no habían vuelto a abrir el pico desde aquel triste lance. Habíase aventurado Rosalía a variar el lugar y colocación de algunos objetos por puro afán de mangonear. Impensadamente tal vez, tomaba ciertos aires de ama de casa, y daba disposiciones con soberanos modos. La noche anterior, Caballero, cuyo irritado genio se manifestaba en las cosas más triviales, había dicho con altanería: «No quiero que se toque nada… Cada cosa en el sitio que ocupa…». Al oír esto, la señora había respondido algo desconcertada: «Bien, hombre… no creas que voy a desarmar el altarito… Ahí lo tienes todo… no me llevo nada».

Aquel día, después de aprobar con toda su alma la resolución del viajecito a Burdeos, la dama hizo crónica verbal de la fiesta celebrada en Palacio la noche antes. Como acababa de entrar de la calle, estaba sentada en el sofá, con su cachemira, manguito y velo. En un sillón yacía indolente la discreta humanidad del gran Thiers, mudo y melancólico, contra su costumbre, a causa de un gravísimo percance que la ocurriera en el baile, y que no se apartaba, ¡ay!, ni un segundo de su mente.

Caballero iba y venía con las manos en los bolsillos. Sin oír las encomiásticas descripciones que del sarao hacía su prima, parose ante un espejo, y mirándose… He aquí un trozo tomado al azar de su interminable parlamento, con traducción un tanto libre:

«Bruto, necio, simple, o no sé qué nombre darte… ¿para qué te metiste en la civilización? ¿Quién te manda a ti salir de tu terreno, que es la comarca fronteriza, donde los hombres viven pegados al remo de un trabajo tosco? Me estoy riendo de tu extravagante prurito de sentar plaza en medio del orden, de ser una rueda perfecta en estos mecanismos regulares de Europa… ¡Vaya un fiasco, amiguito!… Háblate de la familia; pondérate el Estado; recréate en la Religión… A las primeras de cambio, la civilización, asentada sobre estas bases como un caldero sobra sus trébedes, se cae y te da un trastazo en la nariz y te descalabra y te tizna todo, poniéndote perdido de vergüenza y de ridiculez… Vida regular, ley, régimen, método, concierto, armonía… no existís para el oso. El oso se retira a sus soledades; el oso no puede ser padre de familia; el oso no puede ser ciudadano; el oso no puede ser católico; el oso no puede ser nada, y recobra su salvaje albedrío… Sí, rústico aventurero, ¿no ves qué triste y tonto ha sido tu ensayo? ¿No ves que todos se ríen de ti? ¿No conoces que cada paso que das es un traspié? Eres como el que no ha pisado nunca mármoles, y al primer paso se cae. Eres como el cavador que se pone guantes, y desde que se los pone pierde el tacto, y es como si no tuviera manos… Vete, huye, lárgate pronto, diciendo: 'zapato de la sociedad, me aprietas y te quito de mis pies. Orden, Política, Religión, Moral, Familia, monsergas, me fastidiáis; me reviento dentro de vosotras como dentro de un vestido estrecho… Os arrojo lejos de mí y os mando con doscientos mil demonios…'».

D. Francisco dio un gran suspiro, en el cual, parecía que se le arrancaba el alma. Díjole su mujer frases consoladoras; pero él, como los que padecen gran tribulación, no conocía más alivio de su dolor que el dolor mismo, y apacentaba su alma con el recuerdo de su desdicha. ¿Cuál era esta? Digámoslo prontito. ¡¡¡Le habían robado el gabán en el guardarropa de Palacio!!!… Este siniestro, horripilante caso no era nuevo en las fiestas palatinas; ni había baile en que no desaparecieran tres o cuatro capas o gabanes… El desalmado que sustrajo aquella rica prenda dejó en su lugar un pingajo astroso y mugriento que no se podía mirar. De la caldeada fantasía de D. Francisco no se apartaba la imagen de su gabán nuevecito, con aquel paño claro y limpio que parecía la purísima epidermis velluda de un albaricoque, con aquel forro de seda que era un encanto. En su desesperación, el digno funcionario pensó dar parte a los tribunales, contar el caso a Su Majestad, llevar el asunto a la prensa; pero el decoro de Palacio le detenía. ¡Si él cogiera al pícaro, canalla, que…! ¡Parece mentira que cierta clase de gente se meta en esas solemnidades augustas!… Un país donde tales cosas pasaban, donde se cometían tales desmanes junto a las gradas del trono, era un país perdido. Por distraerse tomó un periódico.

