Kitabı oku: «Tormento», sayfa 7

Yazı tipi:

XIV

¿Qué se hizo de la brillante posición de don Pedro Polo bajo los auspicios de las señoras monjas de San Fernando? ¿Qué fue de su escuela famosa, donde eran desbravados todos los chicos de aquel barrio? ¿A dónde fueron a parar sus relaciones eclesiásticas y civiles, el lucro de sus hinchados sermones, el regalo de su casa y su excelente mesa? Todo desapareció; llevóselo todo la trampa en el breve espacio de un año, quedando sólo, de tantas grandezas, ruinas lastimosas. ¡Enseñanza grande y triste que debieran tener muy en cuenta los que han subido prontamente al catafalco de la fortuna! Porque si rápido fue el encumbramiento de aquel señor, más rápida fue su caída. Se desquició casi de golpe todo aquel mal trabado edificio bien pronto ni rastro, ni ruido, ni polvo de él quedaron, siendo muy de notar que no se debió esta catástrofe a lo que tontamente llama el vulgo mala suerte, sino a las asperezas del mismo carácter del caído, a su soberbia, a sus desbocadas pasiones, absolutamente incompatibles con su estado. Pereció como Sansón entre las ruinas de un edificio, cuyas columnas derribara él mismo con su estúpida fuerza.

Está averiguado que antes de la muerte de Doña Claudia empezó el desprestigio de la escuela. El contingente de chicos disminuía de semana en semana. Alarmados los padres por los malos tratos de que eran objeto aquellos pedazos de su corazón, les retiraban de la clase, poniéndoles en otra de procedimientos más benignos. Y en la misma calle se estableció otro maestro que propalaba voces absurdas sobre los horrores que hacía Polo con los muchachos, descoyuntándoles los brazos, hendiéndoles el cráneo, despegándoles las orejas y sacándoles tiras de pellejo. Más tarde, la gente que pasaba por la calle vio que por una de las ventanas bajas salía volando una criatura como proyectil disparado por una catapulta. Otras cosas se referían igualmente espantables; pero no todo lo que se dijo merece crédito. Los pasantes contaban que algunos días estaba el maestro como loco furioso, dando gritos y echando por aquella boca juramentos y voquibles impropios de un señor sacerdote.

La muerte de Doña Claudia, acaecida inopinadamente, fue como una prolongación de aquel sueño pesadísimo que le entraba después de comer y de cenar. Sobre esto se hablaba más de lo regular. El tabernero de enfrente parece que vio con disgusto el acabamiento de aquella dama por la buena parroquia que perdía. Desde que sucedió esta desgracia, las señoras y don Pedro empezaron a ponerse de punta como dos sustancias que rechazan la combinación. Todos los días cuestiones, rozamientos, recados importunos, disgusto aquí y allá, ellas muy tiesas, él más estirado aún. Cuenta la mandadera, mujer de gran locuacidad digna de ser llevada a un parlamento, que un día tuvieron las señoras y D. Pedro un coram vobis en el locutorio, del cual resultó, tras muchos dimes y diretes, que el capellán mandó a las monjas al… (al infierno no debió de ser), en las propias barbas de la madre abadesa. Con esto y otras cosas, D. Pedro se vio obligado a desocupar la casa y a dejar el capellanazgo a otro clérigo de temperamento más dócil. Él había nacido para domar salvajes, para mandar aventureros, y quizás, quizás para conquistar un imperio como su paisano Cortés. ¿Cómo había de servir para afeitar ranas, que esto y no otra cosa era aquel menguado oficio?… Se marchó contento y renegando de las monjas, a las cuales ponía de tal manera, que no había en verdad por dónde cogerlas.

