Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo I (de 3)», sayfa 7
Los judíos de Europa están al presente divididos en dos clases (o sinagogas, como las llaman algunos): la portuguesa y la alemana. La más famosa de las dos es la portuguesa. A los judíos de esta clase se les considera generalmente más civilizados que los otros, mejor educados y más profundamente versados en la lengua de la Escritura y en las tradiciones de sus mayores.
En Londres hay un hermoso edificio llamado la sinagoga de los judíos portugueses, donde los ritos de la religión hebraica se cumplen con todo el esplendor y magnificencia posibles. Conociendo estas cosas, era natural que, al llegar a Portugal, esperase uno encontrarse en el cuartel general de aquel judaísmo, al que por costumbre se asociaban en mi ánimo muchas cosas respetables e imponentes. Experimenté, pues, sorpresa considerable al oír a los seres a quien he tratado de describir más arriba dar esta cuenta de sí mismos: «Nosotros no somos de Portugal, venimos de Berbería; algunos, de Argel; y otros, de Levante; pero los más, de Berbería, allá lejos»; y señalaban al Suroeste.
– ¿Y dónde están los judíos de Portugal – pregunté – , hijos auténticos de este país?
– No conocemos a nadie fuera de nosotros – respondieron los berberiscos – ; pero hemos oído decir que aquí hay otros judíos; si así es, no quieren tratarse con nosotros, y hacen bien, porque somos malísima gente, ¡oh Tsadik!, todos ladrones, sin excepción. Cada año viene de Swirah un barco cargado de ladrones: es el que nos trae a nosotros a Portugal.
– ¿Y vuestras esposas y familias? – dije yo – ; ¿dónde están?
– En Swirah, en Salee, o en otros lugares de donde venimos; nunca traemos a nuestras mujeres ni a nuestras familias. Muchos de nosotros se han escapado de allí con lo puesto por salvar la vida, huyendo de los castigos merecidos por nuestros delitos. Algunos viven en pecado con las hijas del Nazareno, porque somos una casta depravada, ¡oh Tsadik!, y no guardamos los preceptos de la ley.
– ¿Tenéis sinagogas y doctores?
– Sí, ¡oh varón justo!; pero poco puede decirse de unas y otros. Nuestros chenourain son lugares infectos, y nuestros doctores están como nosotros presos en el galoot del pecado. Uno de ellos tiene en su casa una hija del Nazareno: es de Swirah, y de tal país no puede venir nada bueno.
– ¿Y escucháis la palabra de vuestros doctores, aunque son tan depravados como decís?
– ¿Cómo podríamos vivir si no lo hiciéramos así? Nuestros doctores son malísima gente, y viven del fraude como nosotros; con todo, son nuestros superiores y hay que temerlos y obedecerlos. Los ángeles están a su mandar; disponen de sortilegios, de palabras mágicas y del Shem Hamphorash32. Si no diéramos oídos a sus palabras, podrían sumir nuestras almas en la consternación, reducirlas a niebla, a fango, como tú podrías también, ¡oh varón justo!
Tales fueron las cosas extraordinarias que de sí mismos me contaron aquellos judíos, y no tuve motivos para ponerlas en duda, pues por diferentes caminos fuí luego comprobándolas. ¡Qué buena pareja hacen el delito y la superstición! Aquellos miserables que quebrantaban sin escrúpulo los mandamientos eternos de su Hacedor, no se atreverían a comer de los animales de uña indivisa33 ni del pez sin escamas. Desdeñan las amenazas de los santos profetas contra los hijos del pecado, y tiemblan al oír una palabra cabalística pronunciada por alguno que quizás los aventaja en infamia; como si, según se ha hecho notar acertadamente, Dios fuese a delegar el ejercicio de su poder en los fautores de la iniquidad.
Es absolutamente cierto que en otro tiempo los judíos de Portugal gozaron merecida fama de riqueza, saber y finas maneras; pero la Inquisición hizo en ellos pavoroso estrago. Los que se libraron del auto da fe sin convertirse a la idolatría papista, se refugiaron en países extranjeros, sobre todo en Inglaterra, donde aún se los conoce con su nombre de origen. Actualmente, si bien todas las religiones están toleradas en Portugal, no se ve por parte alguna a los auténticos judíos portugueses, y en su lugar se encuentra por las calles de Lisboa a la ralea berberisca, gente proscrita, que no oculta su propia degradación.