«Ya no puede quedar duda—dijo con fúnebre acento después de leer un poco—; la revolución viene; viene la revolución».

–¡Me alegro!… ¡que venga!—exclamó Agustín parándose ante su primo.

–Esto ya no lo arregla nadie… El espíritu demagógico se ha desbocado… la nación se estrella, se descalabra. ¡Pobre España!… ¡Dios salve al país, Dios salve a la Reina!

–Me alegro…

–Porque no hay más que leer cualquier papelucho para ver que esto se desquicia… ¡Qué desorden de ideas, qué osadías, que falta de pudor, de vergüenza…! Ya no se respeta nada, ni el sagrado del hogar, ni la familia. La religión es escarnecida y los derechos del Estado son cosa de risa. La turbamulta avanza, la asquerosa canalla asoma las narices…

–Me alegro…

–Óyense ruidos subterráneos; el trono se tambalea. Pronto vendrá la catástrofe… Los descamisados harán de Madrid un lago de sangre, y lo del 93 de Francia será una fiesta pastoril en comparación de lo que tendremos aquí… Adiós propiedad, adiós familia, adiós religión de nuestros mayores. La piqueta demoledora, la tea incendiaria… ¡Oh!, vendrá también el comunismo, el ateísmo, la diosa Razón, el amor libre…

–Me alegro.

–Parece mentira—dijo de improviso Don Francisco, no pudiendo disimular, a pesar de su blanda condición, el enfado que sentía—; parece mentira que tú hables de ese modo, Agustín. Parece mentira que diga me alegro un hombre como tú, afiliado al partido del orden, un propietario rico, un íntegro ciudadano que se enojó porque le señalaron poca contribución; un católico que ha socorrido al Papa en sus penurias; un sujeto que ofreció sus respetos a la Reina; un hombre, en fin, que blasonaba de ser todo ley, todo orden, ¡todo exactitud en el mecanismo social!… Ya verás… cuando llegue el día y entren aquí los tales y te despojen de tu propiedad y te corten la cabeza en la guillotina que se armará en la Puerta del Sol; ya verás si entonces dices me alegro… Quiero ver qué carita pones cuando veamos rodando por esos suelos el trono y el altar… cuando veamos… ¡Oh Dios mío!

Tanta elocuencia no era para la menguada humanidad de D. Francisco. Atragantose a lo mejor, y tuvo que guardar el resto para mejor ocasión. Pero amoscose más al ver que Agustín le contestaba con sonora carcajada, la más franca, la más espontánea que le había oído en su vida.

«Como entonces yo estaré lejos…—dijo el primo—. Allá me voy a mis fronteras, donde reinan la pólvora y la santísima voluntad de cada cual. Alumno de la anarquía, en ella me crié y a ella debo volver».

–No, no, no—declaró Rosalía con vehemencia, levantándose y poniendo su mano protectora sobre el hombro del primo—. No hables de volver a esos andurriales. Aquí has de vivir, aquí con nosotros, que tanto te queremos. No hagas caso de mi marido, que está hoy excitado con el robo del gabán y todo lo ve negro. Aquí no pasará nada. Esos horrores sólo están en el entendimiento de mi pobre Bringas.

–Mira, Francisco—replicó Agustín echándose a reír otra vez—; no te apures por tan poca cosa. Te regalo cuatro gabanes. Encárgatelos, y di a tu sastre que me mande la cuenta. Mejor será que se los encargues al sastre mío.