Instalose en casa propia, hacia la calle de Leganitos, y allí la incompatibilidad de su carácter con el de su hermana empezó a ser de tal naturaleza, que la existencia común se hizo difícil. Marcelina Polo, que en vida de su madre había tenido paciencia, mucha paciencia y desprecio de sí misma, se había hecho el cargo de que pudiendo ganar el cielo con la oración, no había necesidad de conquistarlo con el martirio. Cuenta la criada que por entonces tuvieron, segoviana, astuta y chismosa, que el hallazgo de no sé qué papeles hizo descubrir a Doña Marcelina debilidades graves de su hermano, y que enzarzados los dos en agria disputa, sobrevino la ruptura. «Todo lo paso—decía—; paso que me tire los platos a la cabeza; paso que me diga palabras mal sonantes; pero un pecado tan atroz y sacrílego, eso sí que no se lo paso». Y se fue a vivir con una tal Doña Teófila, señora mayor, que se le parecía como una gota a otra gota. Poco después embaucaron a Doña Isabel Godoy (que había perdido a su fiel criada), y la trajeron a vivir consigo, instalándose en una casita que tomaron en la calle de la Estrella. Cada una de las tres tenía su especial demencia: la Godoy consagraba sus horas todas a las prácticas de un aseo frenético; el desvarío de Doña Teófila era la usura, y el de Marcelina la devoción contemplativa, con más un cierto furor por la lotería, que heredó de su madre.

Las relaciones de esta señora con su hermano fueron desde entonces muy frías. Rara vez le visitaba para informarse de su salud, y no le prestaba servicio alguno doméstico ni le cuidaba en sus enfermedades. Creía sin duda cumplir con su conciencia rezando por él a troche y moche y pidiendo a Dios que le apartase de los malos caminos. Casi todo el día se lo pasaba en las iglesias, asimilándose su polvo, impregnándose de su olor de incienso y cera, por lo cual D. Pedro, cuando recibía la visita de ella, ponía muy mala cara diciéndole: «Hermana, hueles a sacristía. Hazme el favor de apartarte un poco».

Desde que se malquistó con su hermana fuese a vivir Polo a los barrios del Sur. Era ya tan visible su decadencia, que no lograba disimularla. Ya no había parroquia ni cofradía que le encargasen un triste sermón, ni tampoco él, aunque se lo encargaran, tenía ganas de predicarlo, porque las pocas ideas teológicas que un día extrajo, sin entusiasmo ni calor, de la mina de sus libros, se le habían ido de la cabeza, donde parece que estaban como desterradas, para volverse a las páginas de que salieron. Polo, en verdad, no las echaba de menos ni tuvo intento de volver a cogerlas. Su mente, ávida de la sencillez y rusticidad primitivas, había perdido el molde de aquellos hinchados y vacíos discursos, y hasta se le habían olvidado las mímicas teatrales del púlpito. Era un hombre que no podía prolongar más tiempo la falsificación de su ser y que corría derecho a reconstituirse en su natural forma y sentido, a restablecer su propio imperio personal, a hacer la revolución de sí mismo y derrocar y destruir todo lo que en sí hallara de artificial y postizo.

Cuentan que en la sacristía de las iglesias a donde solía ir a celebrar misa armaba reyerta con los demás curas, y que un día él y otro de carácter poco sufrido hablaron más de la cuenta y por poco se pegan. Hubo de manifestar en cierta ocasión ideas tan impropias de aquellos lugares santos, que, según dicen, hasta las imágenes mudas o insensibles se ruborizaron oyéndole. El rector de San Pedro de Naturales le dijo que no volviera a poner los pies allí. Algún tiempo rodó de sacristía en sacristía, malquistándose con toda la sociedad eclesiástica y dando motivo a maliciosas hablillas. Su peculio, que ya venía sufriendo considerables mermas, entró en un período de verdadero ahogo. La pobreza enseñole su cara triste, anunciándole la miseria, más triste aún, que detrás venía. Aún pudo haber encontrado su salvación; pero su alma no tenía fortaleza para arrancar de raíz la causa de trastorno tan grave y profundo. Las grandes energías que su alma atesoraba y que le habrían valido para ganar épicos laureles en otros días, lugares y circunstancias, no le valieron nada contra su desvarío. Todas las armas se embotaban en la dureza de aquella sangre y vida petrificadas, que protegían su pasión como una coraza inmortal a prueba de razones morales y sociales.

