Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo III (de 3)», sayfa 14
Estaba tan ocupado en examinar la casa de Juana Correa, que al pronto puse poca atención en la señora misma. Pero vino luego al terrado donde mi guía y yo permanecíamos. Era una mujer como de cuarenta y cinco años, de facciones regulares, que en otros tiempos habrían sido hermosas, pero en las que los años, y más aún quizás las penas, habían hecho muchos estragos. Le faltaban dos dientes, pero aún era negro su magnífico pelo. Mirando su rostro, dije para mí: si es verdad la ciencia fisonómica, tú, ¡oh Juana!, eres buena y apacible. En efecto: las finezas que de Juana recibí durante las seis semanas que pasé bajo su techo, me hubieran convertido a esa ciencia, si antes hubiese dudado de ella.
No creo que en ningún pecho humano haya latido nunca corazón más afectuoso y ardiente que el de Juana Correa, la viuda mahonesa, y así lo denotaban sus facciones, radiantes de benevolencia y buen natural, aunque algo nubladas por la melancolía.
Díjome que había estado casada con un genovés, patrón de un falucho que recorría la ruta entre Gibraltar y Tánger, quien, al morir, hacía unos cuatro años, la dejó con cuatro de familia, el mayor de los cuales era un mozo de trece; que había tropezado con graves dificultades para proveer a su sustento y al de los suyos desde la muerte de su marido; pero que la Providencia le había suscitado unos pocos amigos excelentes, sobre todo el cónsul británico; que, además de alquilar habitaciones a viajeros tales como yo, amasaba pan, muy estimado por los moros, y tenía sociedad con un genovés viejo para la venta de licores. Añadió que este último vivía en una de las habitaciones bajas; que era hombre muy dispuesto y de gran saber, pero que a veces le parecía algo tocado de aquí, dijo llevándose un dedo a la frente, y esperaba que yo sabría disimular las rarezas de su lenguaje o de su conducta. Entonces me dejó, para disponer, según dijo, mi desayuno; y con esto, el criado judío que me había acompañado desde casa del cónsul, viéndome ya instalado, fuése.
Pronto me senté a desayunar en una habitación a la izquierda del minúsculo wustuddur; el trato era excelente: te, pescado frito, huevos y uvas, sin olvidar el famoso pan de Juana Correa. Me servía un mozo judío, alto, de unos veinte años; díjome que se llamaba Hayim Ben Attar, y que era natural de Fez, de donde sus padres le habían llevado siendo muy niño a Tánger, y aquí había pasado la mayor parte de su vida principalmente al servicio de Juana Correa, asistiendo a los que, como yo, se alojaban en la casa. Terminada la comida, hallábame sentado en el patinillo, cuando oí en la habitación opuesta a la en que me había desayunado varios suspiros, seguidos de muchos lamentos; luego vino un Ave María, gratiâ plena, ora pro me, y finalmente una voz como un graznido cantó:
Gentem auferte perfidam
Credentium de finibus,
Ut Christo laudes debitas
Persolvamus alacriter.
– Ese es el genovés viejo – susurró Hayim Ben Attar – que está rezando a su Dios; lo hace con mucha devoción siempre que la noche antes se ha ido a la cama un poco bebido. Tiene en el cuarto una imagen de María Buckra34, delante de la que suele poner un cirio encendido, y por ella no me permite nunca entrar en la habitación. Una vez me sorprendió contemplándola, y creí que me mataba; desde entonces, cierra siempre el cuarto con llave, que se guarda en el bolsillo al marcharse. Odia a los judíos y a los moros, y dice que sus pecados le han traído a vivir entre nosotros.
– No ponen cirios delante de las imágenes – dije yo, y salí a visitar las curiosidades del país.
CAPÍTULO LVI
El Mahasni. – Sin Samani. – El Bazar. – Santos moros. – ¡Mira la ayana! – La higuera chumba. – Sepulturas judías. – La mansión de los esqueletos. – El mozo de cuadra. – Los caballos de los musulmanes. – Dar-dwag.
