Kitabı oku: «Tormento», sayfa 5

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No causó sorpresa a Rosalía hallar a su primo en la casa tan a deshora. Había ido a ver cómo seguía el pequeñuelo. ¿Qué cosa más natural? Agustín quería tanto a los niños, que cuando estaban enfermitos se acongojaba como si fueran hijos suyos, y se aturdía y quería llamar a todos los médicos de Madrid. ¡Qué padrazo sería si se casara!… demasiado aprensivo y meticuloso quizás, pues no había que tomar tan a pecho las ronqueras, las fiebrecillas y otras desazones sin importancia propias de la edad tierna.

El sábado de aquella semana, hallándose Amparo y Rosalía en el cuarto de la costura, la dama habló así con su protegida:

«¿Sabes lo que nos ha dicho hoy Agustín? Que no tengamos cuidado, que él te dotará… que él te dotará. ¿Oyes? Ahora decídete».

Amparito no dijo nada, y su silencio turbó tanto el espíritu de la augusta señora, que esta no pudo menos de enojarse un poco.

«Parece que lo tomas con poco calor. Pues mira, para ti haces. Yo he conocido mujeres tontas o irresolutas; pero como tú ninguna. Como no quieras que te salga por ahí un marqués… A fe que están buenos los tiempos».

Amparito, deseando llevar el sosiego al alma de su protectora, dijo que lo pensaría.

«Sí, pensándolo puedes estar toda la vida. Entre tanto sabe Dios lo que podrá pasar… Madrid está lleno de acechanzas. Déjate ir, déjate ir y verás…».

Llegada la hora de marcharse recogió Amparo su costura, se puso su velo y se despidió:

«Toma—le dijo Rosalía saliendo de la despensa y entregándole con ademán espléndido dos mantecadas de Astorga que, por las muchas hormigas que tenían, parecía que iban a andar solas—. Están muy buenas… ¡Ah!, espera. Llevas estas botas viejas de Paquito al zapatero de tu portal para que les ponga palas. Líalas en el pañuelo grande. El lunes no te olvides de pasar por la tienda de sombreros. Luego vas a la peluquería y me traes el crepé y el pelo, que Bringas me hace los añadidos, y también hará uno para ti».

Un ratito se detuvo aún, dando vueltas por la casa con disimulo. Esperaba a que Bringas le diera la corta cantidad que acostumbraba poner en sus manos todos los sábados; pero con gran sorpresa y aflicción vio que D. Francisco no le daba aquella noche más que un afectuoso «adiós, hija», pronunciado en la puerta de su despacho. Como ella expresara de un modo muy discreto la sospecha de que su digno patrono padecía un olvido, Bringas se vio en el duro caso, con gran dolor de su corazón, de formular categóricamente la negativa, diciendo como se dice a los pedigüeños de las calles:

«Por hoy, hija, no hay nada. Otra vez será».

D. Francisco se ajustaba las gafas con la mano derecha y con la izquierda sostenía la cortina de la puerta de su despacho. Por el corto hueco que resultaba, vio Amparo, al salir, al Sr. de Caballero, sentado en un sillón y más atento a la descrita escena que al periódico que en su mano tenía.

Aquel día estaba Agustín convidado a comer en la casa, y ocioso es decir que sus agradecidos primos se desvivían en casos tales por obsequiarle y atenderle. Angustiosos sacrificios, consumados sin gloria en el foro interno del hogar, conducían a aquel resultado; y en ellos podría encontrarse la explicación de la imposibilidad en que estuvo Bringas aquel sábado de ser tan caritativo como lo fuera otros. Sí; la adición de un plato de pescado o de un ave flaca a la comida de diario, perturbaba horrorosamente el presupuesto de la familia y obligaba a D. Francisco a hacer transferencias de un capítulo a otro, hasta que la cuestión aritmética se resolvía castigando el capítulo último, que era el de beneficencia.

Mientras la dichosa familia sentábase alegre a la mesa bien provista, entre la risueña algazara de los niños, Amparito subía lentamente, abrumada de tristeza (que me digan que esto no es sentimental) la escalera de su casa. Abrió la puerta su hermana, en traje y facha que declaraban hallarse ocupada en vestirse para salir a la calle, esto es: en enaguas, con los hombros descubiertos, bien fajada en un corsé viejo, con el peine en una mano y la luz en la otra.