Sobrevinieron entonces el desaliento, el malestar, la despreocupación y una pereza invencible. Levantábase tarde; huía espantado de la iglesia que creía profanar con su sola presencia; pasaba semanas enteras encerrado como un criminal que a sí mismo se condenara a reclusión perpetua. Otras veces salía, esquivando a sus pocos amigos, y se pasaba el día solo, vagando por las afueras, mal vestido de paisano, con empaque tal que se le habría tomado por presidiario que acaba de romper sus cadenas. En la clase eclesiástica no conservaba más que un amigo, el padre Nones, quien con dulzura le exhortaba a enmendarse y a restablecer la vida normal. La querencia de este buen sacerdote llevole a vivir a la humilde casa de la calle de la Fe, y por algún tiempo hizo tímidos esfuerzos para regularizar sus costumbres. Entonces le retiraron las licencias, y roto el débil lazo que aún sujetaba su voluntad al cuerpo robusto de la Iglesia, se desprendió absolutamente de ella y cayó en abismos de perdición, ruina, miseria. Vivía estrechamente, apurando los pocos dinerillos que tenía, haciendo esfuerzos por cobrar las cantidades que le adeudaban algunas personas desde los tiempos de su prosperidad. Repartiendo cartitas y recados iba cobrando lentamente de sus deudores sumas mezquinas. Concertó la venta del material de la escuela, que era suyo, con el Ayuntamiento; pero si este tuvo prisa para posesionarse de lo comprado, no la tuvo para pagar.

Por ser desgraciado en todo, fuelo también D. Pedro en la elección del ama de llaves que lo servía, mujer de mucha edad, bondadosa y sin malicia, pero que no sabía gobernar ni su casa ni la ajena. Era madre de sacristanes, tía y abuela de monaguillos, y había desempeñado la portería de la rectoral de San Lorenzo durante luengos años. Sabia de liturgia más que muchos curas, y el almanaque eclesiástico lo tenía en la punta de la uña. Sabía tocar a fuego, a funeral y repique de misa mayor, y era autoridad de peso en asuntos religiosos. Pero con tanta ciencia, no sabía hacer una taza de café, ni cuidar un enfermo, ni aderezar los guisos más comunes. Su gusto era callejear y hacer tertulia en casa de las vecinas.

Estos hechos y circunstancias, el extravío de Polo, su falta de dinero, la incapacidad doméstica de Celedonia, llevaron la tal casa al grado último de tristeza y desorden. Pero cierto día entró inopinadamente en ella alguien que parecía celestial emisario, y aquel recinto muerto y lóbrego tomó vida, luz. Pronto se vio aparecer sobre todo esa sonrisa de las cosas que anuncia la acción de una mano inteligente y gobernosa, y quien con más júbilo se alzaba del polvo para gozar de aquella dulce caricia era el doliente, aterido, desgarrado y mal trecho D. Pedro Polo.

XV

Al cual le retozaba el alma en el cuerpo cuando vio entrar a Tormento con el cesto de la compra bien repleto de víveres.

«¡Qué opulencia!—exclamó con alegres fulguraciones en sus ojos—. Parece que vuelven los buenos tiempos… Parece que ha entrado en mi choza la bendición de Dios en figura de una santa…».

Detúvose aquí, cortando el hilo de aquel concepto que se le salía del alma. Tormento nada dijo y se internó en la casa. Pronto se sintieron los fatigados pasos de Celedonia y luego los del carbonero y del aguador. Movimiento y vida, el delicioso bullicio del trajín doméstico reinaban en la poco antes lúgubre vivienda. Era agradable oír el rumor del agua, el repique del almirez, el freír del aceite en la sartén. Siguió a esto un estruendo de limpieza general, choque de pucheros y cacharros, azotes de zorro y castigo del polvo. De improviso entró la joven en la sala con un pañuelo liado a la cabeza, cubierta de un delantal y con la escoba en la mano. Ordenó al enfermo que se metiese en la pieza inmediata, lo que él hizo de muy buena gana, y abiertas de par en par las ventanas de la sala, viose salir en sofocante nube traspasada por rayos de sol la suciedad de tantos días. Infatigable, no permitía Tormento que le ayudase Celedonia, la cual entró renqueando para ofrecer su débil cooperación.