Hallábame en la plaza del mercado, contemplando una escena muy parecida a la que ya he descrito, cuando se me acercó un moro y trató de proferir unas pocas palabras en español. Era un viejo alto, de facciones enjutas, pero un poco extrañas, y habría podido llamársele bien parecido a no faltarle un ojo, deformidad muy común en el país. Llevaba envuelto el cuerpo en un inmenso haik. Al ver que yo entendía el marroquí, rompió a hablar con inmensa volubilidad, y no tardé en saber que era mahasni. Ponderó largamente las bellezas de Tánger, de donde era natural, según dijo, y al cabo exclamó: «Ven conmigo, sultán mío, y te enseñaré muchas cosas que alegren tus ojos y llenen tu corazón de claridad; fuera una vergüenza para mí, que tengo la ventaja de ser hijo de Tánger, permitir que un extranjero, llegado de una isla del gran mar, como dices tú que vienes, con propósito de ver esta bendita tierra, se estuviese aquí en el soc sin nadie que le guíe. ¡Por Alá, no será así! Hagan sitio a mi sultán, hagan sitio a mi señor», prosiguió, abriéndose camino a empellones a través de una turba de hombres y chicos reunida en torno nuestro; «a su alteza le place venir conmigo; por aquí, mi señor, por aquí»; y emprendió el camino colina arriba, andando con tremendo compás, y hablando aún más de prisa.
– Esta calle – dijo – es el Siarrin, y no hay en Tánger otra que se le parezca; observa qué ancha es, casi como la mitad del mismo soc; aquí están las tiendas de los mercaderes más importantes, donde se vende toda clase de artículos preciosos. Observa a esos dos hombres: son argelinos, y buenos musulmanes; huyeron de Zair35 cuando lo conquistaron los nazarenos, no por fuerza de armas, no por su valor, como ya puedes suponer, sino con oro; los nazarenos sólo conquistan con oro. El moro es bueno, el moro es fuerte, ¿quién tan bueno ni tan fuerte como él?; pero no pelea con oro, y por eso perdió a Zair. Repara en esos dos hombres sentados en los bancos junto a esos porches: son makhasniah, cofrades míos. Mira la blancura de sus haiks, la blancura de sus turbantes. ¡Oh, si pudieras ver sus espadas en día de guerra, qué brillo, qué brillo el suyo! Ahora no llevan espadas. ¿Para qué llevarlas? ¿No está la tierra en paz? ¿Ves a ese de la tienda de enfrente? Es el Pachá de Tánger, el Hamed Sin Samani, sotapachá de Tánger; el primer pachá, mi señor, está de viaje; que Alá le otorgue un feliz regreso. Sí; ese es Hamed; ahí está en su hanutz36 como si no fuera nada más que un comerciante; sin embargo, la vida y la muerte están en su mano. Ahí distribuye justicia, al mismo tiempo que vende esencia de rosa y cochinilla, pólvora de cañón y azufre; pero estos últimos los vende por cuenta de Abderrahmán, el sultán, mi señor, pues nadie puede vender en esta tierra pólvora y azufre en polvo más que el sultán. Si deseas comprar attar del mar, si deseas comprar esencia de rosas, debes ir al hanutz de Sin Samani, pues sólo allí la encontrarás pura; no te la venderá cualquier moro, sino sólo Hamed. ¡Que Alá le bendiga! Mis hermanos los makhasniah esperan sus órdenes, porque dondequiera que el Pachá se instala, hay sala de justicia. Mira, ahora estamos enfrente del bazar; más abajo de esa puerta que ves, está el patio del bazar; ¿qué no encontrarás en el bazar? Sedas de Fez, ahí las tienes; y si deseas sibat, si deseas babuchas para los pies, búscalas ahí, donde también se venden cosas muy curiosas que vienen de las ciudades de los nazarenos. En esas casas grandes a nuestra izquierda, viven los cónsules nazarenos; ya has visto muchas así en tu tierra; por tanto, ¿para qué pararse a mirarlas? ¿No te admira esta calle del Siarrin? Cuanto entra o sale de Tánger por el lado de tierra, pasa por esta calle. ¡Oh, las riquezas que por ella pasan! Mira qué larga hilera de camellos: veinte, treinta, una cáfila completa que baja la calle. Wullah!37 Conozco estos camellos, conozco al conductor. Buenos días, ¡oh Sidi Hassim! ¿Cuántos días habéis tardado desde Fez? Ahora hemos llegado a la muralla, vamos a pasarla por esta puerta. Esta puerta se llama Bab del Faz; ahora estamos en el Soc de Barra.
