Kitabı oku: «Torquemada en la hoguera», sayfa 6

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II

Aquel vestiglo, ó en otros términos, pedazo de bárbaro, venía cubierto de sudor, como si hubiese hecho una larga y precipitada carrera; y lo mismo su cara que su andrajoso y mugrienta ropa parecian teñidas de un ligero barniz obscuro. La tinta manaba de sus poros. Se diferenciaba de un carbonero en que su tizne era más consistente y como si le saliera de dentro. Enteramente igual á un cíclope, si no tuviera dos ojos, era el tal una de las más poderosas palancas de la civilización moderna, porque había recibido de la Providencia la alta misión de mover el manubrio de una máquina de imprimir, que daba á luz diariamente millones de millones de palabras. Viviendo la mayor parte del día en el sótano donde la máquina civilizadora funciona, aquel hombre se había identificado con ella; formaba parte de su mecanismo; y la armazón ingeniosa, pero inerte, obra pura de las matemáticas, se convertía en ser inteligente cuando al impulso del monstruo movía sus ruedas, ejes y cilindros como si fueran órganos animados por recóndita vida. Ambos se entusiasmaban, se confundían: ella crujiendo convulsamente y con acompasada celeridad; él, jadeante y lleno de sudor, describiendo curvas y más curvas con su brazo; ella recibiendo el papel para lanzarle fuera despues de haber extendido en su superficie un mundo de ideas, y él entonando algún cantar para hacer más llevadero su trabajo. Horas y horas pasaban de este modo: la máquina, remedo de la naturaleza, reproduciendo en millones de ejemplares un mismo tipo y una misma forma; el hombre, determinando la fuerza impulsora semejante al soplo vital en los organismos animales. Cuando uno y otro se completaban de aquel modo, difícil era suponerlos desunidos; y después de admirar el pasmoso resultado de la combinación de los dos elementos, no habría sido fácil tampoco decir cuál de los dos era más inteligente.

Pero aquel hombre desempeñaba aún otras altas funciones igualmente encaminadas á la propagación de las luces. ¿Qué sería del pensamiento humano si aquel bruto no tuviera la misión de arreglar la tinta de imprimir, haciéndola más espesa ó más clara según la intensidad que se quiera dar á la impresión? Cuando los ejemplares de los periódicos habían sido dados á luz por la máquina; cuando ésta se paraba fatigada del alumbramiento y hacía rechinar sus tornillos como si le dolieran; cuando los ejemplares recién nacidos, húmedos, pegajosos y mal olientes, eran apilados sobre una gran mesa, el vestiglo los doblaba cariñosamente, les ponía las fajas, les daba la forma con que circulan por toda la redondez de la tierra, llevando la idea á las más apartadas regiones, vivificando cuanto existe; los transportaba al correo, los pesaba, los franqueaba, tratábalos con el cariño de un padre y creía que él sólo era autor de tanta maravilla.

No se limitaban á esto sus funciones: él pegaba carteles, complaciéndose sobremanera en vestir de colorines las esquinas de Madrid, coadyuvando de este modo á una de las grandes cosas de nuestro siglo, que es la publicidad. Y si tenía un arte especial para poner cataplasmas á las calles, no era mejor su aptitud para echarse á cuestas enormes resmas de papel, que allá en su fuero interno consideraba como el alimento, pienso ó forraje de la máquina. Pues, digo también era insustituíble para cargar moldes ó formas que llenas de letras desafían los puños de los hombres más vigorosos; y además le destinaban á traer y llevar original y pruebas, misión que cumplía puntualmente al presentarse ante el joven autor de quien hablo, y decirle que venía á por el artículo, añadiendo que hacia mucha falta por estar parados y mano sobre mano los señores cajistas.

