Kitabı oku: «Tristana», sayfa 2

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Capítulo IV

La conciencia del guerrero de amor arrojaba de sí, como se ha visto, esplendores de astro incandescente; pero también dejaba ver en ocasiones arideces horribles de astro apagado y muerto. Era que al sentido moral del buen caballero le faltaba una pieza importante, cual órgano que ha sufrido una mutilación y sólo funciona con limitaciones o paradas deplorables. Era que D. Lope, por añejo dogma de su caballería sedentaria, no admitía crimen ni falta ni responsabilidad en cuestiones de faldas. Fuera del caso de cortejar a la dama, esposa o manceba de un amigo íntimo, en amor todo lo tenía por lícito. Los hombres como él, hijitos mimados de Adán, habían recibido del Cielo una tácita bula que los dispensaba de toda moral, antes policía del vulgo que ley de caballeros. Su conciencia, tan sensible en otros puntos, en aquel era más dura y más muerta que un guijarro, con la diferencia de que este, herido por la llanta de una carreta, suele despedir alguna chispa, y la conciencia de D. Lope, en casos de amor, aunque la machacaran las herraduras del caballo de Santiago, no echaba lumbres.

Profesaba los principios más erróneos y disolventes, y los reforzaba con apreciaciones históricas, en las cuales lo ingenioso no quitaba lo sacrílego. Sostenía que en las relaciones de hombre y mujer no hay más ley que la anarquía, si la anarquía es ley; que el soberano amor no debe sujetarse más que a su propio canon intrínseco, y que las limitaciones externas de su soberanía no sirven más que para desmedrar la raza, para empobrecer el caudal sanguíneo de la humanidad. Decía, no sin gracia, que los artículos del Decálogo que tratan de toda la pecata minuta, fueron un pegote añadido por Moisés a la obra de Dios, obedeciendo a razones puramente políticas; que estas razones de Estado continuaron influyendo en las edades sucesivas, haciendo necesaria la policía de las pasiones; pero que con el curso de la civilización perdieron su fuerza lógica, y sólo a la rutina y a la pereza humanas se debe que aún subsistan los efectos después de haber desaparecido las causas. La derogación de aquellos trasnochados artículos se impone, y los legisladores deben poner la mano en ella sin andarse en chiquitas. Bien demuestra esta necesidad la sociedad misma, derogando de hecho lo que sus directores se empeñan en conservar contra el empuje de las costumbres y las realidades del vivir. ¡Ah!, si el buenazo de Moisés levantara la cabeza, él y no otro corregiría su obra, reconociendo que hay tiempos de tiempos.

Inútil parece advertir que cuantos conocían a Garrido, incluso el que esto escribe, abominaban y abominaban de tales ideas, deplorando con toda el alma que la conducta del insensato caballero fuese una fiel aplicación de sus perversas doctrinas. Debe añadirse que a cuantos estimamos en lo que valen los grandes principios sobre que se asienta, etcétera, etcétera… se nos ponen los pelos de punta sólo de pensar cómo andaría la máquina social si a sus esclarecidas manipulantes les diese la ventolera de apadrinar los disparates de D. Lope, y derogaran los articulitos o mandamientos cuya inutilidad este de palabra y obra proclamaba. Si no hubiera infierno, sólo para don Lope habría que crear uno, a fin de que en él eternamente purgase sus burlas de la moral, y sirviese de perenne escarmiento a los muchos que, sin declararse sectarios suyos, vienen a serlo de hecho en toda la redondez de esta tierra pecadora.