CAPÍTULO VI
El frío en Portugal. – Me libro de una extorsión. – Sensación de soledad. – El perro. – El convento. – Un paisaje encantador. – El castillo morisco. – Plegaria por un enfermo.
Unos quince días después de mi regreso de Evora y terminados los indispensables preparativos, emprendí el viaje a Badajoz, donde pensaba tomar la diligencia para Madrid. Badajoz está a unas cien millas de Lisboa y es la principal ciudad fronteriza de España por la parte del Alemtejo. Para llegar a ella, tenía que rehacer hasta Monte Moro el camino ya recorrido en mi excursión a Evora; por tanto, poca diversión podía prometerme de la novedad de los sitios. Además de eso, iba a hacer el viaje muy solo, sin otra compañía que la del arriero, porque no pensaba retener a mi criado más que hasta Aldea Gallega, para donde salí a las cuatro de la tarde. Escarmentado por la primera travesía, no me embarqué ahora en un bote, sino en uno de los faluchos que hacen el servicio regular de pasajeros, y así llegue a Aldea Gallega, después de seis horas de viaje; el barco iba muy cargado, no había viento, y los marineros no pudieron soltar los pesados remos ni un instante. La travesía fué el reverso de la primera – completamente segura, pero tan lenta y fatigosa, que cien veces deseé verme de nuevo bajo la conducta de aquel marinerillo bárbaro, galopando sobre las olas hirvientes impelidas por el huracán. Desde las ocho hasta las diez el frío fué verdaderamente terrible, y aunque iba yo empaquetado en un excelente shoob de pieles, de mucho abrigo, con el que había desafiado los hielos del invierno ruso, tiritaba todo mi cuerpo, y al pisar de nuevo el Alemtejo, me alegré aun más que la vez primera, cuando desembarqué luego de escapar de una horrorosa tempestad.
Me alojé por aquella noche en una casa en que me había presentado, a nuestro regreso de Evora, aquel amigo mío que se asustaba de la oscuridad; en ella se encontraba mejor acomodo que en la posada de la Plaza, si bien me hacían pagar por todo precios inhumanos. Mi primer cuidado fué buscar mulas que nos llevasen con el equipaje a Elvas, desde donde sólo hay tres leguas cortas hasta Badajoz. Los dueños de la casa dijéronme que podían poner a mi disposición dos mulas excelentes; pero cuando pregunté el precio tuvieron la desvergüenza de pedirme cuatro moidores. Les ofrecí tres, que era ya demasiado, pero no los aceptaron; sabían que yo era inglés, y, por tanto, la oportunidad de ponerme a contribución les pareció excelente; porque no podían figurarse que una persona tan rica como un inglés «debe» ser, se determinara a salir a la calle en noche tan fría, sólo por buscar un ajuste más razonable. Se equivocaron de medio a medio, y díjeles que, antes de fomentar su picardía, me daría el gusto de volverme a Lisboa; al oírme, rebajaron el precio a tres moidores y medio; pero yo, sin responder palabra, salí con Antonio y me dirigí a la casa del viejo que nos había llevado la otra vez a Evora. Llamamos muchas veces, porque el hombre estaba acostado; al fin se levantó y nos abrió; pero, al oír nuestra petición, dijo que sus mulas habían ido de nuevo a Evora con el muchacho, para traer unas mercancías. Nos recomendó, sin embargo, a un vecino suyo, alquilador de mulas, y con él ajustó Antonio dos buenas caballerías por dos moidores y medio. Digo que las ajustó Antonio, porque yo me estuve aparte y sin hablar, mientras el dueño, a medio vestir, con una luz en la mano y tiritando de frío, nos llevó a ver sus bestias, y el hombre no se enteró de que eran para un extranjero hasta después de cerrar el trato y de recibir una cantidad en señal. Me volví a mi alojamiento muy satisfecho, y después de cenar un poco me fuí a acostar, sin hacer gran caso de los posaderos, que me apuñalaban con la mirada de sus ojillos judaicos.
