Kitabı oku: «Vida, pasión y muerte en Pisagua»

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Bernardo Guerrero Jiménez

Editor

VIDA PASIÓN Y MUERTE EN PISAGUA

Lautaro Núñez Atencio, Luis Gómez Morales, Mario Zolezzi Velásquez, Luis Muñoz Orellana, Héctor Taberna Gallegos, Javier Prado Aránguiz, Nelson Muñoz Morales, Laura Salinas Cerpa, Bernardo Guerrero Jiménez y Juan Podestá Arzubiaga.

FUNDACION CREAR

Centro de Investigación de la Realidad del Norte

www.crear.cl

Vida, pasión y muerte en Pisagua Bernardo Guerrero Jiménez (Eds.).

ISBN libro digital: 978-956-7628-45-2

Diseño de portada: Gerardo Segovia Rojas

Diagramación: Orlando Acevedo Madariaga

Fotos de Pisagua: Archivo Fundación Crear www.crear.cl Fotos de Pisagua años 2016- 2017: Paloma Aravena Zamorano Archivo www.tarapacaenelmundo.com

La versión original de este libro se realizó en Iquique, en agosto del año 1990

Ediciones El Jote Errante

Iquique, Chile, 2020

Correspondencia: bernardo.guerrero@gmail.com

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

Agradecimientos

Presentación | Bernardo Guerrero Jiménez

Pisagua: Un gran cementerio con vista al mar (Carta a Freddy Taberna) | Lautaro Núñez Atencio

Pisagua durante la Guerra del Pacífico | Luis Gómez Morales

Pisagua en el Ciclo Salitrero | Mario Zolezzi Velásquez

Pisagua en los tiempos de González Videla | Luis Muñoz Orellana

Pisagua en los tiempos de Pinochet | Héctor Taberna Gallegos

Pisagua 1984 – 1985 | Javier Prado Aránguiz

Pisagua 1990 | Nelson Muñoz Morales

Pisagua en la literatura | Laura Salinas Cerpa

Pisagua nuestro de cada día | Bernardo Guerrero Jiménez

"Los muertos que vos matasteis gozarán de buena salud o la verdadera historia de Johnny Good" | Juan Podestá Arzubiaga

Fotografías en secuencia histórica

Notas

Agradecimientos

Este libro no hubiese podido ser posible sin el apoyo y la confianza que me brindaron los articulistas acá presente. Para cada uno de ellos mi gratitud y agradecimientos por haber creído en la importancia de escribir un libro como éste. Otras personas también contribuyeron con sus comentarios y sus estímulos, en forma especial a mi colega y amigo Víctor Guerrero Cossio. También a Pedro Aravena Trujillo y Laura Salinas Cerpa por su apoyo en la corrección de los textos. Por último agradecemos a Luz María Méndez por su paciente trabajo en la digitación de este libro.

El Editor

Iquique, Chile. Agosto de 1990

Presentación

“He vuelto a Pisagua. ¡Qué cosas extrañas cuenta el silencio de esta ciudad en agonía! Porque Pisagua muere calladamente, allí ante el soberbio espectáculo de un mar azul como ninguno, y de la majestuosa bahía que lo encierra. Conocedora de su irremediable destino, desea que la muerte la encuentre engalanada”. Así escribió, Alfredo Wormald Cruz en su Historias Olvidadas del Norte Grande, acerca de Pisagua.

Pareciera que este puerto o caleta como quiera que se llame, ha logrado cautivar, en una especie de macabra vocación a la muerte. Alguien ha dicho que en Pisagua hay más muertos que vivos. Incendios, peste bubónica, maremotos, etc., han contribuido a ello. Pisagua Puerto Mayor de la Muerte parece ser su verdadero nombre, independiente de lo que quiera decir en otra lengua.

Me tocó subir un día miércoles 6 de junio de 1990 a Pisagua, llevando algunos implementos como carpas, sacos de dormir, lámparas, cocinas y otros pertrechos que hicieran posible que un grupo de hombres pernoctara de modo mejor en ese puerto. Se estaba cavando una fosa en busca de nuevos cuerpos de prisioneros políticos asesinados entre septiembre de 1973 y febrero de 1974.

En el trayecto a Pisagua y en el lugar mismo de los sucesos, me fue madurando la idea de escribir algo acerca de Pisagua que ayudara a que este negro episodio no volviera a suceder nunca más.

