Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo III (de 3)», sayfa 3
CAPÍTULO XL
Ofalia. – El juez. – Cárcel de la Corte. – El domingo en la cárcel. – Vestimenta de los ladrones. – Padre e hijo. – Un comportamiento característico. – El francés. – La ración carcelaria. – El valle de las sombras. – Castellano puro. – Balseiro. – La cueva. – La gloria del ladrón.
Ofalia comprendió en seguida que la prisión de un súbdito británico, hecha en forma tan ilegal, traería probablemente consecuencias graves. Si él en persona animó al corregidor en su conducta respecto de mí, es cosa imposible de decidir; probablemente, no lo hizo; pero el corregidor era un funcionario de su elección, y de sus actos eran hasta cierto punto responsables Ofalia y todo el Gobierno. Sir Jorge había presentado ya una protesta muy enérgica, y había llegado a decir en una nota oficial que desistiría de toda ulterior comunicación con el Gobierno español mientras no se me dieran las reparaciones amplias y completas a que tenía derecho por el atropello sufrido. Ofalia respondió que iban a adoptarse inmediatamente las disposiciones necesarias para mi excarcelación, y que mía sería la culpa si después continuaba preso. Sin dilación ordenó a un juez de la primera instancia que fuese a tomarme declaración y me soltara, amonestándome para que fuese más prudente en lo sucesivo. Pero mis amigos de la Embajada me habían aconsejado lo que debía hacer en aquel caso. Por consiguiente, cuando el juez, en la segunda noche de mi encarcelamiento, se presentó en la prisión y me llamó a su presencia, acudí, en efecto; pero al querer interrogarme, me negué en redondo a contestar.
– No tiene usted derecho para interrogarme – le dije – . No quiero faltar al respeto debido al Gobierno y a usted, caballero juez pero me han encarcelado ilegalmente. Un jurista tan competente como usted no puede ignorar que, conforme a las leyes españolas, yo, por ser extranjero, no puedo ser llevado a la cárcel bajo la inculpación que se me ha hecho, sin comparecer previamente ante el capitán general de esta real ciudad, cuyo deber es proteger a los extranjeros y ver si no se han infringido en sus personas las leyes de la hospitalidad.
Juez. – Vaya, vaya, Don Jorge, ya veo adónde quiere ir a parar; pero sea usted razonable: no le hablo como juez, sino como un amigo que desea su bien y que siente profunda reverencia por la nación británica. Todo este asunto es baladí; no niego que el jefe político ha procedido con alguna ligereza por informes de una persona quizás no muy digna de crédito; pero no se le han causado a usted graves daños, y a una persona de mundo como usted una aventurilla de este género más le sirve de diversión que de otra cosa. Sea usted razonable, olvide lo ocurrido; ya sabe que lo propio de un cristiano, y además su deber, es perdonar. Le aconsejo, Don Jorge, que salga de la cárcel al momento; me atrevo a decir que ya está usted cansado de ella. En este momento es usted libre de marcharse; váyase al punto a su casa, y yo le prometo a usted que a nadie se le permitirá ir a molestarle en lo sucesivo. Ya va siendo tarde, y las puertas de la cárcel se cerrarán dentro de poco. ¡Vamos, Don Jorge, a la casa, a la posada!
Yo. – Pero Pablo les dijo: «Nos han azotado públicamente sin oírnos en juicio, siendo romanos, y nos han arrojado en la cárcel. ¿Y ahora salen con soltarnos en secreto? No ha de ser así; sino que han de venir y soltarnos ellos mismos»11.
Luego le hice una reverencia al juez, que se encogió de hombros y tomó un polvo de tabaco. Al salir del aposento me volví al alcaide, que estaba de pie en la puerta, y le dije:
– Sepa usted que no saldré de esta cárcel hasta que haya recibido plena satisfacción del atropello que sufro. Usted puede expulsarme, si quiere; pero cualquier intento que usted haga lo resistiré con todas mis fuerzas.
– Usía tiene razón – dijo en voz baja el alcaide, inclinándose.