El Soc de Barra es un espacio abierto, fuera de la muralla de Tánger, en su parte más elevada, sobre la falda de la colina. El terreno es irregular y escarpado; pero hay algunos sitios regularmente nivelados. En aquel sitio se celebra todos los jueves y lunes por la mañana una especie de feria, en razón de lo cual es llamado Soc de Barra o mercado de afuera. Aquí y allá, cerca del foso de la ciudad, hay unas cavidades subterráneas, con pequeños orificios, aproximadamente como el del cañón de una chimenea, cubiertos de ordinario con una losa, o rellenos con paja. Son los graneros, donde se guarda el trigo, la cebada y otros granos destinados a la venta. A una mano hay dos o tres toscas chozas, o más bien cobertizos, debajo de los cuales vigilan los guardianes del trigo. Es muy peligroso pasar por aquella colina de noche, una vez cerradas las puertas de la ciudad, pues a esa hora se da suelta a muchos perros, fieros y grandes, que con toda seguridad derribarían y quizá destrozarían a cualquier desconocido que se acercase por allí. A la mitad de la subida de la colina, se ven cuatro muros blancos, que cierran un espacio como de diez pies cuadrados, donde descansan los huesos de Sidi Mokhfidh, famoso santo que murió hará unos quince años. Allí termina el soc; lo restante del monte se llama El Kawar, o lugar de las tumbas, porque es el sitio donde comúnmente se entierra; los sitios donde reposan los muertos están cuidadosamente señalados por unas pocas piedras que forman un circuito oblongo. Cerca de Mokhfidh duerme Sidi Gali; pero el santo principal de Tánger yace enterrado en lo alto del monte, en el centro de una breve explanada. Una linda capilla o mezquita, con su cúpula, se alza allí en su honor, adornada generalmente con banderas de varios colores. El nombre de este santo es Mohammed el Haji, y en Tánger y sus cercanías se tiene su memoria en la mayor veneración. Su muerte acaeció en los comienzos de este siglo.
Estos detalles los recogí en aquel momento o en subsiguientes ocasiones. En el lado norte del soc, cerrado por la ciudad, hay un muro con una puerta.
– Ven – dijo el viejo mahasni haciendo una indicación con la mano – , ven y te enseñaré el jardín de un cónsul nazareno.
Crucé la puerta en su seguimiento, y me hallé en un espacioso jardín, dispuesto al modo europeo, y plantado de limoneros, perales y diversos géneros de arbustos olorosos. Era visible, no obstante, que el principal orgullo del propietario eran las flores, de que había muchos macizos. La casa de verano era muy buena; el arte había agotado sus recursos para que allí no faltara nada.
Una cosa, empero, se echaba de menos, y su ausencia era singularmente notable en un jardín en tal época del año: apenas se veía una hoja. La plaga más espantosa de las que devastaron a Egipto, se cebaba entonces en estas partes de Africa: la langosta hacía su obra, y en ningún lugar con tanta furia como en el sitio donde yo me hallaba. Todo estaba arrasado en torno. Los árboles, pelados y negruzcos como en invierno. No había nada verde, salvo las frutas, sobre todo las uvas, que en bravos racimos colgaban de las parras; porque la langosta no toca los frutos mientras queda una hoja por devorar. Conforme recorríamos los paseos, los horribles insectos, volando en todas direcciones, tropezaban con nosotros, y perecían a centenares bajo nuestros pies.
