Kitabı oku: «Torquemada en la hoguera», sayfa 5
–Pues dámelo, dámelo, tía Roma—dijo el avaro con aflicción.—Si mi hijo se salva, me comprometo á dormir en él lo que me queda de vida, y á no comer más que las bazofias que tú comes.
–A buenas horas y con sol. Usted quiere ahora poner un puño en el cielo. ¡Ay, señor, á cada paje su ropaje! A usted le sienta eso como á la burra las arracadas. Y todo ello es porque está afligido; pero si se pone bueno el niño, volverá usted á ser más malo que Holofernes. Mire que ya va para viejo; mire que el mejor día se pone delante la de la cara pelada, y a ésta sí que no le da usted el timo.
–¿Pero de dónde sacas tú, estampa de la sura—replicó Torquemada con ira, agarrándola por el pescuezo y sacudiéndola,—de dónde sacás tú que yo soy malo, ni lo he sido nunca?
–Déjeme, suélteme, no me menée, que no soy ninguna pandereta. Mire que soy más vieja que Jerusalén y he visto mucho mundo y le conozco a usted desde que se quiso casar con la Silvia. Y bien le aconsejé á ella que no se casara … y le anuncié las hambres que había de pasar. Ahora que está rico no se acuerda de cuando empezaba á ganarlo. Yo sí me acuerdo, y me paice que fué ayer cuando le contaba los garbanzos á la cuitada de Silvia y todo lo tenía usted bajo llave, y la pobre estaba descomida, trashijada y ladrando de hambre. Como que si no es por mí, que le traía algún huevo de ocultis, se hubiera muerto cien veces. ¿Se acuerda de cuando se levantaba usted á media noche para registrar la cocina á ver si descubría algo de condumio, que la Silvia hubiera escondido para comérselo sola? ¿Se acuerda de cuando encontró un pedazo de jamón en dulce y un medio pastel que me dieron á mí en casa de la Marquesa, y que yo le traje á la Silvia para que se lo zampara ella sola, sin darle á usted ni tanto así? ¿Recuerda que al otro día estaba usted hecho un león, y que cuando entré me tiró al suelo y me estuvo pateando? Y yo no me enfadé, y volví, y todos los días le traía algo á la Silvia. Como usted era el que iba á la compra, no le podíamos sisar, y la infeliz no tenía una triste chambra que ponerse. Era una mártira, D. Francisco, una mártira; ¡y usted guardando el dinero y dándolo á peseta por duro al mes! Y mientre tanto, no comían más que mojama cruda con pan seco y ensalada. Gracias que yo partía con ustedes lo que me daban en las casas ricas, y una noche, ¿se acuerda? traje un hueso de jabalí que lo estuvo usted echando en el puchero seis días seguidos, hasta que se quedó mas seco que su alma puñalera. Yo no tenía obligación de traer nada: lo hacía por la Silvia, á quien cogí en brazos cuando nació de señá Rufinica, la del callejón del Perro. Y lo que á usted le ponía furioso era que yo le guardase las cosas á ella y no se las diera á usted, ¡un rayo! Como si tuviera yo obligación de llenarle á usted el buche, perro, más que perro.... Y dígame ahora, ¿me ha dado alguna vez el valor de un real? Ella sí me daba lo que podía, á la chita callando; pero usted, el muy capigorrón, ¿qué me ha dado? Clavos torcidos, y las barreduras de la casa. ¡Véngase ahora con jipíos y farsa!… Valiente caso le van á hacer.
–Mira, vieja de todos los demonios—le dijo Torquemada furioso,—por respeto á tu edad no te reviento de una patada. Eres una embustera, una diabla, con todo el cuerpo lleno de mentiras y enredos. Ahora te da por desacreditarme después de haber estado más de veinte años comiendo mi pan. ¡Pero si te conozco, zurrón de veneno; si eso que has dicho nadie te lo va a creer: ni arriba ni abajo! El demonio está contigo, y maldita tú eres entre todas las brujas y esperpentos que hay en el cielo … digo, en el infierno.»