Contento estaba el caballero de su adquisición, porque la chica era linda, despabiladilla, de graciosos ademanes, fresca tez y seductora charla. «Dígase lo que se quiera -argüía para su capote, recordando sus sacrificios por sostener a la madre y salvar de la deshonra al papá-, bien me la he ganado. ¿No me pidió Josefina que la amparase? Pues más amparo no cabe. Bien defendida la tengo de todo peligro; que ahora nadie se atreverá a tocarla al pelo de la ropa». En los primeros tiempos, guardaba el galán su tesoro con precauciones exquisitas y sagaces; temía rebeldías de la niña, sobresaltado por la diferencia de edad, mayor sin duda de lo que el interno canon de amor dispone. Temores y desconfianzas le asaltaban; casi casi sentía en la conciencia algo como un cosquilleo tímido, precursor de remordimiento. Pero esto duraba poco, y el caballero recobraba su bravía entereza. Por fin, la acción devastadora del tiempo amortiguó su entusiasmo hasta suavizar los rigores de su inquieta vigilancia y llegar a una situación semejante a la de los matrimonios que han agotado el capitalazo de las ternezas, y empiezan a gastar con prudente economía la rentita del afecto reposado y un tanto desabrido. Conviene advertir que ni por un momento se le ocurrió al caballero desposarse con su víctima, pues aborrecía el matrimonio; teníalo por la más espantosa fórmula de esclavitud que idearon los poderes de la tierra para meter en un puño a la pobrecita humanidad.

Tristana aceptó aquella manera de vivir casi sin darse cuenta de su gravedad. Su propia inocencia, al paso que le sugería tímidamente medios defensivos que emplear no supo, le vendaba los ojos, y sólo el tiempo y la continuidad metódica de su deshonra le dieron luz para medir y apreciar su situación triste. La perjudicó grandemente su descuidada educación, y acabaron de perderla las hechicerías y artimañas que sabía emplear el tuno de D. Lope, quien compensaba lo que los años le iban quitando, con un arte sutilísimo de la palabra, y finezas galantes de superior temple, de esas que apenas se usan ya, porque se van muriendo los que usarlas supieron. Ya que no cautivar el corazón de la joven, supo el maduro galán mover con hábil pulso resortes de su fantasía, y producir con ellos un estado de pasión falsificada, que para él, ocasionalmente, a la verdadera se parecía.

Pasó la señorita de Reluz por aquella prueba tempestuosa, como quien recorre los períodos de aguda dolencia febril, y en ella tuvo momentos de corta y pálida felicidad, como sospechas de lo que las venturas de amor pueden ser. D. Lope le cultivaba con esmero la imaginación, sembrando en ella ideas que fomentaran la conformidad con semejante vida; estimulaba la fácil disposición de la joven para idealizar las cosas, para verlo todo como no es, o como nos conviene o nos gusta que sea. Lo más particular fue que Tristana, en los primeros tiempos, no dio importancia al hecho monstruoso de que la edad de su tirano casi triplicaba la suya. Para expresarlo con la mayor claridad posible, hay que decir que no vio la desproporción, a causa sin duda de las consumadas artes del seductor y de la complicidad pérfida con que la naturaleza le ayudaba en sus traidoras empresas, concediéndole una conservación casi milagrosa. Eran sus atractivos personales de tan superior calidad, que al tiempo le costaba mucho trabajo destruirlos. A pesar de todo, el artificio, la contrahecha ilusión de amor, no podían durar: un día advirtió D. Lope que había terminado la fascinación ejercida por él sobre la muchacha infeliz, y en esta, el volver en sí produjo una terrible impresión de la que había de tardar mucho en recobrarse. Bruscamente vio en D. Lope al viejo, y agrandaba con su fantasía la ridícula presunción del anciano que, contraviniendo la ley de la Naturaleza, hace papeles de galán. Y no era D. Lope aún tan viejo como Tristana lo sentía, ni había desmerecido hasta el punto de que se le mandara recoger como un trasto inútil. Pero como en la convivencia íntima, los fueros de la edad se imponen, y no es tan fácil el disimulo como cuando se gallea fuera de casa, en lugares elegidos y a horas cómodas, surgían a cada instante mil motivos de desilusión, sin que el degenerado galanteador, con todo su arte y todo su talento, pudiera evitarlo.