«No es preciso—le dijo la otra—. Váyase usted a la cocina a cuidar del almuerzo».

–Para todo hay lugar,—replicó la vieja—.Voy a llevarle agua tibia a ver si quiere afeitarse. Dos semanas hace que no lo hace, y está que parece el Buen Ladrón.

Cuando la sala quedó arreglada, Tormento volvió a la cocina, y entonces se oyó el tumulto del agua revolcándose en el fregadero entre montones de platos. Con los brazos desnudos hasta cerca de los hombros, la joven desempeñaba aquella ruda función, deleitándose con el frío del agua y con el brillo de la loza mojada. Sin descansar un momento, en todo estaba y no abría los labios más que para reprender a Celedonia su pesadez. La reumática sacristana más bien servía de estorbo que de ayuda. Luego acudió Tormento a poner la mesa en la sala. El sol entraba de lleno, haciendo brotar chispas de las recién lavadas copas. Los platos habrían lucido como nuevos si no tuvieran los bordes desportillados y en todas sus partes señales de la mala vida que llevaban en manos de Celedonia.

D. Pedro, bien afeitado y vestido de limpio, volvió a ocupar su sillón, y se reía, se reía, henchido de un contento nervioso que le hacía parecer hombre distinto del que poco antes ocupara el mismo lugar.

«Me parece—decía tocando el tambor con los dedos sobre la mesa—, que de golpe se me ha renovado el apetito de aquellos tiempos… ¡Poder de Dios! ¡Qué día tan dichoso! He aquí los domingos del alma».

Tormento entraba y salía sin descanso. Hablaba poco y no participaba de la alegría del buen Polo. En la cocina faltaba aún mucho que hacer, por causa del abandono en que había encontrado todo. Así pues, el almuerzo, que pudo haber sido dispuesto a las once, tardó aún tres cuartos de hora más. D. Pedro se asomaba de cuando en cuando a la puerta de la cocina para dar broma y prisa, y ningún contraste puede verse más duro y extraño que el que hacía su semblante tosco y amarillo, de color de bilis, de color de drama, con su reír de comedia y el júbilo pueril que le dominaba. Sus bromas inocentes eran así:

«¿Pero no se almuerza en esta casa? Señora fondista, ¿en qué piensa, que así deja morir de hambre a los huéspedes?».

Y luego prorrumpía en triviales carcajadas, que sólo hallaban eco en la candidez de Celedonia. Terminados los preparativos del almuerzo, quitose Tormento el pañuelo de la cabeza y el delantal, diciendo:

«Vamos, ya es hora».

Cuando empezó a almorzar, Polo parecía el mismo de marras, con la diferencia del peor color y de la pérdida de carnes. Pero su espíritu discretamente jovial, su cortesía un poco seca a estilo castellano, su mirar expresivo y su apetito reproducían los dichosos días pasados. Tormento comía al otro extremo de la mesa, y ya era comensal ya sirviente, atendiendo unas veces a su plato, otras al servicio del amigo, para lo cual se levantaba, salía y entraba con diligencia. Incapaz de prestar ninguna ayuda, Celedonia no hacía más que charlar de la función religiosa del día, del Oficio Parvo que se preparaba para el siguiente y de lo mal que cantaba el padre Nones, a quien remedó con bastante fidelidad. D. Pedro la mandó varias veces a la cocina, sin ser obedecido.