IX
Estaba el hombre fuera de sí, delirante; y sin echar de ver que la vieja se había largado á buen paso de la habitación, siguió hablando como si delante la tuviera. «Espantajo, madre de las telarañas, si te cojo, verás.... ¡Desacreditarme así!» Iba de una parte á otra en la estrecha alcoba, y de ésta al gabinete, cual si le persiguieran sombras; daba cabezadas contra la pared, algunas tan fuertes que resonaban en toda la casa.
Caía la tarde, y la obscuridad reinaba ya en torno del infeliz tacaño, cuando éste oyó claro y distinto el grito de pavo real que Valentín daba en el paroxismo de su altísima fiebre. «¡Y decían que estaba mejor!… Hijo de mi alma.... Nos han vendido, nos han engañado.»
Rufina entró llorando en la estancia de la fiera, y le dijo: «¡Ay, papá, qué malito se ha puesto; pero qué malito!
–¡Ese trasto de Quevedo!—gritó Torquemada llevándose un puño á la boca y mordiéndoselo con rabia.—Le voy á sacar las entrañas.... Él nos le ha matado.
–Papá, por Dios, no seas así.... No te rebeles contra la voluntad de Dios.... Si Él lo dispone....
–Yo no me rebelo, ¡puñales! yo no me rebelo. Es que no quiero, no quiero dar á mi hijo, porque es mío, sangre de mi sangre y hueso de mis huesos....
–Resígnate, resígnate, y tengamos conformidad—exclamó la hija, hecha un mar de lágrimas.
–No puedo, no me da la gana de resignarme. Esto es un robo.... Envidia, pura envidia. ¿Qué tiene que hacer Valentín en el cielo? Nada, digan lo que dijeren; pero nada.... Dios, ¡cuánta mentira, cuánto embuste! Que si cielo, que si infierno, que si Dios, que si diablo, que si … tres mil rábanos. ¡Y la muerte, esa muy pindonga de la muerte, que no se acuerda de tanto pillo, de tanto farsante, de tanto imbécil, y se le antoja mi niño, por ser lo mejor que hay en el mundo!… Todo está mal, y el mundo es un asco, una grandísima porquería.»
Rufina se fue y entró Bailón, trayéndose una cara muy compungida. Venía de ver al enfermito, que estaba ya agonizando, rodeado de algunas vecinas y amigos de la casa. Disponíase el clerizonte a confortar al afligido padre en aquel trance doloroso, y empezó por darle un abrazo, diciéndole con empañada voz: «Valor, amigo mío, valor. En estos casos se conocen las almas fuertes. Acuérdese usted de aquel gran filósofo que expiró en una cruz dejando consagrados los principios de la Humanidad.
–¡Qué principios ni qué…! ¿quiere usted marcharse de aquí, so chinche?… Vaya que es de lo más pelmazo y cargante y apestoso que he visto. Siempre que estoy angustiado me sale con esos retruécanos.
–Amigo mío, mucha calma. Ante los designios de la Naturaleza, de la Humanidad, del gran Todo, ¿qué puede el hombre? ¡El hombre! esa hormiga, menos aún, esa pulga … todavía mucho menos.
–Ese coquito … menos aún, ese … ¡puñales!—agregó Torquemada con sarcasmo horrible, remedando la voz de la sibila y enarbolando después el puño cerrado.—Si no se calla le rompo la cara.... Lo mismo me da á mí el grandísimo todo que la grandísima nada y el muy piojoso que la inventó. Déjeme, suélteme, por la condenada alma de su madre, ó....»
Entró Rufina otra vez, traída por dos amigas suyas, para apartarla del tristísimo espectáculo de la alcoba. La pobre joven no podía sostenerse. Cayó de rodillas exhalando gemidos, y al ver á su padre forcejeando con Bailón, le dijo: «Papá, por Dios, no te pongas así. Resígnate … yo estoy resignada, ¿no me ves?… El pobrecito … cuando yo entré… tuvo un instante ¡ay! en que recobró el conocimiento. Habló con voz clara, y dijo que veía á los ángeles que le estaban llamando.