Este despertar de Tristana no era más que una fase de la crisis profunda que hubo de sufrir a los ocho meses, aproximadamente, de su deshonra, y cuando cumplía los veintidós años. Hasta entonces, la hija de Reluz, atrasadilla en su desarrollo moral, había sido toda irreflexión y pasividad muñequil, sin ideas propias, viviendo de las proyecciones del pensar ajeno, y con una docilidad tal en sus sentimientos, que era muy fácil evocarlos en la forma y con la intención que se quisiera. Pero vinieron días en que su mente floreció de improviso, como planta vivaz a la que le llega un buen día de primavera, y se llenó de ideas, en apretados capullos primero, en espléndidos ramilletes después. Anhelos indescifrables apuntaron en su alma. Se sentía inquieta, ambiciosa, sin saber de qué, de algo muy distante, muy alto, que no veían sus ojos por parte alguna; ansiosos temores la turbaban a veces, a veces risueñas confianzas; veía con lucidez su situación, y la parte de humanidad que ella representaba con sus desdichas; notó en sí algo que se le había colado de rondón por las puertas del alma, orgullo, conciencia de no ser una persona vulgar; sorprendiose de los rebullicios, cada día más fuertes, de su inteligencia, que le decía: «Aquí estoy. ¿No ves cómo pienso cosas grandes?». Y a medida que se cambiaba en sangre y medula de mujer la estopa de la muñeca, iba cobrando aborrecimiento y repugnancia a la miserable vida que llevaba, bajo el poder de D. Lope Garrido.

Capítulo V

Y entre las mil cosas que aprendió Tristana en aquellos días, sin que nadie se las enseñara, aprendió también a disimular, a valerse de las ductilidades de la palabra, a poner en el mecanismo de la vida esos muelles que la hacen flexible, esos apagadores que ensordecen el ruido, esas desviaciones hábiles del movimiento rectilíneo, casi siempre peligroso. Era que D. Lope, sin que ninguno de los dos se diese cuenta de ello, habíala hecho su discípula, y algunas ideas de las que con toda lozanía florecieron en la mente de la joven procedían del semillero de su amante y por fatalidad maestro. Hallábase Tristana en esa edad y sazón en que las ideas se pegan, en que ocurren los más graves contagios del vocabulario personal, de las maneras y hasta del carácter.

La señorita y la criada hacían muy buenas migas. Sin la compañía y los agasajos de Saturna, la vida de Tristana habría sido intolerable. Charlaban trabajando, y en los descansos charlaban más todavía. Refería la criada sucesos de su vida, pintándole el mundo y los hombres con sincero realismo, sin ennegrecer ni poetizar los cuadros; y la señorita, que apenas tenía pasado que contar, lanzábase a los espacios del suponer y del presumir, armando castilletes de vida futura, como los juegos constructivos de la infancia con cuatro tejuelos y algunos montoncitos de tierra. Era la historia y la poesía asociadas en feliz maridaje. Saturna enseñaba, la niña de D. Lope creaba, fundando sus atrevidos ideales en los hechos de la otra.

«Mira, tú -decía Tristana a la que, más que sirviente, era para ella una fiel amiga-, no todo lo que este hombre perverso nos enseña es disparatado, y algo de lo que habla tiene mucho intríngulis… Porque lo que es talento, no se puede negar que le sobra. ¿No te parece a ti que lo que dice del matrimonio es la pura razón? Yo… te lo confieso, aunque me riñas, creo como él que eso de encadenarse a otra persona por toda la vida es invención del diablo… ¿No lo crees tú? Te reirás cuando te diga que no quisiera casarme nunca, que me gustaría vivir siempre libre. Ya, ya sé lo que estás pensando; que me curo en salud, porque después de lo que me ha pasado con este hombre, y siendo pobre como soy, nadie querrá cargar conmigo. ¿No es eso, mujer, no es eso?».

–¡Ay, no, señorita, no pensaba tal cosa! -replicó la doméstica prontamente-. Siempre se encuentran unos pantalones para todo, inclusive para casarse. Yo me casé una vez, y no me pesó; pero no volveré por agua a la fuente de la Vicaría. Libertad, tiene razón la señorita, libertad, aunque esta palabra no suena bien en boca de mujeres. ¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan los pies del plato? Pues las llaman, por buen nombre, libres. De consiguiente, si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos de esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los tienen esos bergantes de hombres, anda con Dios. Pero, fíjese, sólo tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que carrera es, o el teatro… vamos, ser cómica, que es buen modo de vivir, o… no quiero nombrar lo otro. Figúreselo.