La salita en que entraron, pequeña y nada elegante, contenía parte de los muebles del difunto Sánchez Emperador; un sofá que por diversas bocas padecía vómitos de lana, dos sillones reumáticos y un espejo con el azogue viciado y señales variolosas en toda su superficie. El tocador ocupaba lugar preferente de la sala, por no haber en la casa un sitio mejor, y sobre el mármol de él puso Refugio el anciano quinqué para continuar su obra. Se estaba haciendo rizos y sortijillas, y a cada rato mojaba el peine en bandolina, como pluma en el tintero, para escribir sobre su frente aquellos caracteres de pelo que no carecían de gracia.

Frontero al tocador estaba el retrato, en fotografía de gran tamaño, del papá de las susodichas niñas, con su gorra galonada y el semblante más bonachón que se podía ver. Le hacían la corte otros retratos de graduados de la Facultad en medallones combinados dentro de una orla, que debía de estar compuesta con medicinales hierbas y atributos de farmacia. Sobre la cómoda pesaba descomunal angelote de yeso en actitud de sustentar alguna cosa con la mano derecha, si bien ya no se le daba más trabajo que tener la pantalla del quinqué cuando no estaba en su verdadero lugar.

Amparo se sentó en uno de aquellos sillones de 1840, cuyo terciopelo era del que había sobrado cuando se hicieron los divanes del decanato; y respirando fuerte, a causa del cansancio de subir tantos escalones, no cesaba de mirar a su hermana. Esta, alzando los brazos, seguía consagrada con alma y vida a la obra de su pelo, que era lo mejor de su persona, una masa de dulce sombra que daba valor a su rostro tan blanco como diminuto. La falta de un diente en la encia superior era la nota desafinada de aquel rostro; pero aun este desentono dábale cierta gracia picante, parecida, en otro orden de sensaciones, al estímulo de la pimienta en el paladar. Con burlesca vivacidad miraban sus ojos picaruelos, y su nariz ligeramente chafada tenía la fealdad más bonita y risueña que puede imaginarse. Cuando se reía, todos los diablillos del Infierno de la malicia serpenteaban en su rostro con un tembloreo como el de los infusorios en el líquido. De sus sienes bajaban unas patillas negras que se perdían disfuminadas sobre la piel blanca, y el labio superior ostentaba una dedada de bozo más fuerte de lo que en buena ley estética corresponde a la mujer. Pero lo más llamativo en esta joven era su seno harto abultado, sin guardar proporciones con su talle y estatura. La ligereza de su traje en aquella ocasión acusaba otras desproporciones de imponente interés para la escultura, semejantes a las que dieron nombre a la Venus Calipiga.

Con tales encantos Refugio no podía sostener comparación con su hermana, cuya hermosura grave, a la vez clásica y romántica, llena de melancolía y de dulzura, habría podido inspirar las odas más remontadas, idilios tiernísimos, patéticos dramas, mientras que la otra era un agraciado tema de Anacreónticas o de invenciones picarescas. Decía Doña Nicanora, la esposa del vecino D. José Ido, hablando de Amparito, que si a esta la cogiesen por su cuenta las buenas modistas, si la ataviaran de pies a cabeza y la presentasen en un salón, no habría duquesas ni princesas que se le pusieran delante.

«¡Y qué cuerpo tan perfecto!—añadía la señora de Ido, poniendo, según su costumbre, los ojos en blanco—. He tenido ocasión de verla cuando íbamos juntas a los baños de los Jerónimos… Me río yo de las estatuas que están en el Museo».

Refugio fue la primera que habló diciendo:

«¿Cuánto traes hoy?».

–Nada—replicó Amparo sin despecho.

–Anda, anda a casa de los parientes… Sírveles. Yo te lo digo y no me haces caso. A ti te gusta ser criada, a mí no. Ahí tienes el pago.

