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Kitabı oku: «Thespis (novelas cortas y cuentos)», sayfa 5

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IV

¡Siete días, sólo siete días bastaron a Lita para concluir su colcha blanca! Y no parecía muy desmejorada la niña, no. Al contrario, aunque un poco enflaquecida, tenía mejor color, más animación que antes, hasta su poco de alegría. El médico y la madre se mostraban más bien contentos de su estado. Quien parecía descontento era el padre. Había comprado a su hijita un teatro de títeres y otros muchos juguetes ingeniosos, sin conseguir distraerla de su incesante labor…

Apenas concluida la colcha blanca, pretendió Lita empezar inmediatamente la celeste… Aquí intervino formalmente el papá. La enfermita necesita por lo menos un día de descanso, pues que ni el mismo domingo se había resignado a descansarlo todo entero. Y con su autoridad de amo, el padre hizo vestir con trajes de calle a su señora, a Lita y a mis Mary, pidió el carruaje descubierto para después de almorzar, se puso guantes amarillos y una galera muy grande, y salió a dar un paseo con su familia, aprovechando el hermoso día. Detrás iba Ramón en un fiacre, con el cochecito de Lita, para cuando se bajasen en el paseo.

Anduvieron por el bosque y por el Jardín Zoológico. Miss Mary arrastró a Lita en su cochecito, páranse ante las jaulas de los animales. Lita adoraba los animales. Y ese día, a pesar de su deseo de reanudar cuanto antes la labor, tuvo más gusto que nunca en ver leones, jirafas, avestruces, serpientes, de cuánto Dios crió. Porque pensaba que antes de que se cumpliese el plazo de los treinta días, ella podría presentar a su hada madrina las tres colchas. Entonces sanaría y caminaría sola y derecha, aunque tuviera un cochecito de marfil tirado por dos grandes mariposas azules. Visitaría el País de las Hadas, donde se ven en jaulas de oro los animales que aquí faltaban: sirenas, unicornios, dragones…

De vuelta en su casa, preguntó a Lita su papá:

– ¿Te has divertido, Lita?

– Mucho, papá.

– Pues pasado mañana repetiremos el paseo.

Lita se afligió mucho, porque si cada dos días obligaba a descansar uno, no acabaría a tiempo las dos colchas que le quedaban por hacer. Así fue que rogó a su padre, con lágrimas en los ojos y sollozos en la voz:

– No me vuelvas a sacar a pasear hasta que termine la colcha celeste, papá… ¡Sé buenito, papá!.. ¡Te lo pido por Dios y por la Virgen, papá!..

Para tranquilizar a la pobre mártir exaltada y no perjudicar el buen efecto del paseo, tuvo que prometérselo así su padre…

El día siguiente era el octavo día. En cuanto amaneció, Lita pidió a miss Mary los útiles y la lana celeste, y se puso a tejer y tejer… Otra semana más de trabajo, y quedó concluida la colcha celeste… Otra semana más, ¡y también la colcha rosada!.. ¡Ya no le restaba nada que hacer, sino guardar celosamente su obra, su tesoro!..

Ramón le dijo que estaban a 27 de junio, y que faltaban todavía siete días para la fecha de redención, el 5 de julio… ¿Cómo pasar todo ese tiempo para no impacientarse ni aburrirse?.. Pues ahora fue la misma Lita quien invitó a su padre a ir todas las tardes a Palermo y al Jardín Zoológico, y hasta más de lo que él podía, por sus quehaceres… Y la mamá se apresuró a hacerle el gusto, gozosa de ver al fin a su hija querida descansada y contenta:

– ¿Cuándo llevaremos a los niños pobres tus colchas? – le había preguntado un día su mamá.

– Ya lo verás, mamá, ya lo verás. Por ahora sólo quiero que estén bien guardadas en mi armario, ¡muy bien guardadas!

Se pasaron así los días que faltaban y llegó la noche del 4 de julio, las ansiadas vísperas. Lita contó las marcas que había señalado en la baranda de su cama. Eran treinta justas, y su cuenta coincidía con la de Ramón. Besó a su papá, a su mamá, a sus hermanitos y hasta a miss Mary. Se hizo acostar muy temprano. Rezó largamente sus oraciones, pidiendo a la Virgen y a San José que velasen por su madrina… Y se durmió, mirando las tres colchas, que se había hecho poner junto a su camita.