El apuro del autor no es para pintarse, y ved aquí explicado el horror, la indignación, los escalofríos y trasudores que la presencia del mocetón de la imprenta le produjo. Era preciso acabar el artículo, y antes de acabarlo, era menester seguirlo, empresa de dificultad colosal, por hallarse la imaginación del escritor sin ventura á 100.000 leguas del asunto. El desdichado mandó al mozo que volviera dentro de un breve rato; tomó la pluma, y recogiendo sus ideas lo mejor que pudo, después de trazar muchos garabatos en un papelejo, y mirar al techo cuatro veces y al papel otras tantas, escribió lo siguiente:

«… Y como sabemos que la opinión pública es la única norma de la política; como sabemos que los gobiernos que no se guían por la opinión pública elaboran su propia ruína con la ruína del país, nos decidimos hoy á alzar nuestra voz para indicar el peligro. El principal error del Gobierno, preciso es decirlo muy alto, es su empeño en destruir nuestras instituciones tradicionales, en realizar una abolición completa de lo pasado. ¿Son las conquistas de la civilización incompatibles con la historia? ¡Ah! El Gobierno se esfuerza en extirpar los restos de la fe de nuestros padres, de aquella fe poderosa de que vemos exacta expresión en las soberbias catedrales de la Edad Media, que subsisten y subsistirán para asombro de las generaciones. ¡Mezquina edad presente! ¡Ah! ¡Cómo se engrandece el ánimo al contemplar las prodigiosas obras que levantó el sentimiento religioso! ¿El espíritu que de tal manera se reproduce, no debe conservarse en la sociedad, mediante la acción previsora de los Gobiernos encargados de velar por los grandes y eternos principios?»

No bien concluído este párrafo, que á nuestro autor le pareció de perlas, fué interrumpido por un tremendo golpe que sintió en el hombro. Alzó los ojos y vió ¡cielos! á un importuno amigo que tenía la mala costumbre de insinuarse dando grandes espaldarazos y pellizcos.

Aunque el periodista tenía bastante intimidad con el recién venido, en aquel momento le fué más antipático que si viera en él á un alguacil encargado de prenderle. Le miró, apartando la vista del artículo, nuevamente interrunpido, y esperó con paciencia las palabras de su amigote.

III

El cual era en extremo pesado, y tenía un mirar tan parecido á la estupefacción inalterable de las estatuas, que al verle y oirle venían á la memoría los solemnes discursos de las esfinges ó los augurios de cualquier oráculo ó pitonisa. Hablaba en voz baja y en tono algo cavernoso, lo que no dejaba de estar en armonía con la amarillez de su semblante y con los cabellos largos que entrambos lados de la cabeza le caían. Era además tan lúgubre en su carácter y en sus costumbres, que no faltaba razón á los que habían dado en llamarle sepulturero.

Con el desdichado autor de quien nos venimos ocupando, tenía este hombre amistad antigua: ambos habían corrido juntos multitud de aventuras, y sin separarse navegaron por los revueltos golfos del periodismo hasta encallar en los arrecifes de una oficina, de donde no tardó en arrojarlos un cambio ministerial, y se embarcaron de nuevo en la prensa en busca de posición social. Comunicábanse sus desgracias y placeres, partiendo unos y otros fraternalmente, y se ayudaban en sus respectivas crisis financieras, haciéndose mutuos empréstitos, y girando el uno contra el otro cuantiosas letras, á pagar noventa días después del Juicio final. El lúgubre, principálmente, era un gran Ministro de Hacienda, y resolvía todos sus apuros por medio de grandes acometidas al bolsillo del joven escritor, que tenía, entre otras cualidades, la de despreciar las vanas riquezas.

En cambio de estos servicios, el sepulturero ayudaba en sus amores al escritor, que era por extremo sensible, idealista de la clase más anticuada, si bien esto se compensaba por su habilidad en escribir billetes amorosos, manifestación literaria á que sólo sus artículos políticos podían igualarse. También se consagraba el otro á tales entretenimientos; pero en su calidad de gran financiero, jamás le pasó por las mientes, como al escritorcillo, la insensata idea de casarse.