Siempre la letra impresa ha de perdurar por el tiempo. Por eso, un libro acerca de Pisagua ha de cumplir la misión de perpetuar el dolor, la gloria y la esperanza de ese puerto-caleta. Pero, se hace necesario también saberlo todo acerca de Pisagua. Aunque ese “saberlo todo” suene a ambición desmedida.

¿Qué sabemos acerca de Pisagua?. Creo que muy poco, y lo que sabemos siempre está en relación a hechos puntuales y dramáticos. Y si son estos hechos puntuales, conocemos solo situaciones fragmentadas, producto de la situación o ubicación de quien la cuenta.

Chile y el Norte Grande de la patria, reclaman conocer la biografía social del dolor y la esperanza de este Pisagua, que vive de espalda al cerro y al mar, pero que siempre ha sabido estar a la hora puntual cuando la historia lo reclama. Aun cuando esta puntualidad signifique la muerte para los hombres.

Este libro pretende cumplir esa misión: develar los principales hitos históricos en la que se ha visto envuelto Pisagua. Y decimos pretende, por la sencilla razón, de que un puerto-caleta como éste, abriga muchas más historias que las que aquí se esbozan. En ese sentido, éste sigue siendo, afortunadamente, un libro incompleto. Digo afortunadamente, porque a todas luces, hace falta más investigación arqueológica, histórica, arquitectónica, sociológica, etc. y este estudio, debe ser encarado bajo la premisa de que el conocer

ayuda también al que el tan apreciado “nunca más” sea una realidad, y no solamente una consigna.

Este es un libro que tiene un doble componente. Por un lado, es histórico, y por el otro, testimonial. Y hemos querido combinar esos dos aspectos por las mismas características de lo que ha ocurrido en este puerto-caleta. Hemos querido rescatar el análisis histórico, como un modo de entregar al lector una visión sistemática de los principales hitos históricos por el cual ha pasado Pisagua.

En este sentido el trabajo de Lautaro Núñez A., logra esbozar con amena prosa, lo que ha sido Pisagua desde la prehistoria hasta hoy: una continum de cementerios. En carta a Freddy Taberna nos lleva de la mano por la historia, donde junto a este dirigente socialista, morrino e iquiqueño, buscaban otros muertos. Lo insólito de la vida, hace que Lautaro Núñez busque ahora a su amigo entre tantos muertos.

Como una paradoja, el artículo de Luis Gómez Morales, logre dibujarnos el rol que le cupo al ejército chileno en la Guerra del Pacífico. Digo de paradoja, porque en 1973 este mismo ejército heroico, le da las espaldas a su pueblo, le pone vendas y le dispara por la espalda. Cuando comparamos a ese ejército con el de hoy, un escalofrío nos recorre el cuerpo. ¿Y el heroísmo dónde quedó?. ¿Por qué no ser también heroico frente a sus propios hermanos?. ¿Por qué torturar y por qué matar?. ¿Por qué enterrar a escondidas?. ¿Qué vergüenza corre por los uniformes de los hombres de armas de hoy?

Pero, también está el Pisagua del esplendor y del ocaso, es el Pisagua del Ciclo Salitrero escrito por Mario Zolezzi Velásquez, estudioso erudito que gracias al buen manejo de las fuentes documentales, logra dar una visión del auge y de la caída del puerto-caleta.

Testimonial como un modo de dejar en evidencia, a través de testimonios directos, de personas que tuvieron un rol de importancia en esos eventos.

Desde esta perspectiva el trabajo de Luis Muñoz Orellana basado en su propia experiencia como prisionero político en tiempos de González Videla es de un alto valor. Es bien poco lo que se conoce de esa época, y me he encontrado con la suerte de conocer a Luis Muñoz Orellana, y de contar con su confianza para que este artículo apareciera en este libro.

En el mismo tono –pero con una fuerza dramática e impresionante- mi buen amigo Héctor Taberna Gallegos, apodado cariñosamente como “Pichón” hermano de Freddy, asesinado en Pisagua y cuyo cuerpo aún no se encuentra, logra transmitirnos los últimos momentos en que vio a su hermano con vida; logra comunicarnos la entereza que siempre tuvo Freddy, Juan Antonio Ruz, José Sampson y Rodolfo Fuenzalida en esos momentos en que la muerte ya era una realidad. Este es un testimonio que permanecerá en la historia de los derechos humanos y de las luchas sociales por mucho tiempo. “Pichón” nos da una magnífica lección de humildad y de respeto por sus muertos, que son también nuestros muertos.