–¡Hijo de mi alma, hijo de mi vida!—gritó Torquemada con toda la fuerza de sus pulmones, hecho un salvaje, un demente—no vayas, no hagas caso; que esos son unos pillos que te quieren engañar.... Quédate con nosotros....»
Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo. Bailón, con toda su fuerza no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular inverosímil. Al propio tiempo soltaba de su fruncida boca un rugido feroz y espumarajos. Las contracciones de las extremidades y el pataleo eran en verdad horrible espectáculo: se clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre. Así estuvo largo rato, sujetado por Bailón y el carnicero, mientras Rufina, transida de dolor, pero en sus cinco sentidos, era consolada y atendida por Quevedito y el fotógrafo. Llenóse la casa de vecinos y amigos, que en tales trances suelen acudir compadecidos y serviciales. Por fin tuvo término el patatús de Torquemada, y caído en profundo sopor que á la misma muerte, por lo quieto, se asemejaba, le cargaron entre cuatro y le arrojaron en su lecho. La tía Roma, por acuerdo de Quevedito, le daba friegas con un cepillo, rasca que te rasca, como si le estuviera sacando lustre.
Valentín había espirado ya. Su hermana, que quieras que no, allá se fué, le dió mil besos, y, ayudada de las amigas, se dispuso á cumplir los últimos deberes con el pobre niño. Era valiente, mucho más valiente que su padre, el cual cuando volvió en sí de aquel tremendo sincope, y pudo enterarse de la completa extinción de sus esperanzas, cayó en profundísimo abatimiento físico y moral. Lloraba en silencio, y daba unos suspiros que se oían en toda la casa. Transcurrido un buen rato, pidió que le llevaran café con media tostada, porque sentía debilidad horrible. La pérdida absoluta de la esperanza le trajo la sedación nerviosa, y la sedación, estímulos apremiantes de reparar el fatigado organismo. Á media noche fué preciso administrarle un substancioso potingue, que fabricaron la hermana del fotógrafo de arriba y la mujer del carnicero de abajo, con huevos, Jerez y caldo de puchero. «No sé qué me pasa—decía el Peor;—pero ello es que parece que se me quiere ir la vida.» El suspirar hondo y el llanto comprimido le duraron hasta cerca del día, hora en que fué atacado de un nuevo paroxismo de dolor, diciendo que quería ver á su hijo; resucitarle, costara lo que costase, é intentaba salirse del lecho, contra los combinados esfuerzos de Bailón, del carnicero y de los demás amigos que contenerle y calmarle querían. Por fin lograron que se estuviera quieto, resultado en que no tuvieron poca parte las filosóficas amonestaciones del clerigucho, y las sabias cosas que echó por aquella boca el carnicero, hombre de pocas letras, pero muy buen cristiano. «Tienen razón—dijo D. Francisco, agobiado y sin aliento.—¿Qué remedio queda más que conformarse? ¡Conformarse! Es un viaje para el que no se necesitan alforjas. Vean de qué le vale á uno ser más bueno que el pan, y sacrificarse por los desgraciados, y hacer bien á los que no nos pueden ver ni en pintura.... Total, que lo que pensaba emplear en favorecer á cuatro pillos … ¡mal empleado dinero, que había de ir á parar á las tabernas, á los garitos y á las casas de empeño!… digo que esos dinerales los voy á gastar en hacerle á mi hijo del alma, á esa gloria, á ese prodigio que no parecía de este mundo, el entierro más lucido que en Madrid se ha visto. ¡Ah, qué hijo! ¿No es dolor que me le hayan quitado? Aquello no era hijo: era un diosecito que engendramos á medias el Padre Eterno y yo.... ¿No creen ustedes que debo hacerle un entierro magnífico? Ea, ya es de día. Que me traigan muestras de carros fúnebres … y vengan papeleta negras para convidar á todos los profesores.»
