Kitabı oku: «Antes de que Mate », sayfa 8
“¿Cómo te llamas?” preguntó Mackenzie.
Se puso en pie delante de él y le vio por primera vez. El tipo parecía inofensivo, con exceso de peso y probablemente de unos treinta y tantos años.
“¿No se supone que me tienes que preguntar cosas como esa antes de agredirme?”
Ellington le sacudió levemente y aplicó algo de presión en su hombro. “Te ha hecho una pregunta.”
“Ellis Pope,” dijo el hombre, visiblemente afectado.
“¿Y por qué estás aquí?”
El no dijo nada al principio y en el silencio, Mackenzie oyó más movimiento en el bosque. Este sonido llegaba de su lado derecho y cuando se giró en esa dirección, vio a Nelson y a otros tres agentes acercándose entre los delgados árboles y el follaje.
“¿Qué diablos ocurre?” gritó Nelson. “Os vi a los dos salir corriendo por mi espejo retrovisor y—”
Se detuvo cuando vio a la tercera persona que estaba con ellos, con las manos esposadas a su espalda.
“Dice que se llama Ellis Pope,” dijo Mackenzie. “Estaba al borde del bosque, observándonos. Cuando le llamé, salió corriendo.”
Nelson se puso delante de la cara de Pope y era evidente que se estaba esforzando para no agredirle físicamente. “¿Qué estabas haciendo por aquí, Pope?” preguntó Nelson. “¿Te quedaste en los alrededores para admirar tu obra?”
“No,” dijo Pope, ahora más asustado que nunca.
“Entonces ¿por qué estabas aquí?” le preguntó Nelson. “Es la única vez que te lo voy a preguntar antes de que empiece a perder la paciencia.”
“Soy un periodista,” dijo.
“¿De qué periódico?” preguntó Mackenzie.
“De ninguno. De una página web. The Oblong Journal.”
Mackenzie, Nelson, y Ellington compartieron una mirada incómoda antes de que Mackenzie buscara su teléfono en el bolsillo con parsimonia. Abrió su navegador, buscó The Oblong Journal, y abrió la página. Rápidamente entró en la página de Personal y no solo encontró el nombre de Ellis Pope, sino que también se encontró con una fotografía en su biografía que era claramente la del hombre que tenía delante suyo.
Era extraño que Mackenzie maldijera, pero entregó su teléfono a Nelson y soltó un tenso “Maldita sea.”
“Y ahora,” dijo Ellis Pope, cayendo en la cuenta de que poco a poco estaba retomando el control de la situación. “¿Con cuál de estos perros tengo que hablar para presentar cargos?”
CAPÍTULO DIECISÉIS
Mackenzie se sentía algo fuera de su elemento en compañía de Ellington y curiosamente, era un sentimiento que no hizo más que crecer cuando se sentaron el uno junto al otro en un bar al cabo de un par de horas. Sabía que ambos tenían un aspecto cansado y algo desgastado que les hacía diluirse entre los demás clientes. No eran los únicos que iban vestidos relativamente bien; la gente que salía del trabajo también iba vestida en un estilo algo mejor que casual, acercándose a la barra en las camisas y corbatas y pantalones que se habían puesto para ir a trabajar. La tenue luz de la media tarde se vertía a través de las dos ventanas al otro lado del bar, pero era el signo de neón detrás de la barra y el reflejo de la parte superior de las botellas de licor en las estanterías detrás de la barra lo que definía el ambiente.
“¿Alguna idea sobre cómo Pope se enteró de la escena del crimen tan rápido? le preguntó Ellington.
“Ninguna. Tiene que haber un chivato en la comisaría.”
“Eso es lo que creo,” dijo Ellington. “Y debido a eso, no veo por qué Nelson ha de ser duro contigo. De ninguna manera podías haber sospechado siquiera que el movimiento en el bosque se debía a un periodista. Sobre todo, cuando Pope salió corriendo de esa manera.”
“Ojalá que así sea,” dijo ella.