Costole mucho dormir. Pero, en cuanto se durmió, se le apareció en su sueño el hada madrina. Venía como siempre, con su estrella, su varita mágica, su pelo suelto, su magnífico manto… Sonriendo con ternura a su ahijada, le dijo:

– Veo que eres buena, Lita. Te agradezco tu labor en nombre de los niños pobres, a quienes les llevaré tus colchas, para que no se mueran de frío en las noches de invierno.

El paje del hada, que era un gnomo, salió del seno de la tierra, cargó en las espaldas con los tejidos de Lita, y desapareció…

El hada hizo entonces unos garabatos en el aire con su varita mágica, diciendo a su ahijada:

– Y porque eres buena, te curo ahora para siempre.

Apenas dicho esto, Lita se sintió curada y se sentó en la cama, completamente derecha. Sin darle tiempo ni para decir gracias, su madrina la tomó de la mano…

– Ven conmigo, Lita. Te llevaré a dar una vuelta por el País de las Hadas, donde viven Caperucita Roja y Pulgarcillo.

Así como estaba, en su blanca camisita de batista, Lita saltó del lecho sola y adelantó de la mano de su madrina… Atravesaron la habitación sin hacer ruido, en puntitas de pie, luego el dormitorio de la mamá, el cuarto de vestir, una sala… iban directamente a la puerta de calle…

Lita misma abrió la puerta que comunicaba la sala con el vestíbulo. Cruzaron el vestíbulo y abrió también la puerta cancel… Llegaron al zaguán… Ya estaban ante la puerta de la calle… Lita hizo un esfuerzo para abrirla… ¡Era un pestillo muy duro y bien cerrado!.. Y sintió de pronto que le faltaba el apoyo de su madrina y cayó sobre el frío umbral de mármol…

V

A la mañana siguiente, antes de que aclarara del todo, Ramón fue, como de costumbre, a abrir la puerta de calle a los proveedores de la casa. Iba tan preocupado con el cuento que le repetía diariamente Lita de su hada madrina, pensando si se le habría realmente aparecido durante la noche, que no se fijaba donde ponía el pie… Al ir a meter la llave en la cerradura de la puerta, pisó una cosa blanda… se agachó a ver lo que era, y lanzó un berrido estridente… ¡Ahí estaba Lita, en su camisita de dormir, que mostraba horriblemente la miseria de su deformidad! ¡Ahí estaba Lita, yerta, blanca, verdosa, helada!

Sin saber lo que hacía, loco de dolor, salió corriendo Ramón y entró en las habitaciones interiores por una puerta que daba al vestíbulo y estaba entreabierta…

– ¡La niña Lita está en la puerta de la calle!.. – gritaba. – ¡La niña Lita está muerta en la puerta de la calle!..

El padre, la madre, miss Mary, los chicos, todos saltaron de la cama y acudieron… El padre fue quien levantó en los brazos el precioso saquito de huesos… Ramón corrió a llamar al médico… Y el médico de los anteojos de oro vino, y dijo que la niña estaba muerta.

– Es una felicidad para ella, la pobrecita – agregó con voz grave. – Y hasta una liberación para sus padres. No tenía remedio y sufriría inútilmente toda su vida.

Pero los padres no parecían pensar que esa muerte fuera una felicidad y una liberación. La señora gritaba desconsolada… El señor estaba fuera de sí… Llegaba a dudar de la muerte de esa frágil y tierna criatura. Conservando algo como la sombra de una esperanza, explicó al médico dónde y cómo la encontraran. La niña parecía haberse levantado por sí misma, como si estuviera sana, tal vez sonámbula…

El médico negó radicalmente semejante hipótesis. La niña no hubiera podido dar un paso por sí misma… Pero, ¿quién la llevó hasta allí, mientras miss Mary y los padres dormían?.. ¡Pues el chico ese que decía haberla encontrado muerta! Él la había sacado de la cama para jugar, dejándola caer después en la puerta de calle. En la caída, la enfermita se había quebrado la columna vertebral… La niña estaba ya fría porque el chico que la sacara no se atrevió a avisar en el primer momento, por temor al castigo que le esperaba. Si se le avisara entonces, tal vez la ciencia la hubiera podido salvar. ¡Esa era la opinión del médico!

Al oírla, creyéndola en todo verdadera, el padre interpeló a Ramón con la ira de la desesperación:

– ¿Cómo has podido hacer eso, miserable?

Ramón sintió que se le helaba la sangre de horror y de vergüenza… Su madre se puso a llorar… Y exaltándose más y más en su dolor, repetía el señor:

– ¿Cómo has podido hacer eso, miserable? ¿Cómo has podido dejar de llamarnos a tiempo siquiera, canalla, desagradecido?