Con estos proyectos de vanidad, excitóse el hombre, y á eso de las nueve de la mañana, levantado y vestido, daba sus disposiciones con aplomo y serenidad. Almorzó bien, recibía cuantos amigos llegaban á verle, y á todos les endilgaba la consabida historia: «Conformidad.... ¡Qué le hemos de hacer!… Está visto: lo mismo da que usted se vuelva santo, que se vuelva usted Judas, para el caso de que le escuchen y le tengan misericordia.... ¡Ah, misericordia!… Lindo anzuelo sin cebo para que se lo traguen los tontos.»
Y se hizo el lujoso entierro, y acudió á él mucha y lucida gente, lo que fué para Torquemada motivo de satisfacción y orgullo, único bálsamo de su hondísima pena. Aquella lúgubre tarde, después que se llevaron el cadáver del admirable niño, ocurrieron en la casa escenas lastimosas. Rufina, que iba y venía sin consuelo, vió á su padre salir del comedor con todo el bigote blanco, y se espantó creyendo que en un instante se había llenado de canas. Lo ocurrido fué lo siguiente: fuera de sí, y acometido de un espasmo de tribulación, el inconsolable padre fué al comedor y descolgó el encerado en que estaban aún escritos los problemas matemáticos, y tomándolo por retrato, que fielmente le reproducía las facciones del adorado hijo, estuvo larguísimo rato dando besos sobre la fría tela negra, y estrujándose la cara contra ella, con lo que la tiza se le pegó al bigote mojado de lágrimas, y el infeliz usurero parecía haber envejecido súbitamente. Todos los presentes se maravillaron de esto, y hasta se echaron á llorar. Llevóse D. Francisco á su cuarto el encerado, y encargó á un dorador un marco de todo lujo para ponérselo, y colgarlo en el mejor sitio de aquella estancia.
Al día siguiente, el hombre fue acometido, desde que abrió los ojos, de la fiebre de los negocios terrenos. Como la señorita había quedado muy quebrantada por los insomnios y el dolor, no podía atender á las cosas de la casa: la asistenta y la incansable tía Roma la sustituyeron hasta donde sustituirla era posible. Y he aquí que cuando la tía Roma entró á llevarle el chocolate al gran inquisidor, ya estaba éste en planta, sentado á la mesa de su despacho, escribiendo números con mano febril. Y como la bruja aquélla tenía tanta confianza con el señor de la casa, permitiéndose tratarle como á igual, se llegó á él, le puso sobre el hombro su descarnada y fría mano, y le dijo: «Nunca aprende … Ya está otra vez preparando los trastos de ahorcar. Mala muerte va usted á tener, condenado de Dios, si no se enmienda.» Y Torquemada arrojó sobre ella una mirada que resultaba enteramente amarilla, por ser en él de este color lo que en los demás humanos ojos es blanco, y le respondió de esta manera: «Yo hago lo que me da mi santísima gana, so mamarracho, vieja más vieja que la Biblia. Lucido estaría si consultara con tu necedad lo que debo hacer.» Contemplando un momento el encerado de las matemáticas, exhaló un suspiro y prosiguió así: «Si preparo los trastos, eso no es cuenta tuya ni de nadie, que yo me sé cuanto hay que saber de tejas abajo y aun de tejas arriba, ¡puñales! Ya sé que me vas á salir con el materialismo de la misericordia.... A eso te respondo que si buenos memoriales eché, buenas y gordas calabazas me dieron. La misericordia que yo tenga, ¡…ñales! que me la claven en la frente.»
Madrid, Febrero de 1889.