Mackenzie sabía que se había librado muy fácilmente. Su jefe la había visto tirar al suelo a un periodista de Internet regordete e indefenso en un derribo bastante duro. Y a pesar de que Pope no había recibido más que un pequeño rasguño en la sien por caerse sobre una raíz, y aunque él había invadido una propiedad privada, había razones para castigarla. Aun así, había recibido el equivalente a un cachete en la mano. Había visto a Nelson repartir mucho más por mucho menos. Sin embargo, le hizo preguntarse cuánta confianza tenía en ella. Dejarla marcharse con toda tranquilidad al mismo tiempo que probablemente Ellis Pope estaba haciendo llamadas telefónicas decía muchísimo de la confianza que tenía en ella.
Por supuesto que también le había exigido que se fuera de su vista de inmediato a algún lugar para reorientarse antes de que agrediera al próximo pelele que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino. Al ver una pequeña escapatoria antes de que pudiera considerar más su decisión de mantenerla activa en el caso, eso es exactamente lo que ella había hecho.
Mientras se tomaba tan responsablemente como le era posible una cerveza tostada local de barril, trató de recordar la última vez que había acudido a un bar como manera de escapar del mundo. Tenía la costumbre de utilizar el trabajo para hacer eso, algo que era mucho más fácil de admitir ahora que Zack había salido de su vida. Mas ahora que el trabajo la había despachado por un rato, le pareció surrealista estar sentada en un bar.
Todavía era más extraño estar sentada junto a un agente del FBI que había conocido ayer mismo. En el corto espacio de tiempo que había pasado con el Agente Ellington, se había dado cuenta de unas cuantas cosas sobre él. Primero, que era un caballero a la antigua usanza: le abría las puertas, siempre le preguntaba por su opinión antes de tomar una decisión, se refería a los que eran más mayores que él como señora y señor, y también parecía sentirse protector respecto a ella. Cuando habían entrado al bar, dos hombres no se habían molestado mucho en ocultar el hecho de que la estaban mirando de arriba abajo. Al notar esto, Ellington se había puesto a su lado, bloqueándoles la vista.
“Sabes por qué los hombres en tu comisaría son tan detestables contigo, ¿verdad?” dijo Ellington.
“Asumí que simplemente se debía a la educación que recibieron,” dijo Mackenzie. “Si no tengo puesto un delantal y les estoy trayendo un sándwich y una cerveza, ¿para qué les sirvo?”
Él se encogió de hombros. “Eso puede ser parte del problema, pero no, creo que se trata de algo diferente. Creo que es porque se sienten intimidados por ti. Además, creo que te tienen algo de miedo. Tienen miedo de que les hagas parecer estúpidos e ineptos.”
“¿Cómo te das cuenta de eso?”
Solo le sonrió por un instante. Y a pesar de que no había nada claramente romántico en su sonrisa, era agradable que le miraran de esa manera. No se acordaba de la última vez que Zack le había mirado así—como algo que merecía su aprecio más que algo que utilizar o tolerar.
“Bien, hablemos primero de lo que es obvio: eres joven y eres una mujer. Básicamente eres el ordenador nuevo que llega a la oficina a robar todos sus puestos de trabajo. También eres una enciclopedia viviente sobre ciencia forense e investigación, por lo que tengo oído. Si añadimos la manera en que hoy saliste a la caza de ese pobre periodista, eres el paquete completo. Eres la nueva generación y ellos son los perros viejos. Algo así.”
“¿Entonces es miedo al progreso?”
“Claro. Dudo que jamás lo vieran de esa manera, pero de eso es de lo que se trata.”
“¿Asumo que esto es un cumplido?” preguntó ella.
“Por supuesto que lo es. Esta es la tercera vez que me han puesto como compañera a una detective muy motivada y tú eres con mucho la más exitosa y resuelta. Me alegro de que nos hayan emparejado.”
Solo asintió porque todavía no estaba segura de cómo manejar sus cumplidos y evaluaciones. Durante el trabajo, había sido muy profesional y seguía las normas al pie de la letra—no solo en lo que se refería al trabajo, sino también en la manera en que la trataba a ella. Sin embargo, ahora que estaba siendo algo menos reservado, a Mackenzie le resultaba difícil trazar el límite donde el Ellington del trabajo terminaba y el Ellington de ocio empezaba.