– Mira las ayanas– dijo el viejo mahasni– y óyelas comer. Poderosa es la ayana, más poderosa que el sultán y que el cónsul. Todos sus makhasniah que el sultán enviase contra la ayana, y a mí con ellos, la ayana diría ¡ja, ja! Poderosa es la ayana. No se asusta del cónsul. Hace pocas semanas el cónsul dijo: «Yo puedo más que la ayana, y voy a extirparla del país.» Así, fué proclamando por la ciudad: «Tangerinos, apresuraos a luchar contra la ayana, destruidla en el huevo; sabed que a todo el que me traiga una libra de huevos de ayana le daré hasta cinco reales de España; este año no habrá ayanas.» Así, todo Tánger se precipitó a luchar contra la ayana, y a recoger los huevos que la ayana había dejado a incubar debajo de la arena en las vertientes de los montes, y en los caminos, y en el llano. Mi propio hijo, que tiene siete años, fué a combatir la ayana, y él solo recogió cinco libras de huevos, huevos que la ayana había dejado bajo la arena, y se los llevó al cónsul, y el cónsul pagó el precio. Centenares de personas llevaban huevos al cónsul, quién más, quién menos, y el cónsul pagaba el precio, y en menos de tres días la caja de caudales del cónsul se quedó exhausta. Entonces exclamó: «Cesad, tangerinos; quizás hemos destruído la ayana, quizás hemos acabado con ellas.» ¡Ja, ja! Mira alrededor, y encima de ti, y debajo, y dime si el cónsul ha destruído la ayana. ¡Oh! ¡Es muy fuerte la ayana! Más que el cónsul, más fuerte que el sultán y todos sus ejércitos.
No estará de más hacer notar que de allí a una semana todas las langostas desaparecieron, nadie sabía cómo, y sólo quedaron unas pocas rezagadas. A no ser por esa liberación providencial, los campos y huertos de los alrededores de Tánger habrían quedado por completo devastados. Los insectos eran de inmenso tamaño y de aspecto repulsivo.
Pasamos después al otro lado del soc, donde están las chozas de los guardianes. Allí se abre una especie de calleja que desciende hasta la orilla del mar; es muy pendiente y escarpada, y parece una rambla o barranco. Sus dos márgenes están cubiertas por el árbol que produce el higo espinoso, llamado en marroquí kermous del Ynde. En el aspecto de ese árbol o planta, pues no sé cómo llamarlo, hay algo de grotesco y agreste. Su tronco, aunque a menudo alcanza el grosor del cuerpo humano, no tiene copa, pues a muy corta distancia del suelo se divide en muchas ramas retorcidas que se esparcen en todas direcciones, y echan hojas verdes muy extrañas, con pulgada y media de espesor, que si se parecen a algo es a las aletas anteriores de una foca, y se componen de muchas fibras. El fruto, que se parece un poco a la pera, tiene un áspero tegumento cubierto de menudas espinas, que penetran instantáneamente en la mano que las toca y con dificultad se extraen. No recuerdo haber visto nunca vegetación de más vigorosa lozanía que la de aquellas higueras, ni, en conjunto, un lugar más extraño.
– Sígueme – dijo el mahasni– y te enseñaré una cosa que te va a gustar.
Volvimos hacia la izquierda caminando por un angosto sendero, cuesta arriba, hasta llegar a la cúspide de un cerrillo, separado por un profundo foso de la muralla de Tánger. El terreno estaba densamente cubierto por los arboles ya descritos, que esparcían sus singulares ramas por la superficie, y cuyas gruesas hojas aplastábamos con los pies al andar. Entre ellas descubrí gran número de piedras mohosas tendidas horizontalmente, y con tosquedad grabados en ellas unos caracteres extraños que me bajé a contemplar.
