Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo III (de 3)», sayfa 13
CAPÍTULO LIV
Otra vez a bordo. – Un rostro sorprendente. – El Haji. – Nos damos a la vela. – Los dos judíos. – Un barco americano. – Tánger. – Adun Oulem. – La riña. – Lo prohibido.
El jueves 8 de agosto me encontré de nuevo a bordo de la barca genovesa, a hora tan temprana como el día anterior. No obstante, después de aguardar dos o tres horas sin que se hiciese ningún preparativo de marcha, me disponía ya a volver otra vez a tierra; pero el viejo piloto genovés me aconsejó que me quedara, asegurándome que, sin duda alguna, íbamos a partir en seguida, pues toda la carga estaba a bordo y no teníamos ya por qué detenernos. Estaba descansando en la camareta, cuando oí chocar un bote contra el costado de nuestro barco, y alguna gente subir a bordo. Al instante apareció en la abertura un rostro singular, feroz. Estaba yo medio dormido, y al pronto creí que soñaba, pues aquella faz más parecía de gato montés o de ogro que de ser humano; su larga barba casi me rozaba la cara, hallándome tendido en una especie de hamaca. Pero al incorporarme sobresaltado, reconocí la insólita catadura del judío a quien había visto en compañía de Judah Lib. También él me reconoció, y, moviendo la cabeza, plegó sus desmedidas facciones en una sonrisa. Me levanté y subí a cubierta, y allí le hallé junto con otro judío, joven, vestido a lo berberisco. Acababan de llegar en el bote. Pregunté a mi amigo el de la barba quién era, de dónde venía y adónde iba. Respondió, en portugués corrompido, que regresaba de Lisboa, adonde había ido a sus negocios, a Mogador, su ciudad natal. Me miró luego al rostro y sonrió, y sacando del bolsillo un libro en caracteres hebraicos, se puso a leerlo; viéndolo, un marinero español de a bordo dijo, que con tales barba y libro tenía que ser un sabio. Su compañero era de Mequinez, y sólo hablaba arábigo.
Una barcaza se aproximaba, cuya popa aparecía llena de moros; serían unos doce, y la mayor parte eran evidentemente personas de calidad, pues iban vestidos con toda la pompa y galanura del Oriente: turbantes de nívea blancura, jabadores de seda verde o tela escarlata, y bedeyas adornadas con galones de oro. Algunos eran tipos en extremo arrogantes, y dos de ellos, jóvenes, de sorprendente hermosura, y lejos de mostrar, como es general entre moros, semblante negruzco o moreno, su tez era delicada, sonrosada y blanca. El personaje principal, a quien los demás trataban con mucho respeto, era hombre de talla atlética, de unos cuarenta años. Llevaba túnica de algodón blanco acolchado, y kandrisa blanca, y liado con gracia al cuerpo, envolviéndole la parte alta de la cabeza, el haik, o capa de flanela blanca, tenida siempre en mucha estima por los moros, desde las épocas más remotas de su historia. Iba desnudo de piernas, y los pies protegidos tan sólo del suelo por babuchas amarillas. No ostentaba más gala que un largo zarcillo de oro, del que pendía una perla, evidentemente de gran valor. Una hermosa barba negra, como de un pie de larga, se esparcía por su musculoso tórax. Sus facciones eran correctas, excepto los ojos, un poco pequeños; su expresión, empero, era torcida; su mirar, duro; la malignidad y la mala índole se pintaban en cada rasgo de su semblante, donde no parecía haber brillado jamás una sonrisa. El marinero español de quien ya he tenido ocasión de hablar me dijo por lo bajo que era un santurrón, y que regresaba del viaje a la Meca; añadió que era un mercader de inmensa riqueza. Pronto vimos que los otros moros le habían