Kitabı oku: «Torquemada en la hoguera», sayfa 4

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VII

No tardó en llegar á la casa del cliente, la cual era un principal muy bueno, amueblado con mucho lujo y elegancia, con vistas á San Bernardino. Mientras aguardaba á ser introducido, el Peor contempló el hermoso perchero y los soberbios cortinajes de la sala, que por la entornada puerta se alcanzaban á ver, y tanta magnificencia le sugirió estas reflexiones: «En lo tocante á los muebles, como buenos lo son … vaya si lo son.» Recibióle el amigo en su despacho; y apenas Torquemada le preguntó por la familia, dejóse caer en una silla con muestras de gran consternación. «¿Pero qué le pasa?—le dijo el otro.

–No me hable usted, no me hable usted, señor D. Juan. Estoy con el alma en un hilo.... ¡Mi hijo…!

–¡Pobrecito! Sé que está muy malo.... ¿Pero no tiene usted esperanzas?

–No, señor.... Digo, esperanzas, lo que se llama esperanzas.... No sé; estoy loco; mi cabeza es un volcán....

–¡Sé lo que es eso!—observó el otro con tristeza.—He perdido dos hijos que eran mi encanto: el uno de cuatro años, el otro de once.

–Pero su dolor de usted no puede ser como el mío. Yo padre, no me parezco á los demás padres, porque mi hijo no es como los demás hijos: es un milagro de sabiduría.... ¡Ay, D. Juan, Don Juan de mi alma, tenga usted compasión de mí! Pues verá usted.... Al recibir su carta primera, no pude ocuparme.... La aflicción no me dejaba pensar … Pero me acordaba de usted y decía: «Aquel pobre D. Juan, ¡qué amarguras estará pasando!…» Recibo la segunda esquela y entonces digo: «Ea, pues lo que es yo no le dejo en ese pantano. Debemos ayudarnos los unos á los otros en nuestras desgracias.» Así pensé; sólo que con la batahola que hay en casa, no tuve tiempo de venir ni de contestar.... Pero hoy, aunque estaba medio muerto de pena, dije: «Voy, voy al momento á sacar del purgatorio á ese buen amigo D. Juan …» y aquí estoy para decirle que aunque me debe usted setenta y tantos mil reales, que hacen más de noventa con los intereses no percibidos, y aunque he tenido que darle varias prórrogas, y … francamente … me temo tener que darle alguna más, estoy decidido á hacerle á usted ese préstamo sobre los muebles para que evite la peripecia que se le viene encima.

–Ya está evitada—replicó D. Juan, mirando al prestamista con la mayor frialdad.—Ya no necesito el préstamo.

–¡Que no lo necesita!—exclamó el tacaño desconcertado.—Repare usted una cosa, D. Juan. Se lo hago á usted … al doce por ciento.

Y viendo que el otro hacía signos negativos, levantóse, y recogiendo la capa, que se le caía, dió algunos pasos hacia D. Juan, le puso la mano en el hombro y le dijo:

«Es que usted no quiere tratar conmigo, por aquello de si soy ó no soy agarrado. ¡Me parece á mí que un doce! ¿Cuándo las habrá visto usted más gordas!

–Me parece muy razonable el interés; pero, lo repito, ya no me hace falta.

–¿Se ha sacado usted el premio gordo, por vida de …!—exclamó Torquemada con grosería—D. Juan, no gaste usted bromas conmigo.... ¿Es que duda de que le hable con seriedad? Porque eso de que no le hace falta.... ¡rábano!… ¡á usted que sería capaz de tragarse, no digo yo este pico, sino la Casa de la Moneda enterita … D. Juan. Don Juan, sepa usted, si no lo sabe, que yo tan bién tengo mi humanidad como cualquier hijo de vecino, que me intereso por el prójimo hasta que favorezco á los que me aborrecen. Usted me odia, D. Juan, usted me detesta, no me lo niegue, porque no me puede pagar: esto es claro. Pues bien: para que vea usted de lo que soy capaz, se lo doy al cinco … ¡al cinco!»