Quería Polo entablar con la joven conversación larga; pero ella se defendía contra ese empeño, cortando la palabra del misántropo con su brusco levantarse para traer alguna cosa. No quería de ningún modo entrar en materia; se consideraba como visita, como persona extraña a la casa, que había entrado en ella con propósitos de un orden semejante a los de la Beneficencia Domiciliaria. Batallaba en su mente por convencerse de que había ido a socorrer a un enfermo, a consolar a un triste, a dar de comer a un hambriento; y compenetrándose del espíritu que dictó las Obras de Misericordia, se atrevía a crear una nueva: la de Limpiar el polvo y barrer la casa de los que lo hayan menester… Había encontrado allí tanta miseria, tanta basura, que no podía verlo con indiferencia. Agregaba a estas ideas, para tranquilidad completa de su conciencia por el momento, el propósito de que tal visita sería la última, y un adiós definitivo y absoluto a la nefanda amistad que era el mayor tropiezo y la única mancha de su vida.

Tormento sabía hacer muy bien el café. Aprendió este arte difícil con su tía Saturna, la mujer de Morales, y aquel día puso gran esmero en ello. Cuando Polo miraba delante de sí la taza de negro y ardiente licor, la joven, acordándose de algo muy importante, sacó un paquetito del bolsillo de su traje:

«¡Ah! También he traído cigarros. Me había olvidado de sacarlos. Puede que se hayan roto. Peseta de escogidos… Este de las pintitas debe de ser bueno».

Cuando mostraba el abierto envoltorio de papel con los puros, D. Pedro, traspasado el corazón de un dardo de gratitud inefable, no sabía qué decir. Si fuera hombre capaz de llorar con lágrimas, las habría derramado ante aquel ejemplar de previsión, de dulzura y delicadeza. Volvió a pensar en la Providencia, de quien él antaño había dicho tantas cosas buenas en el púlpito; pero no gastando de asociar ninguna idea religiosa al orden de ideas que entonces reinaba en su espíritu, creyó más del caso acordarse de las hadas, ninfas o entidades invisibles que tenían el poder de fabricar en un segundo encantados palacios, y de improvisar comidas suculentas, como él había leído en profanos libros.

Con grandísima tristeza vio, cuando aún no había concluido de apurar la taza, que Tormento se levantaba, cogía su mantón y su velo, disponiéndose para marchar. De este modo se desvanecen en el aire y en el sueño las ninfas engendradas por la fantasía o por la fiebre.

«¡Cómo!… ¿qué es eso?… ¿ya?»—balbució angustiado.

–Me voy. Nada tengo ya que hacer aquí. Hago falta en mi casa.

–¡En tu casa! ¿Y cuál es tu casa?—murmuró severamente, no atreviéndose a decir: «tu casa es esta».

–¡Por Dios!… Esa no es la mejor manera de agradecerme el haber venido.

–Siéntate,—ordenó el misántropo imperiosamente, hablando conforme a su carácter.

–Me voy.

–¿Que te vas? Es temprano. La una y media. Si insistes, saldré contigo, ¡ea!.. ¿Vas para arriba?, yo detrás. ¿Vas para abajo?, detrás yo… No te dejaré a sol ni sombra.

Tormento, asustadísima, no tuvo fuerzas para protestar de aquella persecución. El peso que sentía sobre su alma debía de ser bastante grande para gravitar también sobre su cuerpo, porque se desplomó sobre la silla con los brazos flojos, la cabeza aturdida.

«No creas que vas a hacer lo que se te antoje—manifestó Polo entre festivo y brutal—. Aquí mando yo».

–Hay personas con quienes no valen los propósitos buenos…—replicó ella tratando de mostrar carácter—. Yo recibí una carta que decía: «moribundo» y vine… Yo quería consolar a un pobre enfermo, y lo que he hecho es resucitar a un muerto que me persigue ahora y quiero enterrarme con él… Por débil me pasó lo que me pasó. Esto de la debilidad no se cura nunca. Hoy mismo, al querer venir, una voz me decía aquí dentro: «no vayas, no vayas». Dichosos los que han nacido crueles, porque ellos sabrán salir de todos los malos trances… Dios castiga a las personas cuando son malas, y también cuando son tontas, y a mí me castiga por las dos cosas, sí, por mala, y por necia… ¡Cuántos delitos hay que, bien mirados, son una tontería tras otra! Haber venido aquí ¿qué es?… Sospecho que Dios me ha de castigar mucho más todavía. Yo vivo en medio de la mayor congoja. Mi vida es una zozobra, un susto, un temblor continuo, y cuando veo una mosca me parece que la mosca viene a mí y me dice…

No pudo seguir. El llanto la sofocaba otra vez.