acompañado a bordo solamente por amistosa cortesía, pues uno tras otro fueron despidiéndose de él, con excepción de dos negros, sus acompañantes. Observé que los negros, cuando los moros les tendían la mano al marcharse, se esforzaban invariablemente por llevársela a los labios, esfuerzo que siempre se frustraba, pues los moros, en cada caso, por un movimiento rápido y gracioso, retiraban la mano presa en la del negro y la oprimían contra su corazón; que era tanto como decir: «aunque negro y esclavo eres musulmán, y, por serlo, eres nuestro hermano; Alá no hace distinciones». El botero se acercó entonces al haji, pidiendo su paga, y le dijo que había ido tres veces a bordo por su servicio, a llevarle el equipaje. La suma que pidió le pareció exorbitante al haji, quien, olvidándose de su condición de santo y de recién venido de la Meca, fumaba atrozmente, y en mal español le llamó ladrón al botero. El improperio que más irrita a un español (el botero lo era) es ése; y apenas aquel prójimo se oyó tratar así, cuando, chispeantes de furor sus ojos, asestó el puño a la nariz del haji, y pagó el vocablo injurioso lo menos con otros diez tan malos o peores. Quizás habría pasado a actos de violencia, si no le hubieran arrancado de allí a la fuerza los otros moros, que se le llevaron aparte, y supongo que le dirían o le darían algo para calmarle, pues no tardó en volver al bote y regresó con todos ellos a tierra. El capitán llegó entonces con su secretario judío, y se dieron las órdenes para hacerse a la vela. Poco después de las doce zarpábamos de la bahía de Gibraltar. El viento soplaba favorable, pero durante cierto tiempo no avanzamos mucho, pues casi yacíamos en calma a sotavento del Peñón; poco a poco, no obstante, nuestra marcha fué haciéndose más rápida, y pasada como una hora corríamos velozmente hacia Tarifa.
El secretario judío permanecía en el timón, y en realidad resultó ser la persona que mandaba el barco, y quien daba las órdenes necesarias, ejecutadas bajo la superintendencia del viejo piloto genovés. Hice algunas preguntas al haji, pero me miró de soslayo con sus adustos ojos, hizo un mohín con los labios, y siguió en silencio; era como decir: «No me hables; soy más santo que tú». Sus negros fueron mucho más comunicativos. Uno era viejo y feísimo; el otro, de unos veinte años, era tan bien parecido como puede serlo un negro. De puro color de ébano, tenía las facciones en extremo bien formadas y delicadas, con excepción de los labios, demasiado gruesos. La forma de sus ojos era muy particular: oblongos más que redondos, como los de las figuras egipcias. Tenía aire pensativo, meditabundo. Era, en todo, distinto de su compañero, incluso en el color (aunque ambos eran negros) y descendía, sin duda, de alguna raza superior poco conocida. Sentado al pie del mástil, contemplando el mar, hallábase, a juicio mío, fuera de su sitio natural; mejor hubiera parecido en los arenales sin límites, al pie de una palmera, y habría podido pasar entonces por un Jin29. Le pregunté de dónde procedía; díjome que era natural de Fez, pero que no había conocido nunca a sus padres; se crió en la casa de su amo actual, a quien había seguido en la mayor parte de sus viajes, y acompañádole tres veces a la Meca. Le pregunté si le gustaba ser esclavo. A eso me respondió que ya no lo era, pues en razón de sus fieles servicios le habían dado libertad tiempo atrás, así como a su compañero. Muchas más cosas me habría dicho, pero el haji le llamó, y le entretuvo en otras ocupaciones, probablemente para impedir que yo le contaminase.