Y como el otro repitiera con la cabeza los signos negativos, Torquemada se desconcertó más, y alzando los brazos, con lo cual dicho se está que la capa fué á parar al suelo, soltó esta andanada:

«¡Tampoco al cinco!… Pues, hombre, menos que el cinco, ¡caracoles!… á no ser que quiera que le dé también la camisa que llevo puesta.... ¿Cuando se ha visto usted en otra?… Pues no sé qué quiere el ángel de Dios.... De esta hecha, me vuelvo loco. Para que vea, para que vea hasta dónde llega mi generosidad: se lo doy sin interés.

–Muchas gracias, amigo D. Francisco. No dudo de sus buenas intenciones. Pero ya nos hemos arreglado. Viendo que usted no me contestaba, me fuí á dar con un pariente, y tuve ánimos para contarle mi triste situación. ¡Ojalá lo hubiera hecho antes!

–Pues aviado está el pariente.... Ya puede decir que ha hecho un pan como unas hostias.... Con muchos negocios de esos.... En fin, usted no lo ha querido de mí, usted se lo pierde. Vaya diciendo ahora que no tengo buen corazón, quien no lo tiene es usted....

–¿Yo? Esa sí que es salada.

–Sí, usted, usted (con despecho). En fin, me las guillo, que me aguardan en otra parte donde hago muchísima falta, donde me están esperando como agua de Mayo. Aquí estoy de más. Abur....»

Despidióle D. Juan en la puerta, y Torquemada bajó la escalera refunfuñando: «No se puede tratar con gente mal agradecida. Voy á entenderme con aquellos pobrecitos.... ¡Qué será de ellos sin mí!»

No tardó en llegar á la otra casa, donde le aguardaban con tanta ansiedad. Era en la calle de la Luna, edificio de buena apariencia, que albergaba en el principal á un aristócrata; más arriba familias modestas, y en el techo un enjambre de pobres. Torquemada recorrió el pasillo obscuro buscando una puerta. Los números de éstas eran inútiles, porque no se veían. La suerte fué que Isidora le sintió los pasos y abrió.

«¡Ah! vivan los hombres de palabra. Pase, pase.»

Hallose D. Francisco dentro de una estancia cuyo inclinado techo tocaba al piso por la parte contraria a la puerta; arriba, un ventanón con algunos de sus vidrios rotos, tapados con trapos y papeles; el suelo, de baldosín, cubierto a trechos de pedazos de alfombra; a un lado un baúl abierto, dos sillas, un anafre con lumbre; a otro, una cama, sobre la cual, entre mantas y ropas diversas, medio vestido y medio abrigado, yacía un hombre como de treinta años, guapo, de barba puntiaguda, ojos grandes, frente hermosa, demacrado y con los pómulos ligeramente encendidos; en las sienes una depresión verdosa, y las orejas transparentes como la cera de los devotos que se cuelgan en los altares. Torquemada le miró sin contestar al saludo y pensaba así: «El pobre está más tísico que la Traviatta. ¡Lástima de muchacho! Tan buen pintor y tan mala cabeza … ¡Habría podido ganar tanto dinero!».

–Ya ve usted, D. Francisco, cómo estoy … con este catarrazo que no me quiere dejar. Siéntese.... ¡Cuanto le agradezco su bondad!

–No hay que agradecer nada.... Pues no faltaba más. ¿No nos manda Dios vestir á los enfermos, dar de beber al triste, visitar al desnudo?… ¡Ay! todo lo trabuco. ¡Qué cabeza!… Decía que para aliviar las desgracias estamos los hombres de corazón blando … sí, señor.»

Miró las paredes del buhardillón, cubiertas en gran parte por multitud de estudios de paisajes, algunos con el cielo para abajo, clavados en la pared ó arrimados á ella.

«Bonitas cosas hay todavía por aquí.

–En cuanto suelte el constipado, voy á salir al campo—dijo el enfermo, los ojos iluminados por la fiebre.—¡Tengo una idea, qué idea!… Creo que me pondré bueno de ocho á diez días, si usted me socorre, D. Francisco; y en seguida al campo, al campo....

–Al camposanto es á donde tu vas prontito—pensó Torquemada; y luego en alta voz:—Sí, eso es cuestión de ocho ó diez días … nada más.... Luego, saldrá usted por ahí… en un coche.... ¿Sabe usted que la buhardilla es fresquecita?… ¡Caramba! Déjeme embozar en la capa.