–Vengo a ponerte sobre aviso—dijo con su hueca, apagada y profunda voz el lúgubre.—Ha llegado.

Los dos amigos eran asiduos concurrentes á la ópera, y solían amenizar sus conversaciones con los cantos y romanzas de que tenían llena la cabeza; y á veces, cuando en el diálogo encajaba bien, soltaban algún recitativo. Por eso cuando el lúgubre dijo: Ha venido, el periodista cantó con afectación de sobresalto:

¿L'incógnito amante della Rossina?

Apunto quello,—contestó el otro.

–¡Qué contrariedad! ¿Pues no decían que ese hombre no vendría, que habia ya renunciado á sus proyectos de matrimonio? ¿No estaban, lo mismo Juanita que su madre, convencidas de que la familia de ese gaznápiro no podía consentir en semejante boda?

–Ahí verás. Él se ha escapado de su casa y dice que viene resuelto á dar su blanca mano. Ya sabes que la pécora de Doña Lorenza bebe los vientos por atraparle, porque parece ha de heredar cuando muera su tía, el título de Marqués de los Cuatro Vientos. Es rico: Doña Lorenza sabe de memoria el número de carneros, bueyes y asnos que posee en sus dehesas il tuo rivale, y está loca de contento. Si no casa á su hija con él, creo que revienta.

–¡Pero Juanita, Juanita!—exclamó el escritor, mirando al techo.—Juanita no puede ceder á las despóticas exigencias de esa tarasca de su madre.

La ragazza te quiere; pero si su madre se emperra en que no, y que no … Yo creo que de esta vez te quedas con tres palmos de narices. Cuando todas las contrariedades estaban allanadas, viene ese antiguo pretendiente, que si no agrada á la hija, agrada á la mamá, y esto basta. ¡Poverino!

–¡Quita allá!… yo no lo puedo creer. La chica se resistirá; ha jurado no tener más esposo que yo.

–Sí. Pero tanto la sermonean.... La madre es una rata de Iglesia; frecuentan su casa, como sabes, multitud de clérigos que, según dicen, le tienen trastornado el juicio. Le han llevado el cuento de que tú eres un revolucionario impío; que insultas á Dios y á la Virgen en tus artículos; que estás excomulgado, y que debes de tener rabo, como los judíos. Doña Lorenza, que oye siete misas al día y se confiesa dos veces por semana, te detesta como si fueras el mismo Judas. Ella infundirá este odio á su niña, haciéndole creer que eres descendiente de Caifás, y que se va á condenar si se casa contigo.

–¡Monstruoso, inconcebible!

–Esa familia, chico, es la madriguera del obscurantismo. ¡Qué rancias ideas y costumbres! En vano un espíritu fuerte, como Juanita, se esfuerza en romper los nudos de la tutela estúpida con que se la quiere oprimir. Tendrá que dejarte, y se casará con ese alcornoque, á quien los clérigos y beatas que pululan en aquella casa, elogian sin cesar, encomiando sus virtudes, su religiosidad, su grande amor á la causa carlista y sus inmensos ganados.

–¡Maldito sea el fariseísmo!—exclamó el otro, indignado contra la teocracia que así se introduce en el seno de las familias para torcer los más nobles propósitos y amoldarlos á fines mundanos.

Desahogaba su ira en furibundos apóstrofes, anatemas y dicterios, golpeando la mesa, lívido y descompuesto, cuando sintióse ruido de pasos y apareció la fatídica estampa del mozo de la imprenta, que volvía en busca del comenzado fondo.

–¡El artículo!—suspiró nuestro escritor, echando mano á las cuartillas, mojando la pluma con detestable humor y echando pestes contra todos los periódicos y todos los clérigos del orbe.