Volviose hacia su hermana, y articulando mal las palabras porque tenía dos alfileres sujetos entre los dientes, siguió la filípica:

«Humíllate más, sírveles, arrástrate a los pies de la fantasmona, límpiale la baba a los niños. ¿Qué esperas? Tonta, tontaina, si en aquella casa no hay más que miseria, una miseria mal charolada… Parecen gente, ¿y qué son? Unos pobretones como nosotros. Quítales aquel barniz, quítales las relaciones, ¿y qué les queda? Hambre, cursilería. Van de gorra a los teatros, recogen los pedazos de tela que tiran en Palacio, piden limosna con buenas formas… No, lo que es yo no les adulo. En mí no machaca la señora Doña Rosalía, con sus humos de marquesa. Por eso le dije aquel día cuatro verdades y no he vuelto allá ni pienso volver… Ella no me puede ver, ni el bobito de su marido tampoco, que parece un pisa hormigas… Ya sé que dice herejías de mí… me lo ha contado la criada… ¡Ay!… vamos, me he enfadado tanto hablando de esa gente, que… casi, casi, me trago un alfiler».

Amparo no contestó nada.

«¿Qué traes ahí?—prosiguió Refugio, explorando el lío que Amparo conservaba aún en la mano derecha—. Lo menos un potosí… ¿A ver? Medio panecillo, dos mantecadas de Astorga, tres pedazos de cinta… ¿Te parece que tiremos todo esto al tejado?».

Amparo hizo un movimiento como para defender su lío.

«Ya ves lo que sacas del arrimo de esos pobretes… Mírate y mírame. Tú parece que acabas de salir de un hospital; yo voy sin lujo, pero apañadita; tú llevas las botas rotas, y… Mira las que estreno hoy».

Alzó un pie para que su hermana examinara las bonitas botas con que estaba calzada.

«¿Con qué dinero las has comprado?»—dijo Amparo cogiendo la bota y ladeándola como si no estuviera dentro de ella un pie.

Refugio tardó mucho en contestar.

«Que me haces daño… Vaya»—dijo al fin, volviéndose al tocador.

–¿Cuánto te han costado? ¿De dónde has sacado el dinero?

Al cabo de un rato, Refugio dio esta respuesta:

«Vendí aquella falda de raso… ¿sabes?… además, yo tenía unos cuartos…».

–¿Tú?… ¿qué tiempo hace que no das una puntada? ¿Has vuelto por la tienda? ¿Te han dado trabajo?

–No hay ahora nada. Está Madrid muy malo—replicó la joven, queriendo esquivar el asunto—. Como la gente no habla más que de revolución y dice Cordero que no entra una peseta…

Amparo, quitándose su velo, lo doblaba cuidadosamente para guardarlo en la cómoda. La otra se lavaba los brazos con verdadero furor.

«Ahora, si te parece, comeremos».

Amparo salió al pasillo y fue a la cocina. Al poco rato, volvió diciendo con enfado:

«Cada vez que entro en mi casa, se me caen las alas del corazón. ¡Qué desorden! Esto parece una leonera. Ninguna cosa está en su sitio. Eres una desastrada… Dios mío, ¡qué cocina! Tú no piensas más que en componerte. ¿Qué has puesto para comer?».

–¡Oh!, no te apures… el cocidito de siempre. ¡Ah!… Doña Nicanora me prestó tres huevos.

–Y aquí noto alguna variación. Siempre estás llevando los trastos de un lado para otro. ¿En dónde has puesto las planchas?

–¿Las planchas?…—balbució Refugio un poco turbada—. Te diré… no queda más que una. Las otras dos las he vendido. ¿Para qué las necesitábamos? Ya sabes que ayer vino el carbonero hecho un demonio. El casero estuvo hoy… No te enfades, hermanita—añadió pasándole la mano por la cara con zalamería—. He tenido que empeñar tu mantón…

Amparo se enojó de veras; pero la otra no halló para aplacarla mejores razones que estas:

«Para evitarlo, hijita, no tienes más sino traer muchos miles de casa de los señores Bringas… Abre la boquirrita preciosa y pide, pide… Para ellos lo querrían… Dime una cosa, si no hubiera hecho lo que hice ¿qué comeríamos hoy?, ¿nos mantendríamos con tus mantecadas de Astorga y tu vara y media de cinta?».