A Ramón le flaquearon las rodillas, y cayó sobre ellas, desfalleciendo… El padre de Lita creyó ver en ese desfallecimiento la confesión del crimen, pues se le presentaba el caso como un crimen, y vociferaba a la criada y a su hijo, en el paroxismo de su cólera:

– ¡Fuera de aquí!.. ¡Que yo no vea más la cara de ustedes!.. ¡Pronto, fuera, si no quieren que los haga echar por la policía!

Después de diez años de servicios fieles, así fueron echados la madre de Ramón y su hijo, como ladrones, como asesinos… Y nadie dudó en ese momento de las palabras del médico, a quien el hecho dio tema para disertar largamente sobre los sentimientos perversos de la canalla.

Cuando Ramón estuvo solo con su madre en la pobrísima fonda donde se refugiaron, la abrazó sollozando… Iba a jurarle que el médico mentía, pero su madre le contuvo:

– ¡Hijo querido! No necesitas decirme nada, porque yo sé que no es cierto. Tú no eres insensato ni cobarde para dejar morir a la niña sin avisar, ¡hijo querido!

Ramón gritó:

– ¡Qué malos son en haber creído a ese médico, qué malos!

– No son malos – rectificó dulcemente la madre. – Los hombres no son malos ni buenos… Unos son ricos y otros son pobres… Eso es todo. ¡Cálmate, hijo mío!

Las crueles emociones de esa trágica mañana enfermaron gravemente a Ramón. Su madre tuvo que llevarlo al hospital, donde pasó muchos días entre la vida y la muerte. En sus noches de fiebre deliraba con la pobre Lita y su pérfida madrina, que no era una hada sino una bruja… A cada momento creía que esa bruja venía a robarlo a él también… Pero su naturaleza robusta venció la dolencia. A las tres semanas lo llevó su madre consigo a la nueva casa en que se conchabara, ya convaleciente, amarillo, altote, muy triste, y tan flaco como un espectro…

Él no volvió a hablar más de su amarga experiencia. Parecía olvidado de Lita y de la injuria mortal que recibiera… Mas una noche dijo sencillamente a su madre:

– Mañana hará un mes de la muerte de Lita, mamá… Quisiera comprarle unas flores y llevárselas al cementerio… Iremos los dos antes de ir al mercado, mamá…

En vez de enfadarse, como temía Ramón, su madre se lo prometió, después de abrazarlo. Compraron así al día siguiente un hermoso ramo de rosas blancas en el mercado y lo llevaron al cementerio. El guardián les indicó la tumba de Lita. Ya estaba cubierta de otras flores frescas, flores finas y raras.

– Mamá – preguntó Ramón divagando todavía con los pensamientos delirantes de su enfermedad – ¿quién habrá puesto ahí esas flores tan temprano?.. ¿No podría ser el hada madrina?..

– No, hijo mío. Esas flores las puso la madre de Lita, que estuvo aquí antes que nosotros; no lo dudes.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque soy tu madre.

Ramón se arrodilló, se persignó y dejó sus rosas blancas junto a las otras flores. Hubiera querido quedarse allí mucho rato, pues le parecía estar en la casa de Lita, que era un poco como su casa… Mas su madre lo apremió a que se despidiera; debían volverse porque era tarde… Entonces Ramón quiso llevarse, como recuerdo, un flor de la tumba de Lita…

Ella era tan generosa que me las daría todas si yo se las pidiera – dijo con los ojos llenos de lágrimas.

Su madre le prohibió que tomara la flor, porque las flores de los muertos traen desgracia…

– Las flores de Lita – imploró todavía Ramón, – a mí no pueden traerme desgracia, sino hacerme bueno, porque ella es como mi ángel de la guardia…

– No importa, hijo mío – concluyó su madre. – Las flores de los muertos son para los muertos.

Oyendo esto, Ramón se arrodilló por despedida ante el umbral del sepulcro, donde dejaba enterrados sus castos sueños de adolescente. Instintivamente acercó sus labios a un manojo de no-me-olvides que se destacaba entre las flores de la niña muerta… Y al besarlo creyó besar los ojos de Lita, creyó besar por primera y última vez los ojos azules de Lita.

LA AGONÍA DE CERVANTES

Indigentemente cuidado por manos mercenarias, más envejecido que viejo, se moría Cervantes. Buen cristiano, despedíase del mundo con la conciencia limpia, después de recibir los últimos auxilios de la religión. Y, aunque sólo agonizante, por muerto habíanle dejado en la sórdida guardilla.