“¿Has pensado alguna vez en unirte al FBI?” preguntó Ellington.
La pregunta le dejó tan estupefacta que no fue capaz de responder de inmediato. Por supuesto que había pensado en ello. Había soñado con ello desde niña. Pero hasta siendo una mujer determinada de veintidós años con las vistas puestas en una carrera en la policía, el FBI le había parecido un sueño inalcanzable.
“Lo has hecho, ¿verdad?” preguntó él.
“¿Es tan evidente?”
“Un poco. Pareces avergonzada en este instante. Me lleva a adivinar que has pensado en ello pero que nunca has tratado de conseguirlo.”
“Era uno de esos sueños que tuve durante algún tiempo,” dijo ella.
Le resultaba embarazoso admitirlo, pero había algo en la manera en que la estaba analizando que hacía que no le importara tanto.
“Tienes las habilidades,” dijo Ellington.
“Gracias,” dijo ella. “Pero creo que mis raíces son demasiado profundas. Siento que ya es tarde.”
“Nunca es tarde, sabes.”
Él la miró, profesional e intenso.
“¿Te gustaría que hablara bien de ti y viera si cae en buenos oídos?”
La oferta que le acababa de hacer la dejó impresionada. Por una parte, lo quería más que nada en el mundo; por el otro, sacaba a la superficie todas sus viejas inseguridades. ¿Quién era ella para estar lo bastante cualificada como para trabajar en el FBI?
Sacudió la cabeza con lentitud.
“Gracias,” respondió. “Pero no.”
“¿Por qué no?” preguntó él. “No es por hablar mal de los hombres con los que trabajas, pero te están tratando mal.”
“¿Qué podría hacer en el FBI?” preguntó ella.
“Serías una agente de campo brillante,” dijo él. “Qué diablos, y quizá también elaborando perfiles.”
Mackenzie echó una mirada pensativa a su cerveza, un poco desconcertada. La habían dejado de nuevo sin palabras y ahora le parecía que tenía mucho en que pensar. ¿Y si pudiera ser una agente? ¿Cuán drástico sería el cambio en su vida? ¿Qué gratificante sería trabajar en algo que adoraba sin obstáculos de hombres como Nelson y Porter para controlarla?
“¿Estás bien?” preguntó Ellington.
Mientras seguía atisbando dentro del vaso de cerveza oscura que tenía delante de ella, suspiró. Pensó en Zack por un instante y no pudo recordar la última conversación significativa que habían tenido. ¿Cuándo fue la última vez que la había animado de la misma manera que Ellington estaba haciéndolo ahora? De hecho, ¿cuándo había sido la última vez que cualquier hombre había hablado tan bien de ella directamente a su cara?
“Estoy bien,” dijo ella. “Aprecio todo lo que me estás diciendo. Me has dado mucho en que pensar.”
“Estupendo,” dijo Ellington en voz baja, sin perder un momento. “Pero deja que te haga una pregunta: ¿tienes la costumbre de reprimirte?”
“No creo que se trate de mí,” dijo ella. “Creo que se debe solo a… no lo sé. ¿Mi pasado, quizás?”
“¿La muerte de tu padre?”
Ella hizo un gesto afirmativo.
“Eso es parte de ello,” dijo.
También está mi trayectoria de relaciones fallidas, pensó, pero no creyó que fuera apropiado decirlo. Y mientras recapacitaba sobre ello, se preguntó de repente si ambas cuestiones estaban relacionadas—la muerte de su padre y sus relaciones. Quizá el origen de todo ello radicara, después de todo, en la muerte de su padre.
¿Se recuperaría alguna vez de ella? No veía cómo podía hacerlo. Daba igual los tipos malos que pusiera entre rejas, nada parecía servir de ayuda.
Él asintió como si le entendiera perfectamente.
“Entiendo,” dijo él.
Entonces, lanzándole una sonrisa para que supiera que estaba bromeando, preguntó: “¿Me estás psicoanalizando, Agente Ellington?”
“No, estoy hablando contigo. Estoy escuchando. Nada más.”