– ¿Eres bastante talib para leer esos signos? – exclamó el viejo moro – . Son letras de los malditos judíos; este es su mearrah, como ellos lo llaman, y aquí entierran a sus muertos. Los insensatos confían en Muza en lugar de creer en Mohammed; sus muertos arderán perdurablemente en jehinnim. Mira, sultán mío, qué fértil es el suelo del mearrah de los judíos; mira qué kermous se crían aquí. Siendo yo chico venía muchas veces al mearrah de los judíos a comer kermous cuando estaban maduros. A los chicos musulmanes de Tánger les gustan los kermous del mearrah de los judíos; pero los judíos no los cogen. Dicen que el agua de los manantiales que alimentan las raíces de estos árboles pasa entre los cuerpos de sus muertos, y que por ese motivo es una abominación comer esa fruta. Sea verdad o no, lo cierto es que, aliméntense de lo que se quiera, buenos son los kermous que se crían en el mearrah de los judíos.
Volvimos a la calleja por el mismo sendero que habíamos traído; según bajábamos dijo el moro:
– Has de saber, sultán mío, que este sitio donde estamos, y que tanto te gusta, se llama Dar-sinah38. Me preguntarás por qué lleva tal nombre, pues no ves aquí ni casa ni ser humano, musulmán, nazareno o judío, fuera de nosotros dos; yo te lo diré, sultán mío; ¿quién mejor? Sabe, si no lo llevas a mal, que no siempre ha sido Tánger lo que es ahora, ni ha ocupado el lugar que ahora ocupa. Estuvo allá lejos (señalando hacia el Este), en aquellos cerros sobre la costa, y aún se ve allí ruinas de casas, y el sitio se llama Tánger la Vieja. De suerte que en tiempos antiguos, según tengo oído contar, este Dar-sinah era una calle, no hace al caso si dentro o fuera de los muros, donde residía gente de todos los oficios: orífices, plateros, herreros, hojalateros y artesanos de todas clases. Si deseabas encargar una obra, no tenías más que ir al Dar-sinah y al instante encontrabas un maestro del oficio que buscabas. Dice mi sultán que le gusta la vista de Dar-sinah tal como hoy está; no sé por qué, la verdad, sobre todo no estando maduros todavía los kermous, que no se pueden comer. Si ahora le gusta Dar-sinah, ¿cómo le hubiera gustado a mi sultán en otros tiempos, cuando esto estaba lleno de oro y plata, de hierro y estaño, del estruendo de los martillos y de maestros y gentes entendidas en sus oficios? Ahora llegamos al Chali del Bahar39. Ten cuidado, mi sultán; andamos sobre huesos.
Habíamos salido del Dar-sinah y teníamos delante la costa; en un instante nos hallamos en medio de una multitud de huesos de toda clase de animales, y aparentemente de todas fechas; algunos blanqueados por el tiempo y la exposición al sol y al aire, mientras otros conservaban aún carne fresca adherida; había allí esqueletos enteros, caballos, asnos, y hasta los restos, menos conocidos, de un camello. Perros flacos andaban allí atareados gruñendo, royendo, desgarrando; en medio de ellos, sin intimidarse, avanzaba con majestad el buitre, cebándose, ansioso, en los despojos, y hasta disputándoselos a las bestias; mientras los cuervos revoloteaban sobre ellos y graznaban ávidamente, o se posaban a veces sobre alguna costilla enhiesta.
– Mira – dijo el mahasni– el kawar de los animales. Mi sultán ha visto el kawar de los musulmanes y el mearrah de los judíos, y aquí ve el kawar de los animales. Todos los animales que mueren en Tánger por mano de Dios – caballo, perro o camello – se traen a este sitio, y aquí se pudren o los devoran las aves del cielo y los animales fieros que merodean en el chali. Ven, sultán mío; no es bueno detenerse en este lugar.