–Pues asómbrese usted—dijo el enfermo incorporándose.—Aquí me he puesto algo mejor. Los últimos días que pasamos en el estudio … que se lo cuente á usted Isidora … estuve malísimo; como que nos asustamos, y....»

Le entró tan fuerte golpe de tos, que parecía que se ahogaba. Isidora acudió á incorporarle, levantando las almohadas. Los ojos del infeliz parecía que se saltaban, sus deshechos pulmones agitábanse trabajosamente como fuelles rotos que no pueden expeler ni aspirar el aire; crispaba los dedos, quedando al fin postrado y como sin vida. Isidora le enjugó el sudor de la frente, puso en orden la ropa que por ambos lados del angosto lecho se caía, y le dió á beber un calmante.

«¡Pero qué pasmo tan atroz he cogido!…—exclamó el artista al reponerse del acceso.

–Habla lo menos posible—le aconsejó Isidora.

–Yo me entenderé con D. Francisco: verás cómo nos arreglamos. Este D. Francisco es más bueno de lo que parece: es un santo disfrazado de diablo, ¿verdad?»

Al reirse mostró su dentadura incomparable una de las pocas gracias que le quedaban en su decadencia triste. Torquemada, echándose el de bondadoso, la hizo sentar á su lado y le puso la mano en el hombro, diciéndole: «Ya lo creo que nos arreglaremos.... Como que con usted se puede entender uno fácilmente; porque usted, Isidorita, no es como esas otras mujeronas que no tienen educación. Usted es una persona decente que ha venido á menos, y tiene todo el aquél de mujer fina, como hija neta de marqueses.... Bien lo sé… y que le quitaron la posición que le corresponde esos pillos de la curia....

–¡Ay, Jesús!—exclamó Isidora, exhalando en un suspiro todas las remembranzas tristes y alegres de su novelesco pasado.—No hablemos de eso.... Pongámonos en la realidad. D. Francisco, ¿se ha hecho cargo de nuestra situación? A Martín le embargaron el estudio. Las deudas eran tantas, que no pudimos salvar más que lo que usted ve aquí. Después hemos tenido que empeñar toda su ropa y la mía para poder comer.... No me queda más que lo puesto … ¡mire usted qué facha! y á él nada, lo que ve usted sobre la cama. Necesitamos desempeñar lo preciso; tomar una habitacioncita más abrigada, la del tercero, que está con papeles; encender lumbre, comprar medicinas, poner siquiera un buen cocido todos los días.... Un señor de la beneficencia domiciliaria me trajo ayer dos bonos, y me mandó ir allá, a donde está la oficina; pero tengo vergüenza de presentarme con esta facha.... Los que hemos nacido en cierta posición, Sr. D. Francisco, por mucho que caigamos, nunca caemos hasta lo hondo.... Pero vamos al caso: para todo eso que le he dicho, y para que Martín se reponga y pueda salir al campo, necesitamos tres mil reales … y no digo cuatro porque no se asuste. Es lo último. Sí, D. Francisquito de mi alma, y confiamos en su buen corazón.

–¡Tres mil reales!—dijo el usurero poniendo la cara de duda reflexiva que para los casos de benevolencia tenía; cara que era ya en él como una fórmula dilatoria, de las que se usan en diplomacia. —¡Tres mil realetes!… Hija de mi alma, mire usted.»

Y haciendo con los dedos pulgar é índice una perfecta rosquilla, se la presentó á Isidora, y prosiguió así: «No sé si podré disponer de los tres mil reales en el momento. De todos modos, me parece que podrían ustedes arreglarse con menos. Piénselo bien, y ajuste sus cuentas. Yo estoy decidido á protegerles y ayudarles para que mejoren de suerte.... llegaré hasta el sacrificio hasta quitarme el pan de la boca para que ustedes maten el hambre; pero … pero reparen que debo mirar también por mis intereses....

–Pongamos el interés que quiera, D. Francisco —dijo con énfasis el enfermo, que por lo visto, deseaba acabar pronto.

–No me refiero al materialismo del rédito dinero, sino á mis intereses, claro, á mis intereses. Y doy por hecho que ustedes piensan pagarme algún día.

–Pues claro—replicaron á una Martín é Isidora.»