Mackenzie acabó su cerveza y deslizó el vaso al extremo de la barra. El camarero lo atrapó de inmediato y lo volvió a llenar, colocándolo de nuevo enfrente de ella.
“Sé que esa es la razón de que este caso me haya afectado tanto,” añadió. “Un hombre está utilizando a las mujeres. Quizá no sea para el sexo, pero está causándoles sufrimiento y vergüenza como una manera de expresar un punto de vista trastornado.”
“¿Y este es el primer caso de este tipo que tienes?”
“Sí, quiero decir, he atendido llamadas de peleas domésticas en las que el marido ha dado una paliza a la mujer, y he hablado con dos mujeres después de que les hayan violado. Pero nunca como esto.”
Tomó un trago de su cerveza, cayendo en la cuenta de que le estaba entrando con demasiada facilidad. Nunca había bebido mucho y esta cerveza—la tercera de la noche— le estaba empujando hacia un límite que había tratado de no cruzar desde la universidad.
“No sé si mis corazonadas te parecen significativas,” dijo Ellington, “pero este tipo va a ser detenido en unos cuantos días. Estoy bastante seguro de ello. Se está volviendo demasiado arrogante y eventualmente una de estas pistas que seguimos acumulando va a producir resultados. Además, el hecho de que tú lo estés dirigiendo todo es una gran ventaja.”
“¿Cómo puedes estar tan seguro?” preguntó ella. “¿Sobre mi rendimiento, quiero decir? ¿Y por qué estás siendo tan amable?”
Él la estaba llenando de confianza y, al mismo tiempo, reforzando una característica que poseía que sabía era una de las peores cosas sobre ella. Sabía que tendía a ponerse a la defensiva cuando estaba con hombres que la hacían cumplidos, principalmente porque siempre quería decir que estaban buscando una sola cosa. Mientras miraba a Ellington sonriéndola, no creyó que estaría demasiado mal si él estuviera buscando esa cosa en concreto. De hecho, estaba empezando a pensar que podría disfrutarla mucho. Por supuesto, él regresaba a casa mañana y había muchas posibilidades de que no le volviera a ver jamás.
Quizá eso sea exactamente lo que necesito, pensó. Una noche. Nada de emociones, ni expectativas, solo la oscuridad y este agente del FBI que parecía demasiado bueno para ser verdad y que parece saber exactamente qué decir y…
Abandonó ese pensamiento porque, sinceramente, era demasiado tentador. Entonces se dio cuenta de que Ellington todavía no había respondido a su pregunta: ¿Por qué eres tan amable?
Él refrenó su sonrisa y por fin le respondió.
“Porque,” respondió, “mereces que te echen una mano. Yo conseguí mi posición porque un amigo mío conocía a otro amigo que conocía a un subdirector. Y te puedo asegurar que la mitad de los cavernícolas en tu comisaría pueden contar lo mismo o algo similar.”
Ella se rió, y el sonido de su risa le hizo darse cuenta de que estaba a punto de cruzar ese límite. Mientras intentaba recordar la última vez que se había emborrachado, se tragó el resto de la cerveza y deslizó el vaso hacia el extremo de la barra. Cuando el camarero vino a por él, ella sacudió la cabeza.
“¿Podrías conducir?” preguntó. “Estoy un tanto flojilla. Lo siento.”
“Sí, está bien.”
Cuando el barman llegó con sus cuentas, Ellington tomó la suya rápidamente antes de que ella pudiera ponerle la mano encima. Al verle haciendo eso, decidió que iba a averiguar cómo podía resultar una noche sin emociones con un hombre que había salido directamente de un sueño. Después de todo, ahora tenía su casa y su cama totalmente a su disposición. ¿Qué daño podía hacer?
Salieron afuera para ir al coche y notó que Ellington caminaba realmente cerca de ella. Le abrió la puerta del coche, con lo que su encanto ascendió puntos a sus ojos. Cuando cerró la puerta y dio la vuelta para montarse en el asiento del conductor, Mackenzie reposó su cabeza contra el reposacabezas y respiró hondo. De una casa abandonada con una mujer muerta en un poste hasta aquí, a punto de hacerle una proposición sexual a un hombre que acababa de conocer el día anterior—¿de verdad que todo esto había sucedido en menos de doce horas?