FIN DE LA NOVELA
EL ARTÍCULO DE FONDO
I
«Basta de contemplaciones. Basta de contubernios. Basta de flaquezas. Ha sonado la hora de las energías. Creíamos que los hechos, tan claros ya en la mente de todo el mundo, se presentarían al fin en su espantosa gravedad á los ojos del insensato poder, que dirige los negocios públicos. Juzgando que toda obcecación, por grande que sea, ha de tener su límite, creíamos que el Gobierno no podría resistir á la evidencia de su descrédito; creíamos que, deponiendo la terquedad propia de todos los poderes que no se apoyan en la opinión, se resolvería al fin á entrar por más despejado y seguro camino, si no consideraba como la mejor de las enmiendas el abandonar la vida pública. Esperábamos inquietos, antes los grandes males que afligen á la patria; esperábamos callando, sin dejar de conocer los diarios y cada vez más graves errores «de este insensato Gobierno. Hemos esperado hasta lo último, hasta que los escándalos han sido intolerables. Hemos callado, mientras el callar no fué gravísima falta. Ya no hay esperanza. Es preciso no ocultar la verdad al país, y nosotros faltaríamos al primero de nuestros deberes, si un momento más permaneciéramos en esta actitud. Nuestro patriotismo nos impele á obrar de este modo; y como sabemos que la opinión pública es la única....»
Al llegar aquí, el autor del artículo se paró. La inspiración, si así puede decirse, se le había concluido; y como si el esfuerzo hecho para crear los párrafos que anteceden produjera fatiga en su imaginación, se detuvo, con ánimo de proseguir, cuando las varias ideas, que repentinamente y en tropel vinieron a su imaginación, se disparan.
Era su entendimiento tan pobre, que no hay noticia de que produjera nunca cosas de provecho, pues no han de tenerse por tales sus lucubraciones soporíferas sobre el origen de los poderes públicos y el equilibrio de las fuerzas sociales; era, además de corto, díscolo; porque jamás pudo adquirir ni sombra de método. Descollaba en las digresiones, y cuando se ocupaba en desarrollar una tesis cualquiera, no había fuerzas humanas que le concretaran al asunto, impidiendo sus escapadas, ya al campo de la historia, ya a la selva de la moral, ya a los vericuetos de la arqueología o de la numismática. Por todos estos campos, cerros y collados corría complaciente y alborozada la imaginación del autor del artículo de fondo, cuando interrumpido el hilo lógico de éste, y olvidado el asunto y desbaratado el plan, ocuparon su mente, apoderándose de ella de un modo atropellado, violento y como de sorpresa, las intrusas ideas de que se ha hecho mérito.
Procedían éstas de todos los objetos, de todas las ilusiones, de todos los recuerdos, de mil fuentes diversas que manaban á un tiempo una corriente sin fin. Vínole al pensamiento no sé qué fragmento de historia, con el cual se unía la imagen de un obispo de Astorga, tan testarudo clérigo como intrépido soldado. Acordábase de las torres muzárabes que había contemplado en una ciudad antigua, y al mismo tiempo se le ofrecían á la vista lagos y jardines, no sin que de pronto afease este espectáculo algún animal de corpulenta forma y repugnante fealdad. Tan pronto se le representaban los versos de algún romance que hacía tiempo leyera en amarillos y arrugados códices, como sentía el rumor de lejana música de órgano, dulcísima y misteriosa.
¡Con cuánto abandono se entrega la imaginación á este cómodo vagar, suelta y libre, sin las trabas del árido razonamiento, sin que una voluntad firme la sujete ni la enfrene para elaborar difícilmente el producto literario, uno, lógico, de forma determinada y con especial contextura! La imaginación del pobre periodista había logrado escaparse en aquellos momentos, cuando el artículo no había pasado aún de su edad infantil, y sólo contaba escaso número de renglones. La imaginación del menguado escritor, después de correr de aquí para allí, con la alborozada inquietud de un pájaro que, viendo rotas la cañas de su jaula, se escapa y vuela á todas partes sin fijarse en ninguna, se concretó al fin, se fijó, se regularizó poco á poco.