Esquivado por los musulmanes, recurrí a los judíos, quienes en modo alguno se mostraron remisos en cultivar la familiaridad. El sabio barbudo me contó su historia, en muchos puntos semejante a la de Judah Lib, pues, según parece, dos o tres años antes había salido de Mogador en busca de su hijo, que se había fugado a Portugal. Pero al llegar el padre a Lisboa, averiguó que pocos días antes el fugitivo se había embarcado para el Brasil. Al contrario de Judah, en busca de su padre, se cansó de su demanda y la abandonó. El judío de Mequinez, más joven, se animó y alegró en extremo al darse cuenta de que yo entendía su lengua, y me hizo reír con su humorística descripción de la vida cristiana, tal como la había observado en Gibraltar, donde acababa de residir cerca de un mes. Me habló después de Mequinez, un Jennut, o paraíso, según decía, comparado con el cual, Gibraltar era una pocilga. Tan grande, tan universal es el amor a la tierra nativa. Pronto me dí cuenta de que ambos judíos me creían de su raza, y el joven, mucho más expansivo que el otro, me calificó de tal, y habló de la infamia de negar mi propia sangre. Poco antes de llegar frente a Tarifa, el hambre se apoderó de todos nosotros. El haji y sus negros manifestaron su repuesto y se regalaron con pollos asados; los judíos comieron uvas y pan, y yo, pan y queso, en tanto que la tripulación preparaba un plato de boquerones. Dos marineros acudieron solícitos con una buena ración y me la ofrecieron con afecto fraternal; no vacilé en aceptar su obsequio, y los boquerones me parecieron deliciosos. Como me hallaba sentado entre los judíos, les ofrecí algunos, pero volvieron el rostro con repugnancia, exclamando: Haloof30. Pero, al propio tiempo, me estrecharon la mano y, sin que yo se lo brindase, tomaron un pedacito de mi pan. Tenía yo una botella de coñac, que había llevado como prevención contra el mareo, y también se la ofrecí; pero rehusaron otra vez, y exclamaron: Haram31. Yo no dije nada.
Estábamos entonces junto al faro de Tarifa, y, poniendo la proa al Oeste, hicimos rumbo en derechura hacia la costa de Africa. El viento había refrescado mucho, y como soplaba casi de popa, corríamos con tremenda velocidad, amenazándonos las grandes velas latinas con sepultarnos a cada momento bajo las olas que la corriente contraria levantaba frente a nosotros. En esta veloz carrera, pasamos pegados a la popa de un barco grande con bandera americana; iba a tomar el Estrecho y avanzaba lentamente contra el levante impetuoso. Al pasar junto a él vimos la popa llena de gente que nos observaba: la verdad es que debíamos de ofrecer un espectáculo singular a los pasajeros que, como mi joven amigo el americano de Gibraltar, vinieran al Viejo Mundo por vez primera. En el timón iba el judío; todo él envuelto en una gabardina, cuya capucha, echada sobre la cabeza, le daba casi el aspecto de un aparecido con su mortaja; en tanto que, sobre cubierta, mezclados con europeos, todos, menos yo, pintorescamente vestidos, iban los moros con sus turbantes, flotando suelto al viento el haik del haji. Fugaz tuvo que ser, empero, la visión que de nosotros alcanzaron, puesto que nos cruzamos con la velocidad de un caballo de carreras, y a eso de una hora más tarde, sólo distábamos una milla del promontorio en que se asienta el castillo de Alminar, extremo límite oriental de la bahía de Tánger. Allí el viento cayó, y avanzamos de nuevo con lentitud.
Hacía ya mucho tiempo que Tánger estaba a la vista. Poco después de empezar a alejarnos de Tarifa, le habíamos columbrado en la lejanía, semejante a una paloma blanca empollando en su nido. El sol se ocultaba detrás de la ciudad cuando echamos el ancla en la bahía, entre media docena de barcas y faluchos, del porte de la nuestra, únicos barcos que vimos. Tánger se hallaba ante nosotros, pintoresca ciudad que ocupa las vertientes y la cima de dos colinas, una de las cuales, brava y escarpada, se mete en el mar allí donde la costa forma de pronto una abrupta revuelta. Amenazadores parecen sus almenados muros, encaramados en la cúspide de empinadas rocas, cuya base lavan las ondas del mar, o surgiendo de la angosta playa que separa la colina del Océano.