Y Torquemada para su coleto: «El día del Juicio por la tarde me pagaréis: ya sé que éste es dinero perdido.»

El enfermo se incorporó en su lecho, y con cierta exaltación dijo al prestamista:

«Amigo, ¿cree usted que mi tía, la que está en Puerto Rico, ha de dejarme en esta situación cuando se entere? Ya estoy viendo la letra de cuatrocientos ó quinientos pesos que me ha de mandar. Le escribí por el correo pasado.

–Como no te mande tu tía quinientos puñales—pensó Torquemada. Y en voz alta:—Y alguna garantía me han de dar ustedes también … digo, me parece que....

–¡Toma! los estudios. Escoja los que quiera.»

Echando en redondo una mirada pericial, Torquemada explanó su pensamiento en esta forma: «Bueno, amigos míos: voy á decirles una cosa que les va á dejar turulatos. Me he compadecido de tanta miseria; yo no puedo ver una desgracia semejante sin acudir al instante á remediarla. ¡Ah! ¿qué idea teníais de mí? Porque otra vez me debieron un pico y les apuré y les ahogué, ¿creen que soy de mármol? Tontos, era porque entonces les ví triunfando y gastando, y francamente, el dinero que yo gano con tanto afán no es para tirado en francachelas. No me conocéis, os aseguro que no me conocéis. Comparen la tiranía de esos chupones que les embargaron el estudio y os dejaron en cueros vivos; comparen eso, digo, con mi generosidad, y con este corazón tierno que me ha dado Dios.... Soy tan bueno, tan bueno, que yo mismo me tengo que alabar y darme las gracias por el bien que hago. Pues verán qué golpe. Miren....»

Volvió á aparecer la rosquilla, acompañada de estas graves palabras: «Les voy á dar los tres mil reales, y se los voy á dar ahora mismo … pero no es eso lo más gordo, sino que se los voy á dar sin intereses.... Qué tal, ¿es esto rasgo ó no es rasgo?

–D. Francisco—exclamó Isidora con efusión, —déjeme que le dé un abrazo.

–Y yo le daré otro si viene acá—gritó el enfermo queriendo echarse fuera de la cama.

–Sí, vengan todos los cariños que queráis—dijo el tacaño, dejándose abrazar por ambos.—Pero no me alaben mucho, porque estas acciones son deber de toda persona que mire por la Humanidad, y no tienen gran mérito.... Abrécenme otra vez, como si fuera vuestro padre, y compadézcanme, que yo también lo necesito.... En fe que se me saltan las lágrimas si me descuido porque soy tan compasivo … tan....

–D. Francisco de mis entretelas—declaró el tísico arropándose bien otra vez con aquellos andrajos,—es usted la persona más cristiana, más completa y más humanitaria que hay bajo el sol. Isidora, trae el tintero, la pluma y el papel sellado que compraste ayer, que voy á hacer un pagaré.»

La otra le llevó lo pedido; y mientras el desgraciado joven escribía, Torquemada, meditabundo y con la frente apoyada en un solo dedo, fijaba en el suelo su mirar reflexivo. Al coger el documento que Isidora le presentaba, miró á sus deudores con expresión paternal, y echó el registro afeminado y dulzón de su voz para decirles: «Hijos de mi alma, no me conocéis, repito que no me conocéis. Pensáis sin duda que voy à guardarme este pagaré.... Sois unos bobalicones. Cuando yo hago una obra de caridad, allá te va de veras, con el alma y con la vida. No os presto los tres mil reales, os los regalo, por vuestra linda cara. Mirad lo que hago: ras, ras....»

Rompió el papel. Isidora y Martín lo creyeron porque lo estaban viendo; que si no, no lo hubieran creído.

«Eso se llama hombre cabal.... D. Francisco, muchísimas gracias—dijo Isidora conmovida. Y el otro, tapándose la boca con las sábanas para contener el acceso de tos que se iniciaba:

–¡María Santísima, qué hombre tan bueno!

–Lo único que haré—dijo D. Francisco levantándose y examinando de cerca los cuadros,—es aceptar un par de estudios, como recuerdo.... Este de las montañas nevadas y aquél de los burros pastando.... Mire usted, Martín, también me llevaré, si le parece, aquella marinita y este puente con hiedra....»