–Pues mira tú, de esas tres carreras, únicas de la mujer, la primera me agrada poco; la tercera menos, la de enmedio la seguiría yo si tuviera facultades; pero me parece que no las tengo… Ya sé, ya sé que es difícil eso de ser libre… y honrada. ¿Y de qué vive una mujer no poseyendo rentas? Si nos hicieran médicas, abogadas, siquiera boticarias o escribanas, ya que no ministras y senadoras, vamos, podríamos… Pero cosiendo, cosiendo… Calcula las puntadas que hay que dar para mantener una casa… Cuando pienso lo que será de mí, me dan ganas de llorar. ¡Ay, pues si yo sirviera para monja, ya estaba pidiendo plaza en cualquier convento! Pero no valgo, no, para encerronas de toda la vida. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de por qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo quiero vivir y ser libre… Di otra cosa: ¿y no puede una ser pintora, y ganarse el pan pintando cuadros bonitos? Los cuadros valen muy caros. Por uno que sólo tenía unas montañas allá lejos, con cuatro árboles secos más acá, y en primer término un charco y dos patitos, dio mi papá mil pesetas. Con que ya ves. ¿Y no podría una mujer meterse a escritora y hacer comedias… libros de rezo o siquiera fábulas, Señor? Pues a mí me parece que esto es fácil. Puedes creerme que estas noches últimas, desvelada y no sabiendo cómo entretener el tiempo, he inventado no sé cuántos dramas de los que hacen llorar y piezas de las que hacen reír, y novelas de muchísimo enredo y pasiones tremendas y qué se yo. Lo malo es que no sé escribir… quiero decir, con buena letra; cometo la mar de faltas de Gramática y hasta de Ortografía. Pero ideas, lo que llamamos ideas, creo que no me faltan.

–¡Ay, señorita -dijo Saturna sonriendo y alzando sus admirables ojos negros de la media que repasaba-, qué engañada vive si piensa que todo eso puede dar de comer a una señora honesta en libertad! Eso es para hombres, y aun ellos… ¡vaya, lucido pelo echan los que viven de cosas de la leyenda! Echarán plumas, pero lo que es pelo… Pepe Ruiz, el hermano de leche de mi difunto, que es un hombre muy sabido en la materia, como que trabaja en la fundición donde hacen las letras de plomo para imprimir, nos decía que entre los de pluma todo es hambre y necesidad, y que aquí no se gana el pan con el sudor de la frente, sino con el de la lengua; más claro: que sólo sacan tajada los políticos que se pasan la vida echando discursos. ¿Trabajitos de cabeza?… ¡quítese usted de ahí! ¿Dramas, cuentos y libros para reírse o llorar? Conversación. Los que los inventaron no sacarían ni para un cocido si no intrigaran con el Gobierno para afanar los destinos. Así anda la Ministración.

–Pues yo te digo (con viveza) que hasta para eso del Gobierno y la política me parece a mí que había de servir yo. No te rías. Sé pronunciar discursos. Es cosa muy fácil. Con leer un poquitín de las sesiones de Cortes, en seguida te enjareto lo bastante para llenar medio periódico.

–¡Vaya por Dios! Para eso hay que ser hombre, señorita. La maldita enagua estorba para eso, como para montar a caballo. Decía mi difunto que si él no hubiera sido tan corto de genio, habría llegado a donde llegan pocos, porque se le ocurrían cosas tan gitanas como las que le echan a usted Castelar y Cánovas en las Cortes, cosas de salvar al país verdaderamente; pero el hijo de Dios, siempre que quería desbocarse en el Círculo de Artesanos, o en los metingues de los compañeros, se sentía un tenazón en el gaznate y no acertaba con la palabra primera, que es la más difícil… vamos, que no rompía. Claro, no rompiendo, no podía ser orador ni político.

–¡Ay, qué tonto!, pues yo rompería, vaya si rompería. (Con desaliento.) Es que vivimos sin movimiento, atadas con mil ligaduras… También se me ocurre que yo podría estudiar lenguas. No sé más que las raspaduras de francés que me enseñaron en el colegio, y ya las voy olvidando. ¡Qué gusto hablar inglés, alemán, italiano! Me parece a mí que si me pusiera, lo aprendería pronto. Me noto… no sé cómo decírtelo… me noto como si supiera ya un poquitín antes de saberlo, como si en otra vida hubiera sido yo inglesa o alemana y me quedara un dejo…

–Pues eso de las lenguas -afirmó Saturna mirando a la señorita con maternal solicitud- sí que le convenía aprenderlo, porque la que da lecciones lo gana, y además es un gusto poder entender todo lo que parlan los extranjeros. Bien podría el amo ponerle un buen profesor.