“Tu coche está en la comisaría, ¿verdad?” preguntó Ellington.
“Así es,” dijo ella. Y entonces, con el corazón latiendo fuertemente, añadió dubitativa, “Podemos pasar por mi casa por el camino—podríamos quedarnos allí si quieres.”
Le lanzó una mirada de asombro y las cornisas de sus labios parecían estar debatiéndose entre una sonrisa y un gesto de desaprobación. Era evidente que él sabía lo que ella estaba sugiriendo; ella no tenía ninguna duda de que ya le habían hecho ofertas parecidas.
“Ah, Dios,” dijo él, arrascándose la cabeza. “Para demostrarte aún más mi fuerza de voluntad y mi carácter, aquí es donde te digo que estoy casado.”
Mackenzie miró a su mano izquierda—la misma mano a la que había mirado en varias ocasiones en el bar simplemente para estar segura. Allí no había ningún anillo.
“Lo sé,” dijo él. “Nunca me lo pongo cuando trabajo. Odio la sensación que me da cada vez que tengo que ir a coger mi pistola.”
“Oh, Dios mío,” dijo Mackenzie. “Estoy—“
“No, está bien” dijo él. “Y créeme, me siento pero que muy halagado. Quise decir todo lo que te dije allí dentro. Y aunque estoy seguro de que el macho primitivo dentro de mí me va a torturar mentalmente durante el resto de mi vida, quiero mucho a mi mujer y a mi hija. Creo que—“
“¿Puedes tan solo llevarme a mi coche?” preguntó Mackenzie, avergonzada. Miró hacia fuera a través de la ventana y sintió ganas de gritar.
“Lo siento,” dijo Ellington.
“No lo sientas. Es mi culpa. Debería haberlo sabido.”
Puso el coche en marcha y salió del aparcamiento. “Saber el qué?” le preguntó él mientras se dirigían de vuelta a la comisaría.
“Nada,” dijo ella, todavía negándose a mirarle.
Sin embargo, en el silencio que se cernía pesadamente de camino a la comisaría, pensó: Debería haber sabido que no tenía que creerme algo que parecía demasiado bueno como para ser verdad.
Mientras conducían a casa en silencio, quiso enrollarse como una bola y morir, odiándose a sí misma, preguntándose si acababa de estropear la mejor oportunidad que se le había presentado en mucho, mucho tiempo.
CAPÍTULO DIECISIETE
Mackenzie se despertó a las 6:45 de la mañana siguiente con un sonido que le alertaba de la llegada de un mensaje de texto. Ya estaba despierta, y vestida con su ropa interior. Miró el mensaje y se le hundió el corazón al ver que era de Ellington.
De camino a casa. Te llamaré más tarde.
Pensó en llamarle en ese mismo instante. Era bastante consciente de que había actuado como una inmadura adolescente rechazada la noche anterior. Diablos, ni siquiera le habían rechazado de verdad. Ellington solo había sido fiel a su carácter, añadiendo marido fiel a una ya larga lista de características admirables.
Al final, lo olvidó. Todavía se sentía avergonzada, pero más que eso se sentía derrotada. Y eso no era algo que sintiera muy a menudo. El asesino todavía seguía en libertad y no estaban más cerca de atraparle de lo que lo habían estado hace tres días. Se había quedado sin la pareja con la que había convivido tres años y entonces descubrió que estaba enamorada de un agente del FBI en menos de veinticuatro horas. Para empeorar las cosas, había vislumbrado una promesa de lo que podía ser su futuro mientras estaba con Ellington; había visto cómo podía ser su trabajo junto a alguien que la respetaba y que, de alguna manera, estaba impresionado con ella. Y ahora todo se había acabado.
Solo podía contar con Porter y Nelson, rodeándola de dudas en medio de un caso que le estaba afectando personalmente.
Cuando se puso una camisa, se sentó en el extremo de la cama y echó un vistazo a su teléfono móvil. De pronto, no era Ellington a quien quería llamar. Estaba pensando en otra persona—otra persona que compartía los mismos traumas y la sensación de fracaso que ella conocía tan bien.