Don Javier Prado Aránguiz, el obispo que conquistó a los iquiqueños por su humildad y sensibilidad, logra en su relato de Pisagua 1984-1985 entregarnos una visión realista y descarnada de esos momentos tan difíciles, en que la Patria buscaba nuevos caminos para salir de la dictadura. Agradezco la confianza que me deposito el Obispo Prado al enviarme su artículo.

Nelson Muñoz Morales no necesita grandes presentaciones. El juez de Pozo Almonte, con su acción ha logrado prestigiar al Poder Judicial de Chile, tan a mal traer. El con su relato, nos narra los momentos en que la tierra pisaguina cansada de tanta muerte logra parir a sus muertos –y con ello le da vida- al permitir que Iquique y Chile entero los entierre y los despida con orgullo, y de hecho, 17 años más tarde, los corone con las consignas que a ellos les hubiese gustado gritar.

Pisagua también ha sido objeto de literatura. Y en esa perspectiva Laura Salinas C., nos entrega un breve, pero interesante análisis de las principales obras que sobre este puerto-caleta se ha escrito. Desde Mario Bahamondes pasando por Andrés Sabella hasta nuestro Premio Nobel Pablo Neruda, todos ellos, de una u otra manera, han logrado en su prosa y poesía eternizar sus sentimientos acerca de Pisagua.

En el transcurso de la implementación de este libro, nos surgió la idea de escribir un artículo acerca del Pisagua de cada día. La pregunta básica que nos hacíamos era: ¿Qué se sabe de ese Pisagua de pescadores que habita en ese puerto-caleta?. ¿Qué hay de su historia que es independiente de la historia del dolor con la cual frecuentemente se le asocia?. Personalmente asumí el desafío de escribir ese artículo.

Finalmente, Juan Podestá A., actual Secretario Regional de Economía, intenta proponer, al final de este libro, algunas ideas para que Pisagua sea asumido por la comunidad, no solo como una mala conciencia regional, sino también como una lección constante para los chilenos.

Cuando el sábado 10 de junio, las campanas de la Catedral doblaron por los muertos de Pisagua, esas campanas tuvieron el sabor de la sal de la pampa y del mar de ese puerto. Fueron campanadas de dolor, pero también de alegría. De dolor, por cuento la duda se convertía definitivamente en certeza bajo la palabra muerte. De alegría, por cuanto el peregrinar había llegado a su fin, y en consecuencia, gracias a la democracia, los muertos de Pisagua desfilaron por última vez por sus calles: Obispo Labbé, Tarapacá, Vivar, Zegers hasta llegar al Cementerio N° 3 justo al lado del regimiento Telecomunicaciones, donde casi todos ellos pasaron sus primeras horas detenidos, acusados del “delito” de querer cambiar la sociedad.

Ese fue un peregrinar que sirvió para expiar las culpas de todo un pueblo, que aun no logra sobreponerse de tanta barbarie. Ese día Iquique entero se desgarró entre el dolor y la impotencia. El dolor que sus profesores como Humberto Lizardi o de sus obreros como Germán Palominos hayan sido asesinados. La impotencia de que sus asesinos sigan

gozando de buena salud, lamentándose tal vez de su desidia al permitir que se descubriera la fosa.

Iquique lloró a sus muertos, por la sencilla razón de que esos muertos eran nuestros muertos, vecinos, amigos, profesores, compañeros de idealismo, en fin, sus nombres, vivieron con los nuestros en la escuela, en el club deportivo, en el barrio, en el liceo o en el “Camino” en Cavancha o en los paseos de domingo en la Plaza Prat. Sus vidas cotidianas la tuvimos que confrontar con la muerte nada de cotidiana. Cuando los enterramos, nos fuimos un poco con ellos también.

Pero más allá de la injusta muerte de ellos, se nos impone como un deber la lección que tenemos que aprender, para que de ese modo no volvernos a tener que lamentar tanta muerte, tanto dolor, tanta injusticia. Esa es una tarea que todos, hombres de izquierda y porque no decirlo, hombres de derecha no comprometidos con la barbarie, podamos mirarnos a los ojos, y ser capaces de sacar las lecciones que la historia y nuestros hijos algún día nos reclamarán.