A Martín le había entrado el acceso y se asfixiaba. Isidora, acudiendo á auxiliarle, dirigió una mirada furtiva á las tablas y al escrutinio y elección que de ellas hacía el aprovechado prestamista.

«Los acepto como recuerdo—dijo éste apartándolos;—y si les parece bien, también me llevaré este otro.... Una cosa tengo que advertirles: si temen que con las mudanzas se estropeen estas pinturas, llévenmelas á casa, que allí las guardaré y pueden recogerlas el día que quieran.... Vaya? ¿va pasando esa condenada tos? La semana que entra ya no toserá usted nada, pero nada. Irá usted al campo … allá por el puente de San Isidro.... Pero ¡que cabeza la mía…! se me olvidaba lo principal, que es darles los tres mil reales.

Venga acá, Isidorita, entérese bien … Un billete de cien pesetas, otro, otro … (Los iba contando mojaba los dedos con saliva á cada billete, para que no se pegaran.) Setecientas pesetas … tengo billete de cincuenta, hija. Otro día lo da.

Tienen ahí ciento cuarenta duros, ó sean dos ochocientos reales....»

VIII

Al ver el dinero, Isidora casi lloraba de gusto, y el enfermo se animó tanto que parecía haber recobrado la salud. ¡Pobrecillos, estaban tan mal, habían pasado tan horribles escaseces y miserias! Dos años antes se conocieron en casa de un prestamista que á entrambos les desollaba vivos. Se confiaron su situación respectiva, se compadecieron y se amaron: aquella misma noche durmió Isidora en el estudio. El desgraciado artista y la mujer perdida hicieron el pacto de fundir sus miserias en una sola, y de ahogar sus penas en el dulce licor de una confianza enteramente conyugal. El amor les hizo llevadera la desgracia. Se casaron en el ara del amancebamiento, y á los dos dias de unión se querían de veras y hallábanse dispuestos á morirse juntos y á partir lo poco bueno y lo mucho malo que la vida pudiera traerles. Lucharon contra la pobreza, contra la usura, y sucumbieron sin dejar de quererse: él siempre amante, solícita y cariñosa ella; ejemplo ambos de abnegación, de esas altas virtudes que se esconden avergonzadas para que no las vean la ley y la religión, como el noble haraposo se esconde de sus iguales bien vestidos.

Volvió á abrazarles Torquemada, diciéndoles con melosa voz: «Hijos míos, sed buenos y que os aproveche el ejemplo que os doy. Favoreced al pobre, amad al prójimo, y así como yo os he compadecido, compadecedme á mí, porque soy muy desgraciado.

–Ya sé—dijo Isidora, desprendiéndose de los brazos del avaro,—que tiene usted al niño malo. ¡Pobrecito! Verá usted cómo se le pone bueno ahora....

–¡Ahora! ¿Por qué ahora?—preguntó Torquemada con ansiedad muy viva.

–Pues … qué sé yo.... Me parece que Dios le ha de favorecer, le ha de premiar sus buenas obras....

–¡Oh! si mi hijo se muere—afirmó D. Francisco con desesperación,—no sé qué va á ser de mí.

–No hay que hablar de morirse—gritó el enfermo, á quien la posesión de los santos cuartos había despabilado y excitado cual si fuera una toma del estimulante más enérgico.—¿Qué es eso de morirse? Aquí no se muere nadie. D. Francisco, el niño no se muere. Pues no faltaba mas. ¿Qué tiene? ¿Meningitis? Yo tuve una muy fuerte á los diez años; y ya me daban por muerto, cuando entré en reacción, y viví y aquí me tiene usted dispuesto á llegar á viejo, y llegaré, porque lo que es el catarro, ahora lo largo. Vivirá el niño, D. Francisco, no tenga duda; vivirá.

–Vivirá—repitió Isidora:—yo se lo voy á pedir á la Virgencita del Carmen.

–Sí, hija, á la Virgen del Carmen—dijo Torquemada llevándose el pañuelo á los ojos.—Me parece muy bien. Cada uno empuje por su lado, á ver si entre todos …»

El artista, loco de contento, quería comunicárselo al atribulado padre, y medio se echó de la cama para decirle: «D. Francisco, no llore, que el chico vive.... Me lo dice el corazón, me lo dice una voz secreta.... Viviremos todos y seremos felices.