Allí hay dos o tres órdenes de baterías, armadas con gruesos cañones, que dominan la bahía; encima se ven los terrados de la ciudad, que se alzan escalonados, como peldaños para gigantes. Todo es blanco, de perfecta blancura, de suerte que el conjunto parece tallado en un inmenso bloque de yeso; bien es verdad que aquí y allí emergen de la blancura altos árboles verdes: acaso pertenezcan a jardines moros, y tal vez ahora estarán reclinadas a su sombra muchas Leilas ojinegras, hermanas de las huríes. Frente por frente a nosotros se levanta una gran torre o alminar, no blanca, sino pintada curiosamente; pertenece a la mezquita principal de Tánger; sobre ella ondeaba una bandera negra, por ser la fiesta de Ashor. Una hermosa playa de blanca arena bordea la bahía desde la ciudad hasta el promontorio del Alminar. Al Este se alzan portentosas colinas y montañas: son el Gebel Muza y su cadena; y aquel su compañero que se levanta a lo lejos es el pico de Tetuán; las brumas grises de la tarde envuelven sus flancos. Tal era Tánger, tales sus cercanías, como se me aparecieron al contemplarlas desde la barca genovesa.
Arriaron un bote del barco, y el capitán, que traía a su cargo el correo de Gibraltar, el secretario judío, y el haji, con sus acompañantes negros, se fueron a tierra. Yo hubiera querido ir con ellos, pero me dijeron que no podría desembarcar aquella noche, pues antes de que examinasen mi pasaporte y mi patente de sanidad se cerrarían las puertas de la ciudad; así es que permanecí a bordo con la tripulación y los dos judíos. Los marineros prepararon su cena, que consistía simplemente en una ensalada de tomates, habiéndose consumido las demás provisiones. El genovés viejo me trajo una ración, excusándose al propio tiempo por la frugalidad de la comida. Acepté agradecido, y le dije que un millón de hombres mejores que yo tenían peor cena. Nunca he comido con mejor apetito. Al entrar la noche, los judíos cantaron himnos hebreos, y cuando concluyeron me preguntaron por qué permanecía en silencio; alcé la voz y canté Adun Oulem32.
Las tinieblas envolvían ya por completo tierra y mar; ningún ruido se oía, salvo, de vez en cuando, el lejano ladrido de un perro en la costa, o alguna quejumbrosa canción genovesa, que se alzaba de una barca próxima. La ciudad parecía sepultada en lobreguez y silencio; ni siquiera la luz de una bujía se columbraba. Pero volviendo la vista a España, percibimos un fuego magnífico, que al parecer envolvía la vertiente y la cima de una de las montañas más altas al Norte de Tarifa. El incendio arrancaba destellos rojizos a las aguas del Estrecho. O las leñas del monte ardían, o los carboneros se aplicaban a sus sombrías faenas. Los judíos se quejaron de cansancio, y el más joven, desatando una colchoneta, la tendió sobre cubierta y trató de descansar. El sabio bajó a la camareta; pero apenas había tenido tiempo de echarse cuando el viejo piloto, lanzándose en pos de él, bajó también y le sacó fuera por los talones, porque la cámara estaba muy poco profunda, y no había más que bajar dos o tres peldaños. Hecho eso, le dirigió muchos improperios, y le amenazó con el pie, mientras permanecía tendido sobre cubierta. «¿Cree usted – le dijo – que un perro judío como usted, y que paga como un perro judío, va a dormir en la cámara? Desengáñese, bestia: en la cámara no duerme esta noche nadie más que este caballero cristiano.» El sabio, sin replicar, se alzó de sobre cubierta y se acarició la barba, en tanto el viejo genovés proseguía su filípica. Si el judío hubiese sido dado a ello, habría podido estrangular a su insultador en un momento, o espachurrarlo entre sus membrudos brazos, pues no recuerdo haber visto jamás un individuo tan fuerte y musculoso; pero, evidentemente, era tardo en encolerizarse, y muy paciente. No se le escapó ni una palabra de resentimiento, y sus facciones conservaron su habitual expresión de benigna placidez.
