Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo III (de 3)», sayfa 2
CAPÍTULO XXXVIII
La prohibición. – El Evangelio, perseguido. – Inculpación de brujería. – Ofalia.
A mediados de Enero, mis enemigos me dieron una carga, prohibiéndome, de modo terminante, en virtud de orden dictada por el gobernador de Madrid, que siguiera vendiendo Testamentos. No me cogió de susto la medida, porque desde algún tiempo antes esperaba yo algo parecido, en razón de las ideas políticas profesadas por los ministros. Fuí, sin dilación, a visitar a Sir George Villiers, informándole de lo sucedido. Me prometió hacer cuanto pudiese para obtener la revocación de la orden. Por desgracia, no tenía entonces gran influencia, porque se había opuesto con todas sus fuerzas al advenimiento del Ministerio moderado, y al nombramiento de Ofalia para la presidencia del Gabinete. Sin embargo, no perdí ni un momento la confianza en el Todopoderoso, en cuyo servicio estaba yo ocupado.
Antes de ese tropiezo las cosas marchaban muy bien. La demanda de Testamentos aumentaba por modo considerable; tanto, que el clero se alarmó, y ese paso fué la consecuencia. Pero habían primero intentado dar otro, muy propio suyo: pretendieron dominarme por el miedo. Uno de los rufianes de Madrid, llamados Manolos, me salió al paso una noche en una calle obscura, y me dijo que si continuaba vendiendo mis «libros judíos», me «enhebraría un cuchillo en el corazón»; yo le contesté que se fuese a su casa, rezase unas oraciones, y dijera a los que le enviaban que me daban mucha lástima; con lo cual se fué, soltando un juramento. Pocos días más tarde recibí orden de enviar dos ejemplares del Testamento a las oficinas del gobernador, y así lo hice; menos de veinticuatro horas después llegó un alguacil a la tienda, y me notificó la prohibición de seguir vendiendo la obra.
Una circunstancia me regocijó. Por raro que parezca, las autoridades no tomaron medida alguna para cerrarme el despacho, y la prohibición sólo se refería a la venta del Nuevo Testamento; como faltaba poco para que el Evangelio de San Lucas, en caló y en vascuence, estuviese listo para la venta, esperé sostener las cosas, aunque en menor escala, hasta que vinieran mejores tiempos.
Me aconsejaron que borrase del escaparate de la tienda las palabras «Despacho de la Sociedad Bíblica británica y extranjera». Me negué a ello. El letrero había llamado mucho la atención, como yo me proponía. Si hubiera intentado llevar este asunto bajo cuerda, apenas habría llegado a vender en Madrid, hasta la fecha de que voy hablando, treinta ejemplares, en lugar de casi trescientos que tenía vendidos. Quien no me conozca se inclinará a llamarme temerario; pero estoy muy lejos de serlo, y nunca adopto un camino aventurado mientras me quede abierto alguno que no lo sea. Sin embargo, yo no soy hombre que se asuste del peligro, cuando veo que no hay más remedio que arrostrarlo para conseguir un propósito.
Los libreros se negaban a vender mi libro; me vi compelido a establecer por mi cuenta una tienda. En Madrid cada tienda tiene su nombre. ¿Cuál podía yo dar a la mía, sino el verdadero? No me avergonzaba de mi causa ni de mi bandera. La enarbolé, y luché a su sombra, no sin buen éxito.
Entretanto, el partido clerical en Madrid no perdonaba esfuerzo para difamarme. En una publicación suya, llamada El amigo de la religión cristiana, apareció un ataque estúpido, pero furioso, contra mí, al cual traté con el desprecio merecido. No satisfechos con eso, intentaron concitar al pueblo en contra mía, diciendo que yo era brujo, compañero de gitanos y hechiceras; y así me llamaban sus agentes cuando me encontraban en la calle. No tengo por qué negar que yo era amigo de gitanos y de adivinos. ¿Iba a avergonzarme de su compañía, cuando mi Maestro se trataba con publicanos y ladrones? Con frecuencia recibía visitas de gitanos: los adoctrinaba, y les leía trozos del Evangelio en su propia lengua; cuando estaban hambrientos y extenuados les daba de comer y de beber. Esto pudo tenerse por brujería en España, pero abrigo la esperanza de que en Inglaterra lo apreciarán de otro modo; y si hubiese yo perecido por entonces, creo que no hubiera faltado alguien dispuesto a reconocer que mi vida no había sido por completo inútil (siempre como instrumento del Altísimo), ya que logré traducir uno de los más valiosos libros de Dios a la lengua de sus criaturas más degradadas.