–¡Ay, hijo de mi alma!—exclamó el Peor; y abrazándole otra vez:—Dios le oiga á usted. ¡Qué consuelo tan grande me da!

–También usted nos ha consolado á nosotros. Dios se lo tiene que premiar. Viviremos, sí, sí. Mire, mire: el día en que yo pueda salir, nos vamos todos al campo, el niño también, de merienda. Isidora nos hará la comida, y pasaremos un día muy agrabable, celebrando nuestro restablecimiento.

–Iremos, iremos—dijo el tacaño con efusión, olvidándose de lo que antes había pensado respecto al campo á que iría Martín muy pronto.—Sí, y nos divertiremos mucho, y daremos limosnas á todos los pobres que nos salgan.... ¡Qué alivio siento en mi interior desde que he hecho ese beneficio!… No, no me lo alaben.... Pues verán: se me ocurre que aún les puedo hacer otro mucho mayor.

¿Cuál?… A ver, D. Francisquito.

–Pues se me ha ocurrido … no es idea de ahora, que la tengo hace tiempo.... Se me ha ocurrido que si la Isidora conserva los papales de su herencia y sucesión de la casa de Aransis, hemos de intentar sacar eso....»

Isidora le miró entre aturdida y asombrada «¿Otra vez eso?» fué lo único que dijo.

«Sí, sí, tiene razón D. Francisco—afirmó el pobre tisico, que estaba de buenas, entregándose con embriaguez á un loco optimismo.—Se intentará.... Eso no puede quedar asi.

–Tengo el recelo—añadió Torquemada,—de que los que intervinieron en la acción la otra vez no anduvieron muy listos, ó se vendieron a la Marquesa vieja.... Lo hemos de ver, lo hemos de ver.

–En cuantito que yo suelte el catarro. Isidora; mi ropa; ve al momento á traer mi ropa, que me quiero levantar.... ¡Qué bien me siento ahora! Me dan ganas de ponerme á pintar, D. Francisco. En cuanto el niño se levante de la cama quiero hacerle el retrato.

–Gracias, gracia … sois muy buenos … los tres somos muy buenos, ¿verdad? Venga un abrazo, y pedid a Dios por mí. Tengo que irme, porque estoy con una zozobra que no puedo vivir.

–Nada, nada, que el niño está mejor, que se salva—repitió el artista cada vez más exaltado.—Si le estoy viendo, si no me puedo equivocar.»

Isidora se dispuso á salir, con parte del dinero, camino de la casa de préstamos; pero al pobre artista le acometió la tos y disnea con mayor fuerza y tuvo que quedarse. D. Francisco se despidió con las expresiones más cariñosas que sabía y cogiendo los cuadritos salió con ellos debajo de la capa. Por la escalera iba diciendo: «¡Vaya, que es bueno ser bueno!… ¡Siento en mi interior una cosa, un consuelo…! ¡Si tendrá razón Martín! ¡Si se me pondrá bueno aquel pedazo de mi vida!… Vamos corriendo allá. No me fío, no me fío. Este botarate tiene las ilusiones de los tísicos en último grado. Pero ¡quién sabe! se engaña de seguro respecto á sí mismo, y acierta en lo demás. A donde él va pronto es al nicho.... Pero los moribundos suelen tener doble vista, y puede que haya visto la mejoría de Valentín … voy corriendo, corriendo. ¡Cuánto me estorban estos malditos cuadros! ¡No dirán ahora que soy tirano y judío, pues rasgos de estos entran pocos en libra!… No me dirán que me cobro en pinturas, pues por estos apuntes, en venta, no me darían ni la mitad de lo que yo dí. Verdad que si se muere valdrán más, porque aquí, cuando un artista está vivo, nadie le hace maldito caso, y en cuanto se muere de miseria ó de cansancio, le ponen en las nubes, le llaman genio y qué sé yo qué… Me parece que no llego nunca á mi casa. ¡Qué lejos está, estando tan cerca!»