No estaba todavía muerto, no, si es que él podría morir alguna vez. En su imaginación febricitante pululaban sus recuerdos, casi todos de lágrimas y amargura. Rememoraba envidias, pobrezas, calumnias, prisiones… Pero, ¿cómo? ¿qué no había tenido él ninguna dicha en la vida?.. ¡Ah, sí! La tuvo, sí, la tuvo, cuando en sus horas solitarias viviera el mundo de su fantasía que describió en sus libros. ¡Felices horas aquellas en que la fiebre de la concepción lo levantaba a una esfera tan superior a las humanas miserias! Bien dijo entonces: «Para mí sólo nació don Quijote y yo para él…» Bien dijo entonces, asimismo, como alguien le tildara de envidioso: «Descríbaseme la envidia, que yo no la conozco». En cambio, otros, y bien ilustres, la conocían por él…

No estaba todavía muerto, no, pues que pensaba… Y sintió que se abría una puerta y entraban en tropel, como legión de espectros, conocidísimas figuras…

Venía adelante don Quijote de la Mancha, seguido de su escudero Sancho Panza; luego el bachiller Sansón Carrasco, el cura, el barbero, Dulcinea del Toboso, Teresa Panza, Camacho, la dueña Rodríguez, los duques… Y también Persiles y Segismunda, Rinconete y Cortadillo, la Gitanilla… En fin, toda la caterva de los personajes que aparecían en sus obras…

Don Quijote, como jefe de la caterva, acercándose al mísero lecho, lanza en ristre y visera caída, habló primero:

– Este es don Miguel de Cervantes Saavedra, el malandrín que nos creara y tuviese cautivos en sus libros, como las alimañas enjauladas que presentan los histriones de la feria, para risa y escarnio del vulgo soez y malicioso. Este es Cide Hamete Benengeli, el atrevido burlador de nuestras mejores fazañas y el cuentista charlatán de nuestros amoríos y secretos. – Y encarándose con el moribundo, agregó: – Ha llegado el momento, oh Cervantes, de que nos rindáis cuenta de las burlas e injurias que tan despiadadamente nos habéis inferido, y que he de vengar, ¡vive Dios! por el valor de mi esforzado brazo, en un hecho como no vieran los pasados siglos ni verán los venideros…

Sansón Carrasco no parecía menos iracundo:

– Mal hicisteis, don Miguel, en divulgar tanta confidencia amistosa y reservada que depositamos en el seno de vuestra confianza y caballerosidad. Mal hicistéis, don Miguel, en contar al público los yerros y debilidades de nuestros mejores amigos. Aunque no soy yo el peor presentado, poco hablasteis de mis muchas letras, y mucho de mis pocos donaires y bellaquerías. Hubierais de haber sido siquiera más imparcial y justo, no abultando lo malo o indiferente y disimulando lo bueno y lo mejor. ¿Por qué no escribisteis nada de mis glosas a Aristóteles, nada de mis traducciones de Horacio, nada de mis puros amores con Casilda de Ricarte?..

Quejábase también el cura:

– Sana habrá sido vuestra intención, don Miguel, pero, al hablar de mí, ¡bien pudisteis enaltecer mis virtudes y no pasarlas en tan displicente silencio!

Camacho clamaba:

– Tal fama de rico me distéis al describir mis bodas, que no hay en veinte leguas a la redonda pobre que no me pida… Y si le doy mucho, no me lo aprecia; si poco, se retira descontento; si nada, me acusa de tacañería y maldad… ¡Flaco servicio os debo, señor de Cervantes!

Teresa Panza, la mujer de Sancho, vociferaba a su vez:

– ¿Para qué ha cantado vuesa merced tantas aleluyas y gastado tanta tinta, sin sacarnos al fin y al cabo de nuestra pobreza?.. ¡Hubiérase metido vuesa merced con los ricos y los orgullosos, y no con los pobres y los humildes, que nada le pedimos ni para nada le llamamos!

La mentada doña Dulcinea del Toboso, por su verdadero nombre Aldonza Lorenzo, gritaba a la par de Teresa Panza, al doliente caballero:

– ¿Qué os hice para que también os metierais conmigo, según se me ha dicho, en esas historias mentirosas que corren impresas por ahí?.. ¡Nada os importa, ni a vos, ni al mundo, que yo huela o no huela a ámbar, que sea soberbia princesa o zafia labradora!..

Maritornes, con los brazos en jarras, era otra furia. ¿A qué perpetuar el cuento de su extravío de una época pasada, arrojando la nota de deshonra sobre una moza que después podía ser, y ahora lo era efectivamente, honestísima madre de familia?..