Pasados algunos segundos, pudo fijar sus ideas, y continuó su interrumpida obra del modo siguiente:

«Meditemos. Si bien es cierto que el Gobierno tiene la misión de velar por la conservación y prestigio de los principios morales y religiosos, también está fuera de toda duda que el más grave error en que pueden incurrir los poderes públicos es apegarse demasiado á las instituciones pasadas, protegiendo la teocracia y permitiendo que los apóstoles del obscurantismo extiendan su hipócrita y solapado dominio á toda la sociedad. ¡Oh! la más espantosa lepra de las naciones es esa masonería clerical, que, ansiando allegar para su causa mundada toda clase de recursos, no vacila en apoderarse de la voluntad de las mujeres indoctas y tímidas para entronizarse mañosamente en las familias, organizarlas á su manera, intervenir en sus actos más secretos, atar y desatar sus vínculos, y crear de este modo un influjo universal que, á poco de extendido, no podrá destruirse sino con una sangrienta hecatombe. ¡Ah! ¡oh! ¡les conocemos bien!

«¿No es notorio para todo el mundo que el actual Gabinete lejos de oponerse á tan grave mal, hace cuanto está en su mano para que tome proporciones? ¿No estamos viendo que los órganos del obscurantismo aplauden todos los actos del Gobierno, y que existe un pacto tácito entre la teocracia y el poder, una comunidad de aspiraciones tal, que parecen confundirse los poderes eclesiástico y civil, cual si viviéramos en los tiempos del más brutal absolutismo? ¡Ah! ¡Es preciso ya decir la verdad al país! ¡Oh! ¡Es preciso hablar muy alto y poner las cosas en su lugar, exigiendo la responsabilidad á quien realmente la tenga!»

Aquí se paró el escritor, mil veces desdichado, porque se le acabaron las ideas; y no pudo decirla verdad al país, porque su imaginación no se apartaba de Juanita, de la impertinente y mojigata mamá, de los clerizontes y monagos que influían en la casa, de los carneros, bueyes, cabras y asnos del futuro Marqués de los Cuatro Vientos.

IV

Aprovechándose de este intermedio, trató el lúgubre de entablar de nuevo el consabido palique.

–Pero la situación no es desesperada—dijo.—Con ingenio puedes vencer y dejar á ese señor de las vacas y carneros con un palmo de boca abierta.

–Si yo pudiera.... Le mié nozze colei meglio á affretare.

Io dentr' oggi á finir vo questo affare.... Mira, tengo un plan.... ¿Sabes que me comprometería á arreglar el asunto empleando ciertos medios…?

–A ver, ¿qué plan, qué medios son esos? Cualesquiera que sean, ponlos en práctica inmédiatamente. Tú eres hombre de ingenio.

–Pero no basta el ingenio—dijo el lúgubre.

–Para ello es preciso otra cosa … es necesario dinero.

–¡Dinero! ¡Dovizie! ¿Pero que papel va á hacer aquí el dichoso dinero?

–Eso lo veremos. Es un plan vasto y difícil de explicar ahora.

–¿Pero se trata de raptos, escalamientos, sobornos? Todo eso está muy bien en las novelas de á cuarto la entrega.

–No es nada de eso. Tú has de ser el principal actor en esta trama que preparo.... Es preciso que me des guita y te sometas á cuanto yo te mande.

–En cuanto á lo segundo, no veo inconveniente ninguno; lo primero es mucho más difícil, por una razón muy sencilla....

–Si no se tiene, se busca.

–¡Se busca! ¿e dove, sciagurato? Pero explícame tus planes.... Ya me figuro.... ¿Quieres hacerme pasar por rico…? Hombre, tiene gracia.

–Tú dame el cumquibus y cállate. No es preciso mucho: basta con unos cuantos miles de reales, cinco ó seis mil.

–¡Cinco ó seis mil! ¡Anda, anda! ¡Si tú supieras cuál es la situación del tesoro! Chico, yo pensaba pedirte para una cajetilla.