De entre los escasos renglones del artículo interrumpido poco después de haber sedado a luz su primera idea, surgen las líneas; las sombras y luces de una inmensa catedral gótica. Crecen sus haces de columnas, teñidas de suave matiz pardo, hasta llegar a enorme altura, desparramándose después los retorcidos tallos para formar las bóvedas. Descienden del techo, cual si estuvieran suspendidas de elásticas y casi invisibles cuerdas, lámparas de oro, cuyas luces oscilantes no bastan a eclipsar el diáfano colorido de las vidrieras, que llenas de santos y figuras resplandecientes, parecen comunicar con el cielo el interior del templo. Mil figuras van destacándose en la pared, como si una mano invisible las tallara en la piedra con sobrenatural prontitud, y lozana flora crece portentosamente a lo largo de las columnas, llevando en sus cálices animales grotescos o inverosímiles, que parecen haber sido producidos por ignorado germen en las entrañas mismas de la piedra. Las estatuas aplastadas sobre los muros se multiplican, aparecen en filas, en series, en ciclos sin fin, y son todas rígidas, tiesas retratando en sus semblantes el fastidio del Limbo ó la placidez del Paraíso. Alternan con ellas los seres simbólicos creados por la estatuaria cristiana, y que parecen engendro sacrílego del paganismo y la teología. Los dragones, las sibilas, los monstruos bíblicos que para representar sutiles abstracciones ideó el genio de la Edad Media, refundiendo los despojos de las sirenas y los centauros antiguos, muestran sus heterogéneos miembros, en que la figura humana se une á las más raras formas de la fantástica zoología, ya religiosa, ya heráldica, inventada por embriagados escultores. Vense en las paredes blasones de brillantes tintas, sobre suntuosos sepulcros, en que duermen el sueño del mármol arzobispos y condestables, príncipes y guerreros, empuñando báculos ó espadas. Los perros y leoncillos en que apoyan sus pies, parecen prestar atento oído á todo rumor que en el templo suena. Resplandece en el fondo el estofado riquísimo del altar, semejante á inmensa ascua de oro cuajada de diminutos ángeles y querubes que aletean quemándose en el seno de aquella nube incandescente, y como si la combustión les diera vida. Graves y barbudos santos, alineados con la compostura propia de los círculos celestes aparecen en el centro de este gran Apocalipsis de madera dorada, terminando tan portentosa máquina un Cristo colosal, cuyos brazos, que se abren contraídos por los dolores corporales, parece van á estrechar en supremo abrazo á todo el linaje humano.
Se sienten rezos tenues y confusos, no interrumpidos por pausa alguna, como si la atmósfera interior del edificio, afectada de una vibración inherente á su esencia física, modulara un monólogo sin fin. Todo es calma y respeto. La claridad, las sombras, las formas esculturales, la gallardía de las líneas, el recóndito sonido que se creería producido por la oscilación de la masa arquitectónica; aquel sonido, que hace pensar en la respiración de algún misterioso espíritu, habitante en las grandes cavidades de piedra; la variedad de objetos, la majestad de los sepulcros, el idealismo de los efectos de luz, todo esto produce estupor y recogimiento. Se piensa en Dios y se trata de medir la inmensidad de la idea que ha dado existencia á tan hermoso conjunto; se siente la más grande admiración hacia los tiempos que tuvieron fe, corazón y arte para expresar con símbolos inagotables su arraigada creencia....
Hallábase el menguado autor como en éxtasis comtemplando en su mente estas hermosuras del arte y de la fe, cuando un ruido de pasos primero, la inusitada aparición de un hombre después, le trajeron bruscamente á la realidad, haciéndole fijar la vista en las cuartillas del artículo de fondo que olvidado yacía sobre la mesa.
El sér que tenía delante era un monstruo, un vestiglo. Aborrecíale en aquellos momentos más que si viniera á darle la muerte; y le inspiraba más pavor que si fuese satanás en persona. El monstruo miró al autor de un modo que le hizo temblar; alargó la mano pronunciando palabras que aterraron al infeliz, cual si fueran anatemas de la Iglesia ó sentencia de inquisidores. Estremecióse en su asiento, erizósele el cabello y miró con angustia y bañado en sudor frio las incorrectas líneas del interrumpido articulejo.