Nos disponíamos a marcharnos cuando oímos un galope por el Dar-sinah, y al momento un caballo y un jinete se precipitaron a toda velocidad de la boca de la calleja y aparecieron en la playa; el caballero, cuando nos vió, refrenó con trabajo el corcel y vino a nosotros. El caballo era pequeño, pero bonito: alazán, con crines y cola largas; si le hubiesen tenido con los ojos vendados, quizás se le hubiera confundido con una jaca cordobesa; era ancho de pechos, redondo de grupa, tan corpulento y lustroso como los caballos de esa raza; pero bastaba mirarle a los ojos para salir al instante del error; sus inquietas pupilas despedían impetuoso e indómito fuego, y lejos de mostrar la docilidad de aquel noble y leal animal, manoteaba a veces furiosamente, y apenas si el duro freno y un brazo recio bastaban para impedir que emprendiese de nuevo su precipitada carrera. El jinete era un joven de unos diez y ocho años, vestido a la europea, con una gorra de montero en la cabeza; era de constitución atlética, pero con extremidades en exceso largas, pues tal como iba a caballo, sin estribos ni silla, los pies casi le llegaban al suelo; su tez era casi tan morena como la de un mulato, y hermosas sus facciones, sobre todo los ojos, pero llenos de una expresión audaz y perversa, y había en su boca una desagradable mueca sensual. Dirigió algunas palabras al mahasni, a quien parecía conocer mucho, preguntándole quién era yo. El viejo respondió:
– Oh, judío: mi sultán entiende nuestra lengua; lo mejor será que te dirijas a él.
Entonces el joven me habló en árabe; pero casi al momento abandonó esa lengua y pasó a hablar en regular francés.
– Supongo que será usted francés – dijo con mucha familiaridad – . ¿Estará usted mucho tiempo en Tánger?
Oída mi respuesta, continuó:
– Siendo usted inglés, tendrá, sin duda, afición a los caballos; por tanto, cuando desee dar un paseo yo le acompañaré a usted y le procuraré caballos. Me llamo Ephraim Fragey; soy mozo de cuadra del cónsul napolitano, que se jacta de poseer los mejores caballos de Tánger; montará usted el que más le guste. ¿Le gustaría a usted probar este pequeño aoud?40
Le di las gracias; pero rehusé su oferta por el momento, y le pregunté cómo había adquirido el idioma francés, y por qué, siendo judío, no vestía como sus hermanos.
– Estoy al servicio de un cónsul – dijo – , y mi amo obtuvo permiso para que pudiera vestirme de este modo; y en cuanto a hablar el francés, he estado en Marsella y en Nápoles en un viaje que hice a esta última ciudad para llevar unos caballos regalo del sultán. Además del francés hablo el italiano.
Entonces se apeó, y teniendo el caballo firmemente por la brida con una mano, empezó a desnudarse, y, habiéndolo hecho, montó de nuevo y se metió a caballo en el agua. La piel de su cuerpo era de color muy semejante a la de una rana o de un sapo; pero su forma era la de un joven titán. El caballo entró en el agua de muy mala gana, y a corta distancia de la orilla empezó a luchar con el jinete, a quien tiró dos veces; pero el mozo, agarrado a la brida, retuvo al animal. Como todos sus esfuerzos resultaban inútiles para llevarlo más adentro, se puso a lavarlo vigorosamente con sus propias manos, y después, guiándolo a tierra, se vistió y fuése por el camino que había traído.