–Pero, hombre, busca bien—dijo el gran financiero con expresión de angustia, que indicaba lo triste que era para él hallar tan vacío el bolsillo del contribuyente.—¡Y yo que necesitaba ahora un pico…! nada más que un piquito.

–¡Piquitos á mí!

–Es una gran contrariedad que te halles en tal situación—dijo el lúgubre en tono de responso.—Yo que contaba.... Además me había propuesto sacarte en bien de la aventura y hacer que Doña Lorenza plantara en la calle al de los Cuatro Vientos, para que tu Juanita....

–¡Maldita sea tu estampa y mi miseria!—exclamó el articulista con desesperación.—Cuando uno se propone un fin noble y elevado, como es el del matrimonio, y no puede conseguirlo á causa de un cochino déficit, reniega de la existencia y....

No pudo concluir la frase, porque ante sus ojos se presentó un espectro que avanzaba lentamente, con expresión siniestra y aterradora. Aquel fantasma era el monstruo tipográfico, horrible caricatura de Guttenberg, que puntual como el diablo cuando suena la hora de llevarse su alma, venía en busca del condenado artículo.

–¡El artículo! ¡Mal rayo me parta! ¡Es preciso acabarlo!

Y devorado por la ansiedad, trémulo y medio loco, trincó la pluma y ¡hala!

«Fácil es comprender, escribió, que esta situación no puede prolongarse mucho, por el aflictivo estado de la Hacienda. Los apuros del Erario son tales, que se nos llena el corazón de tristeza cuando hacemos un examen detenido de las rentas públicas. Los ingresos disminuyen de un modo aterrador; aumentan los gastos. Todas las corporaciones carecen de lo más necesario para cubrir sus atenciones. La miseria cunde por todas partes, y el ánimo se abate al considerar nuestra situación. Nos es imposible aspirar á nobles fines, porque en la vida moderna nada puede lograrse; todas las mejoras materiales y morales son ilusorias cuando el Estado se halla próximo á una vergonzosa ruina. ¡Ah! Es preciso llamar sobre esto la atención del país. El Tesoro público está exhausto. La situación es angustiosa, insostenible, desesperada. ¡Oh! Hay que exigir la responsabilidad á quien corresponda apartando de la gestión de los negocios públicos á los hombres funestos....»

No pudo seguir, porque su amigo, que se había asomado al balcón mientras él escribía, le llamaba con grandes voces.

–¡Ven, ven … eccola! Por la calle pasa la ragazza con Doña Lorenza y el futuro Marquesito. ¡Oh terribil momento!

El desdichado escritor levantóse de su asiento, tiró papel y plumas, sin cuidarse de que aquellos hombres funestos siguieran ó no encargados de la gestión de los negocios públicos.

Los dos fijaron la vista con ansiosa curiosidad en un grupo que por la calle iba, compuesto de tres personas, á saber: una vieja por extremo tiesa y con un aire presuntuoso que indicaba su adoración de todas las cosas tradicionales y venerandas; una joven, de cuya hermosura no podían tenerse bastantes datos desde el balcón, si bien no era difícil apreciar la esbeltez de su cuerpo, su andar airoso y su traje, en que la elegancia y la modestia habían conseguido hermanarse; y por ultimo, un mozalbete, cuyo semblante no era fácil distinguir, pues sólo se veía algo de patillas, su poco de lentes y unas miajas de nariz.