«No llores, no llores—dijo Polo un poco aturdido, mirando al mantel—. Cuando te veo tan afligida no sé qué me da. Verdaderamente, sobre nosotros pesa una maldición…».

Y echando de su pecho un suspiro tan grande que parecía resoplido de león, meditó breve rato, apoyando la cabeza en la mano. Tanto le pesaba una idea que tenía.

XVI

«Tengo una idea, Tormento; tengo una idea—murmuró con voz semejante a un quejido—. Te la diré, y no te rías de ella. Es una idea nacida en mi soledad, criada en mi tristeza, y por tanto te parecerá un poco salvaje… Es que como no hay remedio para mí en esta sociedad, como soy menos fuerte que mis pasiones y he tomado en tan grandísimo horror mi estado, se me ha venido a las mientes poner tierra, pero mucha tierra, entre mi persona y este país y se me ha ocurrido dar con mis huesos allá en lo último del mundo, en una isla del Asia, o bien en la California o en alguna colonia inglesa… Hay tierras hermosas por allá, tierras que son paraísos, donde todo es inocencia de costumbres y verdadera igualdad; tierras sin historia, chica, donde a nadie se le pregunta lo que piensa; campos feraces, donde hay cada cosecha que tiembla el misterio; tierras patriarcales, sociedades que empiezan y que se parecen a las que nos pinta la Biblia. Sueño con romper por todo y marcharme allá, olvidando lo que he sido y matando de raíz el gran error de mi vida, que es haberme metido donde no me llamaban y haber engañado a la sociedad y a Dios, poniéndome una máscara para hacer el bu a la gente».

Al oír esto, relámpago de alegría brilló en los ojos de Tormento, que en aquel propósito de emigrar veía solución fácil al terrible problema que entorpecía su vida y su porvenir. Mas pronto se trocó su alegría en repugnancia, cuando Polo añadió esto:

«Sí, esa es mi idea… irme allá; pero llevándote conmigo… ¿Qué?, ¿te asustas? ¡Pusilánime! Miras demasiado las cosas que están cerca y tienes miedo hasta de las moscas. El mundo es muy grande, y Dios es más grande que el mundo… ¿Vendrás?».

–¡Yo!—exclamó la joven haciendo esfuerzos por disimular su horror y negando con la cabeza.

–Dame una razón.

–Que no.

–Pero una razón…

–Que no.

–Yo te contestaré con mil argumentos que de fijo te convencerán. ¡He pensado tanto en esto!… ¡he visto tan clara la pequeñez de lo que nos rodea!… Instituciones que nos parecen tan enormes, tan terribles, tan universales, se hacen granos de arena, cuando con el pensamiento rodamos por esta bola y nos vamos a donde ahora está siendo de noche. ¡Cuidado que es grande el planeta, cuidado que es grande, y hay en él variedad de cosas, de gente!… Échate a pensar…

Tormento no se echó a pensar nada, y si algo pensaba no lo quería decir. Silenciosa, miraba sus propias manos cruzadas sobre las rodillas.

«Dame alguna razón—repitió Polo—; dime algo que a ti se te haya ocurrido. ¿No tienes tú una idea?… ¿cuál es?».

–Arrepentimiento…

–Sí, pero… ¿nada más?

–Arrepentimiento—volvió a decir la Emperadora, sin mirarle ni moverse.

–Pero di una cosa; ¿a ti no te molesta esta sociedad, no te ahoga esta atmósfera, no se te cae el cielo encima, no tienes ganas de respirar libremente?

–Lo que me ahoga es otra cosa…

–La conciencia, sí… Pero la conciencia… te diré… también se ensancha saliendo a un círculo de vida mayor.