Entonces le aseguré al piloto que el judío podía compartir la cámara conmigo sin la más leve objeción por mi parte, y que, al contrario, más bien lo deseaba, pues había sitio de sobra para ambos.
– Dispense usted, señor caballero – replicó el genovés – ; pero le juro que no permitiré tal cosa: usted es joven y no conoce a esta canaille como yo la conozco, que llevo veinte años yendo y viniendo entre estas costas. Si esa bestia tiene frío, que duerma en el sollado, como yo y los demás; pero en la cámara no entra.
Conociendo que era testarudo, me retiré, y a los pocos minutos caí en profundo sueño, que duró hasta el alba. Cierto que dos o tres veces me pareció que se peleaban cerca de mí; pero estaba tan abrumado de cansancio, tan borracho de sueño, que no pude despertarme lo bastante para enterarme de lo que sucedía. El hecho fué que, en el transcurso de la noche, el sabio, hallándose incómodo al aire libre, junto a su compañero, intentó por tres veces meterse en la cámara, y otras tantas le arrojó de ella su incansable enemigo, que, sospechando sus intenciones, no le quitó ojo en toda la noche.
A eso de las cinco me levanté; el radiante sol brillaba esplendoroso sobre la ciudad, la bahía y la montaña; la tripulación ya estaba ocupada sobre cubierta en reparar una vela desgarrada por el viento el día anterior. Los judíos, sentados en la popa con aire desconsolado, se quejaban mucho del frío que habían sufrido en aquel lugar abierto. Sobre el ojo izquierdo del sabio vi una cortadura ensangrentada, que, según me dijo, le había hecho el viejo genovés después de sacarle de la cámara por última vez. Entonces manifesté mi botella de coñac, rogando que la tripulación participase en ella, como leve correspondencia a su hospitalidad. Me dieron las gracias, y la botella fué circulando; al cabo llegó a manos del viejo piloto, quien, tras de mirar un instante al sabio, se la llevó a los labios, donde la mantuvo mucho más tiempo que ninguno de sus compañeros; después me la devolvió, haciéndome una profunda reverencia. El sabio preguntó entonces qué contenía la botella. Le dije que coñac, o aguardiente, y al oírlo, rogó, no sin cierta ansia, que le permitiese beber un trago.
– ¿Cómo es eso? – dije yo – . Ayer me dijo usted que era una cosa prohibida, una abominación.
– Ayer – respondió – no sabía que fuese aguardiente; creí que era vino, que es, ciertamente, una abominación, cosa prohibida.
– ¿Está prohibido en la Torah? – pregunté – . ¿Está prohibido por la ley de Dios?
– No lo sé – replicó – ; lo que sé es que los sabios lo han prohibido.
– Sabios como usted – exclamé con calor – ; sabios como usted, de barba larga y entendimiento corto. Permitido está el uso de ambas bebidas; pero más peligro se esconde en esta botella que en una cuba de vino. Bien dijo mi Señor el Nazareno: «Vosotros apartáis un mosquito y os tragáis un camello»; pero, puesto que tiene usted frío y tirita, tome la botella y reanímese con un traguito de su contenido.
Se la acercó a los labios, y no encontró ni gota. El viejo genovés reía con sorna.
– Bestia– dijo – , le conocí en los ojos que deseaba beber un trago, y me dije: aunque me ahogue, no dejaré que un caballero cristiano malgaste ni gota del aguardiente en ese judío, ¡mal rayo caiga sobre su cabeza!
»Ahora, señor caballero – continuó – , puede usted bajar a tierra; esos dos marineros le llevarán al muelle y transportarán su equipaje adonde tenga por conveniente; la Virgen le bendiga por donde vaya.
CAPÍTULO LV
El muelle. – Los dos moros. – Djmah de Tánger. – La casa de Dios. – El cónsul británico. – Espectáculo curioso. – La casa mora. – Juana Correa. – Ave María.