Frente a ello, creo que la justicia, la verdad y el castigo, por muy dolorosos que sean, es la mejor lección para ello. Parecemos que vivimos tensados entre una suerte de “realismo político” y de “excesiva ideologización” cuando tratamos temas como el de Pisagua. Y pareciera que ambos extremos han de ser necesariamente poco viables para el afán de aprender del dolor.

Este “realismo político” que nos hace pensar que cualquier acción de enjuiciamiento a los responsables de esos crímenes pueden poner en duda nuestro frágil sistema político democrático, nos hace demasiado dependiente del fantasma del golpe de Estado, que vive agazapado en cada cuartel. Este “realismo político” conduce más que nada a la inmovilidad, y favorece, por supuesto, a los sectores comprometidos con estos crímenes.

Por otro lado, y casi como respuesta a lo anterior, la “excesiva ideologización” reclama la verdad, la justicia y el castigo, pero, casi olvidando el marco político en la que se inscribe la vida nacional. De allí que muchas de sus propuestas válidas en lo ético, se convierten en inviable en lo político.

El rol del gobierno de la Concertación es pues, de suyo complicado. Anclado en su “realismo político”, pero sabedor de los costos que implica no hacerse cargo de corregir la violación de los derechos humanos, por lo mismo que su bandera de lucha fue ésa, se ve doblemente amarrada, primero por lo que prometió, y segundo por tener que gobernar en un ambiente de amarras.

Pareciera que por ahora, independiente de las consideraciones anteriores, la cultura de izquierda necesita, para su crecimiento y consolidación, asumir la experiencia de Pisagua, no necesariamente como una experiencia traumática, sino más que nada, como una

experiencia que la ha de marcar para su enriquecimiento como fuerza social, política y moral.

“He vuelto a Pisagua. Sus habitantes no alcanzan a la centena. De los muelles apenas quedan los restos de uno. Muchos años que no entra un barco. Las aguas azules de su bahía solo mecen a dos maltrechos botes pescadores. Todas las semanas debe ir el camión municipal a Iquique en busca de alimentos. Pero, desde hace más de un siglo, allí, en la cúspide de la elevada torre, está el reloj. Indiferente, sigue haciendo vibrar sus campanadas con la alegre sonoridad de las épocas venturosas, sin advertir que a sus pies muere Pisagua, con la elegancia y señorío que corresponden a un Puerto Mayor”. Alfredo Wormald Cruz, Historias Olvidadas del Norte Grande.

Tal vez, ese mismo reloj, guarda en sus ojos de fríos números, y en su corazón puntual, el secreto donde yacen los restos de Freddy Taberna, José Sampson, Juan Antonio Ruz, Rodolfo Fuenzalida y Michel Nash, y de otros que tal vez lo acompañan en ese sueño macabro que empezó esa mañana del once de septiembre 1973. Seguimos esperando que sus campanadas nos orienten para de una vez por todas encontrarlos.

Bernardo Guerrero Jiménez

Pisagua: Un gran cementerio con vista al mar
(Carta a Freddy Taberna)

Lautaro Núñez Atencio

Iquique, 20 de agosto de 1990

Señor:

Freddy Taberna G.

Pisagua.

Estimado Pete:

Recibí tu carta con la foto para la publicación que preparamos. Te respondo recién después de 17 años a raíz de que has vuelto a lugares que juntos recorrimos en el año 1971. Allí, entre momias que brotaban de la tierra, de tantos cementerios del pasado, te dije que Pisagua era como un gran cementerio con vista al mar, y así entre pescados fritos y tus célebres artefactos verbales de grueso calibre iniciamos un largo recorrido desde la Plaza de Pisagua al cementerio, y de allí hacia el puerto español (Pisagua Viejo). Estos lugares seguramente que ahora los recuerdas intensamente.

Estabas tan impresionado por tantos vestigios antiguos. Te decía que los ritos funerarios involucrados con el pasaje hacia el misterio absoluto de la muerte era una condición esencialmente humana. Piensa que ya se enterraban con respeto y religiosidad los hombres de Neanderthal y hasta ahora los Sapiens vivimos atrapados sin piedad ante ese más allá incierto, aquel futuro extraño del todo o de la nada. Te parecía fascinante que Pisagua fuera el Puerto de los Muertos, donde “habitaban” más momias que vivos… en esa guirnalda de cementerios que te mostraba con la paciencia de los iniciados. Claro, si aceptamos que el acto de nacer es un hecho involuntario, entonces, la muerte obligada, la “poderosa”, era para ambos como voltear concientemente una capa rebosante de vida en el desierto. Teníamos que discutir todo esto porque allí la muerte nos salía al paso en cada encrucijada, como extraviados en el enigma final hacia donde solo los mitos, ritos, ideas y mucha fe, acuden desesperadamente al trance.