–La mía no.

–Me parece—dijo D. Pedro en un arrebato de mal humor cercano a la ira—, me parece que eres algo egoísta.

–¿Quién lo será más?

–Bueno, soy egoísta… y tú una piedra—manifestó él exaltándose—. Sí, eres una piedra, un pedazo de hielo. Vale más ser criminal que insensible; y de mí te puedo decir que prefiero ir al infierno a ir al limbo.

La joven discurría los medios de llevar la conversación a otro terreno. Su espíritu se compartía entre el arrepentimiento de haber hecho aquella visita (achacando este mal paso a su debilidad bondadosa), y el propósito de decir a Polo: «Sí, váyase, váyase en buen hora a esa isla del África y déjeme en paz». Pero su misma falta de carácter le impedía ser tan cruel y explícita… ¡Problema insoluble el suyo, dado el temple tenaz y vehemente de aquel hombre!… Los sentimientos de Amparito hacia él habían venido a ser los más contrarios a la incomprensible fragilidad de que provenía su desdicha; eran sentimientos de horror hacia la persona, extrañamente mezclados con cierto respeto a la desgracia; eran lástima confundida con la repugnancia.

En el corazón tenía la desventurada joven tanta dosis de arrepentimiento como en la conciencia, y no podía explicarse bien el error de sus sentidos ni el desvarío que la arrastró a una falta con persona que al poco tiempo le fue tan aborrecible… Mas no se atrevía a expresar estas ideas por miedo a las consecuencias de su franqueza, siendo de notar que si la caridad tuvo alguna parte en su visita, grande la tuvo también aquel mismo miedo, el recelo de que su desvío exacerbara a su enemigo y le impulsase por caminos de publicidad y escándalo. Sobre todas las consideraciones ponía ella el interés de encubrir su terrible secreto. Pero ya que estos motivos la llevaron a aquella casa funesta, era urgente pensar cómo salía de ella.

«Para muchos días—dijo—he dejado provisiones en la casa».

–¡Qué buena eres!—replicó Polo, volviendo a ser benigno y humilde, cual si le acometiera de nuevo la enfermedad—. Te vas, y ya me estoy yo muriendo. El mejor día, si no emigro, me verás pidiendo limosna por esas calles. Mi pobreza, hija, se va acumulando a interés compuesto… La suerte será que me moriré antes.

Amparo tuvo ya entre sus labios esta observación: «¿por qué no enmendarse y procurar recibir otra vez las licencias para ganarse la vida en la iglesia?». Pero tanto le repugnaba la intromisión de cualquier idea religiosa en aquel tristísimo orden de ideas, que se tragó la frase. Todo recuerdo de cosas eclesiásticas, toda alusión o referencia a ellas la hacían temblar con escalofríos, como si le pusieran un silicio de hielo. Entonces era cuando su conciencia se alborotaba más, cuando su sangre ardía y cuando el corazón parecía subírsele a la garganta, cortándole el aliento. Apartando aquellas ideas, habló así:

–No hay que ver las cosas tan negras. Y ahora me acuerdo… usted…

Hasta entonces había hablado en impersonal; mas obligada a emplear un pronombre, antes se hubiera cortado la lengua que pronunciar un .

«Usted tiene deudores…».

–Sí… y de ellos voy cobrando poco a poco. Pero ya se va agotando esa mina.

–Yo conozco un deudor que podrá socorrerle a usted, devolviéndole una mínima parte de los beneficios que ha recibido…

Lo decía de tal manera, que Polo comprendió al instante.

«No seas tonta. Me enfadaré contigo…».

–Es el caso que…—dijo Tormento revolviendo con su mano en el hueco del manguito—. Yo había pensado al venir aquí… No es esto pagar una deuda, pues si fuera a pagar…

La infeliz no sabía encontrar la fórmula, que deseaba fuese lo más delicada posible, y por querer emplear la más sutil y discreta, usó la más necia de todas, diciendo, al poner un billete sobre la mesa:

«Si más tuviera, más daría».