Subió de tres en tres peldaños la escalera de su casa, y le abrió la puerta la tía Roma, disparándole á boca de jarro estas palabras: «Señor, el niño parece que está un poquito más tranquilo.» Oirlo D. Francisco y soltar los cuadros y abrazar á la vieja, fué todo uno. La trapera lloraba, y el Peor le dió tres besos en la frente. Después fué derechito á la alcoba del enfermo y miró desde la puerta. Rufina se abalanzó hacia él para decirle: «Está desde mediodía más sosegado … ¿Ves? Parece que duerme el pobre ángel. Quién sabe. Puede que se salve. Pero no me atrevo á tener esperanzas, no sea que las perdamos esta tarde.

Torquemada no cabía en sí de sobresalto y ansiedad. Estaba el hombre con los nervios tirantes, sin poder permanecer quieto ni un momento, tan pronto con ganas de echarse á llorar como de soltar la risa. Iba y venía del comedor á la puerta de la alcoba, de ésta á su despacho, y del despacho al gabinete. En una de estas volteretas, llamó á la tía Roma, y metiéndose con ella en la alcoba la hizo sentar, y le dijo:

–Tía Roma, ¿crees tú que se salva el niño?

–Señor, será lo que Dios quiera, y nada más. Yo se lo he pedido anoche y esta mañana á la Virgen del Carmen, con tanta devoción que más no puede ser, llorando á moco y baba. ¿No me ve cómo tengo los ojos?

–¿Y crees tú…?

–Yo tengo esperanza, señor. Mientras no sea cadáver, esperanzas ha de haber, aunque digan los médicos lo que dijeren. Si la Virgen lo manda, los médicos se van á hacer puñales.... Otra: anoche me quedé dormida rezando, y me pareció que la Virgen bajaba hasta delantito de mí, y que me decía que sí con la cabeza … Otra: ¿no ha rezado usted?

–Sí, mujer; ¡qué preguntas haces! Voy á decirte una cosa importante. Verás.»

Abrió un vargueño, en cuyos cajoncillos guardaba papeles y alhajas de gran valor que habían ido á sus manos en garantía de préstamos usurarios: algunas no eran todavía suyas; otras, sí. Un rato estuvo abriendo estuches, y á la tía Roma, que jamás había visto cosa semejante, se le encandilaban los ojos de pez con los resplandores que de las cajas salían. Eran, según ella, esmeraldas como nueces, diamantes que arrojaban pálidos rayos, rubíes como pepitas de granada, y oro finísimo, oro de la mejor ley, que valía cientos de miles.... Torquemada, después de abrir y cerrar estuches, encontró lo que buscaba: una perla enorme, del tamaño de una avellana, de hermosísimo oriente; y cogiéndola entre los dedos, la mostró á la vieja.

«¿Qué te parece esta perla, tía Roma?»

–Bonita de veras. Yo no lo entiendo. Valdrá miles de millones. ¿Verdá usté?

–Pues esta perla—dijo Torquemada en tono triunfal,—es para la señora Virgen del Carmen. Para ella es, si pone bueno á mi hijo. Te la enseño, y pongo en tu conocimiento la intención, para que se lo digas. Si se lo digo yo, de seguro no me lo cree.

–D. Francisco (mirándole con profunda lástima), usted está malo de la jícara. Dígame, por su vida, ¿para qué quiere ese requilorio la Virgen del Carmen?

–Toma, para que se lo pongan el día de su santo, el 16 de Julio. ¡Pues no estará poco maja con esto! Fué regalo de boda de la excelentísima señora Marquesa de Tellería. Créelo, como ésta hay pocas.

–Pero, D. Francisco, ¡usted piensa que la Virgen le va á conceder…! paice bobo … ¡por ese piazo de cualquier cosa!

–Mira qué oriente. Se puede hacer un alfiler y ponérselo a ella en el pecho, o al Niño.

–¡Un rayo! ¡Valiente caso hace la Virgen de perlas y pindonguerías!… Créame á mí: véndala y dele á los pobres el dinero.