Con un vacío repentino en su estómago, Mackenzie cogió su móvil de la cómoda y buscó entre los contactos. Cuando llegó al nombre Steph, presionó LLAMAR y entonces casi cortó la llamada de inmediato.
Para cuando el teléfono comenzó a sonar, ya se estaba arrepintiendo de hacer la llamada. Sonó en dos ocasiones al otro lado antes de que lo respondieran. La voz de su hermana al otro lado era familiar, pero no una que escuchara demasiado a menudo.
“Mackenzie,” dijo Stephanie. “Es pronto.”
“Nunca duermes más allá de las cinco,” señaló Mackenzie.
“Es cierto. Pero lo dije en serio. Es pronto.”
“Disculpa,” dijo ella. Era una palabra que utilizaba mucho cuando hablaba con Steph. No es que realmente lo sintiera, pero Steph se las arreglaba muy bien para hacerle sentir culpable con el mínimo esfuerzo sobre las cosas más nimias.
“¿Qué hizo Zack esta vez?” preguntó Steph.
“No se trata de Zack,” dijo Mackenzie. “Zack se ha largado.”
“Genial,” dijo Steph, de manera escueta. “Era un desperdicio de espacio.”
Hubo silencio en la línea por un instante. Era evidente que Steph podría haberse pasado el resto de su vida sin hablar con su hermana de nuevo. Era algo que había dejado claro en múltiples ocasiones. No se odiaban la una a la otra—ni mucho menos—pero la interacción entre ellas traía el pasado a colación. Y el pasado era algo de lo que Steph había estado huyendo a toda velocidad durante la mayor parte de sus treinta y tres años de existencia.
Como de costumbre, Steph sonaba medio dormida cuando hablaba por teléfono.
“No tiene sentido entrar en detalles. Cuentas apenas pagadas. Novio alcohólico con reputación de lanzarme ganchos de derecha. Migrañas constantes. ¿De cuál te gustaría que te hable?”
Mackenzie respiró hondo.
“Bien, ¿por qué no empiezas por el novio que te está dando palizas?” dijo Mackenzie. “¿Por qué no le denuncias por maltratos?”
Steph solo se echó a reír. “Demasiadas molestias. No, gracias.”
Mackenzie se guardó para sí una oleada de respuestas a las demás cuestiones. Entre ellas se le ocurrían: ¿Por qué no regresas a la universidad, acabas con tus estudios y sales de ese trabajo sin salida? Mas este no era el momento para tales consejos. Ahora, por teléfono, se quedarían en la superficie externa de los asuntos. Ambas habían aprendido hace mucho que era mejor de esta manera.
“Entonces cuéntame,” dijo Steph. “Tú solo me llamas cuando las cosas se te están yendo a la mierda. ¿Solo se trata de que Zack se ha largado? Porque si es así, deja que te diga algo—es lo mejor que te podía haber pasado.”
“Eso es parte de ello,” dijo Mackenzie. “Pero también está este caso que me está afectando personalmente de un modo que nunca había experimentado. Me está haciendo sentir, no sé, inadecuada. Añade a eso el hecho de que le hice una proposición sexual a un hombre casado ayer por la noche y—“
“¿Hubo suerte?” le interrumpió Steph.
“Dios, Steph. ¿Eso es todo lo que retuviste?”
“Fue la única cosa interesante que escuché. ¿Quién era?”
“Un agente del FBI al que enviaron para ayudar con el caso.”
“Oh,” dijo Steph, pareciendo haber terminado con la conversación. El silencio se cernió sobre la línea por unos cinco segundos antes de que repitiera la pregunta: “Y bien, ¿aceptó?”
“No.”
“Ay,” dijo Steph.
“¿No tienes ganas de charlar?” preguntó Mackenzie.
“Rara vez. Lo que quiero decir es que somos como desconocidas, Mackenzie. ¿Qué quieres de mí?”
Mackenzie suspiró, vencida por la tristeza.
“Quiero a mi hermana,” dijo Mackenzie, sorprendiéndose incluso a sí misma. “Quiero una hermana a la que pueda llamar y que me llame de vez en cuando para contarme todo sobre el pervertido en el trabajo con manos indiscretas.”