Sir Jorge, al enterarse de esto, me escribió una carta alabando mi resolución de permanecer por el pronto en la cárcel, y rogándome que le dijese qué cosas podrían enviarme de la Embajada para aliviar un poco mi situación.
Voy a dejar por un momento mis asuntos personales, y contaré algunas cosas relativas a la cárcel de Madrid y a sus huéspedes.
La Cárcel de la Corte, donde yo estaba, aunque es la principal prisión de Madrid, no dice nada, ciertamente, en favor de la capital de España. No he tenido ocasión de averiguar si fué construída precisamente para el destino que hoy tiene12; lo probable es que no, porque la práctica de levantar edificios adecuados para encarcelar a los delincuentes no se ha extendido hasta estos últimos años. En todos los países ha sido costumbre convertir en prisiones los castillos, conventos y palacios abandonados, práctica todavía en vigor en la mayor parte del continente, sobre todo en España e Italia, y a la cual se debe en buena parte la inseguridad de las prisiones, y la miseria, suciedad e insalubridad que generalmente reinan en ellas.
No me propongo describir detenidamente la cárcel de Madrid: verdad que sería casi imposible describir un edificio tan irregular y destartalado. Lo más característico son los dos patios, el uno detrás del otro, destinados al recreo y aireación de la masa principal de presos. Tres calabozos abovedados ocupan tres lados del patio, debajo justamente de las galerías de que antes hablé. Esos calabozos tienen capacidad para ciento o ciento cincuenta presos cada uno, y en ellos quedan encerrados por la noche con cerrojos y barras; pero durante el día pueden vagar por los patios a su antojo. El segundo patio era mucho más grande que el primero; pero sólo contenía dos calabozos, horriblemente inmundos y repugnantes; en este segundo patio se encierra a los ladrones de ínfima categoría. Uno de los calabozos es, si cabe, más horrible que el otro; le llaman la gallinería, y en él encerraban todas las noches la carne joven del presidio: chicuelos infelices de siete a quince años de edad, casi todos en la mayor desnudez. El lecho común de los huéspedes de estos calabozos era el suelo, sin que entre él y sus cuerpos se interpusiese nada, salvo a veces una manta o un delgado jergón; pero este último lujo era rarísimo.
Además de los calabozos que daban a los patios, había otros en diversos sitios de la cárcel; algunos completamente en tinieblas, destinados a recibir a quienes parecía conveniente tratar con especial rigor. Había también un departamento para mujeres. A la galería principal daban varios aposentos pequeños, donde residían los presos por deudas o por delitos políticos. Por último, había una pequeña capilla, donde los reos de muerte pasan los tres últimos días de su existencia, en compañía de sus directores espirituales.
No se me olvidará fácilmente el primer domingo que pasé en la cárcel. El domingo es día de gala en la cárcel, al menos en la de Madrid, y en ese día santo toda la ladronería de la cárcel exhibe sus galas y primores. No hay en el mundo gente más vanidosa que los ladrones, en general, ni más amiga de figurar y de llamar la atención de los camaradas por su apariencia fastuosa. En tiempos pasados, el célebre Sheppard se recreaba vistiendo un traje de terciopelo de Génova, y cuando se presentaba en público, llevaba generalmente al costado una espada con guarnición de plata. Vaux y Hayward, héroes más modernos, eran los hombres mejor vestidos en el pavé de Londres. Muchos bandidos italianos se engalanan con esplendidez, y hasta los ladrones gitanos sienten los encantos del vestir ricamente; sólo el gorro de Haram Pasha, jefe de la partida de gitanos caníbales que infestó a Hungría a fines del siglo pasado, llevaba adornos de oro y joyas evaluados en cuatro mil guilders. ¡Vean los frívolos y vanidosos cuán bien se armonizan el crimen y la vanidad! Los ladrones españoles son tan amigos de este género de ostentación como sus hermanos de otras tierras, y tanto en la cárcel como fuera de ella, su mayor contento es lucir su profusión de ropa blanca, ya recostados al sol, ya paseándose gentilmente de aquí para allá.