Te asombraba que ese retazo estrecho de tierra entre la cordillera costeña y el mar, hubiera contenido sepulturas desde hace 5000 años. Recuerdas que cuando supiste que aún no encontrábamos a los pescadores de la Cultura del Anzuelo de Concha, anteriores al quinto milenio antes del presente, querías poco menos que hacerlo en el instante… fue en Pisagua Viejo, en la pendiente que domina la iglesia en ruinas, donde te mostré las excavaciones de esa familia de la Cultura Chinchorro. Los encontré con sus cuerpos momificados artificialmente, extendidos, incluyendo a un joven fracturado en dos porque al enterrarlo dieron con una roca. Esto creo no lo entendiste bien.

Volvimos luego hacia Pisagua (“la huayna”), cruzamos su plaza, los pescadores de siempre, la torre-reloj con el tiempo atrapado, la cárcel tan surrealista como una jirafa en llamas. En Punta Pichalo habían excavado hace tiempo los arqueólogos Uhle y Bird. Todavía se veían restos de los gruesos postes que marcaban las tumbas datadas por el primer milenio antes de Cristo. Ese fragmento de cesto que recogiste era precisamente de uno de los grandes depósitos donde se colocaban los cuerpos con sus cráneos enrollados en turbantes de finísimas lanas teñidas. Cuando te conté que el viejo Uhle había encontrado allí un cráneo-trofeo con turbante entre dos cestos me miraste con asombro… pero al escuchar que entre los cuerpos flectados y recostados, varios tenían arpones atados a las manos entonces me acusaste de fantasioso y otro de tus mejores calibres del estilo de la Nora o del Barril Morrino retumbaron no sé hasta dónde.

En verdad lo que yo intentaba explicarte era como la suma de los cementerios lograba articular una historia cultural deseada. Algo así como el paso del tiempo, entre distintas comunidades, significaba a su vez distintas culturas, a pesar de que todos habían vivido en un medio exactamente igual. Cada lugar con sus entierros conformaba un estilo de vida, un conjunto artefactual, ideales propios, etc. Para ti, entender esta noción de progreso social no podía ser indiferente, siendo tú un Geógrafo Humano por excelencia, no vale la pena extenderse más sobre esto.

Después alcanzamos un cementerio más reciente, a unos 300 metros, al oeste del anterior. Aquí Uhle encontró varios cuerpos flectados con finos camisones bordados del estilo Tiwanaku, de origen altiplánico, reconozco que tu explicación sobre los aymaras en relación a la cultura Tiwanaku me sorprendió, pero ya estábamos en el plano, frente al Hospital, donde el mismo Uhle, identificó un gran cementerio que llamó atacameño. Fueron pescadores que vivieron en Pisagua algo antes de la llegada de los Inkas. Habían tanto huesos, trozos de tejidos, incluso fragmentos de tubos para inhalar alucinógenos. Ahora tengo la certeza que todo lo explicado allí no fue escuchado. Estabas obsesionado con ese cañón medio enterrado, del cual para mayor bochorno yo no sabía si era del 79 o del 91… Creo que se te grabó ese dato de la cerámica con adornos de volutas negras encontradas por Uhle. Recién puedo responderte, puesto que encontré lo mismo en el oasis serrano de Nama, en cantidades, de modo que habían vínculos muy importantes con el interior. Siempre me arrinconas con el argumento de que mi ciencia es muy “muerta”, y yo siempre te hago “andar” a los viejos caravaneros preinkaicos entre los valles y la costa con la ansiedad de los que ponen la última pieza de los “rompecabezas”.