Amparo, silenciosa y abrumada de pena, había extendido un mantel sobre el hule de una mesa con faldas. Encima puso algunos platos desportillados, cucharas con el mango roto y dos tenedores cuyos mangos de hueso parecían teclas arrancadas de un piano viejo. Al poco rato apareció Refugio con un puchero de cuya boca salía humo y cuya panza, cubierta de ceniza, conservaba algunas ascuas que se extinguían rápidamente. Lo volcó sobre una bandeja y se lo llevó enseguida.

Poco tardó en volver y sentarse. De un cesto sacó varios pedazos de pan, y a medida que los iba poniendo sobre la mesa, decía con sorna: «pastel de foie gras… jamón en dulce… pavo en galantina».

Con estas tonterías, hasta la hermana mayor, que no estaba para bromas, se sonrió un instante diciendo:

«Siempre has de ser tonta».

–Pues si una se va a poner triste…

Amparo comía poco de aquel pobre, insustancial e incoloro cocido. Refugio, que había estado en la calle casi todo el día y hecho mucho ejercicio, tenía buen apetito.

«Todos los días no son iguales—dijo la menor—. Puede que cuando menos lo pensemos se nos entre la fortuna por las puertas… ¡Ah!, verás qué sueño tuve anoche… Antes te diré que ayer por la tarde estuve más de una hora en casa de Ido. El buen señor, muy entusiasmado y con los pelos tiesos, se empeñó en leerme un poco de las novelas que está escribiendo. ¡Qué risa!… Vaya unos disparates… No lo entiendo; pero me parece… Yo le decía: «D. José, sabe usted más que Salomón» y él se ponía tan hueco. Dice que sus heroínas somos nosotras, dos huérfanas pobres, pobres y honradas, se entiende… Resulta que somos hijas de un señor muy empingorotado… y cosemos, cosemos para ganar la vida… ¡Ah!, y hacemos flores. Tú, que eres la más romántica y hablas por lo fino diciendo unas cosas muy superfirolíticas, te entretienes por la noche en escribir tus memorias… ¡qué risa! Y vas poniendo en tu diario lo que te pasa y todo lo que piensas y se te ocurre. Él figura que copia párrafos, párrafos de tu diario… Nunca me he reído más… El hombre me puso la cabeza como un farol… Por la noche, como tenía el entendimiento lleno de aquellas papas, soñé unos desatinos… ¡qué cosas, chica!, soñé que te había salido un novio millonario…».

Amparo, que oía la relación con indiferencia, al llegar a lo del sueño se sonrió de improviso con la mayor espontaneidad. Aquella sonrisa le salía del fondo del alma. Su hermana expresaba su buen humor con sonoras carcajadas.

«Es tarde…—dijo levantándose impaciente—. Me acabaré de vestir en seguida».

–¿A dónde vas?

–¿Que a dónde voy?—replicó Refugio sin saber qué contestar o tomándose tiempo para urdir la contestación—. Ya te lo dije… ¿No te lo dije?… Pues creí que te lo había dicho.

–¿Vas al teatro?

–Justamente. Me han convidado las de Rufete. Después vamos al café, donde hay un cursi que nos convida a chocolate.

–¿A qué teatro vas?

–A la Zarzuela… Entramos en el escenario. Una de las de Rufete es corista.

–Esa gente no me gusta—indicó Amparo de malísimo humor—. Siempre hago propósito de no permitirte ir a ninguna parte, y mucho menos de noche. Pero no tengo carácter… soy lo más débil…

Ya Refugio se había puesto la falda y se estaba poniendo el cuerpo, estirando la tela con esfuerzo de brazo y manos, para poder enganchar los broches. Así resultaba un cuerpo tan fajado y ceñido que parecía hecho a torno.

«Para sujetarme—dijo la del diente menos con cierto tonillo de soberbia—, sería preciso que atendieras a mis necesidades. Tú puedes vivir de cañamones como los pájaros y vestirte con los pingajos que te da la Rosaliona, pero yo… Francamente, naturalmente, como dice Ido…».