Bogamos, pues, hacia el muelle, y desembarcamos. El muelle no consiste actualmente más que en un inmenso rimero de grandes piedras sueltas, que corre como unas quinientas yardas bahía adentro: son parte de las ruinas de un magnífico espigón que los ingleses, último pueblo extranjero que ocupó a Tánger, destruyeron al evacuar la plaza. Los moros no han intentado nunca repararlo: en las mareas altas, el mar rompe contra él furioso. Fué tarea difícil abrirme camino entre las resbaladizas piedras, y dos o tres veces me hubiera caído a no ser por la buena voluntad de los marineros genoveses. Al fin alcanzamos la playa, y nos encaminábamos hacia la puerta de la ciudad, cuando dos moros vinieron a nosotros. Casi nos asustamos al ver al primero: era un bárbaro corpulento y viejo, con aborrascada barba blanca, turbante, haik y calzones sucios, desnudas las piernas e inmensos y aplastados pies, cuyos talones sobresalían lo menos un par de pulgadas por detrás de sus viejas y negras babuchas.
– Este es el capitán del puerto – dijo uno de los genoveses – . Trátele con respeto.
Me quité, pues, el sombrero y exclamé:
– Sba alkheir a sidi.
– ¿Sois ingleses? – vociferó el horroroso y gigantesco vejestorio.
– Ingleses, señor – adelantándome le tendí la mano, que casi aplastó con su tremenda zarpa. Entonces el otro moro me habló en una jerga compuesta de inglés, español y árabe. También era un personaje raro; pero muy diferente de su compañero, que le llevaba, por lo poco, la cabeza, y menos completo de un ojo, pues el globo de visión izquierdo teníalo cerrado, y era, como los españoles dicen, tuerto; pero excedía con mucho al otro en la limpieza del turbante, haik y calzones. De lo que farfulló colegí que era el mahasni o soldado del cónsul inglés; que el cónsul, sabedor de mi llegada, le había enviado para acompañarme a su casa. Me propuso que le siguiese, y así lo hice, acompañándonos el viejo capitán del puerto hasta la entrada de la ciudad, donde dió media vuelta y se metió en un edificio que, a mi parecer, sería la aduana, por los fardos y cajas de toda índole apilados delante. Traspusimos la puerta de la ciudad y remontamos una pendiente tortuosa. A nuestra izquierda había una batería llena de cañones, apuntando al mar, y a nuestra derecha un recio muro, tallado en parte en la misma montaña: un poco más arriba llegamos a un sitio abierto, donde se alza la mezquita que ya he mencionado. Al contemplar la torre, me dije: «Seguramente tenemos aquí una hermana menor de la Giralda de Sevilla.»
Ignoro si alguien ha notado ya el parecido entre ambos edificios, y quizás habrá algunos que nieguen tal semejanza, sobre todo si, al formar opinión, se dejan influir mucho por el tamaño y el color: la Giralda es de color rojo, o más bien bermellón, mientras que en el Djmah de Tánger predomina el verde por estar hecha de ladrillos de ese color; pero entre ellos, con ciertos intervalos, hay colocados otros de un leve tinte rojo, de suerte que la torre presenta una bella variedad de tonos. Respecto al tamaño, comparado con la gigantesca maga sevillana, el Djmah tangerino parecería lo que un arbolillo nuevo al lado de un cedro del Líbano, cuyo tronco ha resistido las tormentas de quinientos años. Pues con todo eso, afirmo que, en otros respectos, ambas torres son una y la misma, y que en ambas se manifiestan el mismo espíritu, igual designio; su forma es igual, y tienen en sus muros las mismas señales, incluso aquellos misteriosos arcos grabados en los ladrillos, emblema de no sé qué. Sin violencia puede decirse que los dos monumentos están entre sí en la misma relación que los antiguos moros con los modernos. La Giralda es una maravilla del mundo, y el antiguo moro fué casi conquistador del mundo. Al moderno moro apenas se le conoce, y ¿quién ha oído nunca hablar de la torre de Tánger? Pero examinadla atentamente, y hallaréis en ella mucho, muchísimo que admirar; y si se os presenta la oportunidad de observar con detención a los moros modernos, de seguro descubriréis en sus personas y en sus acciones, junto a muchos rasgos grotescos, incultos y bárbaros, no pocos que compensarán con amplitud una investigación laboriosa.