– Los caballos de los musulmanes son buenos – dijo mi amigo el viejo – . ¿Dónde los encontrarás iguales? Son capaces de bajar al galope por una montaña pedregosa sin caer ni tropezar; pero has de ser precavido con los caballos de los musulmanes y tratarlos con bondad, porque los caballos de los musulmanes son orgullosos, y no les gusta ser esclavos. De potros, al montarlos por primera vez, no los maltrates la boca con el freno, pues si tal haces, de seguro te matarán; tarde o temprano perecerás bajo sus cascos. Buenos son nuestros caballos y buenos nuestros jinetes; sí por cierto; excelentes son los musulmanes montando a caballo. ¿Quién hay que se les parezca? Una vez vi yo a un jinete franco competir con un musulmán en esta playa, y a lo primero el franco sacó mucha ventaja y pasó al musulmán; pero la carrera era larga, muy larga, y el caballo del franco, que era franco también, jadeaba; pero el caballo del musulmán no jadeaba, porque era también musulmán, y al cabo el jinete musulmán lanzó un grito y el caballo se lanzó adelante y alcanzó al caballo franco, y entonces el jinete musulmán se puso cabeza abajo sobre la silla, que en verdad estos ojos lo vieron, y cabeza abajo sobre la silla iba al pasar al jinete franco, y gritaba ¡ja, ja! cuando pasaba al jinete franco, y el caballo musulmán gritaba ¡ja, ja! al pasar al corcel franco, y el franco perdió por mucha distancia. Buenos son los francos, buenos sus caballos; pero mejores son los musulmanes y mejores los caballos de los musulmanes.
Dirigimos después nuestros pasos hacia la ciudad; pero no por el sendero que habíamos traído; volviendo hacia la izquierda, por bajo de la colina del mearrah, y a lo largo de la playa, no tardamos en llegar a un camino toscamente empedrado, de áspera subida, que costeaba los muros de la ciudad hasta llegar a una puerta, delante de la cual, a un lado, había algunos hoyos pequeños, como tumbas, llenos de agua o cal.
– Este es el Dar-dwag41– dijo el mohasni– ; esta es la casa de la corteza, y a esta casa se traen las pieles; todas las que se preparan para usarlas en Tánger se traen a esta casa, y aquí las curten con cal, corteza y hierbas. En este Dar-dwag hay ciento cuarenta fosas; yo mismo las he contado; y había más, que ya no existen, porque esto es muy antiguo. Estas fosas las alquila, no una ni dos personas, sino mucha gente, y todo el que se pone en lista puede arrendar una de las fosas y curtir las pieles que necesite; pero el propietario de todo es un hombre solo, llamado Cado Ableque. Y ahora, sultán mío, que has visto la casa de la corteza, no te enseñaré nada más por hoy, porque hoy es Youm al jumal,42 y las puertas van a cerrarse dentro de un momento, mientras los musulmanes cumplen sus devociones. De modo que acompañaré a mi sultán a su alojamiento, y allí le dejaré por el momento.
Traspusimos, por consiguiente, una puerta, y, remontando una calle, nos encontramos ante la mezquita junto a la que yo había estado por la mañana; y uno o dos minutos más tarde estábamos a la puerta de Juana Correa. Entonces le ofrecí a mi guía una moneda de plata en pago de sus servicios; pero, irguiéndose, exclamó:
– No tomaré la plata de mi sultán, porque considero que no he hecho nada que lo merezca. Aún no hemos visitado todas las maravillas de esta bendita ciudad. En un día futuro llevaré a mi sultán al palacio del gobernador, y a otros sitios que mi sultán se alegrará de ver; y cuando hayamos visto todo lo que se puede ver, y mi sultán esté contento de mí, si alguna vez me ve en el soc una mañana con la canasta en la mano, y no ve nada en la canasta, entonces mi sultán estará en libertad, como amigo, para poner en mi canasta unas uvas, o pan, o pescado, o carne en mi canasta. Eso no lo rehusaré de mi sultán cuando haya hecho por él más de lo que hasta ahora he hecho. Pero la plata de mi sultán no la tomaré ahora ni nunca.
Luego me hizo un gracioso saludo con la mano, y fuése.