–Dios mío, ¡qué tonta eres!…

–Vamos, que no está usted tan sobrado de recursos… Y me enfadaré de veras si se empeña en ser Quijote.

A D. Pedro le repugnaba el recibir una limosna; pero lo que esta tenía de prueba de confianza acalló sus escrúpulos.

«Si yo pudiera ser tan generosa como deseo—indicó ella, dando un gran suspiro y acordándose, con nuevas angustias, de la procedencia de aquel dinero—, no consentiría que pasara escaseces ninguna persona que a mí me ha favorecido en días muy malos. Cuando murió mi padre, ¿quién nos socorrió?, ¿quién costeó el entierro? Y después, cuando nos vimos tan mal, ¿quién vendió su ropa para que no nos faltara qué comer?».

–Cállate, tonta; eso no hace al caso. Cuando tengo la suerte de hacer un beneficio no quiero que me lo recuerden más, no quiero que me lo nombren, y mira tú lo que soy, me gustaría que la persona favorecida lo olvidase. Yo soy así.

Mientras esto decía él, ella sentía mil turbaciones, dudas y escrúpulos horribles. Sus sentimientos caritativos no podían manifestarse tranquilos, temerosos de hacer traición a algo muy respetable que había llegado a tener lugar de preferencia en su mente.

¡Extrañas simpatías las del espíritu! Como se comunica el fuego de un cuerpo combustible a otro que está cercano, las zozobras del alma prenden y se propagan fácilmente si encuentran materia en qué cebarse, materia preparada. Así la turbación que removía el espíritu de la Emperadora se propagó, como un incendio que corre, al de D. Pedro, el cual se vio súbitamente acometido de punzantes sospechas. Púsose de un color tal, qué no habría pincel que lo reprodujera, como no se empapase en la tinta lívida del relámpago; y mascando una cosa amarga, dijo lentamente esta frase:

«Muy rica estás…».

Bien sabía ella interpretar la ironía que el ex-capellán empleaba alguna vez para manifestar sus ideas. Comprendió la sospecha, supo leer aquella coloración de luz eléctrica y aquel mirar indagador, y se hizo la distraída, afectando recoger y limpiar el manguito que se había caído al suelo. Tan amante de la verdad era ella, que abría dado días de vida por poderla decir claramente; ¿pero cómo decirla, Santo Dios? Y la verdad se removía cariñosa en su interior, diciéndole: dime… ¿pero cómo y con qué palabras? Por todo lo que encierra el mundo no saldría de su boca la verdad aquella. Y siéndole tan aborrecible la mentira, no había más remedio que soltar una, y gorda. Polo le facilitó el embuste, diciendo: «¿Trabajáis mucho?».

–Sí, sí… Hemos hecho una obra… Hace un mes que yo vengo ahorrando y guardando todo lo que puedo, escondiendo el dinero, porque Refugio, si lo coge, me lo gasta todo.

Y se levantó, decidida a marcharse, más que por el deseo de salir, porque no se volviese a hablar del asunto.

Otra mentira. Dijo que Rosalía de Bringas le había encargado ir sin falta aquella tarde para sacar los niños a paseo. ¡Pues se pondría poco furiosa la tal señora… con aquel genio!…

Inútiles fueron los esfuerzos de él por retenerla. Por fin se escapó. Bajando la escalera sentía un descanso, un alivio tan grande, como cuando se despierta de un sueño febril.

«Ya no me llamo Tormento, ya recobro mi nombre—decía para sí, andando muy a prisa—. No volveré más aunque se hunda el mundo. Procuraré no volver a ser débil; sí, débil, porque esa es mi culpa mayor, ser buena y tener mucho miedo… Esto se acabó. Suceda lo que quiera, no le veré más… Pero si se irrita y me escribe cartas y me persigue y descubre… ¡Señor, Señor, déjalo ir a esa isla de los antípodas, o llévame a mí de este mundo!».

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
21 mayıs 2019
Hacim:
300 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
İndirme biçimi: