Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo I (de 3)», sayfa 8
CAPÍTULO VII
La piedra druídica. – Un joven español. – Soldados rufianes. – Los males de la guerra. – Estremoz. – La disputa. – La atalaya en ruinas. – Vislumbre de España. – Ayer y hoy.
Legua y media llevaríamos andada, cuando una tromba de aire se desencadenó por el Norte, levantando inmensas nubes de polvo; felizmente, el huracán no nos daba de cara, pues en otro caso nos hubiera sido difícil seguir adelante, por su extremada violencia. Habíamos dejado el camino para utilizar un pequeño atajo practicable para las caballerías, pero que, como otros muchos, no podía recorrerse en carruaje.
Cruzábamos unos arenales cubiertos de maleza y de pedruscos que formaban una espesa capa sobre el suelo. Estas son las piedras de que están formadas las sierras de España y Portugal; singulares montañas que se alzan en horrenda desnudez, como huesos de un esqueleto gigante descarnado. Muchos de aquellos pedruscos emergían del suelo; muchos yacían sueltos en la superficie, removidos acaso de sus lechos por las aguas del diluvio. Mientras nos fatigábamos caminando por tan agrestes lugares, descubrí, un poco hacia mi izquierda, un amontonamiento de piedras de aspecto singular y hacia ellas guié mi mula. Era un altar druida, el más bello y completo de cuantos yo había visto hasta entonces. Era circular; constituíanlo unas piedras sumamente anchas y recias en la base, que se iban adelgazando hacia el remate, trabajado por la mano del artista en forma parecida al festón o borde de una concha. Encima estaba puesta otra piedra lisa muy ancha, inclinada hacia el Sur, donde se abría una puerta. En el interior, capaz para tres o cuatro hombres, crecía un espino pequeño.
Contemplé con veneración y temor respetuoso aquel altar donde los primeros pobladores de Europa ofrecieron su culto al Dios ignoto. Los templos que los romanos, poderosos y diestros, levantaron en una edad comparativamente moderna, yacen hechos polvo no lejos de allí. Las iglesias de los godos arrianos, herederos de su poder, no se encuentran por parte alguna, como si se las hubiera tragado la tierra. ¿Y qué ha sido y dónde están las mezquitas del moro, conquistador de los godos? Sus ruinas mohosas se disipan poco a poco sobre las rocas. No así la piedra druídica: allí se está, batida por los vientos, tan firme y tan acabada de hacer como el día en que, hace acaso treinta siglos, fué erigida por medios hoy desconocidos. Sacudida por los terremotos, la piedra del remate no se ha caído; oleadas de lluvia la han inundado sin conseguir barrerla de su asiento; el candente sol reverbera en su superficie sin agrietarla ni desmenuzarla; y el tiempo, antiquísimo, implacable, ha desgastado contra ella su férreo diente, con tan escaso efecto como pueden observar cuantos la visiten. Allí permanece la piedra; quien desee estudiar la literatura, la ciencia y la historia de los antiguos celtas y cimbrios, puede colegir, contemplando esa piedra y meditando ante ella, todo lo que de tales hombres se sabe. Los romanos dejaron tras de sí sus escritos inmortales, su historia, su poesía; los godos, su liturgia, sus tradiciones y el germen de instituciones muy nobles; los moros, su caballerosidad, sus descubrimientos en medicina y las bases del comercio moderno. ¿Qué memoria queda de las razas druídicas? ¡Hela aquí, en ese rimero de piedra eterna!
Llegamos a Arroyolos a cosa de las siete de la noche. Me instalé en un espacioso aposento de dos camas, y cuando me disponía a sentarme para cenar, vino la huéspeda a preguntarme si no tendría inconveniente en que un joven español pasase la noche en mi cuarto. Díjome que el joven acababa de llegar con unos arrieros, y no había en la casa otro sitio donde aposentarlo. Accedí, y a la media hora apareció el español, después de cenar con sus compañeros. Era un mancebo de diez y siete años, que por su buena presencia denotaba ser persona de distinción. Me saludó en su lengua natal, y al ver que le entendía, comenzó a hablar con volubilidad asombrosa. En cinco minutos me refirió que, movido del deseo de ver mundo, se había desgarrado de su familia, gente opulenta de Madrid, con ánimo de no volver hasta haber recorrido varios países. Le contesté que si decía verdad había cometido una acción mala e insensata: mala, por el dolor con que amargaba a las personas a quienes debía honrar y amar, e insensata, pues se exponía a inconcebibles miserias y trabajos que muy pronto le harían maldecir la resolución tomada; hícele ver que en país extranjero le recibirían bien mientras tuviera dineros para gastar, y en cuanto se le acabasen, le tratarían como a un vagabundo, y acaso le dejarían morirse de hambre. Repuso que, como llevaba consigo una cantidad considerable, cien duros nada menos, tenía dinero para mucho tiempo, y cuando se le acabara, podría quizás ganar más. «Con esos cien duros – le dije – apenas podrá usted vivir tres meses en este país, si no le roban a usted antes; y creer que va usted a ganar dinero honradamente es tan razonable como si pensara usted ir a buscarlo en la cima de las montañas.» El muchacho no tenía aún bastante experiencia para seguir mis consejos. A poco, cambiamos de conversación. A las cinco de la mañana siguiente se me acercó a la cama para despedirse porque los arrieros hacían ya preparativos de marcha. Díjele la fórmula usual en España: «Vaya usted con Dios», y no le volví a ver más.
A las nueve, después de pagar un precio exorbitante por muy escasas comodidades, salí de Arroyolos, ciudad o lugar grande, situado en una elevación del terreno y visible desde muy lejos. Puede envanecerse de las ruinas de un vasto castillo antiguo, obra de moros, al parecer, colocado en una colina, a la izquierda del camino, según se va a Estremoz.
A una milla de Arroyolos di alcance a una fila de carros con bastimentos y municiones para España, escoltados por un destacamento de soldados portugueses. Seis o siete soldados iban de avanzada, muy separados del convoy: eran unos tunantes de malísima catadura, en cuyos rostros lívidos, horrendos, estaban escritos el homicidio y todos los demás crímenes prohibidos por la ley de Dios. Al pasar a su lado, uno de ellos comenzó a maldecir a los extranjeros, y con voz áspera y gruñona, dijo: «Ahí va ese francés a caballo (iba en mula) con un hombre (el idiota) para cuidarle todo por ser rico, mientras un pobre soldado como yo, tiene que andar a pie. De buena gana le mataría de un tiro. ¿En qué vale más él que yo? Pero es extranjero; el diablo protege a los extranjeros, y odia a los portugueses.» Continuó el soldado vomitando injurias, y ya le había sacado yo lo menos cuarenta varas de delantera, cuando me eché a reír, sin pensar que lo más prudente era permanecer tranquilo; un momento después, en efecto, ¡paf!, ¡paf!, dos balas bien dirigidas me silbaron en los oídos. Hallábame justamente al borde de un pequeño arroyo, sobre el que había un puente a muy considerable distancia por mi izquierda; metí espuelas a la mula, lanzándola a través del cauce, seguido muy de cerca por el aterrorizado guía, y una vez en la otra orilla galopé por la planicie arenosa hasta ponerme en salvo.
Aquellos individuos, con aspecto de bandidos, por sus acciones mejoraban su facha. Encontrárselos en un lugar solitario, no será nunca para el viajero motivo de alabar su buena fortuna. Los carreteros eran españoles, de las cercanías de Badajoz, enviados a Portugal para transportar los bastimentos. Uno de ellos, a quien volví a encontrar en Badajoz, me contó que toda la escolta era de la misma calaña; a él y a sus compañeros los habían robado muchas cosas, amenazándolos de muerte si los denunciaban. Espanta imaginar lo que sería un ejército compuesto de tales seres, enviado a un país extranjero para conquistarlo o defenderlo; no obstante, cuando escribo estas páginas, España aguarda el socorro armado de Portugal. Quiera Dios misericordioso que las tropas enviadas en su apoyo sean de diferente cuño: aun así, temo, vista la relajación de la disciplina en el ejército portugués, comparado con el inglés o el francés, que a los habitantes pacíficos de las provincias asoladas por la guerra les parezca que los lobos se han juntado para cazar a perros y echarlos del redil. No quisiera morirme sin ver el día en que no se tolere la soldadesca en ningún país civilizado, o, cuando menos, cristiano.
Prosiguiendo mi camino hacia Estremoz, pasé junto a Monte Moro Novo, colina alta y polvorienta, coronada por un edificio antiguo, morisco probablemente. El país era desolado y desierto, por más que de vez en cuando se descubría algún valle poblado de alcornoques y azinheiras. Después del mediodía, el viento, muy encalmado durante la noche y la mañana anteriores, volvió a soplar con tal fuerza que casi me aturdía, aunque nos daba de espaldas.
A las cuatro de la tarde, al remontar una cuesta, descubrí con profunda alegría la ciudad de Estremoz, asentada en una colina, a menos de una legua de distancia. Desde donde yo estaba, se dominaba un panorama de singular belleza. El sol se ponía entre rojas y tormentosas nubes, y sus rayos reverberaban en los pardos muros de la encumbrada ciudad adonde íbamos. Hacia el Suroeste, no muy lejos, alzábase Serra Dorso, la montaña más hermosa del Alemtejo, ya vista por mí desde Evora.
El idiota de mi guía volvió su rostro imbécil hacia la sierra, y sintiéndose súbitamente inspirado, abrió la boca por vez primera durante el día, casi podría decir desde que salimos de Aldea Gallega, y comenzó a explicarme las extrañas cazas que podían hacerse en aquellos montes. También me describió con gran minuciosidad un perro maravilloso que había por allí, adiestrado en la caza de lobos y jabalíes, y cuyo dueño se había negado a venderlo en veinte moidores.
Al cabo, llegamos a Estremoz; nos alojamos en la posada principal, que mira a una explanada o plaza del mercado, centro de la ciudad, y tan ancha, que a mi parecer podrían evolucionar en ella diez mil soldados con toda holgura.
El terrible frío no me consintió permanecer en la habitación a que me llevaron, y entré en una especie de cocina abierta a un lado del pasadizo abovedado que, en los bajos de la casa, llevaba al corral y a las cuadras. Una impetuosa ráfaga caliente se precipitaba a través del pasadizo, como el agua por el caz de un molino. Un enorme tronco de alcornoque ardía en el fogón, debajo de la espaciosa campana, y en torno de la lumbre se acurrucaba una ruidosa turba de campesinos y labradores de las inmediaciones y tres o cuatro matuteros españoles. Me costó trabajo conseguir puesto; los españoles y los portugueses rara vez hacen sitio a un extraño, y como no se les pida o se los empuje, prefieren quedársele a uno mirando con expresión que parece significar: «sé muy bien lo que usted necesita, pero prefiero permanecer donde estoy.»
Entonces observé por vez primera cierto cambio en el modo de hablar, menos sibilante y más gutural; para dirigirse unos a otros empleaban los interlocutores el término español de cortesía usted, en lugar del hinchado vossem se portugués. Esto es un resultado de la comunicación constante con los naturales de España, que nunca consienten en hablar portugués, ni aun en Portugal, y persisten en emplear su magnífico idioma materno, que acaso andando el tiempo acabarán por adoptar todos los portugueses. Esto facilitaría mucho la unión de ambos países, separados hasta hoy por la natural terquedad humana.
Poco tiempo llevaba yo sentado a la lumbre, cuando un individuo, montado en un caballo fino y nervioso, se precipitó por el pasadizo desde la cuadra a la cocina, y empezó a lucir sus habilidades de caballista, obligando al animal a encabritarse y a girar velozmente sobre las patas, con manifiesto peligro de cuantos se hallaban en el aposento. Salió después a la explanada, donde se entretuvo galopando, y al cabo de media hora volvió, dejó el caballo en la cuadra y vino a sentarse junto a mí, hablándome en una jerigonza ininteligible, que a él se le antojaba francés.
Estaba el hombre medio borracho, y pronto lo estuvo tres cuartos, a fuerza de trasegar vaso tras vaso de aguardiente. Viendo mi mutismo, se dirigió en mal español a uno de los contrabandistas; éste, o no le entendió o no quiso entenderle, pero al fin, perdiendo la paciencia, le llamó borracho y le mandó callarse. Exasperado por tal desprecio, asió el beodo el vaso en que bebía, arrojándolo a la cabeza del español, quien brincó como un tigre, desenvainó un cuchillo y tiró de abajo a arriba un tajo a las mejillas de su agresor; indudablemente, le hubiese cortado la cara, de no haber detenido yo a tiempo el brazo del matutero, reduciendo así el daño a un arañazo en la mandíbula inferior, del que brotó un poco de sangre.
Los compañeros del español se metieron por medio, y con gran trabajo se lo llevaron a un pequeño aposento en lo más apartado de la casa, donde ellos dormían y guardaban además los arreos de sus mulas. El borracho comenzó entonces a cantar o más bien a berrear la Marsellesa; después de molestarnos más de una hora, se le pudo persuadir que montase a caballo y se fuera, acompañado por un vecino suyo. Era el tal un tratante en cerdos de aquellos contornos, pero había sido antaño soldado en el ejército de Napoleón, donde, como el cochero borracho de Evora, supongo que adquiriría sus hábitos de embriaguez y su francés rudimentario.
Desde Estremoz a Elvas hay seis leguas. A las nueve de la mañana siguiente emprendí la marcha. El camino corría al principio por terreno cerrado, pero no tardamos en salir a unas llanuras yermas y desabrigadas, en las que el viento, que no dejaba de perseguirnos, gemía tristemente. No encontramos alma viviente en el camino. El paisaje era en extremo desolado. En el cielo, gris oscuro, no se vislumbraba ni un rayo de sol. A gran distancia delante de nosotros, sobre una elevación del terreno, se alzaba una torre, único objeto que rompía la uniformidad del desierto. Dos horas después de haberla columbrado, llegamos al pie de la altura donde estaba la torre; allí mana una fuente y vierte sus aguas transparentes y puras en un pilón de piedra. Hicimos alto para dar de beber a las mulas.
Eché pie a tierra, y separándome del guía, emprendí la subida hacia la torre. La cuesta era muy suave, mas no dejé de pasar algún trabajo, por estar el piso cubierto de piedras afiladas, que, pasándome el calzado, me hirieron dos o tres veces en los pies; además, la distancia resultó ser mucho mayor de lo que yo supuse. Al fin llegué a las ruinas, pues no otra cosa había allí. Me encontré con una de esas torres vigías, llamadas en portugués atalaias; era cuadrada, rodeábala un muro, derruído en grandes trechos. La torre, cuya parte inferior estaba toda macizada, no tenía puerta; pero en una de sus caras había unas hendiduras entre las piedras para apoyar los pies, y trepando por tan tosca escalera llegué a un aposento pequeño, de unos cinco pies en cuadro, con el techo hundido. Dominábase desde allí una extensa vista en todas direcciones; aquel era evidentemente el alojamiento de los encargados de vigilar la frontera y de dar la alarma – encendiendo hogueras, acaso – al aparecer los enemigos. Un puñado de hombres resueltos podía defenderse en tan pequeña fortaleza contra asaltantes numerosos, expuestos en la subida a los tiros de la torre.
Ya iba a marcharme cuando, detrás de una parte del muro no recorrida por mí, sonó un grito extraño; acudí presuroso y me encontré con una miserable criatura, harapienta, sentada en una piedra. Era un loco, como de treinta años de edad, creo que sordo-mudo. Clavado en su asiento, desvariaba y gesticulaba, retorciendo su ruda fisonomía en espantables contorsiones. Solo aquello faltaba para completar la escena. Unos bandidos hubieran estado fuera de lugar en tan melancólica desolación. Pero el loco, sentado en la piedra detrás de las ruinas batidas por el viento, contemplando los marchitos chaparrales, sobre los que gravitaba un cielo hosco y pesado, componía un cuadro de tristeza y miseria como no lo habrá concebido poeta o pintor alguno en sus delirios más sombríos. No es este el primer caso en que me ha tocado comprobar que la realidad sobrepuja a veces a la fantasía.
Monté de nuevo en la mula y caminamos hasta que, al llegar a lo alto de otra colina, exclamó el guía súbitamente: «¡Allí está Elvas!» Miré en la dirección que me indicaba, y vi una ciudad encaramada en un alto cerro. Separado de éste por un profundo valle, hacia la izquierda, había otro cerro mucho más alto, donde está la famosa fortaleza de Elvas, reputada por la más poderosa de Portugal. Entre ambos cerros, pero muy al fondo, y lejos, en dirección de España, columbré las vertientes sombrías y la cima nebulosa de una soberbia montaña, que, según más adelante supe, era Alburquerque, una de las mayores de Extremadura.
El camino entraba allí en paraje cultivado; por entre setos vivos llegamos a un sitio donde el terreno descendía suavemente. A la derecha arrancaba el acueducto que provee de agua a la ciudad; tenía allí escasamente dos pies de altura, pero según íbamos descendiendo, las proporciones de la fábrica crecían, hasta ser colosales. Cerca del fondo del valle, el acueducto torcía a la izquierda, salvando el camino con uno de sus arcos: al pasar por debajo, alcé los ojos para mirarlo. El agua corría a cien pies de altura sobre mi cabeza; la inmensidad de la obra realizada para transportarla me llenó de admiración. Con todo, cierto detalle rebaja mucho las pretensiones de grandeza y magnificencia de este acueducto: el agua no corre, como en el de Lisboa, sobre un solo orden de arcos gigantescos, posados en el valle como piernas de titanes, sino sobre tres órdenes de arcos superpuestos. El gasto y el trabajo necesarios para levantar tan insigne máquina, debieron de ser enormes; y cuando se piensa en la relativa facilidad con que la industria moderna obtendría igual resultado, no puede uno por menos de alegrarse de vivir en tiempos en que es innecesario esquilmar la riqueza de una provincia para proveer a una ciudad, construída en un cerro, de un indispensable elemento de vida.
CAPÍTULO VIII
Elvas. – Longevidad extraordinaria. – La nación inglesa. – Ingratitud portuguesa. – Las fortificaciones. – Un mendigo español. – Badajoz. – La aduana.
A mi llegada a la puerta de Elvas un oficial salió de una especie de cuerpo de guardia, y después de hacerme varias preguntas, me envió, acompañado de un soldado, a la oficina de policía, donde mi pasaporte había de ser visé, porque en la frontera son muy exigentes en ese particular. Arreglado el asunto, me instalé en una hostería próxima a aquella puerta; me la había recomendado el posadero de Vendas Novas, y su dueño se llamaba José Rosado. Era la mejor de Elvas, pero muy inferior en comodidades a cualquier figón inglés. Acosado por el frío, me refugié gustoso en una cocina interior, alumbrada tan sólo, una vez cerrada la puerta, por el resplandor del fuego que ardía débilmente en el fogón. Una mujer de edad, sentada en una silla junto a la lumbre, pasaba las cuentas de su rosario; discerní en su rostro, en cuanto la escasa luz del aposento me lo permitía, una expresión singular, extraordinaria. Hícele algunas preguntas sin importancia, y me contestó; pero parecía ligeramente sorda. Comenzaba a encanecer, y le dije que, si bien la creía de más edad que yo, no tenía seguramente el pelo tan blanco como el mío.
– ¿Qué edad tiene usted, caballero? – preguntó, dándome el título usualmente empleado en España para denotar un grado de respeto extraordinario – . Respondí que iba a cumplir treinta años. «Entonces – dijo – tenía usted razón al suponer que soy más vieja; tengo más años que su madre de usted y que la madre de su madre; hace más de cien años era yo una chicuela, y jugaba con otras de mi edad por esos campos.» «En tal caso – respondí – se acordará usted, sin duda, del terremoto.» «Sí – contestó – ; si de algo me acuerdo, es de eso; cuando ocurrió, estaba yo en la iglesia de Elvas oyendo misa, y el cura se cayó al suelo, y dejó también caer la Hostia de las manos. Aún me acuerdo de cómo temblaba el suelo; todos nos mareamos; las casas se tambaleaban como si estuviesen borrachas. Ochenta años han pasado sobre mí desde el temblor de tierra, y entonces ya tenía yo más edad que usted tiene ahora.»
Miré con asombro a tan extraordinaria mujer, y apenas podía dar crédito a sus palabras. Sin embargo, me aseguraron que, positivamente, tenía más de ciento diez años, y pasaba por ser la persona más vieja de Portugal. Conservaba todas sus facultades tan despejadas como la generalidad de la gente al rayar en la mitad de aquellos años. Era pariente de los dueños de la hostería.
Conforme avanzaba la noche, fueron entrando varias personas para calentarse a la lumbre y gozar de la conversación; la casa era una especie de mentidero, donde llevaba la voz cantante el huésped, hombre de cierta sagacidad y experiencia, antiguo soldado del ejército británico. Entre otros, vino el oficial que mandaba en la puerta de la ciudad. Después de cambiar algunas palabras, este caballero, joven de unos veinticinco años, bien parecido, rompió en declamaciones violentas contra la nación inglesa y su gobierno, quienes, si en todo tiempo habían demostrado su egoísmo y su falacia, seguían ahora, respecto de España, una conducta sobremanera ignominiosa, pues estando en su mano acabar de golpe la guerra civil, enviando un poderoso ejército de socorro, preferían mandar un puñado de tropas, con objeto de prolongar la lucha y aprovecharse de sus ventajas. Después de cumplimentarle irónicamente por su cortesía y urbanidad, pregunté al oficial si entre las acciones egoístas de la nación y del gobierno ingleses, se contaba la de haber derrochado centenares de millones de libras esterlinas y vertido un océano de preciosa sangre para sostener la campaña de la península contra Napoleón. «Seguramente – dije – el fuerte de Elvas, y más aún el vecino castillo de Badajoz, dicen mucho respecto del egoísmo inglés, y cada vez que los mire se confirmará usted en la opinión que acaba de exponer. En cuanto a la guerra actual, le diré a usted que la gratitud de España a Inglaterra, después de la expulsión de los franceses gracias a nuestros ejércitos – gratitud demostrada en los estorbos puestos al comercio inglés y en las misas de acción de gracias ofrecidas al abandonar las costas españolas los herejes británicos – , no puede inducir a Inglaterra a arruinarse por el propósito de expulsar a don Carlos de sus montañas. Por deferencia al superior entendimiento de usted – continué, dirigiéndome al oficial – , quisiera creer que la prolongación indefinida de la guerra reporta grandes provechos a mi país; pero me haría usted un favor insigne explicándome el proceso químico en virtud del que la sangre vertida en las montañas españolas va a parar al tesoro inglés convertida en monedas de oro.»
Como tardara en contestarme, tomé de sobre la mesa un plato con fruta, y pregunté: «¿Cómo se llaman estas frutas?» «Granadas y bolotas» – respondió – . «Muy bien; un rústico inglés que no haya salido nunca de su país, no hubiese podido darme esa respuesta, a pesar de hallarse tan familiarizado con las granadas y las bolotas como vuestra señoría con la línea de conducta que le incumbe tomar a Inglaterra en su política interior y exterior.»
Esta réplica mía era impropia de un cristiano, lo confieso, y me demostró cuántas reliquias de mi antiguo carácter quedaban en el fondo de mi alma; con todo, séame permitido decir que, probablemente, ninguna otra provocación me hubiera inducido a responder con tanta cólera; pero no pude dominarme al oír tratar con injusticia a mi gloriosa tierra. Y ¿por quién? ¡Por un portugués! Por un hijo del país libertado de horrible esclavitud dos veces gracias al esfuerzo inglés. A no ser por Wellington y sus héroes, Portugal sería francés a estas fechas; a no ser por Napier y sus marinos, don Miguel reinaría en Lisboa. Volviendo al oficial, diré que todos se le rieron, y un momento después se fué.
Al día siguiente entré en relación con un comerciante respetable, llamado Almeida, hombre de talento, aunque algo brusco de modales. Manifestó profunda aversión al sistema papista que durante tanto tiempo había mantenido en mortales tinieblas a su infortunado país; y apenas supo que yo era portador de cierta cantidad de Testamentos, con intención de dejarlos allí para su venta, expresó vivos deseos de hacerse cargo de los libros, y se ofreció a trabajar cuanto pudiese para colocarlos entre sus numerosos parroquianos. Al enseñarle un ejemplar, le dije: «En la portada va el nombre de usted.» Porque, en efecto, la edición portuguesa de la Sagrada Escritura que la Sociedad Bíblica repartía la hizo un protestante llamado Almeida, y se publicó por vez primera en 1712; el comerciante sonrió, y me dijo que le honraba mucho tener alguna relación, aunque sólo fuese por el nombre, con el traductor. Echó a broma la propuesta de remunerarle por su trabajo, asegurándome que el solo hecho de poder colaborar en una obra tan santa y útil como la difusión de la Escritura, era para él suficiente recompensa.
Terminado este asunto, di un vistazo a los alrededores de Elvas, y subí paseando, cerro arriba, hasta el fuerte, al Norte de la ciudad. La parte baja del cerro está poblada de azinheiras, que le dan amenidad; por unas piedras varadas en el cauce crucé el arroyuelo que corre al pie. Al llegar a la entrada del fuerte, un centinela me cortó el paso; pero tuvo la amabilidad de decirme que, con dar mi nombre al oficial comandante, me permitirían visitar el interior. Envié, pues, mi tarjeta al oficial con un soldado que vagaba por allí, y, sentándome en una piedra, aguardé; volvió a poco; me preguntó si yo era inglés, y al oír mi respuesta afirmativa, dijo: «En tal caso, señor, no puede usted entrar; no es costumbre enseñar el fuerte a los extranjeros.» Respondí que lo mismo me daba visitarlo o no; y después de contemplar a Badajoz en la lejanía, desde el lado oriental del cerro, desanduve el camino recorrido a la subida.
Tales son los provechos que se obtienen con proteger a una nación y con derrochar la sangre y el dinero en su defensa. Los ingleses nunca han estado en guerra con Portugal; se han batido por mar y por tierra, siempre con buen éxito, en favor de su independencia; se han obligado, por un tratado de comercio, a beber sus vinos, tan ordinarios y adulterados, que en ninguna otra parte los quieren, y, sin embargo, son los más impopulares de cuantos extranjeros visitan este país. Los franceses han asolado Portugal y vertido la sangre de sus hijos como si fuese agua; no compran sus productos; desprecian sus vinos; pero no hay aquí mala disposición para los franceses. La razón de esto no es ningún misterio; lo propio, no ya de los portugueses, sino de la corrupción del hombre, es aborrecer a los bienhechores que con sus beneficios lastiman del modo más generoso su miserable vanidad.
En ningún país son tan populares los ingleses como en Francia; y es que, si bien los franceses han sido con frecuencia tratados rudamente por los ingleses y ocupada su capital por un ejército inglés, nunca han estado sometidos a la supuesta ignominia de recibir de ellos asistencia y socorro.
Las fortificaciones de Elvas son un modelo en su género; a primera vista pudiera creerse que la ciudad, si estuviera bien guarnecida, sería capaz de retar a cualquier enemigo; pero tiene un punto flaco: un cerro la domina por Occidente, a media milla de distancia, desde donde un general experto no dejaría de cañonearla, probablemente con buen éxito. Es la última ciudad de Portugal por aquella parte, y apenas si la separan dos leguas de la frontera española. Fué construída, evidentemente, para rivalizar con Badajoz, al que mira desde su altura a través de la planicie arenosa por donde van las lentas aguas del Guadiana. Pero aunque Elvas es una ciudad fuerte, apenas tiene valor como defensa de la frontera, abierta por todas partes, de tal modo, que un ejército invasor dispuesto a esquivar esta plaza, no tendría la menor necesidad de aproximarse ni a doce leguas de sus muros. Son tan extensas sus fortificaciones que no harían falta menos de diez mil hombres para guarnecerla, fuerza que, en caso de invasión, estaría mejor empleada en afrontar al enemigo en campo raso. Durante su ocupación de Portugal, los franceses pusieron en la plaza una corta guarnición, que se retiró al castillo al acercarse los ingleses, y capituló poco después.
Como ya no me detenía cosa alguna en Elvas, dispúseme a cruzar la frontera de España. El guía idiota tomó el camino de vuelta a Aldea Gallega, y el 5 de enero, montado en una triste mula, sin riendas ni estribos, guiándola con el ramal, y seguido por un muchacho que había de acompañarme montado en otra, bajé presuroso desde Elvas al llano, con ansia de llegar a la romántica, a la caballeresca y vieja España. Era innecesario, y así lo comprendí en seguida, azuzar a mi mula, pues con todas sus mataduras, reparada de la vista y coja, andaba ligera como el viento.
En poco más de media hora llegamos a un arroyo, cuyas aguas corrían impetuosas entre márgenes escarpadas. Un hombre, al borde del arroyo, me indicó el vado en el agrio dialecto de Portugal; y cuando aún estaba yo chapoteando en el agua, una voz me saludó desde la otra orilla en el espléndido idioma de España, de esta manera: ¡Oh señor caballero, que me dé usted una limosna por amor de Dios, una limosnita para que yo me compre un traguillo de vino tinto! Un momento después pisé suelo español, porque el arroyo, llamado Acaia, sirve allí de límite a los dos reinos; arrojé al mendigo una monedilla de plata, y gritando ¡Santiago y cierra España!, seguí mi camino más de prisa todavía, prestando poca atención, como dice Gil Blas, al torrente de bendiciones derramado por el mendigo a mis espaldas; con todo, nunca se vió limosna otorgada con menos discernimiento, porque, según más adelante averigüé, aquel tipo era un borracho perdido que se instalaba todas las mañanas junto al vado para sacar a los viajeros unos cuartos y gastárselos por las noches en las tabernas de Badajoz. Pagaba con bendiciones a quien le daba limosna, y con maldiciones a quien se la negaba; e igual facundia y habilidad tenía en el empleo de las unas que de las otras.