Rosalía empezó a dar palmadas, como si estuviera en un teatro, y su alborozo era tan grande que no acertaba a expresar su júbilo de otra manera. Más tarde, camino de su humilde morada, soñaba despierta por las calles. «Es nuestro, pensaba, es nuestro…». Y después de recebar su imaginación en las hermosuras de aquella casa de la calle del Arenal, vivienda de ricacho soltero, veía montones de rasos, terciopelos, sedas, encajes, pieles, joyas sin fin, colores y gracias mil, los sombreros más elegantes, las últimas novedades de París, todo muy bien lucido en teatros, paseos, tertulias. Y esta grandiosa visión, estimulando dormidos apetitos de lujo, acreciéndolos luego hasta desligarlos de todo freno, le mareaba el cerebro y hacía de ella otra mujer, la misma señora de Bringas retocada y adulterada, si bien consolándose de su falsificación con las ardientes embriagueces del triunfo.

XXXVIII

El amo estaba desconocido; era otro hombre, según cuenta Felipe. A la dulzura habían sucedido displicencias. Reñía por cualquier motivo y no se le podía hablar, porque saltaba con cualquier disparate. Una mañana que al bueno de Ido se le ocurrió dirigirse a él, cuando estaba dando vueltas en el gabinete, y pedirle órdenes sobre unos asientos en el gran libro, el amo volviose a él furioso y…

«Creo—decía D. José al contarlo—, creo que si no echo a correr me tira por el balcón».

A Felipe le dio también algunos repelones. Pero este sabía manejarle, y cuando estaba con aquellas murrias, no se le acercaba. Una noche entró Centeno más satisfecho que de costumbre, y sin miedo fuese corriendo a donde el amo estaba para darle el siguiente parte:

«Dice el médico que la señorita está fuera de peligro… que no ha sido nada, y que hoy le ha mandado que se levante».

–Bien—dijo secamente el amo. Y un momento después:

–Felipillo… oye… Puedes irte al teatro esta tarde, que es domingo. No te necesito… Oye, oye. Si viene el cochero por la orden, no le digas como otros días que se retire… sino me avisas.

Monólogo.

«La tengo clavada en mi corazón y no me la puedo arrancar. ¡Maldita espina, cómo acaricias hundida, y arrancada cuánto dueles! Te has lucido, hombre insociable, topo que sólo ves en las tinieblas de la barbarie, y en la claridad de la civilización te encandilas y no sabes por dónde andas. La manzana que cogí pareciome buena. Ábrese y la veo dañada. Me da más rabia cuando pienso que la parte que aún conserva sana ha de ser para otro… Porque yo concluí para ella y ella para mí. Su conducta ha sido tan incorrecta que no la puedo perdonar… Me voy, huyendo de ella y de esta sombra mía, de este yo falsificado y postizo que quiso amoldarse a la viciosa cultura de por acá… El matrimonio me da nauseas. Lo aborrezco como se aborrece la cisterna en que hemos estado a punto de caernos… Echo a correr de esta tierra y de esta atmósfera; pero no me marcharé sin ver con estos ojos la manzana podrida y mirar bien aquellos pedazos sanos que otro ha de morder, no yo, desgraciado y miserable, que por no saber andar en estos suelos finos, llego siempre tarde… Y si el decoro social me prohíbe que la vea, yo digo a la Sociedad que toda ella y sus arrumacos me importan cuatro pitos, y me plantaré en medio de la calle, si es preciso, gritando: '¡Viva la inmoralidad, viva la anarquía, vivan los disparates!'».

Y fue al sétimo día, según Felipe, cuando el amo dispuso todo para marcharse a Francia en el tren expreso de la tarde. Desde muy temprano le acompañaban sus primos, y Rosalía se desvivía por ser útil, buscando ocasiones en que mostrar su actividad. Estaba aquel día muy vistosa, y seguramente había echado el resto en la obra de su presunción.

«Cuidado, Agustín—decía entre sentimental y risueña—que nos escribas, al menos una vez por semana. Mira que no podemos vivir sin saber de ti a menudo. Nos quedamos inconsolables. Yo contestaré a todas tus cartas, porque Bringas está muy ocupado y no puede hacerlo… Y que no te nos entretengas mucho por allá; que vengas prontito. No nos dejes mucho tiempo en esta tristeza… Con quince días de descanso tienes bastante».