–No me nombres a tu amo. No espero nada de él. (Meditabunda, mirando la luz.) No sé, no sé cuándo ni cómo concluirá esto; pero de alguna manera ha de concluir.

La señorita calló, sumergiéndose en una cavilación sombría. Acosada por la idea de abandonar la morada de D. Lope, oyó en su mente el hondo tumulto de Madrid, vio la polvareda de luces que a lo lejos resplandecía y se sintió embelesada por el sentimiento de su independencia. Volviendo de aquella meditación como de un letargo, suspiró fuerte. ¡Cuán sola estaría en el mundo fuera de la casa de su pobre y caduco galán! No tenía parientes, y las dos únicas personas a quienes tal nombre pudiera dar hallábanse muy lejos: su tío materno D. Fernando, en Filipinas; el primo Cuesta, en Mallorca, y ninguno de los dos había mostrado nunca malditas ganas de ampararla. Recordó también (y a todas estas Saturna la observaba con ojos compasivos) que las familias que tuvieron visiteo y amistad con su madre la miraban ya con prevención y despego, efecto de la endiablada sombra de D. Lope. Contra esto, no obstante, hallaba Tristana en su orgullo defensa eficaz, y despreciando a quien la ofendía, se daba una de esas satisfacciones ardientes que fortifican por el momento como el alcohol, aunque a la larga destruyan.

«¡Dale! No piense cosas tristes -le dijo Saturna, pasándose la mano por delante de los ojos, como si ahuyentara una mosca».

Capítulo VI

-¿Pues en qué quieres que piense, en cosas alegres? Dime dónde están, dímelo pronto.

Para amenizar la conversación, Saturna echaba mano prontamente de cualquier asunto jovial, sacando a relucir anécdotas y chismes de la gárrula sociedad que las rodeaba. Algunas noches se entretenían en poner en solfa a D. Lope, el cual, al verse en tan gran decadencia, desmintió los hábitos espléndidos de toda su vida, volviéndose algo roñoso. Apremiado por la creciente penuria, regateaba los míseros gastos de la casa, educándose, ¡a buenas horas!, en la administración doméstica, tan disconforme con su caballería. Minucioso y cominero, intervenía en cosas que antes estimaba impropias de su decoro señoril, y gastaba un genio y unos refunfuños que le desfiguraban más que los hondos surcos de la cara y el blanquear del cabello. Pues de estas miserias, de estas prosas trasnochadas de la vida del D. Juan caído sacaban las dos hembras materia para reírse y pasar el rato. Lo gracioso del caso era que, como D. Lope ignoraba en absoluto la economía doméstica, mientras más se las echaba de financiero y de buen mayordomo, más fácilmente le engañaba Saturna, consumada maestra en sisas y otras artimañas de cocinera y compradora.

Con Tristana fue siempre el caballero todo lo generoso que su pobreza cada vez mayor le permitía. Iniciada con tristísimos caracteres la escasez, en el costoso renglón de ropa fue donde primero se sintió el doloroso recorte de las economías; pero D. Lope sacrificó su presunción a la de su esclava, sacrificio no flojo en hombre tan devoto admirador de sí mismo. Llegó día en que la escasez mostró toda la fealdad seca de su cara de muerte, y ambos quedaron iguales en lo anticuado y traído de la ropa. La pobre niña se quemaba las cejas, haciendo con sus trapitos, ayudada de Saturna, mil refundiciones que eran un primor de habilidad y paciencia. En los fugaces tiempos que bien podríamos llamar felices o dorados, Garrido la llevaba al teatro alguna vez; mas la necesidad, con su cara de hereje, decretó al fin la absoluta supresión de todo espectáculo público. Los horizontes de la vida se cerraban y ennegrecían cada día más delante de la señorita de Reluz, y aquel hogar desapacible, frío de afectos, pobre, vacío en absoluto de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu. Porque la casa, en la cual lucían restos de instalaciones que fueron lujosas, se iba poniendo de lo más feo y triste que es posible imaginar: todo anunciaba penuria y decaimiento: nada de lo roto o deteriorado se componía ni se reparaba. En la salita desconcertada y glacial sólo quedaba, entre trastos feísimos, un bargueño estropeado por las mudanzas, en el cual tenía D. Lope su archivo galante. En las paredes veíanse los clavos de donde pendieron las panoplias. En el gabinete observábase hacinamiento de cosas que debieron de tener hueco en local más grande, y en el comedor no había más mueble que la mesa, y unas sillas cojas con el cuero desgarrado y sucio. La cama de D. Lope, de madera con columnas y pabellón airoso, imponía por su corpulencia monumental; pero las cortinas de damasco azul no podían ya con más desgarrones. El cuarto de Tristana, inmediato al de su dueño, era lo menos marcado por el sello del desastre, gracias al exquisito esmero con que ella defendía su ajuar de la descomposición y de la miseria.