Entré en negociaciones con el Gobierno para obtener el permiso de vender en Madrid el Nuevo Testamento, y anular la prohibición. Encontré oposición muy grande, que no pude vencer. Varios obispos ultrapapistas, residentes por entonces en Madrid, habían denunciado la Biblia, a la Sociedad Bíblica y a mí. Pero no obstante sus concertados y poderosos esfuerzos, no pudieron conseguir su propósito principal, o sea mi expulsión de Madrid y de España. El conde Ofalia, aunque toleró ser instrumento, hasta cierto punto, de aquellas gentes, no dejó que le empujaran tan lejos. No encuentro palabras bastante enérgicas para hacer justicia al celo y al interés que en todo este asunto desplegó Sir Jorge Villiers en pro de la causa del Testamento. Celebró varias entrevistas con Ofalia sobre esta cuestión, y en ellas le significó su juicio acerca de la injusticia y tiranía con que en aquel caso había sido tratado su compatriota.
Tales quejas hicieron impresión en Ofalia, y más de una vez prometió hacer cuanto pudiese para complacer a Sir Jorge; pero luego los obispos le asediaban, y, poniendo en juego sus temores políticos, ya que no los religiosos, le impedían proceder en el asunto con justicia y honradez. Por indicación de Sir Jorge Villiers, tracé una breve memoria explicando lo que es la Sociedad Bíblica y sus propósitos, en especial los tocantes a España; Sir Jorge entregó personalmente esa memoria al conde. No cansaré al lector insertándola aquí, contentándome con observar que no intenté adular ni halagar, y me expresé con franqueza y honradez, como debe hacer un cristiano. Ofalia, al leer mi escrito, exclamó: «¡Lástima que esta Sociedad sea protestante, y que no sean católicos todos sus miembros!»
Pocos días después me envió un recado con un amigo, pidiéndome, cosa que me asombró, un ejemplar del Evangelio en gitano. Permítaseme decir aquí que la fama de este libro, aunque no publicado todavía, se había esparcido por Madrid como fuego por reguero de pólvora, y todo el mundo ansiaba tener un ejemplar; varios grandes de España me enviaron recado con la misma pretensión, pero no les atendí. Al instante resolví aprovechar la coyuntura que me ofrecía el conde de Ofalia y me dispuse a visitarle en persona. Mandé encuadernar lujosamente un ejemplar del Evangelio, y, encaminándome a Palacio, obtuve audiencia en el acto. Era un hombre diminuto, mustio, entre los cincuenta y los sesenta años de edad, con dientes y pelo postizos, pero de muy corteses maneras. Me recibió con gran afabilidad y me dió las gracias por el regalo; pero cuando le hablé del Nuevo Testamento, me dijo que el asunto estaba rodeado de dificultades, y que la gran masa del clero se había puesto en mi contra; me exhortó a que tuviera paciencia y calma, y en tal caso dijo que trataría de buscar el modo de complacerme. Entre otras cosas, me dijo que los obispos odiaban a un sectario más que a un ateo. Contesté que, como los antiguos fariseos, se cuidaban más del oro del templo que del templo mismo. Durante toda la entrevista dió evidentes señales de un gran temor, y continuamente miraba detrás y alrededor de sí, como si temiera que alguien le escuchase; esto me hizo recordar el dicho de un amigo, según el cual, si hay algo de verdad en la metempsícosis, el alma del conde de Ofalia debió de pertenecer originariamente a un ratón. Nos separamos en muy amistosos términos, y me fuí maravillado del extraño azar que ha hecho de un pobre hombre como éste el primer ministro de un país como España.
CAPÍTULO XXXIX
Los dos Evangelios. – El alguacil. – La orden de prisión. – María la buena. – El arresto. – Me envían a la cárcel. – Reflexiones. – El recibimiento. – La celda en la cárcel. – Demanda de desagravios.
Al cabo, la traducción del Evangelio de San Lucas al gitano estuvo lista. Deposité cierto número de ejemplares en el despacho y anuncié su venta. El Evangelio en vascuence, impreso también por entonces, fué igualmente anunciado. Hubo poca demanda de esta obra. No así del San Lucas en gitano, y con facilidad hubiera podido vender toda la edición en menos de quince días. Sin embargo, mucho antes de transcurrir este plazo el clero se puso sobre las armas.