A eso de la una avisaron el coche y Agustín salió sin decir a dónde iba. En el cuarto que precedía al despacho, Ido y Centeno se comunicaban sus impresiones sobre los sucesos.

IDO.—(Con la pluma entre los dientes, mientras trazaba líneas en un papel, con lápiz y regla.) Gracias a Dios que vemos al amo contento. ¿Sabes lo que me ha dicho? Que por ahora no tengo que hacer más que poner en todas las cartas que vengan las señas de Burdeos.

CENTENO.—(Haciendo bocina con su mano para que lleguen al oído de D. José palabras dichas en secreto.) Ya sé a donde ha ido el amo. Yo entraba cuando él se metía en el coche, y dijo al cochero: Beatas, 4.

IDO.—(Con sorpresa.) Va a despedirse de ella… Aquí en confianza, Felipe; creo que el amo no mira por su decoro al dar este paso. Porque, francamente, hijo, naturalmente, el honor…

CENTENO.—El médico ha dicho que está fuera de peligro…

IDO.—Poco a poco… Nicanora, que la asiste por encargo del señor, (y supongo que nos ha de pagar bien la asistencia); Nicanora sostiene…

CENTENO.—(Impaciente.) ¿Qué dice?

IDO.—Déjame hacer estas rayas de tinta… Pues dice… Antes te diré lo que pienso yo.

CENTENO.—¿Qué ha pensado?

IDO.—Te lo confiaré… reservadamente. Pues pienso que a la señorita Amparo no le queda más que una solución para regenerarse… ¿Cuál es? Te la comunicaré… con la mayor reserva. Grande ha sido la falta… pues la expiación, chico, la expiación…

CENTENO.—Acabe de una vez…

IDO.—(Con presuntuosa suficiencia.) En fin, que le queda más recurso que hacerse hermana de la Caridad… Esto, sobre ser poético, es un medio de regeneración… No te digo nada… curar enfermos y heridos en hospitales y campamentos… ¡andar pasando trabajos…! Figúrate si estará guapa con aquellas tocas blancas…

CENTENO.—(Alelado.) Estará de rechupete.

IDO.—Je je… Hermana de la Caridad. No tiene otro camino.

CENTENO.—(Con perspicacia burlona.) Don José… siempre ha de ser usted novelista…

IDO.—De veras te digo que en estos días de vagancia he de escribir una titulada: Del lupanar al claustro… Se me ha ocurrido ahora, presenciando estos desaforados sucesos… ¡Ah!, ya me olvidaba de decirte que, según Nicanora, la niña, aunque parece curada ya de aquel arrechucho, no lo está. Se levanta, come algo; pero su alma está profundamente herida, y cuando menos se piense nos dará un susto… Quién sabe, chico; puede que cuando el amo llegue allá, la encuentre muerta.

CENTENO.—¡Jesús!

IDO.—Digo que podrá ser… Sería para ella un fin poético, y si al verle entrar, le quedase un resto de vida para conocerle y poderle decir dos palabrillas tiernas de arrepentimiento, de amor, un Ay Jesús, un te amo o cosa semejante, creo que se moriría contenta…

CENTENO.—Usted cree que las cosas han de pasar según usted se las imagina… No sea memo… Todo sucede al revés de lo que se piensa…

IDO.—(Vanidosamente.) Lo que es a mí, chico, la realidad me da siempre la razón… Pero no te entretengas… Me parece que Doña Rosalía te llama.

CENTENO.—Que espere esa fantasmona. No se la puede aguantar… Y que le gusta mandarnos, como si fuera el ama de la casa. ¡Qué humos tan cargantes! Ayer me tiró de esta oreja… por poco echo sangre… me llamó mequetrefe y me dijo: «te estás haciendo muy señorito, y yo te voy a leer la cartilla…». Pues no es entrometida que digamos; y ainda mais, amigo Ido. Anoche cogió los dos jarritos finos que tienen flores de porcelana por arriba y por abajo, ¿sabe?, y se los llevó la muy… Dijo que aquí no hacían falta para nada. Anteayer cargó con una docena de servilletas que no se habían estrenado y con tres manteles… En fin, esto es el puerto de arrebata-capas. A mí me dan ganas de echarle el alto cuando veo tales frescuras.