Se retorcía el cuerpo, cual si tuviera un pivote en la cintura, para verse los hombros y parte de la espalda. El vestido era bonito, nuevo, cortado con elegancia y de forma y adornos un poco llamativos. Otra vez con alfileres en la boca, dijo a su hermana:

«Y si quieres que te hable clarito, no me gusta que me mandes como si yo fuera una chiquilla. ¿Soy yo mala? No. Me preguntas que cómo he comprado las botas y he arreglado mi vestido. Pues te lo diré. Estoy sirviendo de modelo a tres pintores… modelo vestido, se entiende. Gano mi dinero honradamente…».

–Mejor sería que cosieras y estuvieras en casa. ¡Ay!, hermana, tú acabarás mal…

–Pues tú… ¿sabes lo que te digo?, tú acabarás en patrona de casa de huéspedes… No iré yo por ese camino. Yo me porto bien.

–No te portas bien, yo te he de enderezar—dijo Amparo, venciendo su debilidad y mostrando energía.

–¿Y con qué autoridad?…

–Con la de hermana mayor.

–¡Valiente bobería!… Si fueras mejor que yo, pase—observó la díscola Refugio, revolviéndose provocativa, irritada, blandiendo su argumento, cual si fuera una espada, ante el pecho indefenso de su hermana—; pero como no lo eres…

Y untando luego la punta de su arma con veneno de ironía, siguió diciendo:

«Paso a la señorita honrada, al serafín de la casa… ¡Ah!, no quiero hablar, no quiero avergonzarte; pero conste que yo no soy hipócrita, señora hermana. Aunque estamos solas, no quiero decir más… no quiero que se te ponga la cara del color del terciopelo de ese sillón… Abur».

Amparo se quedó fría y Refugio se fue. Iba tan elegantita, tan bien arreglada que daba gusto verla. Tenía el culto de su persona, el orgullo de ponerse guapa y de ser vista y admirada. Decía de ella Doña Nicanora en son de menosprecio:—«Esta que emplea tanto tiempo en lavarse no puede ser cosa buena… Digan lo que quieran, la mujer honrada no necesita de tanta agua».

XI

Quedose Amparo sola, sentada en el sillón apoyado el brazo en el velador y la mejilla en la palma de la mano. En esta postura dejaba ir el tiempo en lenta corrida, y la meditación era en ella como somnolencia. Por su mente discurrían cosas presentes y pretéritas, las unas agradables, las otras terriblemente feas, y daban vueltas en infalible serie como las horas en el círculo del reloj. Cada idea y cada imagen perseguían a las que pasaron primero y eran acosadas de otras. Variaba el color y el sentido de ellas, pero el maldito círculo no se rompía. A ciertos intervalos se presentaba una sombra negra, y entonces la pensadora abría los ojos como espantada, buscando la luz. Y la claridad hacía su efecto; la sombra huía, mas con engañosa retirada, porque el solemne y terrorífico movimiento del círculo la volvía a traer. Abría Amparo los ojos y sacudía un poco la cabeza. Hay ocasiones en que puede uno llegar a figurarse que las ideas se escapan por los cabellos cual si fueran un fluido emparentado con la electricidad. Por esto tiene la raza humana un movimiento instintivo de cabeza, que es como decir: «márchate, recuerdo; escúrrete, pensamiento».

No podía apreciar bien la pensadora el tiempo que pasaba. Sólo hacía de rato en rato la vaga apreciación de que debía de ser muy tarde. Y el sueño estaba tan lejos de ella que en lo profundo de su cerebro, detrás del fruncido entrecejo, le quemaba una cosa extraña… el convencimiento de que nunca más había de dormir.

Dio un salto de repente y el corazón le vibró con súbito golpe. Había sonado la campanilla de la puerta. ¿Quién podía ser a tal hora? Porque ya habían dado las diez y quizás las diez y media. Tuvo miedo, un miedo a nada comparable, y se figuró si sería… ¡Oh!, si era, ella se arrojaría por la ventana a la calle. Sin decidirse a abrir, estuvo atenta breve rato figurándose de quién era la mano que había cogido aquel verde cordón de la campanilla, nada limpio por cierto. El cordón era tal, que siempre que llamaba se envolvía ella los dedos en su pañuelo. La campana sonó otra vez… Decidiose a mirar por el ventanillo, que tenía dos barrotes en cruz.