Al pasar por delante de la mezquita, me detuve a la puerta un momento y miré al interior; no vi más que un patio cuadrangular pavimentado con baldosas de colores, a cielo abierto. En los lados, sendas galerías con arcos o piazzas, y en el centro una fuente, donde varios moros cumplían sus abluciones. Miré en torno, en busca del objeto abominable, y no lo hallé. El pecado habitual de la iglesia pseudo-cristiana no estaba allí en cada rincón para herirme en los ojos.
– Venid acá, papistas – dije – y tomad esta lección: aquí hay una casa de Dios, en lo exterior al menos, tal como una casa de Dios debe ser: cuatro muros, una fuente, y encima el eterno firmamento, donde se espeja su gloria. ¿Qué casas edificáis al Dios que ha dicho: «No grabarás tu imagen»? Insensato, tus muros están poblados de ídolos; a una piedra le llamas tu Padre, y a un pedazo de madera carcomida, Reina de los Cielos. Insensato, no conoces siquiera al Anciano de días, y del mismo moro tienes algo que aprender. Al menos, el moro conoce al Anciano de días, que ha dicho: «No tendrás más dioses que yo.»
Cuando decía estas palabras, oí un grito como rugido de león, y una temerosa voz exclamaba a lo lejos: Kapul Udbagh.
Volvimos luego hacia la izquierda por un pasadizo que atravesaba por debajo de la torre, y apenas habíamos dado unos pasos, oí un prodigioso tumulto de voces infantiles; escuché un instante y distinguí versículos del Corán; era una escuela.
Otra lección para ti, papista. Te llamas cristiano, pero persigues el libro de Cristo. Le acosas hasta la orilla del mar, obligándole a buscar refugio en las olas.
Insensato, aprende esa lección del moro, que enseña a su hijo, apenas empieza a hablar, los pasajes más importantes del libro de su ley, y se tiene por sabio o necio según está o no versado en tal libro; mientras que tú, esclavo ciego, no sabes lo que el libro de tu ley contiene, ni deseas saberlo; pero ¿acaso no te han de juzgar por tu ley propia? Traficante en ídolos, aprende del moro a ser consecuente: dice que será juzgado según su ley, y, por tanto, estima y sabe de memoria todo el libro de su ley.
Llegamos a casa del cónsul inglés, grande y espaciosa vivienda, construída según el gusto inglés. El soldado me llevó a través de un patio hasta un amplio vestíbulo, colgado con pieles de animales feroces de toda especie, desde el majestuoso león hasta el chacal ladrador. Allí me recibió un criado judío, y me condujo al punto a la biblioteca, donde estaba el cónsul. Me recibió con suma llaneza y sincero afecto, y me dijo que habiendo recibido una carta de su excelente amigo Mr. B., en la que me recomendaba vivamente, tenía ya tomado para mí alojamiento en casa de una mujer española, pero súbdito británico, donde me encontraría, a su parecer, todo lo bien instalado que era posible en un lugar como Tánger. Me preguntó después si tenía algún motivo especial para visitar esa ciudad, y sin vacilación le dije que llevaba el propósito de repartir cierto número de ejemplares del Nuevo Testamento en lengua española entre los cristianos residentes en la localidad. Sonrió, y me recomendó que procediese con extremada cautela, y así se lo prometí. Departimos luego acerca de otros temas, y no tardé en descubrir que me hallaba en compañía de un hombre de letras instruidísimo, sobre todo en los clásicos griegos y latinos; también conocía a fondo el imperio berberisco y el carácter moro.
Tras de media hora de conversación, en extremo agradable e instructiva para mí, manifesté el deseo de marcharme a mi alojamiento; tocó la campanilla, entró el mismo criado judío que me había recibido, y el cónsul le dijo en inglés:
– Acompañe a este caballero a casa de Juana Correa, la viuda mahonesa, y encárguele de mi parte que le cuide bien y atienda a su regalo; si lo hace así, me confirmará en la buena opinión que tengo de ella y aumentará mi inclinación a favorecerla.