Mira tú, no es mala idea—dijo el tacaño guardando la joya.—Tú sabes mucho. Seguiré tu consejo, aunque, si he de serte franco, eso de dar á los pobres viene á ser una tontería, porque cuanto les das se lo gastan en aguardiente. Pero ya lo arreglaremos de modo que el dinero de la perla no vaya á parar á las tabernas … Y ahora quiero hablarte de otra cosa. Pon muchísima atención: ¿te acuerdas de cuando mi hija, paseando una tarde por las afueras con Quevedo y las de Morejón, fué á dar allá, por donde tú vives, hacia los Tejares del Aragonés, y entró en tu choza y vino contándome, horrorizada, la pobreza y escasez que allí vió? ¿Te acuerdas de eso? Contóme Rufina que tu vivienda es un cubil, una inmundicia hecha con adobes, tablas viejas y planchas de hierro, el techo de paja y tierra; me dijo que ni tú ni tus nietos tenéis cama, y dormís sobre un montón de trapos; que los cerdos y las gallinas que criáis con la basura son allí las personas; y vosotros los animales. Sí: Rufina me contó esto, y yo debí tenerte lástima y no te la tuve. Debí regalarte una cama, pues nos has servido bien, querías mucho á mi mujer, quieres á mis hijos, y en tantos años que entras aquí jamás nos has robado ni el valor de un triste clavo. Pues bien: si entonces no se me pasó por la cabeza socorrerte, ahora sí.»

Diciendo esto, se aproximó al lecho y dió en él un fuerte palmetazo con ambas manos, como el que se suele dar para sacudir los colchones al hacer las camas.

«Tía Roma, ven acá, toca aquí. Mira qué blandura. ¿Ves este colchón de lana encima de un colchón de muelles? Pues es para tí, para ti, para que descanses tus huesos duros y te espatarres á tus anchas.»

Esperaba el tacaño una explosión de gratitud por dádiva tan espléndida, y ya le parecía estar oyendo las bendiciones de la tía Roma, cuando ésta salió por un registro muy diferente. Su cara telarañosa se dilató, y de aquellas úlceras con vista que se abrían en el lugar de los ojos, salió un resplandor de azoramiento y susto, mientras volvía la espalda al lecho, dirigiéndose hacia la puerta.

«Quite, quite allá—dijo:—vaya con lo que se le ocurre … ¡Darme á mí los colchones, que ni tan siquiera caben por la puerta de mi casa!… Y aunque cupieran … ¡rayo! A cuenta que he vivido tantismos años durmiendo en duro como una reina, y en estas blanduras no pegaría los ojos. Dios me libre de tenderme ahí. ¿Sabe lo que le digo? Que quiero morirme en paz. Cuando venga la de la cara fea me encontrará sin una mota, pero con la conciencia como los chorros de la plata. No, no quiero los colchones, que dentro de ellos está su idea … porque aquí duerme usted, y por la noche, cuando se pone á cavilar, las ideas se meten por la tela adentro y por los muelles, y ahí estarán como las chinches cuando no hay limpieza. ¡Rayo con el hombre, y la que me quería encajar!…

Accionaba la viejecilla de una manera gráfica, expresando tan bien, con el mover de las manos y de los flexibles dedos, cómo la cama del tacaño se contaminaba de sus ruines pensamientos, que Torquemada la oía con verdadero furor, asombrado de tanta ingratitud; pero ella, firme y arisca, continuó despreciando el regalo: «Pos vaya un premio gordo que me caía, Santo Dios … ¡Pa que yo durmiera en eso! Ni que estuviera boba, D. Francisco. ¡Pa que á media noche me salga toda la gusanera de las ideas de usted, y se me meta por los oídos y por los ojos, volviéndome loca y dándome una mala muerte…! Porque, bien lo sé yo … á mí no me la da usted.... ahí dentro, ahí dentro, están todos sus pecados, la guerra que le hace al pobre, su tacañería, los réditos que mama, y todos los números que le andan por la sesera para ajuntar dinero.... Si yo me durmiera ahí, á la hora de la muerte me saldrían por un lado y por otro unos sapos con la boca muy grande, unos culebrones asquerosos que se me enroscarían en el cuerpo, unos diablos muy feos con bigotazos y con orejas de murciélago, y me cogerían entre todos para llevarme á rastras á los infiernos. Váyase al rayo, y guárdese sus colchones, que yo tengo un camastro hecho de sacos de trapo, con una manta por encima, que es la gloria divina.... Ya lo quisiera usted.... Aquéllo sí que es rico para dormir á pierna suelta....

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Litres'teki yayın tarihi:
07 aralık 2018
Hacim:
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