El barbero decía también:

– Aquí traigo mi navaja, no para afeitar a vuesa merced, sino para vengarme de ella por las bromas que ha dado a mi cliente don Alonso Quijano y a sus parientes y amigos…

La dueña Rodríguez clamaba llorosa:

– Yo no soy fantasma, ni visión, ni alma del purgatorio, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, y vengo a inculparos de vuestra sátira contra todas las dueñas, encarnadas en vuestra falsa y mentirosa Dueña Dolorida!..

Los mismos duques estaban descontentos, pues que la duquesa decía:

– A gente de nuestra alcurnia y grandeza, mejor fuera dejarla tranquila cuando no se trata de históricos hechos. Contar nuestras acciones privadas es dar pábulo a las habladurías de plebeyos y villanos…

Persiles y Segismunda hubieran deseado el discreto velo del silencio sobre sus antiguos amores…

Rinconete y Cortadillo protestaban por su fama de ladrones. ¡Tan conocida era esta fama, que todos estaban ahora en guardia contra ellos, y ya no podían seguir robando a gusto!..

La Gitanilla, hasta la Gitanilla se quejaba de su cervantino renombre, presumiendo de honrada y pudorosa…

Y así, uno por uno, los personajes fueron exponiendo sus crueles y destempladas quejas. Llegaron a gritar todos juntos, tan desaforadamente, que el divino Cervantes se creyó expiando algunos pecadillos en las profundidades del purgatorio…

Sólo Sancho guardaba un pensativo silencio, sentado a los pies de la cama… Quiso decir algo a don Quijote, y no lo pudo, cubierta su palabra por la infernal algarabía…

De pronto, don Quijote hizo un molinete con la lanza obligando a que todos se alejaran del lecho, y clamó con voz colérica e imperativa:

– ¡Basta ya, chusma cobarde y desenfrenada! ¡Apartaos! ¿No veis que es un solo hombre al que todos acosáis? ¡Dejadlo que combata conmigo solo en singular batalla, y Dios dirá de qué parte están la razón y la justicia!.. He ahí mi guante, Cide Hamete Benengeli, y salgamos a luchar en campo abierto, si no miente vuestro nombre y corre aún sangre en vuestras venas.

El moribundo hizo un esfuerzo para incorporarse, sin conseguirlo… Y Sancho, poniéndose de pie, increpó a Don Quijote:

– ¿No ve vuestra merced que don Miguel es inválido por carecer de un brazo, y que en este momento se nos muere? Antes le debemos socorro que insultos y ataques. Lo cortés no quita lo valiente, una mano lava la otra y cada oveja con su pareja…

Viendo que, efectivamente, Cervantes era ya casi un cadáver, don Quijote exclamó:

– Tienes razón, que te sobra, Sancho amigo. ¡Oh desgraciado de mí! Cuando al fin alcanzó el más encarnizado de mis enemigos, aquél con quien contara al mundo mi historia convirtiendo mi valor en hazmerreír de perversos e ignorantes, aquél cuya péñola implacable hace irrisión de mis nobles pasiones y befa de mis mejores hazañas, he aquí que lo hallo enfermo, postrado y agonizando, por obra y gracia de los pérfidos encantadores que me persiguen, y que no han querido que vengue de una vez por todas sus burlas y ultrajes, para eterna gloria de mi nombre.

Después de un silencio, Sancho repuso, con inacostumbrada melancolía:

– Cría cuervos para que te saquen los ojos. El señor don Miguel no es nuestro enemigo, que es nuestro padre.

Al oír esto, Don Quijote quedó completamente absorto en sí mismo, un rato largo, muy largo, sin atender a la creciente farándula con que los demás personajes mortificaban al solitario moribundo… Luego se irguió y dijo muy recio:

– Cierto. Él es nuestro padre. Él nos ha dado la posteridad y la gloria, ¡la verdadera vida!

Y sin más, arremetió contra la legión de importunos que antes capitaneara, arrojándolos de la habitación como a perros, a golpes de lanza… Cuando salieron todos, cerró la puerta detrás de ellos, quedando solo con el moribundo y Sancho…

Cervantes, que haciendo un último esfuerzo se había levantado a echar también a los incómodos visitantes, cayó entonces sobre Alonso Quijano el Bueno… Y mientras Sancho, arrodillado, le cubría las manos de lágrimas, rindió su alma a Dios en los brazos de don Quijote. En su boca descolorida acentuábase una sonrisa de infinita ternura, como si dijera a sus dos creaciones más ilustres:

– ¡Bien sabía que habíais de venir vosotros, hijos míos, a socorrerme en la hora de la muerte!