Así, acompañado por el judío, enderecé mis pasos al alojamiento preparado para mí. Tras de remontar la calle en que estaba la casa del cónsul, entramos en una placita que se halla como a media ladera de la colina. Díjome mi acompañante que aquello era el soc, o plaza del mercado. Ofrecíase allí un espectáculo curioso. Todo alrededor de la plaza había unas barracas de madera pequeñas, muy parecidas a cajas grandes volcadas sobre un costado, con la tapa mantenida en alto por una cuerda. Delante de cada caja había una especie de mostrador, o más bien un largo mostrador corría frente a toda la línea, sobre el cual yacían uvas, dátiles, pequeños barriles de azúcar, jabón, manteca y otros artículos varios. Dentro de cada caja, frente al mostrador, y a unos tres pies del suelo, se ocultaba un ser humano con una manta sobre los hombros, un sucio turbante en la cabeza, y calzones andrajosos, que les llegaban hasta la rodilla, aunque me parece que algunos prescindían por completo de ellos. Empuñaban sendos palos con un manojo de hojas de palma en la punta, agitándolos sin cesar como abanico, a fin de espantar de sus géneros el millón de moscas que, engendradas por el sol berberisco, trataban de posarse en ellos. Detrás, y a cada lado de las casetas, había pilas de mercancías de la misma clase. Los vendedores clamaban sin cesar: Shrit hinai, shrit hinai33. Tales son los tenderos de Tánger, tales sus tiendas.
En medio del soc, sobre las piedras, había pirámides de melones y sandías, y también banastas llenas de otras clases de frutas, expuestas para la venta, en tanto las redondas hogazas yacían en el suelo acá y allá, y a su lado, sentados sobre las piernas cruzadas, los seres de más extraña apariencia que una imaginación descarriada puede concebir, cubierta la cabeza con un enorme sombrero de paja, lo menos de dos yardas de circunferencia, cuyas alas caídas ocultaban por completo el rostro, mientras el tronco aparecía envuelto en una manta, de la que a veces salían unos dedos y brazos descarnados. Eran mujeres moras, todas, a lo que creo, viejas y feas, si he de juzgar por las ojeadas que pude echar sobre sus semblantes cuando levantaban las alas de los sombreros para mirarme al pasar, o maldecirme por pisarles el pan. Todo el soc estaba lleno de gente y abundaban los gritos, bullicios y vociferaciones, y como el sol, aunque era todavía muy temprano, brillaba con grandísimo esplendor, pensaba yo que escena tan animada rara vez la habría visto nunca.
Cruzando el soc, entramos en una angosta calle con el mismo género de cajas-tiendas a cada lado, algunas de las cuales, empero, o estaban desocupadas o no habían abierto aún, pues la tapa permanecía echada. Casi inmediatamente volvimos hacia la izquierda, remontando una calle algo parecida, y al instante mi guía se entró por la puerta de una casa baja, situada en la esquina de una callecita arbolada, que era, según me dijo, la morada de Juana Correa. Pronto estuvimos en el centro de la vivienda. Digo en el centro porque todas las casas moras están construídas con un pequeño patio en medio. El de aquella casa no tenía más de diez pies en cuadro. Abierto por arriba, en torno estaban las habitaciones, por tres lados; en el cuarto lado, una escalerilla que comunicaba con el piso superior, la mitad del cual consistía en un terrado con vistas al patio; por encima de sus bajos muros se descubría un panorama del mar y gran parte de la ciudad. Lo restante del piso ocupábalo una vasta pieza, reservada para mí, y que comunicaba con el terrado por dos puertas. En cada extremo del cuarto había una cama, atravesada a lo ancho de la habitación, con el pabellón pegado al techo. Una mesa y dos o tres sillas concluían el mobiliario.