A las cinco de la mañana siguiente llegaron las mulas a la puerta de la casa. Con ellas venía un muchacho de diez y nueve o veinte años. Era bajo, pero sumamente recio, y poseía la cabeza más grande que he visto nunca sobre los hombros de un mortal; cuello, no lo tenía; al menos no pude descubrir nada digno de ese nombre. Era su rostro de fealdad repulsiva y en cuanto le dirigí la palabra, descubrí que era idiota. Tal iba a ser mi compañero en un viaje de cien millas y de cuatro días, a través de una de las regiones más agrestes y peor afamadas del reino. Me despedí de mi criado casi con lágrimas en los ojos, porque siempre me había servido con suma fidelidad y mostrado un celo y un deseo de contentarme que me llenaban de satisfacción.
Partimos, yendo el imbécil del guía sentado en la mula de carga, encima del equipaje, con las piernas cruzadas. Acababa de ponerse la luna. La mañana era profundamente oscura y el frío, como siempre, penetrante. No tardamos en llegar al lúgubre bosque, ya atravesado por mí otra vez, y por él caminamos algún tiempo, lenta y tristemente. No se oía más ruido que el de las mulas. Ni un soplo de aire movía las ramas desnudas. En los matorrales no se rebullía animal alguno, ni volaban sobre nosotros pájaros, ni siquiera las lechuzas. Todo parecía desolado y muerto. En mis numerosos y lejanos viajes, nunca he tenido sensación de soledad ni deseo de conversar y de cambiar ideas tan vivos y fuertes como en aquel momento. Era inútil hablar al arriero idiota; conocía muy bien el camino, pero a cualquier pregunta que se le hacía no daba otra respuesta que una risa imbécil. Al verme en tal estado, hice lo que muchas personas hacen cuando se ven privadas de todo consuelo humano: volví mi corazón a Dios y comencé a comunicar con Él por la oración, con lo que mi alma se vió pronto confortada y tranquila.
Hicimos nuestro camino sin novedad, ni tropezamos con ladrones, ni vimos ser viviente hasta llegar a Pegões; desde este punto hasta Vendas Novas, tuvimos la misma suerte. Los dueños de la posada de este lugar me conocían bien, por haber pasado dos noches bajo su techo; y al verme aparecer de nuevo me dieron la bienvenida con mucha amabilidad. El nombre de este posadero es, o era, José Díaz Azido, y a diferencia de la generalidad de sus compañeros de profesión en Portugal, es un hombre honrado; los extranjeros, al alojarse en esta posada, pueden estar seguros de que no los saquearán ni robarán sin piedad a la hora de pagar la cuenta, ni les cobrarán un solo re más que a un portugués en iguales circunstancias. En este pueblo pagué exactamente la mitad de lo que me pidieron en Arroyolos, donde pasé la noche siguiente con muchas menos comodidades de todo orden.
A las doce del siguiente día llegamos a Monte Moro, y como no tenía gran prisa, decidí visitar las ruinas yacentes en la cima y la falda de la soberbia montaña erguida sobre la ciudad. Después de pedir algo de comer en la posada donde paramos, subí cerro arriba hasta llegar a un ancho muro o parapeto que, a cierta altura, ciñe la montaña entera. Por un tosco puente de piedra crucé un pequeño foso o trinchera; pasé al pie de una gruesa torre, y atravesando el arco de una puerta me encontré en la parte cercada de la montaña. A mano izquierda había una iglesia, bien conservada y destinada aún al culto; pero no pude verla, porque la puerta estaba cerrada con llave y no vi por allí a nadie que pudiera abrirla.
Pronto comprendí que mi curiosidad me había llevado a un lugar verdaderamente extraordinario, muy superior al escaso talento descriptivo de que estoy dotado. Anduve dando traspiés sobre las ruinas, y en un momento determinado me di cuenta de que caminaba sobre bóvedas, deteniéndome de pronto ante un ancho agujero en el que hubiera caído si llego a dar un paso más en mi distraída marcha. Seguí un buen trecho a lo largo del muro por el lado oriental, cuando de pronto oí un tremendo ladrido y apareció un perrazo como los que guardan los rebaños en aquellas campiñas; dando saltos se me acercó, dispuesto a atacarme «con los ojos hechos brasas y enseñando los colmillos». Si hubiese huído o hubiese empleado un modo de defensa distinto del que, sin falta alguna, acostumbro a usar en tales circunstancias, el perro me hubiera mordido probablemente; lo que hice fué inclinarme hasta casi pegar la barba con las rodillas, mirando al perro fijamente en los ojos, y ocurrió, como dice John Leyden en la más hermosa balada que la «Tierra del Brezo» ha producido, «que el perro salió huyendo, como herido por un conjuro mágico».