«¡Brujería!» – dijo un obispo.
«Aquí hay más de lo que a primera vista parece» – exclamó el segundo.
«Va a convertir a toda España valiéndose del lenguaje gitano» – gritó un tercero.
Y luego surgió el coro habitual en esos casos:
«¡Qué infamia! ¡Qué picardía!»
Al fin, después de andar en bureo entre sí, corrieron a su instrumento el corregidor, o jefe político, como se le llama ahora, de Madrid. He olvidado el nombre de este personaje, a quien no conocí personalmente. Juzgando por sus acciones y por lo que se decía de él, puedo asegurar que era una criatura estúpida, testarudo, y además grosero, un mélange de borrico, mula y lobo. Como profesaba inveterada antipatía a todos los extranjeros, prestó oídos benévolos a la queja de mis acusadores, y sin tardanza dió orden de secuestrar todos los ejemplares del Evangelio en gitano que hubiese en el despacho8. La consecuencia fué que un nutrido cuerpo de alguaciles dirigió sus pasos a la calle del Príncipe, y se apoderaron de unos treinta ejemplares del libro perseguido y de otros tantos del San Lucas en vascuence. Con tales despojos, los satélites volvieron en triunfo a la jefatura política, donde se repartieron entre sí los ejemplares del Evangelio en gitano, vendiéndolos después casi todos a buen precio, porque el libro era muy buscado, y así se convirtieron sin quererlo en agentes de una Sociedad herética. Pero cada cual debe vivir de su trabajo – dice esa gente – y no pierde ocasión de hacer buenas sus palabras, vendiendo lo mejor que puede cualquier botín que cae en sus manos.
Como nadie se ocupaba del Evangelio en vascuence, fué guardado sin tropiezo, con otras capturas invendibles, en los almacenes de la jefatura.
Ya estaban secuestrados los Evangelios en gitano, al menos los que tenía en el despacho expuestos para la venta. Pero el corregidor y sus amigos pensaron que aún podía conseguirse mucho más mediante una pequeña combinación. Todos los días se presentaban en la tienda algunos ganchos de la policía, bajo disfraces diferentes, preguntando con gran interés por los «libros gitanos» y ofreciendo pagar los ejemplares a buen precio. Pero se fueron con las manos vacías. Mi gallego estaba sobre aviso, y a todo el que preguntaba le decía que por el momento no se vendían libros de ninguna clase en el establecimiento. Y así era la verdad, pues le había dado orden de no vender más, bajo ningún pretexto.
A pesar de mi conducta franca, no me creyeron. El corregidor y sus aliados no podían convencerse de que, bajo cuerda, y por medios misteriosos, no vendía yo diariamente cientos de aquellos libros gitanos que iban a revolucionar el país y a destruir el poder del obispo de Roma. Trazaron, pues, un plan, mediante el cual esperaban colocarme en tal situación, que no pudiese en algún tiempo trabajar activamente en la difusión de las Escrituras, ya estuviesen en gitano o en otro idioma cualquiera.
El 1.º de mayo (1838), por la mañana, si no recuerdo mal, un individuo desconocido se presentó en mi cuarto cuando me disponía a tomar el desayuno. Era un tipo de innoble catadura, de mediana talla, con todos los estigmas de la picardía en el semblante. La huéspeda le introdujo en mi aposento y se retiró. No me agradó la llegada del visitante; pero, afectando cortesía, le rogué que se sentara y le pregunté el objeto de su visita.
– Vengo de parte de su excelencia el jefe político de Madrid – respondió – y mi objeto es decirle a usted que su excelencia conoce perfectamente sus manejos, y cuando quiera puede demostrar que sigue usted vendiendo en secreto los malditos libros cuya venta se le ha prohibido a usted.
– ¿De verdad? Pues que lo haga sin tardanza. ¿Qué necesidad tiene de avisarme?
– Puede que crea usted – continuó el hombre – que su señoría no tiene testigos; pues los tiene, sépalo usted, y muchos, y muy respetables además.
– No lo dudo – repliqué – . Dada la apariencia respetable de usted, será usted uno de ellos. Pero me está usted haciendo perder tiempo; márchese, pues, y diga a quien le haya enviado que no tengo una idea muy alta de su talento.