Steph suspiró. Fue un sonido que pareció viajar las ochocientas millas que les separaban y extender una mano a través del teléfono para abofetearla en la cara.
“No soy así,” dijo Steph. “Ya sabes que cada vez que hablamos, sale el tema de papá. Y todo va cuesta abajo a partir de ahí. Incluso peor, empezamos a hablar de mamá.”
La palabra mamá le dio otra bofetada a través de la línea telefónica. “¿Cómo se encuentra?” preguntó Mackenzie.
“Igual que siempre. Hablé con ella el mes pasado. Me pidió algo de dinero.”
“¿Se lo prestaste?”
“Mackenzie, no tengo dinero para prestarle.”
Otro silencio se cernió sobre ellas. Mackenzie se había ofrecido para prestarle dinero a Steph en varias ocasiones, pero cada intento había sido recibido con desdén, ira y resentimiento. Así que después de algún tiempo, Mackenzie simplemente había dejado de intentarlo.
“¿Eso es todo?” preguntó Steph.
“Una cosa más, si no te importa,” dijo Mackenzie.
“¿De qué se trata?”
“Cuando hablaste con mamá, ¿mencionó mi nombre, aunque solo fuera una vez?”
Steph guardó silencio por un rato y entonces finalmente respondió. Cuando lo hizo, su voz adormecida había regresado. “¿De verdad quieres hacerte esto a ti misma?”
“¿Preguntó por mí?” insistió Mackenzie, con voz más alta y exigente.
“Sí que lo hizo. Preguntó si pensaba que tú podrías prestarle algo de dinero. Le dije que te lo pidiera ella misma. Eso fue todo.”
Mackenzie se sintió abrumada por la tristeza. Eso era todo lo que su madre había querido de ella durante toda la vida.
Sujetó el teléfono contra su oreja, sintiendo una lágrima, sin saber qué decir.
“Mira,” dijo Steph. “De verdad que te tengo que dejar.”
La línea se cortó.
Mackenzie lanzó el teléfono a la cama y lo miró por un momento. La conversación no había durado más de cinco minutos, pero le pareció toda una vida. Aun así, curiosamente había resultado mucho mejor que las últimas llamadas telefónicas, que habían terminado con discusiones sobre la dinámica familiar respecto a quién tenía la culpa de que su madre se hubiera derrumbado después de la muerte de su padre. Y de alguna manera, esta llamada fue peor.
Pensó en los años que se extendían como una podredumbre entre la noche en que encontró muerto a su padre y la noche que se habían llevado a su madre al pabellón psiquiátrico del hospital por primera vez. Mackenzie tenía diecisiete años cuando esto tuvo lugar. Steph estaba en la universidad, estudiando para obtener el título de periodista. Después de eso, las cosas habían ido de mal en peor para las tres, pero Mackenzie fue la única que se las había arreglado para resistir todo, acabando en la mejor posición posible dadas las terribles circunstancias.
Pensó en su madre mientras terminaba de vestirse, preguntándose por qué la pobre mujer había decidido odiarla a ella durante todo este tiempo. Era una pregunta que mantenía oculta en los recesos más oscuros de su mente, y que solo sacaba a colación en sus peores momentos.
Haciendo todo lo que pudo para reprimirse, recogió su teléfono, su placa y su arma. Entonces se dirigió al trabajo, llena de determinación. Pero ¿hacia dónde iba a ir a partir de ahora? ¿Cuál era su próximo paso?
Por primera vez desde que la habían ascendido a detective, le parecía que se encontraba en un callejón sin salida.
Callejón sin salida, pensó, mientras las palabras empezaban a desarrollar una idea en su mente.
Pensó en el camino de tierra en que se había hallado el segundo cadáver. ¿No había llegado a un callejón sin salida en ese campo?
¿Y qué había de la casa abandonada? El camino de gravilla que llevaba hasta ella y la tercera víctima acababan en un callejón sin salida en un pequeño rectángulo de tierra delante de la casa.
“Callejón sin salida,” dijo en voz alta mientras salía de su casa.
Y de repente, supo dónde tenía que ir.