Es un hecho conocido de mucha gente, y comprobado con frecuencia, según creo, que ningún perro o animal mayor y fiero, de cualquier especie que sea, con excepción del toro, que cierra los ojos y embiste a ciegas, se atreve a atacar a un hombre que le haga cara con firme y sereno continente. Digo un animal mayor y fiero, porque es más fácil repeler a un sabueso o a un oso de Finlandia de la manera dicha, que a un perro sin raza o a un perdiguero, contra el que un palo o una piedra son mucho mejor defensa. Nada de esto asombrará a quien considere que una serena mirada de reproche le basta a la razón para mitigar los excesos de los hombres fuertes y valerosos, mientras que ese medio sólo sirve para aumentar la insolencia de los débiles y de los necios, fáciles de amansar, en cambio, como palomas si se les infligen castigos que, aplicados a los primeros, exacerbarían su cólera, haciéndola más terrible, y, como pólvora arrojada en una hoguera, les induciría, en loca desesperación, a sembrar el estrago en torno suyo.
A los ladridos del perro, surgió de una especie de paseo un viejo, su amo, a mi parecer, a quien hice varias preguntas acerca del lugar. El hombre, bastante cortés, me contó que había servido como soldado en el ejército inglés, al mando del «gran lord», durante la guerra de la península. Me dijo que había un convento de monjas un poco más lejos, y como se mostrara dispuesto a llevarme a él, echamos a andar hacia la parte Sureste de la muralla, donde se aparecía un vasto edificio ruinoso.
Entramos en cierto lóbrego aposento de piedra, en uno de cuyos rincones había una especie de ventana cerrada por una tabla giratoria, por donde se entregaban y recibían los objetos en el convento. El viejo tocó la campana, y, sin decir palabra, se retiró, dejándome algo perplejo; pero, un instante después oí, sin poder ver a quien me hablaba, una suave voz femenina preguntándome mi condición y el motivo de mi visita. Dime a conocer como un inglés que, de paso en Monte Moro, camino de España, había subido al cerro a visitar las ruinas. La voz me respondió: «Supongo que será usted militar, e irá a pelear contra el rey, como todos sus compatriotas.» «No – dije yo – ; no soy hombre de guerra, soy un cristiano; no voy a verter sangre, sino a procurar la difusión del evangelio de Cristo en un país que le desconoce»; a esto me respondió una risita ahogada. Pregunté después si había en el convento ejemplares de las Sagradas Escrituras; aquella voz amigable no supo darme noticias sobre el particular, y casi no me atrevo a creer que mi interlocutora entendiese la pregunta. Me contó que el oficio de abadesa era anual; cada año tenían superiora nueva. Al preguntar si a las monjas no se les hacía muy pesado el tiempo, me declaró que, cuando no tenían cosa mejor en qué ocuparse, se entretenían haciendo quesadillas para el consumo de aquellos contornos. Di las gracias a la voz por sus noticias, y me fuí. Según iba andando pegado al muro del convento hacia el Suroeste, sonaron sobre mi cabeza nuevas y más fuertes risas ahogadas; alcé la vista y descubrí en tres o cuatro ventanas los rostros melancólicos y los flotantes cabellos negros de las monjas, ansiosas de ver al forastero. Me besé la mano repetidas veces, y proseguí la marcha; a poco llegué al extremo Suroeste de aquella montaña tan fértil en curiosidades. Allí encontré los restos de un gran edificio, construído, al parecer, en forma de cruz. En su parte oriental subsiste una torre entera; el lado Oeste, todo en ruinas, cae al borde de la colina, mirando al valle por cuyo fondo corre el arroyo ya mencionado en otra ocasión.