«¡Ah!… es Felipe».

–Buenas noches. Vengo a traerle a usted una carta de parte de mi amo—dijo el muchacho, cuando la puerta se le abrió de par en par y vio ante sí la hermosa y para él siempre agradabilísima figura de la Emperadora.

–Entra, Felipe—murmuró ella, con la dificultad de voz que resulta cuando el corazón parece que se sube a la laringe.

–¿Cómo lo pasa usted?

–Bien… ¿y tú?

–Vamos pasando. Tome usted.

–¿No te sientas?

Tomó la carta. No acertaba a abrirla y el corazón le dijo que no contenía, como otras veces, billetes de teatro. Luego venía tan pegado el sobre, que le fue preciso meter la uña por uno de los picos para abrir brecha y rasgar después… ¡Jesús!… Si no acertaba tampoco a sacar lo que dentro había… ¡Dedos más torpes!… Por fin salió un papel azul finísimo, y dentro de aquel papel dejáronse ver otros papeles verdes y rojos y no muy aseados. Eran billetes del Banco de España. Amparo vio la palabra escudos, ninfas con emblemas industriales y de comercio, muchos numeritos… Le entró tal estupidez que no supo qué hacer ni qué decir. Tuvo la idea de meter todo otra vez dentro del sobre y devolverlo. ¿Pero se enfadaría…? Puso la carta y su contenido en la mesa y sobre todo apoyó el brazo. Tanta era su emoción, que necesitaba tomarse algún tiempo para adoptar el mejor partido.

«Siéntate, hombre… a ver, cuéntame qué es de tu vida».

Hablando, hablando, quizás se restablecería el orden en su cabeza trastornada.

«Dime, ¿qué tal te va con tu amo?».

–Tan bien que no sé lo que me pasa. Yo digo que estoy durmiendo.

–¿Tan bueno es?

–¿Bueno?, no señora; es más que bueno, es un santo—afirmó Centeno con entusiasmo.

–Ya, ya. Bien se conoce que estás en grande. Pareces un señorito. Ropa nueva, sombrerito nuevo.

–Es un santo, un santo del cielo—repitió el doctor con cierto arrobamiento.

–¿Y estudias?

–Ya lo creo… Tengo poco trabajo y voy al Instituto… Le digo a usted que me vino Dios a ver.

–¡Cuánto me alegro!

Por un instante se apartó la mente de Amparo del interés de lo que oía para pensar así:

«¿Qué cantidad será esta? Me da vergüenza de mirarlo ahora delante del muchacho».

Mientras esto pensaba ella, Centeno se entretenía en contemplar a su sabor la perfecta cara, las acabadas manos y brazos de la Emperadora. Era Felipe uno de los admiradores más fervientes que ella tenía, y se habría estado mirándola sin pestañear tres semanas seguidas.

«Pero cuéntame, ¿cómo tuviste la suerte de conocer a ese señor?».

–¡Ah!… vea usted.... Yo estaba el año pasado en un oficio muy perro.

–Sí, tocando la trompeta con el del petróleo.