Y si la casa declaraba, con el expresivo lenguaje de las cosas, la irremediable decadencia de la caballería sedentaria, la persona del galán iba siendo rápidamente imagen lastimosa de lo fugaz y vano de las glorias humanas. El desaliento, la tristeza de su ruina, debían de influir no poco en el bajón del menesteroso caballero, ahondando las arrugas de sus sienes mas que los años, y más que el ajetreo que desde los veinte se traía. Su cabello, que a los cuarenta empezó a blanquear, se había conservado espeso y fuerte; pero ya se le caían mechones, que él habría repuesto en su sitio si hubiera alguna alquimia que lo consintiese. La dentadura se le conservaba bien en la parte más visible; pero sus hasta entonces admirables muelas empezaban a insubordinarse, negándose a masticar bien, o rompiéndosele en pedazos, cual si unas a otras se mordieran. El rostro de soldado de Flandes iba perdiendo sus líneas severas, y el cuerpo no podía conservar su esbeltez de antaño sin el auxilio de una férrea voluntad. Dentro de casa la voluntad se rendía, reservando sus esfuerzos para la calle, paseos y casino.

Comúnmente, si al entrar de noche encontraba despiertas a las dos mujeres, echaba un parrafito con ellas, corto con Saturna, a quien mandaba que se acostara, largo con Tristana. Pero llegó un tiempo en que casi siempre entraba silencioso y de mal talante, y se metía en su cuarto, donde la cautiva infeliz tenía que oír y soportar sus clamores por la tos persistente, por el dolor reumático o la sofocación del pecho. Renegaba D. Lope y ponía el grito en el cielo, cual si creyese que Naturaleza no tenía ningún derecho a hacerle padecer, o si se considerara mortal predilecto, relevado de las miserias que afligen a la humanidad. Y para colmo de desdichas, veíase precisado a dormir con la cabeza envuelta en un feo pañuelo, y su alcoba apestaba de los menjurjes que usar solía para el reuma o el romadizo.

Pero estas menudencias, que herían a don Lope en lo más vivo de su presunción, no afectaban a Tristana tanto como las fastidiosas mañas que iba sacando el pobre señor, pues al derrumbarse tan lastimosamente en lo físico y en lo moral dio en la flor de tener celos. El que jamás concedió a ningún nacido los honores de la rivalidad, al sentir en sí la vejez del león se llenaba de inquietudes y veía salteadores y enemigos en su propia sombra. Reconociéndose caduco, el egoísmo le devoraba, como una lepra senil, y la idea de que la pobre joven le comparase, aunque sólo mentalmente, con soñados ejemplares de belleza y juventud, le acibaraba la vida. Su buen juicio, la verdad sea dicha, no le abandonaba enteramente, y en sus ratos lúcidos, que por lo común eran por la mañana, reconocía toda la importunidad y sinrazón de su proceder y procuraba adormecer a la cautiva con palabras de cariño y confianza.

Poco duraban estas paces, porque al llegar la noche, cuando el viejo y la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico, sometiéndola a interrogatorios humillantes, y una vez, exaltado por aquel suplicio en que le ponía la desproporción alarmante entre su flacidez enfermiza y la lozanía de Tristana, llegó a decirle: «Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato. Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia. Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas y una experiencia y un olfato… que no es posible pegármela, no es posible».

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Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
09 temmuz 2025
Hacim:
190 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
4064066058470
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
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