– Me iré cuando quiera – replicó el otro. – ¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que si me parece conveniente puedo registrarle a usted el cuarto, hasta debajo de la cama? ¿Qué tenemos aquí? – continuó; y empezó a hurgar con el bastón un rimero de papeles que había encima de una silla – . ¿Qué tenemos aquí? ¿Son también papeles de los gitanos?
En el acto resolví no tolerar por más tiempo su proceder, y, agarrando al hombre por un brazo, le saqué del cuarto, y sin soltarle le conduje escaleras abajo desde el tercer piso, en que yo vivía, hasta la calle, mirándole fijamente a la cara durante todo el tiempo.
El individuo se había dejado el sombrero encima de la mesa, y se lo envié con la patrona, que se lo entregó en propia mano cuando aún se estaba en la calle el hombre mirando con ojos pasmados a mi balcón.
– Le han tendido a usted una trampa, don Jorge– dijo María Díaz cuando subió de la calle – . Ese corchete no traía más intención que la de provocarle a usted. De cada palabra que usted le ha dicho hará un mundo, como acostumbra esa gente; al darle el sombrero ha dicho que antes de veinticuatro horas habrá usted visto por dentro la cárcel de Madrid.
En efecto, en el curso de la mañana supe que se había dictado contra mí orden de arresto9. La perspectiva de un encarcelamiento no me atemorizó gran cosa; las aventuras de mi vida y mis inveterados hábitos de vagabundo me habían ya familiarizado con situaciones de todo género, hasta el punto de encontrarme tan a gusto en una prisión como en las doradas salas de un palacio, y aún más, porque en aquel lugar siempre puedo aumentar mi provisión de informaciones útiles, mientras que en el último el aburrimiento se apodera de mí con frecuencia. Había yo, además, pensado algún tiempo atrás hacer una visita a la cárcel, en parte con la esperanza de poder decir algunas palabras de instrucción cristiana a los criminales, y en parte con la mira de hacer ciertas investigaciones acerca del lenguaje de los ladrones en España, asunto que había excitado en gran manera mi curiosidad; y hasta hice algunas gestiones para conseguir que me dejasen entrar en la Cárcel de la Corte, pero encontré el asunto rodeado de dificultades, como hubiese dicho mi amigo Ofalia. Casi me alegré, pues, de la oportunidad que iba a presentárseme para ingresar en la cárcel, no en calidad de visitante, sino como mártir, como víctima de mi celo por la santa causa de la religión.
Resolví, sin embargo, chasquear a mis enemigos por aquel día cuando menos, y burlar la amenaza del alguacil de que me prenderían antes de veinticuatro horas. Con este propósito me instalé para lo restante del día en una famosa fonda francesa de la calle del Caballero de Gracia10 que, por ser uno de los lugares más concurridos y más elegantes de Madrid, pensé, naturalmente, que sería el último adonde al corregidor se le ocurriría buscarme.
A eso de las diez de la noche, María Díaz, a quien yo había dicho el lugar de mi refugio, llegó acompañada de su hijo, Juan López.
– Oh, señor– dijo María al verme – , ya están buscándole a usted; el alcalde del barrio, con una gran comitiva de alguaciles y gente así, acaba de presentarse en casa con la orden de arrestarle a usted, dictada por el corregidor. Han registrado toda la casa, y al no encontrarle se han enfadado mucho. ¡Ay de mí! ¿Qué va a ocurrir si le encuentran?
– No tema usted nada, buena María – dije yo – . Se le olvida a usted que soy inglés; también se le olvida al corregidor. Préndame cuando quiera, esté usted segura de que se daría por muy contento dejándome escapar. Por ahora, sin embargo, le permitiremos seguir su camino; parece que se ha vuelto loco.
Dormí en la fonda, y en la mañana del día siguiente acudí a la embajada, donde tuve una entrevista con sir Jorge, a quien referí detalladamente el suceso. Díjome que le costaba trabajo creer que el corregidor abrigase intenciones serias de prenderme: en primer lugar, porque yo no había cometido delito alguno; y en segundo, porque yo no estaba bajo la jurisdicción de aquel funcionario, sino bajo la del capitán general, único que tenía atribuciones para resolver en asuntos tocantes a los extranjeros, y ante quien debía yo comparecer acompañado del cónsul de mi país.
– Sin embargo – añadió – , no se sabe hasta dónde son capaces de llegar los jaques que ocupan el poder. Por tanto, si tiene usted algún temor, le aconsejo que permanezca unos días en la embajada como huésped mío, y aquí estará usted completamente a salvo.
Le aseguré que no tenía miedo alguno, porque estaba ya muy acostumbrado a semejantes aventuras. Desde la habitación de sir Jorge me dirigí a la del primer secretario, Mr. Southern, con quien entré en conversación. Apenas llevaba allí un minuto, cuando Francisco, mi criado, irrumpió en el cuarto casi sin aliento y agitadísimo, exclamando en vascuence:
– Niri jauna, los alguaciloac y los corchetoac y los demás lapurrac están otra vez en casa. Parecen medio locos; y como no le pueden encontrar a usted, están registrando los papeles, en la creencia, supongo yo, de que está usted escondido entre ellos.
Míster Southern nos interrumpió, preguntando lo que aquello significaba. Se lo conté, y añadí que me proponía volver en el acto a mi casa.
– Pero entonces esos hombres acaso le arresten a usted – dijo Mr. Southern – antes de que podamos intervenir nosotros.
– Tengo que afrontar ese riesgo – repliqué, y un momento después me fuí.
Pero, antes de llegar a la mitad de la calle de Alcalá, dos individuos vinieron a mí, y, diciéndome que era su prisionero, me mandaron seguirlos a la oficina del corregidor.
Eran dos alguaciles, quienes, sospechando que podría entrar en la embajada o salir de ella, estaban en acecho por las inmediaciones.
Rápidamente me volví a Francisco y le dije en vascuence que fuese otra vez a la embajada y contase al secretario lo que acababa de suceder. El pobre muchacho salió como una exhalación, no sin volver a medias el cuerpo de vez en cuando para amenazar con el puño y cubrir de improperios en vascuence a los dos lapurrac, como llamaba a los alguaciles.
Lleváronme a la jefatura, donde está el despacho del corregidor, y me introdujeron en una vasta pieza, invitándome con el gesto a tomar asiento en un banco de madera. Luego se me puso uno a cada lado. Aparte de nosotros, había en la habitación unas veinte personas lo menos; con toda seguridad, empleados de la casa, a juzgar por su aspecto. Iban todos bien vestidos, a la moda francesa en su mayoría; y, sin embargo, harto se notaba lo que en realidad eran: alguaciles, espías y soplones. Si Gil Blas hubiera despertado de su sueño de dos siglos, los hubiese reconocido sin dificultad, a pesar de la diferencia de trajes. Lanzábanme ojeadas al pasar, según recorrían la habitación de arriba a abajo; luego se reunieron en un corro y empezaron a cuchichear. Le oí decir a uno de ellos:
– Entiende los siete dialectos del gitano.
Entonces, otro, andaluz sin género de duda, a juzgar por el habla, dijo:
– Es muy diestro; monta a caballo y tira el cuchillo tan bien como si fuera de mi tierra.
Al oírlo, se volvieron todos y me miraron con interés, mezclado, evidentemente, de respeto, como de seguro no lo hubieran sentido si hubiesen pensado que yo era tan sólo un hombre de bien que daba testimonio en la causa de la justicia.
Esperé pacientemente en el banco una hora lo menos, creyendo que me llamarían de un momento a otro a presencia del señor corregidor. Pero me figuro que no debieron de juzgarme digno de ver a tan eminente personaje, porque al cabo de ese tiempo un hombre de edad provecta – perteneciente, empero, al género alguacil– entró en el aposento y avanzó derechamente hacia mí.
– Levántese – dijo.
Obedecí.
– ¿Cómo es su nombre? – preguntó.
Se lo dije.
– Entonces – replicó mostrando un papel que tenía en la mano – , señor, su excelencia el corregidor manda que le llevemos a usted a la cárcel sin tardanza.
Me miraba fijamente al hablar, quizás con la esperanza de verme caer al suelo al oír el formidable nombre de cárcel; sin embargo, me limité a sonreír. Entonces entregó el papel, que supongo sería la orden de encarcelamiento, a uno de mis dos apresadores, y, obediente a la seña que me hicieron, eché a andar tras ellos.
Supe más adelante que tan pronto como sir Jorge tuvo noticia de mi arresto envió al secretario de la legación, Mr. Southern, a visitar al corregidor, y estuvo haciendo antesala la mayor parte del tiempo que yo permanecí en la jefatura. Al pedir audiencia al corregidor se proponía darle sus quejas y señalarle los peligros a que se exponía con el paso temerario que acababa de dar. El corregidor, muy terco, se negó a recibirle, pensando quizás que avenirse a razones redundaría en menoscabo de su dignidad; pero su conducta me favoreció por modo eficacísimo, porque después de tal ejemplo de gratuita insolencia nadie puso en duda la injusticia y el atropello de que me había hecho víctima.
Los alguaciles me llevaron por la Plaza Mayor a la Cárcel de la Corte, que así se llama. Al cruzar la plaza recordé que, en los buenos tiempos pasados, la Inquisición de España acostumbraba a celebrar allí sus solemnes autos de fe, y eché una mirada a los balcones de la Casa de la Villa, desde donde presenció el último rey de la dinastía austriaca el auto más solemne que se recuerda, y, después de ver quemar por grupos de cuatro o de cinco unos treinta herejes, hombres y mujeres, se enjugó el rostro, sudoroso por el calor y ennegrecido por el humo, y tranquilamente preguntó: «¿No hay más?»; ejemplar prueba de paciencia muy aplaudida por sus curas y confesores, que, andando el tiempo, le envenenaron.
– Y aquí estoy yo – iba yo pensando – , que he hecho en contra del papismo más que todos los pobres cristianos martirizados en esta maldita plaza, enviado simplemente a la cárcel, de la que estoy seguro de salir dentro de pocos días con buena opinión y aplauso. ¡Papa de Roma! Creo que sigues siendo tan maligno como siempre; pero de tan escaso poder, que da lástima. Te estás quedando paralítico, Batuschca, y tu cayado se ha convertido en una muleta.
Llegamos a la cárcel, sita en una calle estrecha, no lejos de la Plaza Mayor. Entramos en un pasadizo obscuro, a cuyo extremo había una verja. Llamaron mis conductores, y un rostro feroz se dejó ver a través de la verja; hubo un cambio de palabras, y a los pocos momentos me encontré dentro de la cárcel de Madrid, en una especie de corredor abierto a considerable altura sobre un patio, de donde subía fuerte rumor de voces y, en ocasiones, gritos y clamores salvajes. En el corredor, que servía como de oficina, había varias personas, una de ellas sentada detrás de un pupitre; hacia ella fueron los alguaciles, y, después de hablar un rato en voz baja, pusieron en sus manos la orden de arresto. La leyó con atención, y, levantándose después, se me acercó. ¡Qué tipo! Tendría unos cuarenta años, y su estatura hubiera sido de unos seis pies y dos pulgadas a no ir encorvado en forma que parecía una ese. Era más delgado que un hilo; diríase que un soplo de aire bastaba para llevárselo. Su rostro hubiera sido hermoso sin tan portentosa y extraordinaria delgadez. Tenía la nariz aguileña; los dientes blancos como el marfil; negros los ojos – ¡oh, qué negrura! – , de muy extraña expresión; atezada la piel, y el pelo de la cabeza como las plumas del cuervo. Sus facciones dilatábanse de continuo por una sonrisa profunda y tranquila, que con toda su tranquilidad era una sonrisa cruel, muy propia del semblante de un Nerón. «Mais en revanche personne n’étoit plus honnête.»
– Caballero– dijo – , permítame usted que me presente yo mismo: soy el alcaide de esta cárcel. Veo por este papel que durante cierto tiempo, muy corto, sin duda, tendré el honor de que me haga compañía bajo este techo; espero que desechará usted de su ánimo todo temor. Me encargan que le trate a usted con todo el respeto debido a la ilustre nación a que pertenece y a que tiene derecho un caballero de tan elevada condición. La verdad es que el encargo está de más, pues por mi propio impulso hubiera tenido yo gran placer en colmarle de atenciones y comodidades. Caballero, debe usted considerarse aquí más como huésped que como preso. Puede usted correr toda la casa a su antojo. Aquí encontrará usted cosas no del todo indignas de la atención de un espíritu reflexivo. Le ruego que disponga de los llaveros y empleados como de sus criados propios. Ahora voy a tener el honor de llevarle a su habitación, la única que hay vacía. La reservamos siempre para caballeros distinguidos. De nuevo me congratulo de que las órdenes recibidas coincidan con mi inclinación personal. No se le pondrá a usted cuenta ninguna, aunque el alquiler diario de ese cuarto llega a veces a una onza de oro. Le ruego, pues, que me siga, caballero, y me considere en todos tiempos y ocasiones como su afectísimo y obediente servidor.
Al decir esto, se quitó el sombrero y me hizo una profunda reverencia.
Tal fué el discurso del alcaide de la cárcel de Madrid, discurso pronunciado en puro y sonoro castellano, con mucho reposo, gravedad y casi dignidad; discurso que hubiera hecho honor a un magnate de ilustre cuna, a monsieur Bassompierre recibiendo en la Bastilla a un príncipe italiano, o al gobernador de la Torre de Londres recibiendo a un duque inglés acusado de alta traición. Pues bien: ¿quién era este alcaide? Uno de los mayores tunantes de España. Un individuo que más de una vez, por su rapacidad y avaricia, y por mermar las miserables raciones de los presos, había provocado insurrecciones en el patio, sofocadas en sangre con ayuda de la fuerza militar; un tipo de baja extracción, que cinco años antes era tambor en una partida de voluntarios realistas. Pero España es el país de los caracteres extraordinarios.
Seguí al alcaide hasta el final del corredor, donde había una verja muy espesa, y a cada lado de ella estaba sentado un llavero, tipos de horrenda catadura. Se abrió la verja, y, volviendo a la derecha, seguimos por otro corredor, donde había mucha gente paseándose: presos políticos, según supe más tarde. Al final del corredor, que abarcaba toda la longitud del patio, entramos en otro; la primer habitación que encontramos era la que me habían destinado. El aposento, espacioso y alto de techo, estaba en absoluto desprovisto de muebles, con excepción de una cuba de madera, destinada a contener mi ración diaria de agua.
– Caballero– dijo el alcaide– , como usted ve, el cuarto está desamueblado. Ya son las tres de la tarde; por tanto, le aconsejo a usted que, sin descuidarse, envíe a buscar a su posada una cama y las demás cosas que pueda necesitar; el llavero le hará a usted la cama. Caballero, adiós, hasta otra vista.
Seguí su consejo, y escribí con lápiz una nota a María Díaz, enviándosela por el llavero; hecho esto, me senté en la cuba, y caí en una especie de ensueño que me duró mucho tiempo.
Al cerrar la noche llegó María Díaz, acompañada de dos mozos de cordel y de Francisco, todos cargados. Encendieron una lámpara, echaron lumbre en el brasero, y la melancolía de la cárcel se disipó hasta cierto punto.
Cuando tuve silla donde sentarme, me levanté de la cuba y me puse a despachar algunos manjares que mi buena patrona no se había olvidado de traerme. De pronto, Mr. Southern entró. Se echó a reír de buena gana al verme ocupado en la forma que he dicho.
– Borrow – me dijo – , es usted hombre muy a propósito para correr mundo, porque todo lo toma usted con frialdad y como la cosa más natural. Pero lo que más me sorprende en usted es el gran número de amigos que tiene; no le falta a usted en la cárcel gente que se afane por su bienestar. Hasta su criado es amigo de usted, en lugar de ser, como en general ocurre, su peor enemigo. Ese vascongado es una criatura muy noble. No olvidaré nunca cómo habló de usted cuando llegó corriendo a la Embajada a llevar la noticia de su arresto. Tanto a sir Jorge como a mí, nos interesó mucho; si alguna vez desea usted separarse de él, avíseme, para tomarlo a mi servicio. Pero hablemos de otra cosa.
Entonces me contó que sir Jorge había ya enviado a Ofalia una nota oficial pidiendo reparaciones por el caprichoso ultraje cometido en la persona de un súbdito británico.
– Estará usted en la cárcel esta noche – dijo – ; pero tenga la seguridad de que mañana, si lo desea, puede salir de aquí en triunfo.
– De ningún modo lo deseo – repliqué – . Me han metido en la cárcel por hacer su capricho, y yo me propongo permanecer en ella por hacer el mío.
– Si el tedio de la cárcel no puede más que usted – dijo Mr. Southern – , creo que esa resolución es la más conveniente; el Gobierno se ha comprometido de mala manera en este asunto, y, hablando con franqueza, no lo sentimos, ni mucho menos. Esos señores nos han tratado más de una vez con excesiva desconsideración, y ahora se nos presenta, si continúa usted firme, una excelente oportunidad de humillar su insolencia. Voy al instante a decir a sir Jorge la resolución de usted, y mañana temprano tendrá usted noticias nuestras.
Con esto se despidió de mí; me acosté, y no tardé en dormirme en la cárcel de Madrid.