A propósito, aún no se encuentran en Pisagua, los cementerios de los grupos inkas y españoles. Si, ya se, me dirás que los últimos están en el atrio de la iglesia de Pisagua Viejo, fuera de la nave. Es probable, vivieron allí desde el siglo XVII para controlar el tráfico a Potosí, despachar vinos, evitar contrabandos y en algún lugar debieron quedar. Pero, todos los vestigios de cuerpos y tejidos que vimos en el atrio pertenecen a enterrados a raíz de las pestes del siglo XIX y comienzos del XX. Sabes que Alfredo Loayza recogió relatos en Pisagua cuando era profesor allí, en el sentido que los apestados eran llevados al “Campo Santo” de Pisagua Viejo (al atrio) para enterrarlos lejos del puerto. No se si te acuerdas de aquel trozo de bloque canteado de la puerta de medio arco abatida. Allí un marinero inglés grabó el año 1850. Ya en esta época era una iglesia en ruina y servía de cementerio ocasional. Todos los que murieron en toda la comarca hasta el año 1830 eran llevados allí porque aún no se construía la joven o “huayna” Pisagua, o sea, el puerto actual.

No vale la pena recordártelo, pero cuando los ingleses inician la explotación salitrera, el puerto español de Pisagua Viejo no les servía de nada. Ellos, venían con la idea de hacer muelles para conectar con lanchas al cabotaje de los veleros anclados. La bahía mansa de la huayna era mejor y en ese borde dispusieron la calle principal hasta crecer y tocar el cerro. Si deseamos hilar fino, la pregunta es ¿dónde se enterraron los que vivieron en Pisagua entre 1800 al 1830?. Es la etapa post colonial y pre salitrera. Como te quedaste escudriñando la iglesia, no viste un pequeño cementerio profanado a unos 400 metros al norte de la iglesia, con restos de ataúdes y ponchos andinos que corresponderían precisamente a esta etapa.

Tu planteamiento de que el cementerio actual de Pisagua comenzó a usarse por el año 1830 es correcto. Asumes bien que junto con comenzar la explotación de salitre, se hace el puerto y con ello se localiza el cementerio al norte, en el fondo junto al cerro. Hasta ahí llegamos para descubrir que toda la sociedad de la bella Pisagua, viuda del salitre, estaba allí de cara al mar. Siguiendo con tu explicación saliste al borde alto del cementerio, junto al cerro, donde habías descubierto a los primeros ingleses en el profundo sueño de los cleppers. Todos mirando al oeste con sus “in memorian” tallados en tablas de ultramar. Al tanto, por el plano, yo sentía voces en chino, griego, alemán, italiano, español y por supuesto de tantos peruanos con cuyos descendientes todavía podemos compartir nuestras mesas.

Estas sepulturas medias carbonizadas que vimos en el fondo, ahora sabemos que eran de los apestados por la bubónica del año 1913. Los quemaban en el horno del Lazareto, en la terraza al suroeste de la entrada del cementerio, y los trasladaban al fondo del cementerio donde están las últimas cruces. Sé que este lugar tiene un valor muy especial para ti.

Estaremos de acuerdo que los nortinos sentimos a los muertos como algo muy cercano: ¡esa necromanía tan nuestra de ir visitando cementerios ajenos! Los tratamos con menos formalidad porque vivimos porque vivimos junto a ellos. Sabemos que no desaparecen como en el resto del mundo. Están más delgados, disecados, vestidos como a la espera de algo o alguien. Compartimos un mismo paisaje a lo largo de las travesías del desierto. Es verdad, nos acostumbramos a vivir con la idea cierta que hay más ruinas y muertos que ciudades y vivos… pues ya, aceptemos que para los iquiqueños el acto de morir es un ritual mitad sacralidad mitad festividad de antiguo ancestro. Mucho de dolor y algo de divertimento. Cuando muere el hombre sencillo con virtudes públicas, decimos “que has sabido del negro González…?” “se fue con los pies adelante por la calle Zegers, atrás de la Banda del Litro”. Pero cuando los muertos han dañado el alma de Iquique, entonces los funerales son epopéyicos y sus mártires se llevan en anda como a la “china” del Carmen. Así fue con los caídos en Santa María y en Pisagua: se veían ancianos agitando banderas chilenas sobre los techos de conchuela…

Esa forma tan iquiqueña de enfrentarnos a los vuelos rasantes de la “pelá” la aprendimos desde niño en los entierros del carnaval morrino. Te acuerdas esa vez que volvíamos de noche de Cavancha y había una mujer abatida en el camino. Bajamos súbitamente para salvarla y era Pedrito Faúndez, la “viuda” de la comparsa, después de tragarse dos ráfagas de vino (lee garrafas). Fue en ese tiempo cuando salió un funeral formal, deteniéndose en Juan Martínez con Tarapacá. Allí mismo se abrió el ataúd y Chicote como de un resorte bailó y cantó la cumbia con el texto más existencialista de todos: “tanta incomprensión, tanta alevosía el cuerpo después de muerto va a parar a la tumba fría…”.