–Después entré en la tienda de la calle Ancha, ya sabe usted, el número 17, donde dice: Ultramarinos de Hipólito Cipérez. No me iba mal allí. D. Agustín era amigo de mi amo; le había conocido en las Américas… Cuando se ponían a hablar no concluían. D. Agustín registraba toda la tienda, y como es tan entendido en comercio, preguntaba: «¿A cuánto sube el arroz sobre vagón en Valencia? ¿Cómo se detalla aquí el azúcar? ¿A cuánto sale la galleta inglesa? ¿Es buen negocio las conservas de Rioja?». Y Cipérez le enteraba de todo. Muchos días comían juntos en la trastienda, y siempre que mi amo mandaba un recado a D. Agustín iba yo a llevarlo. Me gustaba mucho aquel caballero, y decía él que yo le había caído en gracia. Oiga usted lo mejor. Un día entró D. Agustín en la tienda y dijo: «Caramba, estoy tan aburrido, que una de tres: o me pego un tiro o me caso o me pongo a trabajar, es decir, una de tres: o me mato o me alegro o me embrutezco para no sentir nada… Lo primero es pecado, lo segundo es difícil; vamos a lo tercero. Tengo ganas de hacer algo; déjeme usted que le ayude». Y poniéndose en mangas de camisa se fue al almacén ¡qué salero!, y empezó a pesar sacos, a apartar cajas de pasas y a confrontar facturas para sacar los precios. El otro chico y yo no podíamos menos de echarnos a reír; pero don Agustín no se enfadaba. Al otro día, que era domingo, nos dio para que fuéramos al teatro. Una noche, hablando con Cipérez de las cosas de su casa, dijo que necesitaba un criado y que yo le gustaba, y me fui con él. Yo dije: «Aquí es la mía», y le enseñé mis libros y le pedí que me dejara libre algunas horas para volver al Noviciado. Se puso muy contento: «Hombre sí, hombre sí…». Poco trabajo tengo, porque hay dos criadas. Una de ellas, que es la que manda, hermana de la mujer de Cipérez, es muy buena señora, muy buena señora. Y allí ha de ver usted abundancia, sin que se pueda decir que hay despilfarro. La casa es un palacio. No crea usted… cortinas de seda, alfombras y candeleros de plata… En la cocina hay máquina para hacer helado y en el comedor un servicio de huevos pasados que es una gallina con pollos, todo de plata. La gallina se destapa y allí se ponen los huevos pasados. A los pollos se les levanta la cabeza y son las hueveras, y en el pico se pone la sal. ¡Oh!, ¡pues si usted viera…! En uno de los cuartos hay una pila de mármol con dos llaves, una de agua fría, otra de agua caliente. Da gusto ver aquello… La cocina es de hierro, con muchas puertas, tubos, hornillas y horno y demonios… ¡Vaya que ha gastado el amo dinerales en arreglar la casa! Es suya; ¿pues qué cree usted? La compró por tantos miles de miles de duros. Vivimos en el principal. ¡Si usted la viera! El amo tiene cama grande, muy grande. Dicen que se quiere casar… y luego hay muchas alcobas, muchas, que, según Doña Marta, serán para los niños… Hay un armario de tres espejos para ropa de señora. Está vacío. Yo meto en él la cabeza para oler el cedro, que huele muy bien… Síguele otro armario, lleno de montones de ropa blanca, que el señor trajo de París. Aquello no se toca. Hay allí mantelerías y otras cosas muy ricas, pero muy ricas; telas con mucho encaje ¿sabe?… Es cosa para que no la toquen manos. Pues también tenemos un cajón de cubiertos de plata que no se usan nunca y vajillas que están todavía metidas dentro de paja. Dice Doña Marta que hay allí avíos para una casa de cuarenta de familia. Y todos los días están trayendo cosas nuevas. D. Agustín, como no tiene nada que hacer, se entretiene en ir a las tiendas a comprar cosas. El otro día llevaron una lámpara grande de metal. Parece de oro y plata, y tiene la mar de figuras y ganchos para luces. ¡Ah!, ¡si viera usted una licorera que es un barco con sus velas, y está cargado de copas…!, en fin, monísimo. En el cuarto que va a ser para la señora hay muchos, muchísimos monigotitos de porcelana. No pasa día sin que el amo traiga algo nuevo; y lo va poniendo allí con un cuidado… ¡Y qué sofá, qué sillas de seda ha puesto en el tal cuarto! Nosotros decimos: «Aquí tiene que venir una emperatriz…». ¡Ah!, también hay en el cuarto de la señora una jaula de pájaros, todo figurado, con música, y cuando se le da al botón que está por abajo, tiriquitiplín… empiezan a sonar las tocatas dentro, y los pájaros mueven las alas y abren el pico…

Centeno se reía; Amparo se echó a reír también y al mismo tiempo sus ojos se humedecieron.

«¿Y tu amo qué hace?… ¿En qué se ocupa?».