El día era muy caluroso, a pesar del frío de las noches anteriores; el radiante sol de Portugal alumbraba un paisaje de arrebatadora hermosura. Bosquecillos de alcornoques cubrían el lado opuesto del valle y las pendientes lejanas, formando deliciosas perspectivas, donde pacían los rebaños; las aguas del arroyo se estrellaban en los pedruscos del cauce y hacían un suave murmullo que llegaba hasta mi oído, bañándome el alma en delicias. Sentado en las ruinas del muro permanecí extático, vertiendo lágrimas de felicidad; porque de todos los placeres que por la bondad de Dios gozan sus hijos, ninguno tan caro a ciertos corazones como la música de los bosques y de los arroyos y la contemplación de las bellezas de su gloriosa creación. Transcurrió una hora, y aún permanecía yo sentado en la muralla; las escenas de mi vida pasada flotaban ante mis ojos en fantástica e impalpable formación, y por entre ellas asomaban aquí y allá los árboles, las colinas y demás objetos del panorama que realmente tenía frente a mí. El sol me quemaba el rostro, pero yo no hacía caso de ello; hubiera permanecido allí hasta la noche, creo yo, sumido en una de esas ensoñaciones, buenas tan sólo para debilitar el ánimo, lo confieso, y para malgastar muchos minutos que podrían emplearse mejor, si el disparo de la escopeta de un cazador, despertando los ecos de los bosques, de las montañas y de las ruinas, no me hubiese hecho ponerme en pie y recordar que aún me faltaban tres leguas para llegar a la hostería donde me proponía pasar la noche.
Guié mis pasos hacia la posada, siguiendo a lo largo de una especie de parapeto. Poco antes de llegar a la puerta de entrada, observé a mano derecha una cripta vaciada en la vertiente del monte; tres columnas sostenían la techumbre, pero había cedido un poco hacia el fondo, de suerte que la luz penetraba en el interior por una hendidura abierta en lo alto. Aquello podía haber sido edificado para servir de capilla o de cementerio, me inclino a creer que de esto último; pero, seguramente, no era obra de moros. En mis correrías por aquellos lugares, nada vi que me recordase a tan singularísimo pueblo. En el cerro donde yacen estas ruinas hubo, sin duda alguna, un poderoso castillo de los moros, quienes al invadir la península ocuparon casi todos los lugares altos y naturalmente fuertes, poniéndolos en estado de defensa; pero es probable que perdieran muy pronto el cerro visitado ahora por mí, y que los muros y edificios cuyos despojos lo cubren, fuesen labrados por los cristianos después de reconquistar la posición del poder de los terribles enemigos de su fe. Monte Moro presenta cierta lejana semejanza con Cintra, que puede traer a la mente del viajero el recuerdo de este último lugar; sin embargo, hay en Cintra una nota agreste y ruda que no existe en Monte Moro. Allí los peñascos gigantescos se apilan en forma tal, que parecen amenazar con la destrucción inminente de cuanto los rodea; las ruinas aún adheridas a los peñascos, más parecen nidos de águilas que restos de habitaciones humanas, incluso de moros; mientras que las ruinas de Monte Moro están asentadas, comparativamente, con más holgura en el ancho lomo de un cerro, grande y levantado, pero sin peñascos ni precipicios, al que puede subirse por todos lados sin gran dificultad. Viva satisfacción me produjo la visita a ese monte; muchas cosas he de ver en mis viajes para olvidar la voz en el convento medio derruído, las murallas entre cuyos escombros divagué, y el parapeto donde estuve sentado una hora, sumido en mi arrobador ensueño, bajo los rayos brillantes del sol.
Volví a la posada, y restauré mis fuerzas con té y unas quesadillas muy dulces y agradables, obra de las monjas del convento. Al observar el semblante triste y preocupado de la gente de la casa, pregunté el motivo a la huéspeda, sentada casi sin movimiento en el suelo junto a la lumbre; díjome que su marido estaba en peligro de muerte a causa de una enfermedad, que, por los síntomas, debía de ser una especie de cólera; el médico no abrigaba esperanzas de salvación. La animé a confiar en el poder de Dios, capaz de restaurar al enfermo en pocas horas, trayéndole desde el borde de la tumba a la plena salud, y así debía ella pedírselo fervorosamente al Todopoderoso. Añadí que, si no sabía hacer la oración propia del caso, yo estaba dispuesto a orar por ella, con tal que se uniese en espíritu a mi súplica. Entonces ofrecí una breve plegaria en portugués, pidiendo al Señor que, si así convenía, librara a aquella familia de la grave aflicción que pesaba sobre ella. La mujer escuchó muy atenta, con las manos devotamente juntas, hasta el fin de la oración, y después me miró con asombro, al parecer, pero sin pronunciar palabra por donde yo pudiera colegir si lo dicho por mí le había o no desagradado. Me despedí luego de la familia, y, montando en la mula, salí para Arroyolos34.