Ropa blanca como la nieve: tal es el rasgo principal de la vanidad de los ladrones de España. No llevan chaqueta encima de la camisa, cuyas mangas son anchas y flotantes; sólo usan un chaleco de seda verde o azul, con muchos botones de plata, que son más de adorno que de uso, pues rara vez los abrochan. Llevan, además, calzones anchos, un poco a la manera turca; rodeada a la cintura una faja carmesí, y anudado en torno de la cabeza un pañuelo de vivos colores, de los telares de Barcelona; zapatos finos y medias de seda completan el arreo del ladrón. Este vestido es bastante pintoresco, y muy apropiado al tiempo soleado y brillante de la Península; pero hay en él una chispa de afeminamiento, que cuadra mal con el arriesgado oficio de ladrón. No se crea, sin embargo, que cualquier ladrón puede permitirse semejante lujo: hay varias categorías de ladrones, algunos bastante pobres, que apenas tienen un harapo para cubrirse. Quizás en la cárcel de Madrid, tan poblada, no hubiera más de veinte que aparecieran vestidos en la forma que he tratado de describir; eran gente de reputación, ladrones encumbrados, casi todos jóvenes, que si bien no tenían dinero propio, los sostenían en la posición sus majas y amigas, mujeres de cierta clase que traban amistad con los ladrones y cuya mayor gloria y deleite consiste en satisfacer la vanidad de sus amigos con los gajes de su propia vergüenza y envilecimiento. Estas mujeres proveen a sus cortejos de ropa nívea, lavada quizás por sus propias manos en las aguas del Manzanares, para la parada del domingo, momento en que ellas, vestidas a la maja, aparecen en las galerías altas y miran con ojos de admiración a los ladrones pavoneándose en el patio.
Entre esta gente de la ropa nívea, dos tipos llamaron especialmente mi atención: eran padre e hijo. El primero, de unos treinta años, de atlética estatura, era ladrón nocturno, famoso por su habilidad en el oficio. Hallábase preso por una muerte atroz, perpetrada, a favor de una noche silenciosa, en una casa de Carabanchel, donde tuvo por único cómplice a su hijo, un niño de menos de siete años de edad. «La manzana – como dice Dauer – no ha caído lejos del árbol.» El retoño era en un todo un traslado de su padre, aunque en miniatura. Llevaba también las mangas de seda, el chaleco con botones de plata y el pañuelo rodeado a la cabeza, como los ladrones, y, cosa bastante ridícula, un enorme cuchillo manchego en la faja carmesí. Con toda evidencia, era el orgullo del rufián de su padre, que atendía con todos los cuidados imaginables a aquella cría de la horca; le columpiaba en sus rodillas, y a veces se quitaba el cigarro de sus labios bigotudos para ponérselo en la boca al pequeñuelo. El chico era el favorito del patio, porque su padre era uno de los valientes de la cárcel, y los que temían sus proezas y deseaban serle agradables estaban siempre mimando a su hijo. ¡Qué enigma es este mundo! ¡Qué obscuras y misteriosas las fuentes de lo que llaman crimen y virtud! Si aquel desventurado niño es, con el tiempo, un asesino como su padre, ¿podría culpársele por ello? Arrullado por ladrones, ya vestido de ladrón, hijo de un ladrón cuya historia fué quizás igual a ésta, ¿es justo…?
¡Oh hombre! ¡Hombre! No intentes penetrar en el misterio del bien y del mal morales; reconoce que eres un gusano, arrójate al suelo y murmura con los labios pegados al polvo: ¡Jesús! ¡Jesús!
Lo que más me sorprendió fué el buen comportamiento de los presos; lo llamo bueno después de considerar bien todas las cosas y de compararlo con el de la generalidad de los presos en otros países. Tienen en ocasiones sus estallidos de alegría salvaje, sus riñas, que habitualmente ventilan en el segundo patio cuchillo en mano; el resultado suele ser con frecuencia una muerte, o algún desgarrón espantoso en la cara o en el abdomen; pero, en general, su conducta era infinitamente superior a lo que podía esperarse de los huéspedes de tal lugar. Sin embargo, no era el resultado de la coacción, ni de vigilancia alguna especial que se ejerciese sobre ellos, pues quizás en ninguna parte del mundo están los presos tan abandonados a sí mismos y en tan extremado descuido como en España: las autoridades no se preocupan más que de impedir su fuga; no prestan la más mínima atención a su conducta moral, ni consagran un solo pensamiento a su salud, comodidad o mejoramiento mental mientras los tienen encerrados. Con todo, en esta cárcel de Madrid, y puede decirse que en las prisiones españolas en general, pues he sido huésped de más de una, los oídos del visitante no se sienten nunca lastimados con las horrendas blasfemias y obscenidades que se oyen en las cárceles de otros países, especialmente en las de la civilizada Francia; ni ofendidos sus ojos e insultado personalmente, como lo sería de seguro en Bicêtre al querer mirar al patio desde las galerías, y eso que en la cárcel de Madrid se hallaban tipos de lo más perdido de España, rufianes que tenían a su cargo atrocidades y crueldades espeluznantes. Pero la gravedad y la calma son los caracteres que predominan en los españoles; y hasta el ladrón, salvo en los instantes en que está entregado a sus faenas (y entonces no le hay más sanguinario, más despiadado ni más rapaz y ansioso de botín), puede ser hombre cortés y afable, que gusta de conducirse con templanza y decoro.
Felizmente para mí, quizás, mi conocimiento con los rufianes de España comenzó y acabó en las ciudades por donde anduve y en las prisiones en que fuí arrojado por la causa del Evangelio, y, a pesar de mis frecuentes viajes, nunca me los encontré en los caminos ni en despoblado.
El preso de peor genio en toda la cárcel, y también probablemente el más notable, era un francés como de sesenta años, de estatura regular, pero delgado, como casi todos sus compatriotas. La hechura del cráneo delataba, para un frenólogo, la vileza del sujeto; sus facciones tenían muy dañada expresión. No llevaba sombrero, y sus vestidos, aunque parecían casi nuevos, eran de lo más ordinario. Por lo general manteníase apartado de los demás, y se pasaba horas enteras de pie recostado en las paredes, con los brazos caídos, mirando con ojos de mal humor a cuantos pasaban por delante. No figuraba entre los valientes de profesión de la cárcel: su edad no le permitía ya asumir tan eminente calidad; pero todos los demás presos parecían tratarle con cierto temor: quizás temían su lengua, pues, en ocasiones, empleábala en verter maldiciones horrendas sobre los que incurrían en su desagrado. Hablaba a la perfección en buen español y, con gran sorpresa mía, en excelente vascuence, y en esta lengua conversaba con Francisco, quien, asomándose a la ventana de mi cuarto, bromeaba con los presos del patio, que le tenían en gran aprecio.
Un día, estando en el patio, donde por permiso del alcaide podía entrar cuando quería, me acerqué al francés, que estaba, como de costumbre, recostado en la pared, y le ofrecí un cigarro. Yo no fumo, pero no debe uno mezclarse con las clases bajas de España sin llevar un cigarro que ofrecer llegado el caso. El hombre me miró con ferocidad un instante, y, al parecer, iba a rechazar mi obsequio con una horrible maldición quizás. Repetí el ofrecimiento, sin embargo, llevándome la mano al corazón, y en el acto sus torvas facciones se dilataron, y con un gesto genuinamente francés, y una profunda cortesía, aceptó el cigarro, exclamando:
– Ah, monsieur, pardon, mais c’est faire trop d’honneur à un pauvre diable comme moi.
– Nada de eso – repliqué – . Los dos estamos presos en tierra extranjera y, por tanto, debemos protegernos mutuamente. Supongo que siempre que necesite su ayuda de usted en la cárcel podré contar con ella.
– Ah, monsieur– exclamó el francés transportado – , vous avez bien raison; il faut que les étrangers se donnent la main dans ce… pays de barbares. Tenez– añadió en voz baja – si tiene usted algún plan para escaparse, y necesita de mí, cuente con un brazo y un cuchillo a su servicio; puede usted fiarse de mí: no espere tanto de ninguna de esas sacrées gens d’ici– . Al decir esto echó una rabiosa mirada sobre sus compañeros de cárcel.
– No me parece usted muy amigo de España ni de los españoles – dije yo – . Deduzco que han cometido con usted alguna injusticia. ¿Por qué está usted en la cárcel?
– Pour rien du tout, c’est à dire pour une bagatelle; pero ¿qué puede esperarse de estos animales? ¿No le han encarcelado a usted, según he oído, por brujería y gitanismo?
– ¿Quizás le han traído aquí por sus opiniones?
– Ah mon Dieu, non; je ne suis pas homme à semblable betise. Yo no tengo opiniones. Je faisois… mais ce n’importe; je me trouve ici, où je crève de faim.
– Siento ver a un buen hombre en situación tan calamitosa – dije yo – . ¿No tiene usted para vivir algo más que la ración de la cárcel? ¿No tiene usted amigos?
– ¿Amigos en este país? Se burla usted de mí. ¡Aquí no encuentra uno amigos, a menos que los compre! ¡Reviento de hambre! Desde que entré aquí he ido vendiendo mi ropa, hasta quedarme desnudo, para comer, porque la ración de la cárcel no basta para el sustento, y aún nos roba la mitad el Batu, como llaman al bárbaro del gobernador. Les haillons que ahora me cubren me los han dado unas señoras devotas que algunas veces nos visitan. Los vendería si valiesen algo. No tengo un sou, y por falta de unos cuantos duros me ahorcarán dentro de un mes si no logro escaparme, aunque, como ya le dije antes, no he hecho nada: una simple bagatela; pero en España no hay peores crímenes que la pobreza y la miseria.
– Le he oído a usted hablar en vascuence. ¿Es usted de la Vizcaya francesa?
– Soy de Bordeaux, monsieur; pero he vivido mucho tiempo en las Landas y en Vizcaya, travaillant à mon metier. Leo en sus ojos que desea usted conocer mi historia; no se la cuento; no contiene nada de particular. Vea usted, ya me he fumado el cigarro; deme usted otro, y un duro de añadidura, si me hace el favor, nous sommes crevés ici de faim. A un español no le diría tanto; pero sus compatriotas de usted me inspiran respeto; los conozco bien; he tropezado con ellos en Maida y en el otro sitio13.
¡Nada de particular en su historia! Mucho me engaño, o un solo capítulo de su vida, de haberse escrito, hubiera contenido más peripecias maravillosas que cincuenta volúmenes de aventuras por tierra y mar de las que más arriesgadas parezcan. Había sido soldado. ¡Qué de cosas no podría contar aquel hombre de marchas y retiradas, de batallas perdidas y ganadas, de ciudades saqueadas, conventos allanados! Quizás había visto las llamas de Moscou subir hasta las nubes, y «había medido sus fuerzas con las de la Naturaleza en el desierto invernal», asaltado por las borrascas de nieve y mordido por el tremendo frío de Rusia. ¿Y qué podía significar con lo de ejercer su oficio en Vizcaya y en las Landas, sino que había sido ladrón en esas regiones agrestes, la segunda de las cuales es, por los robos y crímenes que en ella se cometen, la peor reputada de todo el territorio francés? ¿Nada de particular en su historia? Entonces, ¿qué historia tendrá algo que valga la pena de ser contado?
Di al preso el cigarro y el duro. Se los guardó, y dejando caer nuevamente los brazos, y recostándose en la pared, pareció hundirse poco a poco en uno de sus ensimismamientos. Le miré a la cara y le hablé; pero no pareció oírme ni verme. Su espíritu erraba quizás en el pavoroso valle de la sombra, hasta el que se abren camino a veces, durante su vida, los hijos de la tierra; pavoroso lugar donde no hay agua, ni mora la esperanza, ni vive más que el gusano imperecedero del remordimiento. Ese valle es un facsímil del infierno, y quien penetra en él sufre aquí en la tierra temporalmente lo que las almas de los condenados han de sufrir a través de las edades sin fin.
El francés fué ahorcado un mes más tarde. La bagatela por que estaba preso eran varios robos y asesinatos cometidos mediante una singular estratagema. De concierto con otros dos, alquiló una vasta casa en un barrio poco frecuentado, y a ella mandaba que le enviasen géneros de valor que compraba en los comercios para pagarlos en el momento de la entrega, y los que iban a entregar pagaban su credulidad con la pérdida del género y de la vida. Dos o tres cayeron en el lazo. Tuve vivos deseos de hablar privadamente con aquel hombre tan arrojado, y, por tanto, rogué al alcaide que le permitiera comer conmigo en mi cuarto; a esto, el gobernador, a quien me tomaré la libertad de llamar monsieur Bassompierre, por habérseme olvidado su verdadero nombre, se quitó el sombrero, y con sus habituales sonrisa y reverencias me replicó en el más puro castellano:
– Caballero inglés, y creo que puedo añadir, amigo mío: perdóneme usted, pero me es del todo imposible acceder a su petición, fundada, no lo dudo, en los más admirables sentimientos de filosofía. A otro cualquiera de estos caballeros que están bajo mi custodia se le permitirá, cuando usted lo desee, acompañarle en su cuarto. Incluso llegaré a mandar que le quiten los grillos al que haya de ir con usted, si tuviese grillos puestos, a fin de que pueda participar en la comida de usted con la comodidad y holgura convenientes; pero con el caballero de que se trata no puedo consentirlo: es el peor de toda esta familia, y seguramente en la habitación de usted o en la galería armaría una función para intentar fugarse. Caballero, me pesa; pero no puedo acceder a lo que pide. Si se tratase de otro caballero cualquiera, lo haría con mucho gusto; el mismo Balseiro, a pesar de lo que de él se cuenta, sabe conducirse como es debido; en su modo de proceder hay siempre algo de formalidad y cortesía; si usted quiere, caballero, irá a disfrutar de su hospitalidad.
Ya he hablado de Balseiro en la primera parte de esta narración. Hallábase ahora encerrado en el piso más alto de la cárcel, en un calabozo muy seguro, con otros malhechores. Había sido condenado, en unión de un Pepe Candelas, ladrón de no corta fama, por un audacísimo robo cometido, en pleno día, nada menos que en la persona de la modista de la reina, una francesa, a quien ataron en una tienda, robándole dinero y géneros por valor de cinco a seis mil duros. Candelas había ya expiado su crimen en el patíbulo; pero Balseiro, que era, en opinión común, el peor de los dos bandidos, había logrado salvar la vida a fuerza de dinero, un aliado con que su compañero no contaba; le conmutaron la pena de muerte, a que fué sentenciado, por la de veinte años de cadena en el presidio de Málaga. Visité al héroe y conversé con él un rato a través de la reja del calabozo. Me reconoció y me hizo recordar la victoria que obtuve sobre él en la disputa acerca de nuestros respectivos conocimientos en gitano cerrado, en el que Sevilla, el torero, no tenía par.
Al decirle que sentía verle en tal situación, me replicó que el asunto no tenía importancia, porque dentro de seis semanas le llevarían al presidio, y una vez allí, con ayuda de unas onzas bien distribuídas entre sus guardianes, se escaparía cuando quisiera.
– Pero ¿adónde vas a ir? – le pregunté.
– ¿No puedo irme a tierra de moros – replicó Balseiro – , o con los ingleses al campo de Gibraltar, o, si lo prefiero, no puedo volver a este foro y vivir como hasta aquí, choring a los gachós? ¿Qué me cuesta esconderme? Madrid es grande, y Balseiro tiene muchos amigos, especialmente entre los lumias– añadió con una sonrisa.
Le hablé de su malhadado cómplice Candelas, y su rostro tomó una expresión horrible.
– Supongo que estará en los infiernos – exclamó el ladrón.
La amistad del inicuo nunca es de larga duración. Los dos héroes regañaron, a lo que parece, en la cárcel, acusándole Candelas al otro de haber procedido con mala fe y haberse apropiado indebidamente, para su disfrute personal, el corpus delicti en varios robos cometidos en compañía.
No puedo resistir al deseo de contar las aventuras ulteriores de Balseiro.
Poco después de mi salida de la cárcel, Balseiro, con poca paciencia para esperar a que el presidio le ofreciese la ocasión de recobrar la libertad, agujereó el techo de la cárcel, y en compañía de otros penados se fugó. Volvió al instante a sus primeros hábitos, cometiendo muchos robos atrevidos dentro de Madrid y en los alrededores. Voy a referir el último, al que puedo llamar su crimen maestro, singular ejemplo de maldad. Los robos callejeros y el escalo no le satisfacían, y resolvió dar un gran golpe con el que esperaba ganar dinero suficiente para irse a vivir con lujo y esplendor a cualquier país extranjero.
Había cierto intendente de la Casa Real, llamado Gabiria, vasco de nacimiento y dueño de inmensas riquezas, que tenía dos hijos, dos guapos chicos de doce a catorce años de edad, a quienes yo había visto a menudo y hasta hablado con ellos en mis correrías por la orilla del Manzanares, su paseo favorito. Los dos muchachos estaban educándose, en aquel tiempo, en cierto colegio de Madrid. Balseiro, conocedor del cariño que su padre les tenía, determinó servirse de él en provecho de su rapacidad. Trazó un plan, que consistía ni más ni menos que en secuestrar a los chicos y no devolverlos sino mediante un rescate enorme. El plan fué ejecutado en parte: dos cómplices de Balseiro, bien vestidos, llamaron a la puerta del colegio donde estaban los chicos, y valiéndose de una carta falsificada, que dieron como escrita por el padre, arrancaron al director del colegio el permiso para llevarse a los chicos a pasar un día de campo. A unas cinco leguas de Madrid, Balseiro tenía una cueva, en un lugar solitario y agreste, entre El Escorial y un pueblo llamado Torrelodones; allí llevaron a los muchachos, donde quedaron bajo la custodia de los dos cómplices; Balseiro permaneció en Madrid con objeto de entrar en negociaciones con el padre. Pero éste, hombre de notable resolución, en lugar de acceder a las peticiones del bandido formuladas por carta, adoptó sin perder tiempo medidas muy enérgicas para recobrar sus hijos.
Envióse gente a pie y a caballo a recorrer la comarca, y antes de una semana descubrieron a los muchachos cerca de la cueva, abandonados por sus guardianes, que cogieron miedo al enterarse de la resolución con que los buscaban; no tardaron en detenerlos, sin embargo, y los muchachos reconocieron a sus secuestradores.
Balseiro comprendió que Madrid se ponía inhabitable para él, y quiso escaparse, no sé si a la tierra del moro o al Campo de Gibraltar; pero reconocido en un pueblo cercano a Madrid, fué preso, y sin tardanza llevado a la capital, donde a poco perdió la vida en el patíbulo con sus dos cómplices; Gabiria y sus hijos presenciaron la horrible escena a sus anchas, subidos en un carruaje.
Tal fin tuvo Balseiro, de quien no hubiera hablado tanto a no ser por lo del gitano cerrado. ¡Pobre desventurado! Conquistó el género de inmortalidad a que aspiran tantos ladrones españoles, mientras lucen su nívea ropa blanca pavoneándose en el patio. El rapto de los hijos de Gabiria le convirtió de golpe en ídolo de toda la cofradía. Un ladrón famoso, con quien más adelante estuve yo encarcelado en Sevilla, pronunció su elogio en esta forma:
– Balseiro era un hombre muy cabal y muy buena persona. Hacía cabeza de nuestro gremio, Don Jorge; ya no volveremos a verle. ¡Lástima que no pudiera sacar el parné y escaparse a tierra de moros, Don Jorge!