–Madruga mucho, escribe sus cartas para América, y después sale a dar un paseo a caballo. Monta muy bien. ¿Le ha visto usted? Es un gran jinete. Después que vuelve de pasear lee el correo… Suele ir por las tardes a casa de los señores de Bringas. Algunos días le entra la murria y no sale de casa. Se está todo el santo día dando vueltas en su despacho y en el cuarto de la señora.

–¿Y tiene mal genio?

–¿Que está usted diciendo, señora? ¿Mal genio? Lo dicho, o mi amo es santo o no creo en santo ninguno. Conmigo tiene bromas. No me riñe sino así: «hombre, hombre, ¿qué es eso?». Otras veces viene y me dice: «Felipe, formalidad». Y punto… Yo me porto bien, aunque me esté mal el decirlo. Cuando estoy estudiando en mi cuarto, porque tengo mi cuartito, suele entrar de repente y coge mis libros y los lee… Como ha estado tantos años trabajando, no sabe mucho, sino es de cosas de comercio, quiero decir, que no ha tenido tiempo de leer. A mí me pregunta de vez en cuando alguna cosa, y si la sé le contesto; pero casi siempre da la condenada casualidad de que yo también me pego, y nos quedamos los dos mirándonos el uno al otro.

–¿Van muchos amigos a su casa?

–¡Quia!, no señora. Constantes no van más que tres: el Sr. de Arnáiz, el Sr. de Trujillo y el Sr. de Mompous. Toman café en casa y juegan al billar con el amo. Son buenas personas. Lo que no falta nunca allí a todas horas del día es gente que va a pedir limosna, porque el señor es muy caritativo ¡Ay, Dios mío, qué jubileo! Unos van con cartitas, estos con un papel lleno de nombres y otros se presentan llorando. Van viudas, huérfanos, cesantes, enfermos. Este pide para sí, aquél para unos niños mocosos. Dice Doña Marta que la casa parece un valle de lágrimas. Y el amo es tan buenazo que a todos les da más o menos. Las monjas van así… en bandadas. Unas piden para los viejos, otras para los niños, estas para los incurables, aquellas para los locos, para los ciegos, para los lisiados, para los tiñosos y para las arrepentidas. Van artistas que se han estropeado una mano y bailarinas que se han descoyuntado un pie; cantantes que se quedaron roncos y albañiles que se cayeron de los andamios. Van clérigos de la parroquia que piden para las monjas pobres, y señoras que juntan para los clérigos imposibilitados. Algunos piden con la pamema de una rifa, y llevan una fragata dentro de su fanal, colchas bordadas o una catedral hecha de mimbres. Ciertos sujetos clamorean para el beneficio de un cómico pobre o para redimir del servicio militar a un joven honrado. Hay mujer que va pidiendo para una misa que ofreció, o para una enferma a quien le han recetado tales baños. Las murgas están siempre soplando a la puerta de casa, y en fin, mi amo, como dice Doña Marta, es el segundo Dios de los necesitados… ¡Y como es tan rico…! Porque usted no sabe bien lo rico que es mi amo. Tiene más millones, más millones… (Al llegar aquí, Felipe se había entusiasmado tanto, que se levantó y gesticulaba como un orador.) ¿Qué cree usted? El Banco le debe mucho, y cuando quiere dinero, pone su firma en un papelito y se lo da al cobrador de Arnáiz, el cual le trae luego una espuerta de billetes…

Ambos se reían con natural y expansivo gozo.

«Me parece, amigo Felipe, que exageras mucho».

–¿Qué está usted diciendo?… Si es más que millonario. Al Gobierno le ha prestado la mar de dinero, sí señora, al Gobierno. En Londres, en Burdeos y en América tiene… no se acierta a contar.

Centeno expresó con indescriptible gesto la imposibilidad en que estaba de apreciar por medio de la aritmética los fabulosos caudales de su amo.

Por grande que fuera el interés con que Amparo oía las maravillas contadas por Felipe, mayor era su curiosidad por examinar a solas el contenido de la carta y ver si aquel bendito hombre había escrito algo en ella. Abrasada de impaciencia, dijo al muchacho:

«Mira, Felipe, es tarde. ¿No te reñirá tu amo si te entretienes? Creo que debes retirarte».

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21 mayıs 2019
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