IDO.—(Con malicia.) No te metas en eso, amigo Aristóteles, que el amo es el amo, y bien ve lo que hace la tal… y cuando lo ve y calla, por algo será… Esta mañana entró en el despacho diciendo: «¿Hay por aquí un pedacito de papel?», y cargó con tres resmas del timbrado y con unos trescientos sobres. Ahí tienes los pedacitos que gasta esa señora… Silencio; me parece que…

ROSALÍA.—(Desde la puerta, enojadísima y en tono muy despótico.) ¡Felipe!… te estoy llamando hace una hora… Eres la calamidad mayor que he visto. No sé cómo Agustín te tolera, grandísimo haragán… A ver… las camisas de tu amo, mequetrefe ¿dónde las has puesto?

XXXIX

Cuando Agustín se acercaba, ganando escalones, a la alta vivienda de Amparito, Doña Nicanora descendía.

«¡Ah!, ¿es usted?—dijo sorprendida la esposa de Ido—. Está mejor. Ayer se levantó. Hace un rato ha comido muy bien… No necesita el señor llamar. He dejado la puerta abierta, porque vuelvo en seguida».

Amparo estaba en un sillón, bien arropada, tapándose la boca con la mano derecha envuelta en un pliegue del mantón. Por los vidrios de la estrecha ventana miraba los gorriones que en el tejado vecino hacían mil monerías, y luego volaban en grupos, perdiéndose en el cielo azul. El día era espléndido, y mirando aquel cielo no se comprendía que existiera el fenómeno de la lluvia. Cuando sintió rechinar la puerta y miró y vio quién entraba, estuvo a punto de perder el sentido. No pronunció una palabra; entrole aquel idiotismo de los días anteriores. Agustín, muy cortés, se sonrió, y traspasado de emoción, preguntole que cómo estaba. Ella no sabe si dijo bien o mal, ni aun si dijo algo. El que había sido su novio tomó una silla y se sentó a su lado.

«¿Qué tal?—dijo después de una pausa, comiéndosela con los ojos—. ¿Has tomado alimento? ¿Cómo estamos de fuerzas?».

–Hace un momento… regular… bien.

Juez el uno, delincuente la otra, ambos parecían criminales.

–Vengo a despedirme—indicó Agustín, tras otra larga pausa—. Esta tarde me voy para Francia.

Amparo pestañeaba, mirándole. Sus párpados eran el movimiento continuo…

«No llores, no te sofoques—dijo el ex-novio—. Todo se acabó entre nosotros; pero no te guardo rencor. Tu poca sinceridad me ha herido tanto como tu falta, de la cual nada concreto sé todavía, porque nadie me ha dado las pruebas que deseo… Pero sea lo que quiera, tú misma me has dicho lo bastante para que no puedas ser mi mujer. No necesito saber más, no quiero saber más… No me mereces. Reconoce que no me mereces. Yo, al marcharme, te dejaré a salvo de la miseria por algún tiempo… porque he de irme lejos, y es seguro que no has de volver a verme, ni yo a ti tampoco».

La entereza que mostraba le iba a faltar; por lo que creyó prudente retirarse, a fin de que su dignidad no padeciera. Levantábase para salir, cuando se sintió sujeto por una mano. Tiró fuerte, pero no se desprendía. La mano ajena que agarraba la suya tenía fuerzas sobrenaturales. Y en verdad, ¿cómo dejarle partir sin una explicación? Aquel sí que era oportuno momento. Pasada la primera vergüenza, la confesión se salía de la boca, libre, fluida, sin tropiezo, con pedazos del alma, toda verdad y sentimiento.