Así es, mi querido amigo, platicábamos de esta singular idea de la muerte, cuando no se bien porque causa me hablaste cerca de Playa Blanca (de regreso del cementerio), sobre el desembarco del ejército chileno por el año 1879. Tienes que aclararlo. Creo más bien que ambos estábamos muy compenetrados de la campaña de Tarapacá a raíz de que Patricio Advis, en vez de parir edificios estaba asumido con un cucalón original a conocer la batalla de Tarapacá minuto a minuto, ¿verdad que sus relatos con los tartamudeos era como estar en el campo de batalla?

Fue entonces cuando “observamos” el desembarco chileno bajo la balacera y admiramos la toma del cerro de Pisagua (alto y blando) como el ascenso más dramático y heroico de todo lo conocido. El Morro de Arica fue comparativamente un ejército correcto y rápido de campaña…

Cuando te llevaron vendado al cementerio no lograste ver los hitos blancos que marcan la subida de las tropas de asalto hacia la pampa de Alto Hospicio. Recién supe que allí en la pampa, cerca de la cancha de aterrizaje, había un sector con múltiples montículos que corresponden a los guerreros chilenos y peruanos muertos en combate cuerpo a cuerpo. Una placa metálica antigua, tenía grabado el siguiente texto: “gloria a los héroes de Pisagua”. Guerreros verdaderos entre iguales. Los oficiales chilenos ordenaron sepultar a vencedores y vencidos en Alto Hospicio, hicieron otro tanto en la terraza que domina Playa Blanca, luego más arriba en el Alto del Cerro Pequi y en otra fosa, abierta en el montículo donde hoy se encuentra la torre del reloj.

Veo que esta carta se alarga demasiado pero era necesaria. Tú sabes mejor que yo lo sucedido en el siglo XX. La crisis salitrera y el abandono de su gente fue abatiendo a Pisagua hasta verla así desfallecida en el año 1971.

Esa cárcel construida en el año 1910 más parecía un inocente internado de Escuela. Me miraste algo extrañado: “¿fue aquí?”. Preguntamos. Caminamos hacia el Retén de Carabineros (no el actual) y se nos dijo que desde allí hasta la estación de ferrocarril estuvieron las barracas de los presos políticos. Nos pareció increíble: vivían junto a sus familiares. Te canté sin ganas eso de la “sangre del pueblo es como un rojo clavel que llevará a Gabriel al sillón presidencial”… se lo había escuchado cuando niño a un viejo comunista. González Videla los llevó a Pisagua entre los años 1947-1948. Ibáñez del Campo en 1956 reactivó el campo por solo dos meses con “zurdos” y “diestros”. Todos fueron liberados y obviamente ninguno ejecutado.

Pero la imagen de Pisagua nos persiguió en el Tacnazo. Estabas en Antofagasta cuando culminábamos el Primer Congreso del Hombre Andino. Te pregunté sobre las Barracas de Pisagua. Tu respuesta tuvo la firmeza de un estornudo: “saldré más educado políticamente…”.

En fin, llegó tu carta, la foto, el golpe del 73 y todo lo que viviste será recordado por tu familia. No debes responder ahora.

En una “catacumba” del sótano de la cárcel te despediste de tu hermano “Pichón”. Después los llevaron hacia la capilla. Te subieron vendado al jeep. Los bajaron en la puerta del cementerio. El capellán te tomó del brazo y comenzó su letanía por el camino del centro del cementerio, aquel que hicimos el año 1971 (¿por quién realmente rezaba el capellán?)…

Perdóname que trate de resumirte lo que no viste. Pasada la pirca, al fondo del cementerio, en una canaleta de un desagüe natural estaban los ocho fusileros. A tu derecha un oficial con el brazo alerta. Junto a tu lado izquierdo la letanía del capellán. Así te ataron al durmiente con el cerro a tu espalda. A pesar de tantas torturas se te veía erguido, muy delgado y joven, con ese mentón desafiante más acentuado por la barba rasurada y el pelo corto.

Estabas ahí como clavado a un escenario azul y húmedo de los amaneceres de la costa. Esa bruma pegajosa te rozó las vendas. Sentiste luego que algo sucedía por tu mejilla izquierda. Eran los rezos que se alejaban lentamente. Sabemos en qué pensabas. El oficial bajó el brazo…

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