El desesperado articulista estuvo á punto de gritar, de arrojar el objeto que hallara más á mano sobre la inocente pareja que cruzaba la calle. Púsose lívido al notar que se hablaban con una confianza parecida á la intimidad, y hasta le pareció escuchar algunas tiernas y conmovedoras frases. Apretó los puños y echó por aquella boca sapos y culebras, apartándose del balcón por no presenciar más tiempo un espectáculo que le enloquecía. Al volverse, su mirada se cruzó con la mirada del bruto de la imprenta, que inmóvil en medio de la sala, más feo, más horrible y siniestro que nunca, reclamaba las nefandas cuartillas. ¡Nada, nada, á rematar el artículo! Ciego de furor, pálido como la muerte, trémulo, y con extraviados ojos, se sentó, tomó la pluma y salpicando á diestra y siniestra grandes manchurrones de tinta, acribillando el papel con los picotazos de la pluma, enjaretó lo siguiente:

«Sí: hay que apartar de la gestión de los negocios públicos á esos hombres funestos, que han usurpado el poder de una manera nunca vista en los anales de la ambición; á esos hombres inmorales, que han extendido á todas las esferas administrativas sus viciosas costumbres; á esos hombres que escarnecen al país con sus improvisadas fortunas. Todo el mundo ve con indignación los abusos, la audacia, el cinismo de tales hombres, y nosotros participamos de esa patriótica indignación. ¡Oh! no podemos contenernos. Señalamos á la execración de todas las gentes honradas á esos Ministros funestos é inmorales—lo repetimos sin cesar—que han traído á nuestra patria al estado en que hoy se halla, irritando los ánimos y estableciendo en todo el país el reinado de la desconfianza, del miedo, de la cólera, de la venganza. Sí: ¡¡castigo, venganza!! he aquí las palabras que sintetizan la aspiración nacional en el actual momento histórico.»

Hubiera seguido desahogando las hieles de su alma, si alguien no le interrumpiera inopinadamente en aquel crítico momento histórico, entregándole una carta, cuyo sobre, escrito por mano femenina, le produjo extraordinaria conmoción. Abrióla con frenesí, rasgando el papel, y leyó lo que sigue, trazado con lápiz, apresuradamente:

«No puedo pintar mi martirio desde que este alcornoque de los Cuatro Vientos ha venido de Extremadura, con la pretensión de casarse conmigo. Mamá es partidaria de esta solución, como tu dices; pero yo me mantengo y me mantendré siempre en la más resuelta oposición. Nada ni nadie me hará desistir, tontín, y yo te respondo que mi actitud, ¡vivan las actitudes! será tan firme, que ha de causarte admiración. El suplicio de tener que oir las simplezas y ver el antipático semblante de Cuatro Vientos me dará fuerza para resistir al sistema arbitrario y á las medidas preventivas de mamá.»

La alegría del autor fué tan grande en aquel momento histórico, que por poco se desmaya en los brazos de su amigo. Recobró repentinamente su buen humor, volviendo los colores á su rostro demacrado. Pero la presencia del siniestro gañán de la imprenta, que inmóvil permanecía en medio de la sala, le hizo comprender la necesidad de concluir su obra, que reclamaban con furor los irritados cajistas y el inexorable regente. Tomó la pluma, y con facilidad notoria terminó de esta manera.

«Pero en honor de la verdad, y penetrándonos de un alto espíritu de imparcialidad, deponiendo pasiones bastardas y hablando el lenguaje de la más estricta justicia, debemos decir que no tiene el Gobierno toda la culpa de lo que hoy pasa. Sería obcecación negarle el buen deseo y la aspiración al acierto. ¡Ah! Su gestión tropieza con los obstáculos que la insensata oposición de los partidos revolucionarios hace de continuo; y los males que sufre el país no proceden, por lo general, de las altas regiones. Todos los Ministros tienen muchísimo talento, y se inspiran ¿á qué negarlo? en el más puro patriotismo. ¡Ah! nuestro deber es excitar á todo el mundo para que, por medio de hábiles transacciones, por medio de sabios temperamentos, puedan el pueblo y el poder hermanarse, inaugurando la serie de felicidades, de inefables dichas, de prosperidades sin cuento que la Providencia nos destina.»

Madrid, Abril de 1872.

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Litres'teki yayın tarihi:
07 aralık 2018
Hacim:
230 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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