Cuenta Doña Nicanora que al abrir la puerta de la sala les vio sentaditos el uno junto al otro, las caras bastante aproximadas, ella susurrando, él oyendo con sus cinco sentidos, como los curas que están en el confesonario. La inteligente vecina, viendo que aquel secreto era digno del mayor respeto, no quiso entrar, y entornando la puerta quedose en el pasillo. Bien quería ella pescar algo de lo que la penitente decía; pero hablaba tan quedito, que ni una palabra llegó a las anhelantes orejas de la señora de Ido.

Cuando aquel misterioso coloquio hubo terminado, Amparo tenía la cara radiante, los ojos despidiendo luz, las mejillas encendidas, y en su mirar y en todo su ser un no sé qué de triunfal e inspirado que la embellecía extraordinariamente.

«Nunca la he visto tan guapa»—decía la discretísima vecina.

Nuestro respetable amigo, dando dos o tres suspiros muy fuertes, se paseó por la habitación mirando al suelo.

Monólogo.

«Mi mujer no… Pero pasará el tiempo, el tiempo indulgente, y será mujer de otro. Otro morderá en lo sano, pues mucho hay sano todavía, mucho que convida, mucho que está diciendo: comedme… Ello es hecho, adelante, y que digan de mí lo que quieran. ¡Escándalo!, ¿y qué? ¡Inmoralidad! ¿A mí qué? Llega uno a los cuarenta y cinco años ¿y ha de mirar tan cerca la vejez sin vivir algo antes de entrar en ella? ¡Morirse sin conocer más que una vida de perros es triste cosa!… ¿No reparas, tonto, que estás haciendo todo lo contrario de lo que pensaste al inaugurar tu vida europea? Recréate, hombre sin mundo, en tu contradicción horrible, y no la llames desafuero sino ley, porque la vida te la impone, y no hacemos nosotros la vida, sino es la vida quien nos hace… Y a ti, ¿qué te importa el qué dirán, de que has sido esclavo? Te criaste en la anarquía, y a ella, por sino fatal, tienes que volver. Se acabó el artificio. ¿Qué te importa a ti el orden de las sociedades, la Religión, ni nada de eso? Quisiste ser el más ordenado de los ciudadanos, y fue todo mentira. Quisiste ser ortodoxo; mentira también, porque no tienes fe. Quisiste tener por esposa a la misma virtud; mentira, mentira, mentira. Sal ahora por el ancho camino de tu instinto, y encomiéndate al Dios libre y grande de las circunstancias. No te fíes de la majestad convencional de los principios y arrodíllate delante del resplandeciente altar de los hechos… Si esto es desatino, que lo sea».

Concluido el soliloquio con otro gran suspiro, Agustín se acercó a la joven y le puso la mano sobre la cabeza, en actitud parecida a la de los sacerdotes de teatro cuando figuran atraer sobre algún virtuoso personaje, mártir, neófito o cosa semejante, las bendiciones del Cielo. Y no paró aquí su intento, sino que dijo a la que fue su novia:

«¿Tienes tú por casualidad un baulito…?».

–¡Un baulito!—repitió Amparo, hablando como los tontos.

–Sí; es que me hace falta. Llevo tantas cosas…

–En aquel cuarto hay uno bastante grande—manifestó con oficiosidad Doña Nicanora, que presente estaba.

–Tráigalo usted.

Dicho y hecho. Un instante después, mostraba en medio de la sala su capacidad, forrada de papel verde, un baúl mundo de mediano tamaño. Agustín miró su reloj.

«Son las dos y media—dijo gravemente—. Pues ahora, Amparito, vas poniendo aquí toda tu ropa».

Incrédula, la joven miraba al que había sido su novio, al que por fin iba a ser su…

«No hay tiempo que perder. Tengo que hablar contigo; pero como no puedo retrasar mi viaje, vas a hacer el favor de venirte conmigo a Burdeos. Oye bien lo que te digo. Procura estar dispuesta a las cuatro menos cuarto o a las cuatro en punto lo más tarde. A esa hora vendrá Felipe en mi coche o en otro. Él te llevará a la estación».

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
21 mayıs 2019
Hacim:
300 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4, 2 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4, 2 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Ses
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4,7, 3 oylamaya göre
Ses
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre