Kitabı oku: «Poder Judicial y conflictos políticos. Tomo III. (Chile: 1973-1990)», sayfa 3

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Estado de sitio como tiempo de guerra

Al momento del golpe militar, la Junta de Gobierno decretó el estado de sitio, entendido como «tiempo o estado de guerra» y además declaró estado de emergencia en las provincias46. Con el decreto ley 5 no sólo se instaló un estado de guerra jurídico, sino que se pretendía modificar el Código de Justicia Militar y la ley de Control de Armas, haciendo más severas las penas para diversos delitos. A pesar de las declaraciones iniciales en contrario, no se trataba meramente de «restaurar» el imperio de la ley, sino de instalar una profunda transformación político-institucional, que «legitimara» la represión drástica y masiva que se llevaba a cabo. «La Junta de Gobierno ha acordado y dicta el siguiente decreto ley»:

Artículo 1º. Declárese, interpretando el artículo 418º del Código de Justicia Militar, que el estado de sitio decretado por conmoción interna, en las circunstancias que vive el país, debe entenderse «estado o tiempo de guerra» para los efectos de la aplicación de la penalidad de este tiempo que establece el Código de Justicia Militar y demás leyes penales y, en general, para todos los demás efectos de dicha legislación.

Artículo 2º. Agrégase al artículo 281º del Código de Justicia Militar el siguiente inciso: Cuando la seguridad de los atacados lo exigiere podrán ser muertos en el acto el o los hechores.

Artículo 3º. Modifícase los siguientes artículos de la ley 17.798 «Sobre Control de Armas».

Agrégase al artículo 5º el siguiente inciso final:

(…) En el artículo 8º, agréguese como inciso final el siguiente: «En tiempo de guerra conforme al artículo 418º del Código de Justicia Militar, las penas establecidas en los incisos 1º y 2º de este artículo serán, respectivamente, presidio mayor en su grado mínimo a muerte y presidio menor en su grado máximo a presidio perpetuo».

(…) En tiempo de guerra la pena será presidio mayor en cualquiera de sus grados, siempre que las circunstancias o antecedentes permitan presumir al Tribunal que la posesión o tenencia de armas, estaba destinada a alterar el orden público o a atacar a las Fuerzas Armadas, Carabineros o civiles (…)47.

Estando el país en «estado de guerra» operaban los consejos de guerra, sustituyendo a la justicia ordinaria y a los tribunales militares de «tiempo de paz» para procesar a las personas que hubieran infringido la ley de seguridad interior del Estado, de control de armas, y los bandos y decretos leyes promulgados por la Junta. Los consejos de guerra estaban compuestos por seis miembros de las fuerzas armadas designados por el comandante militar de la zona geográfica, quien actuaba como juez. Dicho juez designaba un fiscal y formulaba los cargos contra el acusado. No se requería ser abogado ni tener experiencia judicial. Este proceso, según el Código de Justicia Militar, debía durar 48 horas, prorrogable a discreción del fiscal48.

La Junta Militar acordó «formar a la brevedad el Consejo de Guerra y el Tribunal de Cargos, y reunir cuanto antes los antecedentes para los juicios que se sustanciarán en contra de los principales inculpados por el caos que sufre el país»49. El sábado 15 de septiembre en el diario La Tercera apareció un inserto que informó: «Nombramiento de los Consejos de Guerra: Se pone en conocimiento de la ciudadanía de que con el fin de acelerar al máximo la sustanciación de causas que corresponda incoar a los Tribunales Militares en tiempo de Guerra, la Junta de Gobierno ha delegado en los comandantes de las diversas Zonas Jurisdiccionales la atribución de nombrar los Consejos de Guerra»50.

Muy prontamente la Corte Suprema se auto limitaría, dictaminando que no tenía jurisdicción para revisar o corregir los procedimientos y sentencias de los tribunales militares de tiempo de guerra, diferenciándola de su jurisdicción constitucional en relación con los tribunales militares de tiempos de paz51. Esta decisión se tomó, a pesar de las arbitrariedades y graves errores en la aplicación del derecho en los consejos de guerra52.

La Constitución de 1925 estipulaba que a la Corte Suprema le correspondía ejercer la superintendencia disciplinaria, correccional y económica de todos los Tribunales de la República53. Juan Fernando Sil Riveros recurrió a la Corte Suprema reclamando en contra la sentencia dictada por el Consejo de Guerra de Valparaíso, que lo condenó el 11 de octubre a la pena de presidio perpetuo como autor del delito de espionaje. El condenado tenía en su poder planos de tres cerros de Valparaíso, en los que se había marcado la comisaría de Carabineros, el Hospital Alemán y la Cárcel Pública. El recurrente dijo que no había levantado los planos ex profeso sino los había calcado del diario La Estrella. No había incurrido en el delito de espionaje. La Corte Suprema rechazó el recurso de queja, por no tener jurisdicción y competencia sobre los consejos de guerra, en tiempo de guerra54.

Esta decisión sería fatal para centenares de detenidos y para la defensa de las garantías constitucionales55. Implicaba también que la Corte Suprema, al menos implícitamente, aceptaba la existencia (jurídica) de una «guerra interna» en el país, justificando el funcionamiento de los tribunales militares «en tiempo de guerra», a pesar de que el control total del país se había logrado en pocos días y se había constatado la inexistencia de fuerzas guerrilleras o de milicias en disposición de enfrentar a las Fuerzas Armadas.

El general Gustavo Leigh, en 1974, opinó sobre este punto: «Lo que hoy vive y sufre Chile es el resultado de una situación objetiva de guerra civil. En efecto, cuando un país se divide en dos bandos razonablemente numerosos, y cuyo antagonismo en la concepción de la vida es irreductible y total, la posibilidad de una convivencia pacífica se termina, porque cada sector siente que en el aplastamiento o en la eliminación del otro reside la garantía de su propia subsistencia. En ese mismo instante la situación de guerra civil se ha configurado, y su estallido material sólo depende del tiempo y de las circunstancias. Eso, que fue lo que ocurrió en Chile, y que hasta hoy nos golpea con sus efectos, resulta ciertamente doloroso»56. El discurso oficial proclamó infinitas veces la existencia de una guerra contra la subversión y contra el comunismo internacional. En varios libros y artículos escritos por militares se insistió hasta el año 2000, que «en esta guerra irregular, las FF.AA. se convencieron de que enfrentaban oponente con buena preparación y con gran voluntad de lucha, reforzada por un enorme fanatismo. (…) Nadie dudó que ésta era una guerra irregular y no fue necesario detenerse a analizar si jurídicamente era o no una guerra, como ciertos sectores lo han hecho posteriormente»57.

Concordando con los conceptos del general Leigh, el almirante Ismael Huerta, ministro de Relaciones Exteriores, explicó a la CIDH en 1974:

En cuanto al derecho de «habeas corpus», tenemos que hacer la siguiente distinción:

1. Respecto de los delitos sometidos a la jurisdicción ordinaria, este derecho se halla plenamente vigente; recordemos que, en el Acta de Constitución de la Junta de Gobierno, contenida en el Decreto Ley N° 1, de 11 de septiembre de 1973, publicado el 18 de septiembre del mismo año, la Junta declaró en el Artículo 3 que, «en el ejercicio de su misión, garantizará la plena eficacia del Poder Judicial».

2. En relación a los delitos sometidos a la jurisdicción militar, no procede el recurso de «habeas corpus», como consecuencia de hallarse el país en estado de sitio, el que, en conformidad al Decreto Ley N° 5, equivale a «estado o tiempo de guerra».

En efecto, de acuerdo a lo que dispone el artículo 74 del Código de Justicia Militar, los tribunales militares en tiempo de guerra dependen del General en Jefe del territorio respectivo, sin que la Corte Suprema, Tribunal Ordinario, tenga jurisdicción sobre ellos.

3. Tampoco procedería el recurso de amparo contra resoluciones emanadas del Presidente de la República, dictadas en el ejercicio de las facultades de carácter extraordinario conferidas por la Constitución Política en su artículo 72, N° 17, cuando ha sido declarado el estado de sitio.

Los Tribunales Ordinarios no pueden juzgar, en esta situación excepcional, el fundamento político o de hecho que la autoridad gubernativa ha tenido para ordenar una medida restrictiva autorizada y debidamente dictada58.

Nosotros discrepamos de estas visiones de Chile en 1973-1976. Era cierto que la Corte Suprema mantenía como doctrina histórica aceptar la autoridad del Ejecutivo bajo estado de sitio, para detener y trasladar personas de acuerdo con el art. 72 (17) de la Constitución de 1925. Habiendo estado de sitio, estas detenciones no estaban sujetas a revisión ni eran aplicables los recursos de amparo. Este aspecto de la vida constitucional se ha ilustrado varias veces en los tomos I y II de nuestra investigación. Desde la década de 1930, ciertas garantías constitucionales se suspendían al declararse el estado de sitio, de acuerdo con la autoridad investida en el presidente de la República por la Constitución Política.

Sin embargo, la jurisprudencia y doctrina, desde el siglo XIX, sostenía que la Corte Suprema debía ejercer la superintendencia disciplinaria, correccional y económica de todos los Tribunales de la República. Las restricciones de las garantías constitucionales bajo estado de sitio no restringían la jurisdicción ni atribuciones constitucionales de la Corte Suprema. La autolimitación de la Corte Suprema en relación con los consejos de guerra, y la doctrina expuesta en la carta del almirante Huerta a la CIDH eran contrarias a la jurisprudencia y a la práctica judicial chilena.

La situación chilena no era comparable con la de otros países de América Latina como Uruguay, Argentina, Guatemala, Colombia, El Salvador, Perú, o Venezuela, que tuvieron guerrillas rurales y urbanas poderosas y cuya existencia, en algunos casos, fue muy prolongada. En Chile hubo y habría actos «terroristas» – bombas, sabotaje, algunos asesinatos de militares, carabineros y funcionarios de la policía secreta (DINA, CNI)– así como asaltos de motivación política, incluyendo un atentado contra el general Pinochet en 1986, en el que murieron cinco de sus escoltas. Al gobierno militar jamás le faltaría alguna oposición armada y violenta; pero nunca enfrentó una «guerra» o guerra civil, como la contemplada en la Ordenanza de 1839 o el Código de Justicia Militar de 1925.

La Junta Militar y sus asesores entendían bien que el estado de sitio como tiempo o estado de guerra era una ficción jurídica con la que se justificaba, de acuerdo con el Código de Justicia Militar, la jurisdicción ejercida sobre civiles por los consejos de guerra. La importancia de esta ficción jurídica fue considerada en distintas ocasiones, como se observa en las actas de la Junta de Gobierno. En ellas se aprecia cómo, desde los inicios del Gobierno militar, se contemplaba la posibilidad de un juicio histórico de su obra, fuera en cinco, diez o más años59.

Por haberse declarado el estado de guerra en el país, la Junta consideraba el trato de los prisioneros de guerra como si se tratara efectivamente de una guerra civil, desde los primeros días después del golpe. Según el Acta 2-A de la Junta, del 13 de septiembre, el general de la Fuerza Aérea Francisco Herrera L. fue nombrado oficial encargado de los presos (jefe del Centro Coordinador de Detenidos). El 21 de septiembre la Junta acordó «pedir al Colegio de Abogados cooperación de profesionales a fin de que asesoren al Sr. Gral. (FACH) Herrera en la interrogación de P. G. [prisioneros de guerra] que ya por su número están creando un problema muy delicado y urge aligerar la sustanciación de las causas»60. Los documentos desclasificados del Gobierno de los Estados Unidos confirman que la Junta le había pedido asesoramiento en relación con el establecimiento y mantenimiento de centros de detención, tal vez para 3000 presos, por «un período relativamente largo»61. La solicitud no fue acogida, pero llegó ayuda material que, indirectamente, sostendría al Estadio Nacional, Estadio Chile y otros lugares de detención en Santiago y en provincias62.

En la segunda sesión de la Junta, efectuada el día 13 de septiembre, se acordó crear una comisión calificadora de los prisioneros de guerra para determinar si serían enjuiciados, expulsados del país o saldrían en libertad. Pinochet informó además sobre la declaración voluntaria del general Carlos Prats para desmentir los rumores de que encabezaría un movimiento militar en contra de la Junta de Gobierno. Se acordó permitirle salir del país después de esa declaración pública63.

En la sesión de 21 de septiembre se acordó instruir al ministro del Interior para que preparara «los antecedentes para seguir un juicio por traición a la Patria a todos los comprometidos del Gobierno anterior y no sólo al ex senador Luis Corvalán como ha estado figurando en la prensa de la Capital»64.

La detención de miles de personas a lo largo del país por motivos políticos preocupó a las iglesias. El 24 de septiembre el cardenal Raúl Silva Henríquez se hizo presente en el Estadio Nacional y habló a los prisioneros indicando: «La Iglesia hará todo lo que pueda...». En menos de diez días creó el Comité de Cooperación para la Paz, en colaboración con varias iglesias y la comunidad judía, proporcionando asistencia legal y social a los detenidos65.

La discusión política de la época sobre la guerra no consideró que, al declararla jurídica y discursivamente, se hacía aplicable la legislación internacional sobre el derecho humanitario (Convenios de Ginebra), aprobada en el país desde 1951. En dos sentencias de consejos de guerra de 1974 se negó la aplicabilidad de los Convenios de Ginebra porque no se cumplían las condiciones de un conflicto armado interno en los términos del artículo 3 común y porque las obligaciones desarrolladas en las Convenciones no contravenían el derecho interno. El fallo señala: «el tribunal rechaza la aplicación que quiere hacer la defensa del artículo 93 de la Convención Internacional sobre prisioneros de guerra, pues este tratado ratificado por Chile solo se aplica a conflictos internacionales y no al caso de guerra interna como ocurre en la especie y dentro de las normas de excepción consignadas en el artículo 3 de dicha Convención no hay ninguna aplicable a los hechos de autos. Finalmente, aun cuando fuera aplicable esta Convención al caso, no se cumplen todos los requisitos del citado artículo 90, pues el reo utilizó violencia en contra de las personas con su conducta de atacar al cabo que lo custodiaba» (Rol 6-73 de 28 de noviembre de 1974. Consejo de guerra de San Fernando)66. Los análisis tampoco tuvieron en cuenta el número de víctimas generadas por el conflicto, lo que podría dar indicios de la naturaleza de esa guerra. Los datos disponibles sobre las muertes por heridas de bala registradas en el certificado de defunción correspondiente al período entre el 11 de septiembre y 31 de diciembre de 1973, en todo el país, cifran los muertos civiles por esas causas en 25.71467. En septiembre hubo 4.936 muertos; en octubre 7.050 defunciones; en noviembre 6.217 y diciembre 6.78668. De un análisis individualizado y exhaustivo del 10% de los casos registrados, se indica que 588 aparecieron muertos en la vía pública, 48 en ríos o desembocaduras, 56 en el río Mapocho en Santiago, 163 en recintos hospitalarios civiles, 81 en recintos militares, y 79 de esos muertos ingresaron al cementerio general en Santiago como NN. De esta muestra, 631 figuran en el informe de la Comisión Rettig (16 mujeres y 615 varones) y 29 casos fueron registrados en esa comisión «sin convicción» por no existir datos suficientes sobre la participación de agentes del Estado69.

Aunque casi la mitad de los casos de esa muestra no fueron calificados por las comisiones creadas después de 1990 para reconocer a las víctimas, las muertes ocurrieron bajo estado de sitio declarado como tiempo de guerra, bajo la estricta vigilancia de la posesión de armas de fuego (ley de control de armas), lo cual reducía los casos de muertos a bala por delincuencia común. En los registros consultados no se identifican los casos de suicidio cometidos con armas de fuego. La investigación de John Dinges y Pascale Bonnefoy realizada sobre los datos del Servicio Médico Legal en Santiago, confirma la existencia de un número de 1.682 ingresados a la morgue entre el 11 de septiembre y 31 de diciembre de 197370. En esta investigación se indica que el Segundo Juzgado Militar de Santiago asumió desde los primeros momentos la jurisdicción de la casi totalidad de muertes por herida de bala y que «los libros que registraron los estados de causa revelan que nunca se abrió ninguna investigación respecto de los centenares de muertos a bala remitidos por fiscalías militares, como correspondía según las leyes y reglamentos mantenidos en vigencia por el régimen militar»71. En los registros del Servicio Médico Legal se indica que 785 cuerpos fueron remitidos por fiscalías militares; 670 de ellos fueron reconocidos como víctimas deviolaciones a los derechos humanos por la Comisión Rettig y de los 115 restantes, 71 ingresaron como NN y nunca fueron identificados72.

Los muertos de las FF.AA. que fueron declarados inicialmente sumaban 8073. La Comisión Rettig reconoció entre 1973 y 1977 a seis agentes del Estado, muertos por violencia de particulares por motivos políticos74. Calificó además a otros 78 asesinados por particulares entre 1977 y 1990, quienes eran miembros del Ejército, soldados conscriptos, carabineros muertos en actos de servicio y miembros de la policía civil75. Las cifras que documentan las bajas de agentes del Estado no permiten sostener la tesis de una guerra civil verídica, como fue declarado insistentemente por las autoridades de la época para justificar la represión política de quienes fueron señalados como enemigos. Pero, aunque se hubiera tratado de una guerra civil, o de una guerra interna, tal hecho no podía hacer prevalecer el Código de Justicia Militar por sobre la Constitución Política de la nación, lo que ocurrió de hecho con la autolimitación de la Corte Suprema ya mencionada. Esa autolimitación fue una decisión política y una aberración jurídica.

El funcionamiento de los consejos de guerra

Declarado el estado de sitio mediante el decreto ley N° 3, el 11 de septiembre empezaron a funcionar los tribunales militares en tiempo de guerra, de acuerdo con el Código de Justicia Militar (CJM). Estos tribunales operaron a lo largo del país con algunas diferencias, dependiendo de su implementación por cada rama de las fuerzas armadas y de orden, de las particularidades regionales y de la evolución de la coyuntura política.

En tiempo de paz los tribunales militares correspondían a los juzgados institucionales. En tiempo de guerra, incluso bajo estado de sitio como estado de guerra, si la autoridad militar superior correspondiente tenía noticia de que se había cometido un delito de jurisdicción militar, ordenaba al fiscal instruir una investigación, la cual debía ser breve y sumaria y no debía durar más de 48 horas, salvo que quien la ordenara hubiese señalado otro plazo. En caso de que se hubiese considerado procedente el procesamiento, la autoridad militar dictaba una resolución mediante la cual se establecían los hechos delictivos y convocaba en la misma resolución a un consejo de guerra que juzgaría a los inculpados. El fiscal militar investigaba, elevaba su dictamen y proponía una acusación al juez militar, con los elementos probatorios respectivos; ese dictamen debía incluir una relación sucinta de la investigación, indicando las personas responsables, su grado de culpabilidad y las penas que consideraba que correspondían, o en su caso la solicitud de sobreseimiento.

El juez podía aceptar o modificar el dictamen del fiscal y emitía la acusación. El Consejo deliberaba en secreto. La sentencia se notificaba inmediatamente al inculpado y al fiscal; el expediente se enviaba al general o comandante correspondiente para su aprobación o modificación, quien era la última instancia en relación con la sentencia emitida76. En tiempo de paz el acusado tenía una oportunidad de defensa ante el consejo de guerra y dos instancias de apelación: la Corte Marcial y la Corte Suprema; a esta última se integraba un auditor general del Ejército para esos efectos77. Después del caso Juan Fernando Sil Riveros, previamente mencionado, no hubo lugar a la apelación de los fallos de los consejos de guerra a la Corte Suprema en «tiempo de guerra».

Después del 11 de septiembre de 1973, los tribunales militares en tiempo de guerra conocieron principalmente causas por infracciones a la ley 12.927, de seguridad interior del Estado (1958); a la ley 17.798, de control de armas (1972), y por infracciones a los decretos leyes promulgados por la Junta Militar78. El CJM disponía que, en «tiempo de guerra», el general en jefe de cada zona militar nominara a los fiscales militares ad hoc, que eran los encargados de «iniciar y sustanciar todos los procesos por los delitos cometidos dentro del territorio que ocupen, o en que operen, las fuerzas a que estén agregados [sic], hasta dejarlos en estado de ser sometidos al consejo de guerra correspondiente». El CJM no establecía un plazo mínimo para que el abogado del inculpado pudiera preparar la defensa, lo cual quedaba a discreción del comandante que convocaba al consejo de guerra79.

En 1925, el Código de Justicia Militar había sido promulgado, como decreto con fuerza de ley, por un gobierno de facto. Entre 1925 y 1973 fue reformado en varias ocasiones. Su legitimidad no fue cuestionada después de la década de 1930, período en que la Corte Suprema mantuvo la vigencia de todos los decretos leyes dictados por los gobiernos de facto entre 1925 y 1932, mientras el Congreso no los derogara o modificara. Más aún, la Corte Suprema adoptó como doctrina su incompetencia en relación con la constitucionalidad de la legislación delegada, permitiendo una práctica no contemplada en la Constitución de 192580. Cabe señalar que aún en tiempo de paz, los tribunales militares tenían jurisdicción sobre civiles respecto de determinados delitos estipulados en el Código.

La Constitución de 1925 establecía que la Corte Suprema ejercía la supervisión sobre todos los tribunales del país. No estipulaba excepción o exclusión alguna81. La supervisión incluía considerar los recursos de queja por errores cometidos por los tribunales inferiores, incluyendo faltas de procedimientos requeridos por la Ley Orgánica que reglamentaba el funcionamiento de los Tribunales y del Código de Procedimiento Penal. Sin embargo, la Corte Suprema falló que se atendría a los arts. 71-74 del Código de Justicia Militar (y no el Art. 86 de la Constitución Política de 1925)82. Eso, a pesar de los precedentes jurídicos del siglo XIX en relación con situaciones críticas en las que la Corte Suprema había mantenido la supremacía de la Constitución Política por sobre cualquier ley o código (la Ordenanza Militar de 1839)83. Esta interpretación de la Corte Suprema de la época dejó a los condenados por los consejos de guerra sin instancia de apelación, sujetos a los errores, ineptitudes, abusos, e incumplimientos de los procedimientos legales estipulados en el Código de Justicia Militar y del Procedimiento Penal, como se puede observar en los procesos y sentencias de dichos consejos de guerra. La violación de los derechos humanos y garantías constitucionales de esos tribunales sería un tema nacional e internacional durante décadas, e incluso hasta el presente (2019)84.

Una comitiva al mando del general Sergio Arellano Stark, como delegado del comandante en jefe, a inicios de octubre de 1973, hizo una revisión selectiva de las condenas de los consejos de guerra realizados en Iquique, Pisagua, Antofagasta, Calama, La Serena, Copiapó, Rancagua, Curicó, Talca, Linares, Cauquenes, Concepción, Temuco, Valdivia y Puerto Montt85. Su misión oficial era «acelerar y uniformar los criterios de administración de justicia» de los prisioneros políticos86. Esta comitiva, conocida después como «caravana de la muerte», determinó la ejecución de 75 prisioneros de maneras atroces, avasallando lo obrado por los consejos de guerra. La mayoría de los procesados eran dirigentes de los partidos de la UP y ex funcionarios de Gobierno87. En muchas ciudades los cuerpos no fueron entregados y permanecieron como desaparecidos durante décadas. En otros casos, los cuerpos fueron entregados en urnas selladas y con prohibición perentoria de abrir el ataúd88.

Un ejemplo dramático de los errores, ineptitudes y arbitrariedades cometidas sin posibilidad alguna de apelación se puede observar en el procesamiento de 101 personas en el consejo de guerra de Pisagua (Causa Rol N° 2-74 del Sexto Juzgado Militar de Iquique)89. El fallo se emitió con fecha 10 de febrero de 1974, el mismo día en que se efectuó el consejo de guerra. Los 101 inculpados, que se individualizaron debidamente, fueron encontrados culpables de haber elaborado «un plan que deberá haberse llevado a cabo en el evento de desatarse una guerra civil, golpe de Estado o una situación similar. Estas maniobras recibieron el nombre de plan 22, en cuya ejecución se procedería a la toma u ocupación de 22 centros estimados vitales en la ciudad de Iquique como ser iglesias, edificios públicos, industrias vitales etc. (…) la acción indicada contemplaba, además, el incitar a la población civil para que ofreciera resistencia a las Fuerzas Armadas con las consiguientes víctimas inocentes que de ello ser habría derivado»90.

El fallo detalló las responsabilidades de los reos en propagar o fomentar doctrinas tendientes a destruir o alterar por la violencia el orden social, especialmente en «comités de vigilancia», conductas agravadas «ya que ejecutaron el delito en desprecio de la autoridad pública, que a la época de la ejecución del hecho punible, después del 11 de septiembre de 1973, hacía reiterados llamados y advertencias de no efectuar reuniones de carácter político so pena de recibir los infractores todo el rigor de la ley»91. Fueron acusados de transgredir la ley de seguridad del Estado y de haber formado grupos de combate y grupos paramilitares a fin de reemplazar a la fuerza pública.

Los abogados defensores argumentaron ante el tribunal que las pruebas surgían únicamente de las confesiones de los detenidos y no se podían comprobar los delitos, agregando que todos ellos tenían irreprochable conducta anterior. El tribunal rechazó los argumentos de la defensa y condenó a muerte a 4 reos como autores del delito previsto en el art. 245 N° 2 en relación con el artículo 246 del Código de Justicia Militar92. Por el mismo delito otro reo fue condenado a presidio perpetuo: cinco fueron condenados a 20 años de presidio mayor, en su grado máximo; un prisionero fue condenado a 15 años y otros 11 a diez años de presidio mayor en su grado medio por los mismos delitos, dependiendo de la calificación de las conductas individuales cuyos fundamentos no se explicitaron. Tres reos fueron condenados a la pena de 5 años de presidio menor en su grado máximo y a la pena de dos años de relegación menor en su grado medio como autores del delito previsto en el art. 4º letra f) de la ley de seguridad interior del Estado, siendo destinados a Paihuano, Montepatria y Combarbalá, respectivamente. Un reo fue condenado a la pena de relegación en Chillán y otro a tres años de presidio menor en su grado medio y después a relegación en Monte Patria por dos años. Otros cuatro reos fueron condenados por el mismo delito a 5 años de presidio menor en su grado máximo. 45 reos fueron condenados a 2 años de relegación menor en su grado medio en diferentes localidades y 14 fueron absueltos.

La sentencia pasó a conocimiento del comandante del campo de prisioneros de Pisagua para su aprobación y modificación93. Fue redactada por el mayor Enrique Cid Coubles, auditor de guerra en propiedad y pronunciada por la unanimidad de los vocales miembros del consejo presidido por Hans Zippelius Weber, Luis Solorza Anguita, Sergio Parra Valladares, Florencio Tejos Martínez, Carlos Sepúlveda Soto, Luis Barrera Ciocca y Rubén Opazo Castro. La sentencia fue emitida finalmente el 9 de abril de 1974. El mismo 11 de febrero el comandante había modificado las penas impuestas; rebajó la pena de muerte a 25 años de presidio mayor en su grado máximo a dos reos, confirmando o elevando las penas para los demás reos en la mayoría de los casos. En los casos de relegación se rebajó a un año y se modificaron los lugares, rebajando las penas accesorias. Todas las mujeres fueron absueltas, quedando en libertad incondicional. Firmó la sentencia el comandante Ramón Larraín Larraín como contralor y comandante del campo. Las penas se cumplieron en su totalidad.

La Vicaría de la Solidaridad publicó la sentencia completa y analizó sus errores jurídicos y sus arbitrariedades. Señaló que este fallo no cumplió la formalidad establecida, ya que debió haber sido aprobado por el jefe de la División correspondiente, y fue aprobado por una autoridad militar de rango inferior, que actuó independientemente y al margen de sus atribuciones94.

La mayor debilidad del proceso fue haber condenado a penas muy altas a los inculpados por «planes» que supuestamente ellos idearon pero que nunca se materializaron. El análisis señala que:

En suma, la sentencia viola el principio de legalidad o reserva (nullum crimen, nulla poena, sine lege) y de tipicidad, puesto que los hechos que se dan por acreditados, constitutivos, por otra parte, de simples propósitos o intenciones a realizarse, todavía en determinados eventos de ocurrencia hipotética, aunque se los aprecia con mucha flexibilidad, no solo no se adecúan al tipo de delito que se pretende ni presenta semejanza de ningún género con él, sino que más aún se le oponen, como se vio.

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